9

Duane McBride se despertó el lunes antes del amanecer y pensó, durante un instante de confusión, que tenía que hacer sus deberes e ir a esperar el autocar del colegio en el extremo del camino. Entonces recordó que era lunes, el primer lunes de las vacaciones de verano, y que nunca tendría que volver a Old Central. Fue como si le quitaran un peso de encima, y subió despacio la escalera.

Había una nota del viejo: se había marchado temprano para desayunar con algunos amigos en el Parkside Café, pero volvería temprano a casa por la tarde.

Duane hizo las tareas de la mañana. Al recoger los huevos en el gallinero, se acordó de cuando era muy pequeño y le aterrorizaban las belicosas gallinas; pero era un buen recuerdo porque era uno de los pocos que tenía de su madre, aunque casi lo único que recordaba era un delantal con topos y una voz cálida.

Después de desayunar un par de aquellos huevos, cinco lonchas de tocino, una tostada, un picadillo y una rosquilla de chocolate, sonó el teléfono cuando Duane iba a salir de nuevo para limpiar el depósito de agua en los pastos de atrás e instalar en él una polea nueva. Era Dale Stewart. Duane escuchó en silencio la noticia sobre Jim Harlen. Después de esperar durante unos instantes una respuesta que no se produjo, Dale siguió diciendo que Mike O'Rourke quería celebrar una reunión general en su gallinero a las diez de la mañana.

– ¿Por qué no en mi gallinero? -replicó Duane.

– Porque en el tuyo hay gallinas. Además, todos tendríamos que ir en bicicleta hasta tu casa.

– Yo no tengo bicicleta -dijo Duane-. Tendré que hacer todo el camino andando. ¿Por qué no nos reunimos en el escondrijo secreto de la alcantarilla?

– ¿En la Cueva? -preguntó Dale.

Duane percibió una vacilación en la voz del muchacho de once años. Duane tampoco tenía un interés particular en volver a la alcantarilla.

– Bueno, de acuerdo -dijo-. Estaré allí a las diez

Después de colgar permaneció un momento sentado en la cocina, pensando en que tendría que trabajar el doble por la tarde. Pero al final se encogió de hombros, cogió un palo de caramelo para que le diese fuerzas para la excursión, y salió de casa. Witt fue a su encuentro en el patio, meneando la cola, y esta vez Duane no tuvo valor para dejar al perro allí. Había nubes altas que mitigaban un poco el calor -estaban a menos de treinta grados- y pensó que a Witt le gustaría hacer un poco de ejercicio.

Duane volvió a entrar en casa, se llenó los bolsillos del pantalón de bizcochos para perros, cogió un segundo palo de caramelo para el almuerzo, y los dos echaron a andar por el camino. Duane no pensó un momento en ello pero, vistos desde lejos, él y su perro formaban una extraña pareja: Duane, con su andadura desgarbada, medio contoneándose, y Wittgenstein cojeando por culpa de la artritis, apoyando cuidadosamente las patas en el suelo, como un cuadrúpedo descalzo sobre grava caliente, y mirando con ojos miopes cosas que podía oler pero no ver del todo.

La sombra, al pie de las colinas, fue un alivio; pero Duane sudaba copiosamente bajo la camisa de franela a cuadros cuando subió la pendiente hacia la Taberna del Arbol Negro, donde ya había unos cuantos vehículos. La camioneta de su padre era uno de ellos, pero Duane sospechó que el «desayuno» se había trasladado ya desde el Parkside Café a la Taberna de Carl en la ciudad.

Las nubes empezaron a levantarse cuando el muchacho y el perro torcieron hacia el oeste en la Jubilee College Road, y la lejana torre del agua rieló con las ondas de calor.

Duane miró los campos de maíz en ambos lados, comparándolos con los de su propia finca -el maíz era aquí unos centímetros más alto- y observando las señales amarillas a lo largo de la valla de alambre espinoso para distinguir las diferentes clases y los híbridos. La luz del sol era ahora como un elemento sólido que gravitaba sobre su cara y sus hombros, y Duane se maldijo por haberse olvidado de la gorra. Witt iba de un lado a otro, husmeando en ocasiones algún olor interesante y caminando ciegamente sobre las matas cubiertas de polvo de la orilla de la carretera. Generalmente la valla ponía fin a sus investigaciones, y el collie volvía cojeando donde le esperaba pacientemente Duane.

Estaban a menos de medio kilómetro de la torre del agua y en una curva de la carretera cuando llegó el camión. Lo olió casi en el mismo instante de oírlo; tenía que ser el camión de recogida de animales muertos.

Witt levantó la cabeza, tratando ciegamente de descubrir el origen del olor y del ruido, y Duane le agarró del collar y le obligó a pasar a un lado de la carretera cubierta de grava. Duane odiaba que pasaran camiones cuando él caminaba por allí; el polvo permanecía pegado durante horas a sus ojos, su boca y sus cabellos. Si pasaban demasiados vehículos, incluso tendría que bañarse uno de estos días.

De pie sobre los hierbajos de la orilla, Duane advirtió lo deprisa que se acercaba el camión. Tenía que ser el de recogida de animales muertos; ¿cuántos camiones había con la cabina pintada de rojo y listones altos en la parte de atrás? El parabrisas reflejaba como un espejo el resplandor del cielo. El vehículo se acercaba a unos ochenta o noventa kilómetros por hora y además no lo hacía por el centro o la derecha de la carretera como la mayoría de los automóviles. Duane pensó en la gravilla que levantaban las ruedas y tiró de Witt hacia atrás, hasta la orilla poco profunda de la cuneta.

El camión avanzó directamente hacia Duane y su perro a unos ochenta por hora, golpeando las hierbas con el fuerte parachoques.

Duane no se lo pensó un momento. Se agachó, levantó a Witt de un tirón, y saltó sobre la cuneta, casi chocando con la valla de alambre espinoso. Sujetó a duras penas al aterrorizado collie, y el camión pasó a menos de un metro de ellos, levantando polvo, hierbas y grava de la orilla de la carretera a su alrededor.

Duane pudo ver los cuerpos de varias vacas, un caballo, dos cerdos y lo que parecía ser un perro en la parte de atrás, cuando el camión volvió a la calzada y siguió rodando en medio de una nube de polvo.

– ¡Hijo de puta! -gritó Duane, plantándose sobre la grava pero llevando todavía en brazos al viejo y aterrorizado perro.

Como tenía las manos ocupadas y no podía esgrimir un puño, escupió detrás del camión. La saliva tenía color de polvo.

El camión llegó a la torre del agua y torció a la izquierda, y se oyó claramente el chirrido de los neumáticos al rodar sobre el asfalto.

– ¡Cabrón! -exclamó Duane. Raras veces maldecía; pero ahora sintió necesidad de hacerlo-. ¡Cerdo, hijo de puta!

Witt se retorcía en brazos de Duane, que de pronto se dio cuenta de lo asustado que estaba el viejo perro y de lo fuerte que palpitaba su corazón. Podía sentir sus latidos sobre los brazos. Dejó a Witt en el suelo de la carretera lleno de baches y le calmó con largas y lentas caricias, palabras amables.

– No pasa nada, Witt, no pasa nada -susurró-. Ese estúpido analfabeto no nos ha hecho ningún daño ¿verdad?

El tono apaciguador fue calmando al perro, pero aún podían percibirse los latidos de su corazón. En realidad Duane no había visto a Van Syke al volante; no pudo fijarse en la cabina del camión porque estaba demasiado ocupado en levantar a Witt y retroceder hasta el alambre de espino, pero estaba seguro de que el camión iba conducido por el loco guardián y recogedor de animales muertos. Bueno, todo el mundo sabría pronto lo ocurrido. Una cosa era asustar a un puñado de chiquillos arrojando un mono muerto en el arroyo, y otra completamente distinta tratar de matar a uno de ellos.

Pronto se dio cuenta de que Van Syke o quien hubiera sido había tratado de matarle. No había sido una broma. No había sido una advertencia insensata. El camión se había dirigido contra ellos, y sólo su velocidad y la certidumbre de volcar si rodaba por la cuneta con tanta rapidez habían impedido que el conductor lo desviase los cuatro palmos necesarios para alcanzarles. «Alguien habría pasado por aquí y encontrado mi cadáver entre las hierbas -pensó Duane-. Y el de Witt. Nunca habrían sabido quién lo había hecho. Sólo habrían pensado en un chiquillo descuidado y en un conductor que se había dado a la fuga.» Duane recordó el alambre de espino y se tocó la espalda. Cuando retiró la mano, estaba manchada de sangre. Peor aún, había dos grandes desgarrones en su camisa que habría que coser.

Duane Siguió acariciando a Witt, pero ahora estaba más tembloroso que el perro. Hurgó en el bolsillo con su mano libre y encontró un bizcocho para Witt, y el bastón de caramelo para él.

El camión zumbó al dar la vuelta alrededor de la torre del agua.

Duane miró fijamente, con el caramelo en la boca y sin masticarlo. Era el mismo camión; podía ver claramente la cabina roja y el fuerte parachoques delante de la nube de polvo. Se movía más despacio, a cincuenta por hora Lo bastante para convertirles a Witt y a él en víctimas de la carretera, si se consideraban las tres toneladas que transportaban aquellas ruedas

– ¡Mierda! -exclamó Duane.

Witt tiró del collar que sujetaba Duane.

Arrastró al perro hacia el lado izquierdo de la carretera, como buscando los campos del lado sur. La cuneta estaba llena de hierbas pero en aquel tramo era muy poco profunda, casi plana. No constituía un obstáculo para un vehículo.

El camión giró a la derecha, llenando el lado de Duane de la carretera. Había cubierto la mitad de la distancia y Duane pudo distinguir la silueta del conductor en la cabina.

El hombre era alto, pero estaba inclinado hacia delante, absorto en la conducción… o en la persecución.

Duane agarró el collar de Witt y arrastró al aterrorizado collie a través de la carretera; el animal tenía las patas rígidas, y la gravilla resbalaba debajo de ellas, pero Duane tiró de él hasta meterlo en la cuneta.

El camión torció a la izquierda, saliendo de la calzada, saltando a través de la cuneta y casi rozando la valla con las ruedas. Las hierbas se doblaron debajo del parachoques de delante y una nube de polvo llenó el aire.

Duane miró por encima del hombro, esperando inútilmente que llegase otro coche en dirección contraria, que interviniese algún adulto, para despertar de aquella pesadilla.

El camión estaba ahora a menos de treinta metros de distancia y parecía acelerar.

Duane se dio cuenta de que no podría volver a cruzar a tiempo la carretera con Witt, y aunque pudiese hacerlo, el camión les alcanzaría mientras intentase encaramarse en la valla.

Wittgenstein ladró y se estremeció, mordiendo la muñeca de Duane en su frenesí. Durante una fracción de segundo, éste pensó en soltar al collie, dejando que se defendiese solo; pero entonces comprendió que Witt no tendría la menor posibilidad de salvación. Incluso con la adrenalina producida por el pánico, las articulaciones del viejo perro eran demasiado rígidas, y su vista excesivamente defectuosa.

El camión estaba a veinte metros y se acercaba. Su rueda delantera izquierda chocó con un poste carcomido de la valla y lo arrancó del suelo. Los alambres zumbaron como un arpa destrozada.

Duane se agachó, levantó a Witt, y en un limpio movimiento lo arrojó por encima de la valla y lo más lejos posible. Witt aterrizó detrás de tres hileras de plantas de maíz, se deslizó de lado y se esforzó en ponerse de pie.

Duane no podía esperar más. Se agarró a un delgado poste y trepó por él. Toda la valla osciló y se hundió. El alambre espinoso arañó la mano izquierda de Duane. Su pie era demasiado grande para el trozo de alambre en que se había apoyado, y su bamba quedó enganchada en él.

El camión pareció llenar el mundo con su rugido, el polvo que levantaba y una pared desconchada de metal pintado de rojo. El conductor ya no era visible debido al brillo cegador producido por el parabrisas. El vehículo estaba ahora a menos de diez metros y avanzaba a saltos y arrancando postes del suelo.

Duane abandonó la bamba a su suerte, sacó el pie de ella, se encaramó, sintiendo los arañazos del alambre espinoso en el vientre, y cayó pesadamente en el suelo blando del borde del campo y rodó entre el maíz, jadeando para recobrar el aliento.

El camión no le alcanzó, pero derribó el poste por el que había trepado e hizo saltar alambres, hierba y grava a su alrededor.

Duane se puso de rodillas sobre la gruesa capa de marga del campo. Estaba aturdido. Tenía desgarrada la camisa de franela y sobre el pantalón de pana le goteaba sangre de los arañazos en el vientre. Tenía las manos destrozadas.

El camión volvió saltando a la calzada. Duane pudo ver las luces de frenado brillando como ojos rojos entre la nube de polvo.

Duane se volvió y vio que Witt estaba tumbado a dos hileras de distancia, todavía aturdido, y entonces miró de nuevo atrás. El camión giró hacia su izquierda lentamente, pesadamente, hundiendo el morro en la cuneta. Las ruedas de atrás giraron, lanzando gravilla como perdigones. Duane oyó que las piedras golpeaban el maíz en el campo de enfrente. El camión dio marcha atrás, saltó sobre la cuneta poco profunda del otro lado de la carretera, puso el largo capó en dirección a Duane y avanzó.

Tambaleándose, serpenteando, Duane apartó los tallos de las plantas para acercarse a Witt, levantó al derrengado perro y siguió andando, adentrándose más y más en el maizal. El maíz no le llegaba a la cintura. La cola de Witt se arrastraba entre las panojas. No había más que este maíz bajo en dos kilómetros hacia el norte, y después otra valla y unos cuantos árboles.

Duane siguió avanzando, sin mirar atrás, ni siquiera cuando oyó que el camión saltaba en la cuneta y que la valla se rompía, cayendo por segunda vez, y que las plantas eran aplastadas por el parachoques y las ruedas.

«Ha llovido hace un par de días», pensaba Duane, mientras caminaba con dificultad y a paso de tortuga. Witt le pesaba mucho, reposando en sus brazos. Sólo el ligero jadeo y el movimiento de las costillas mostraban que estaba vivo. «Ha llovido hace sólo un par de días. Los dos centímetros de encima son de polvo, pero debajo… tiene que haber barro. Por favor, Dios mío, haz que haya barro.»

El camión estaba ahora en el mismo campo que él. Duane oía el zumbido del diferencial y el chirrido de las marchas. Era como si un animal enorme, enloquecido, le persiguiese. El olor a reses muertas era muy fuerte.

Duane siguió andando. Se preguntaba si se detendría para enfrentarse a aquello, saltando a un lado en el último segundo, como un ágil matador. Si, trataría de ponerse detrás de aquella maldita máquina, encontraría una piedra y la arrojaría contra el parabrisas.

El no era ágil. Y no podía hurtar el cuerpo con Witt en brazos. Siguió caminando trabajosamente.

El camión estaba a doce metros detrás de él, después a seis, después a cinco. Duane trataba de correr, pero sólo conseguía caminar a largas zancadas. El maíz le azotaba al pasar y el polen le llenaba de polvo el pelo. Se dio cuenta de que las dos últimas hileras que acababa de cruzar estaban separadas y mojadas; había allí una tosca zanja de riego. Siguió caminando.

Detrás de él, el zumbido del motor y de las ruedas sobre polvo se hizo más agudo y se convirtió después en un chirrido.

Duane miró atrás. El camión estaba en un ángulo extraño, con las ruedas de atrás girando furiosamente. Barro y plantas destrozadas volaban en un arco detrás de él.

Duane siguió avanzando, apartando a un lado con los pies los tallos que amenazaban con arañar los ojos de Witt. Cuando volvió a mirar atrás, el camión estaba a treinta metros detrás de él, todavía en un ángulo extraño, pero balanceándose ahora hacia atrás y hacia delante. Atascado en el barro.

Duane fijó la mirada en la línea de campos que se extendían hacia el norte, y siguió avanzando. Más allá de aquella valla estaban los pastos de Johnson… y más allá, hacia el norte y el este, los bosques que llegaban hasta la Taberna del Arbol Negro. Allí había colinas. Y una profunda hondonada por la que discurría el riachuelo.

«Otras diez hileras y miraré hacia atrás.»

Sudaba copiosamente y sentía que el sudor se mezclaba con la sangre y el polvo, causándole una terrible picazón entre las paletillas. UIT se agitó una vez, movió las patas como hacía desde pequeño cuando soñaba que cazaba conejos o algo así. Y entonces se relajó, como si quisiera que su dueño hiciese todo el trabajo.

«Ocho hileras. Nueve.» Duane apartó el maíz de una patada y miró atrás.

El camión se había desatascado y se movía de nuevo. Pero hacia atrás. Se estaba retirando del campo, a saltos y sacudidas. Pero sin duda en marcha atrás.

Duane no se detuvo. Continuó dando bandazos en dirección a la valla, que ahora estaba a menos de treinta metros de él, mientras oía el chirrido de las ruedas, el zumbido del diferencial y el crujido de la grava al acelerar el camión.

«Por aquí no puede pasar. No puede alcanzarme. Podré ir hasta nuestros pastos si avanzo por el bosque, lejos de las carreteras y los caminos.»

Duane llegó a la valla, depositó suavemente a Witt al otro lado y perdió un poco más de piel al pasar sobre el alambre espinoso, antes de permitirse un momento de descanso.

Se puso en cuclillas junto a su perro, con las muñecas sobre las rodillas arañadas, jadeando ruidosamente y oyendo los latidos de su propio corazón. Levantó la cabeza y miró atrás.

La torre del agua se veía claramente. Otro medio kilómetro hacia el sur y podría ver los árboles oscuros de Elm Haven. La carretera estaba desierta. No se oía el menor ruido. Sólo una nube de polvo que se estaba posando lentamente y la destrozada valla al otro lado del campo daban fe de que Duane no había soñado todo aquello.

Se agachó al lado de Witt y le acarició el costado. El collie no se movió. Tenía los ojos vidriosos. Duane acercó la mejilla a las costillas del perro y contuvo el aliento para que su respiración no amortiguase cualquier otro sonido.

No oyó ningún latido. Probablemente el corazón de Witt se había parado incluso antes de que cruzasen la primera valla. Sólo el afán del viejo collie de permanecer junto a su dueño había hecho que siguiese respirando y debatiéndose durante tanto rato.

Duane tocó la estrecha cabeza de su viejo amigo, le acarició la fina piel y trató de cerrarle los ojos. Pero los párpados no quisieron bajarse.

Duane se arrodilló. Sentía un fuerte dolor en el pecho y en la garganta que nada tenía que ver con los cortes o las contusiones. Se debía a una terrible emoción, que no podía contener ni desahogar en lágrimas. Amenazaba con sofocarle cuando boqueaba para respirar, levantando la cara al cielo ahora azul.

Arrodillado allí, golpeando el suelo con las ensangrentadas manos Duane prometió a Witt y al Dios en quien no creía que alguien pagaría por aquello.


Mike O'Rourke y Kevin Grumbacher fueron los únicos que asistieron a la reunión de la Patrulla de la Bici que había convocado Mike. Kevin estaba nervioso, paseando de un lado a otro del gallinero y jugueteando con una cinta de goma; pero Mike sólo se encogió de hombros. Se daba cuenta de que Dale y los otros tenían cosas mejores que hacer que acudir a tontas reuniones en una mañana de verano.

– Levantaremos la sesión, Kev -dijo, tumbado en el desvencijado sofá-. Hablaré con los muchachos cuando me encuentre con ellos.

Kevin se detuvo e iba a decir algo, pero guardó silencio cuando Dale y Lawrence entraron de golpe por la pequeña puerta.

Era evidente que algo le había ocurrido a Dale: tenía los ojos enloquecidos y los cabellos revueltos. Lawrence también estaba inquieto

– ¿Qué? -dijo Mike.

Dale se agarró a la jamba de la puerta y jadeó unos instantes para recobrar aliento.

– Duane acaba de telefonear… Van Syke ha tratado de matarlo.

Mike y Kevin le miraron fríamente.

– Es verdad -jadeó Dale-. Me llamó cuando la poli iba para allá. Tuvo que telefonear a la Taberna de Carl para que su padre volviese a casa, y entonces llamó a Barney, y pensó que tal vez vendría Van Syke mientras él estaba esperando en casa; pero Van Syke no se presentó y su padre volvió a casa, aunque en realidad no le cree. Pero el perro está muerto… Van Syke no lo mató exactamente, pero en cierto modo sí porque…

– Para -dijo Mike.

Dale se interrumpió.

Mike se levantó del sofá.

– Empieza por el principio, tal como cuentas las cosas cuando acampamos. Primero de todo, si Duane está bien, y cómo trató Van Syke de matarlo

Dale se dejó caer en el sofá del que acababa de levantarse Mike. Lawrence encontró un cojín en el suelo. Kevin permaneció de pie en el sitio donde había interrumpido su paseo, inmóvil, salvo por el movimiento de las manos al formar inconscientemente intrincadas formas con la cinta de goma.

– Está bien -dijo Dale, y esperó unos segundos-. Duane acaba de llamarme. Hace media hora aproximadamente, Van Syke…, él cree que era Van Syke, aunque en realidad ni le vio…, bueno, alguien que iba en el camión de la basura de Van Syke trató de atropellarlo en la Jubilee College Road, no muy lejos de la torre del agua.

– ¡Dios mío! -dijo Kevin en voz baja.

Mike le impuso silencio con una mirada.

Dale asintió con la cabeza. Tenía los ojos ligeramente desenfocados al concentrarse en lo que estaba diciendo, para que todos comprendiesen su verdadero significado.

– Duane dijo que el camión trató de atropellarlo en la carretera, y que después derribó la valla y lo persiguió dentro del campo. Dice que entonces se murió el perro…, de un ataque de miedo.

– ¿Witt? -dijo Lawrence.

Había dolor en la voz del chiquillo. Cada vez que Dale y él iban de visita a la casa de Duane, Lawrence jugaba durante horas con el viejo collie.

Dale asintió de nuevo con la cabeza.

– Duane tenía que cruzar el campo de los Johnson, el de Corpse Creek, y el bosque para ir a su casa. Y lo extraño es…

– ¿Qué? -dijo Mike a media voz.

– Lo extraño es que Duane dijo que había llevado el perro hasta su casa. No lo dejó en el campo donde había muerto para ir a buscarlo después.

Lawrence asintió con la cabeza, como si lo comprendiese perfectamente.

– ¿Es esto todo lo que dijo? -le apremió Mike-. ¿Dijo por qué podía quererlo matar Van Syke?

Dale sacudió la cabeza.

– Dijo que lo único que hacía era dar un paseo por allí. Yo llamé para informarle de la reunión. Me explicó que aquello no era una broma…, como cuando J. P. Congden o uno de esos cabro… -Dale miró a su hermano menor-. Bueno, que no era como cuando uno de esos viejos estúpidos dan un golpe de volante para asustarte. Duane me aseguró que fuera quien fuese el que conducía el camión de la basura, realmente estaba tratando de matarlo a él y a Witt.

Mike asintió, visiblemente sumido en sus pensamientos.

Dale se alisó los mechones con los dedos.

– Tenía que quedarse allí, porque esperaban a Barney.

Kevin estropeó la cuna que estaba haciendo con la cinta de goma entre los dedos.

– ¿Y te llamó desde su casa?

– Sí.

Kevin miró a Mike.

– ¿Tiene todo esto algo que ver con el asunto del que querías hablarnos?

El chico más alto salió de su ensimismamiento.

– Tal vez. -Miró hacia el sitio donde estaban tiradas las bicicletas-. Vamos.

– ¿Adónde? -preguntó Lawrence

Había estado mordiendo la visera de su gorra de lana, algo que solía hacer siempre que estaba nervioso o distraído. Mike sonrió ligeramente.

– ¿Dónde creéis que va Duane a llevar a Barney y a su padre? Si el camión le persiguió dentro del campo de maíz, tiene que haber muchas huellas de neumáticos y otras cosas parecidas.

Los cuatro muchachos corrieron en busca de sus bicis.


Barney estaba allí. Su Pontiac verde, con las desvaídas letras doradas anunciando POL CÍA en la portezuela, estaba aparcado en la orilla de la carretera, al igual que la camioneta del padre de Duane y el Chevy negro de J. P. Congden. Duane y su padre estaban en el boquete donde había sido derribada la valla, y Duane hablaba a media voz y señalaba en ocasiones las profundas huellas de ruedas en el campo. Barney asentía con la cabeza y tomaba notas en una libretita. J. P. fumaba un puro y echaba chispas por los ojos, como si Duane fuese el sospechoso de todo aquello. Dale y los otros muchachos detuvieron sus bicicletas a diez metros de distancia del grupo que estaba en el campo.

Congden volvió la espalda a Duane, escupió en la hierba y gritó a los chicos que se marchasen. Mike y sus compañeros asintieron con la cabeza y se quedaron donde estaban.

El padre de Duane decía:

– … y quiero que vayas allá y lo detengas, Howard. -El verdadero nombre de Barney era Howard Sills-. Ese maldito idiota trató de matar a mi hijo.

Barney hizo un ademán de asentimiento y tomó una nota.

– En realidad, Martin, no tenemos ninguna prueba de que fuera Karl van Syke…

Mike miró a Dale, Kevin y Lawrence, y éstos le devolvieron la mirada. Nunca habían oído el nombre de pila de Van Syke.

– … y tu hijo ha dicho que no había podido verlo claramente -terminó rápidamente Barney, apresurándose a hacerlo antes de que el señor McBride estallase de nuevo.

El padre de Duane se estaba poniendo colorado, a punto de explotar, cuando J. P. Congden se pasó el puro de un lado a otro de la boca y dijo:

– No era Karl.

Barney se ladeó la gorra y arqueó una ceja en dirección al juez de paz. Desde diez metros de distancia, Dale pensó: «Barney no se parece en nada al Barney del show.» El sheriff Howard Sills era bajo y calvo y tenía la actitud encogida y la mirada asombrada de Don Knotts, pero realmente no se parecía al policía de The Andy Griffith Show. Pero todo el mundo le llamaba Barney.

– ¿Cómo sabes que no era Karl? -preguntó Barney al gordo.

Congden volvió a cambiar de sitio el puro y miró de soslayo a Duane y a su padre, como si fuesen esa clase de basura blanca con la que un juez de paz no debía perder el tiempo.

– Lo sé porque estuve con Karl toda la mañana -dijo. Se quitó el puro de la boca, escupió de nuevo y sonrió. Sus dientes eran aproximadamente del color del puro largo y barato-. Karl y yo estuvimos en el río Spoon, pescando un poco debajo del puente de la carretera.

Barney asintió con la cabeza.

– Van Syke suele conducir el camión de la basura -dijo con voz monótona-. He preguntado a Billy Daysinger y me ha dicho que no lo ha conducido desde el verano pasado.

Congden se encogió de hombros y escupió de nuevo.

– Karl me ha dicho esta mañana que alguien robó el camión la noche pasada del lugar donde estaba aparcado, cerca de la fábrica de sebo.

Mike O'Rourke miró a los otros muchachos. La fábrica de sebo era una antigua y deteriorada construcción al norte de los elevadores de grano abandonados, en el camino del vertedero. Era el sitio donde llevaban todas las reses y los animales muertos en la carretera. El olor persistía y a veces llegaba hasta la casa de Harlen, en el límite noroeste de la población.

Barney se rascó el pequeño mentón.

– ¿Por qué tú o Karl no informasteis de esto, J. P.?

Congden se encogió de hombros, visiblemente contrariado. «Los pocos pelos que aún tiene se le erizan detrás de las orejas como los de una comadreja -pensó Dale-, y la piel del cráneo no está quemada por el sol y sólo resplandece como el vientre de una carpa.»

– Ya he dicho que estaba ocupado -dijo el juez de paz-. Además me imaginé que era una broma de alguno de esos dichosos muchachos. ¿Cómo sabemos que no lo hicieron esos pequeños truhanes?

Señaló al grupo de muchachos con sus bicicletas.

Barney les miró, impasible.

Congden levantó la voz, apuntando a Duane con el pulgar.

– ¿Y quién sabe si este chico no participó en ello? ¿Quién sabe si no anduvo tonteando por ahí con sus amigos? Haciéndonos perder el tiempo para que parezca que no fueron ellos los que se desmandaron y derribaron la valla de Summerson y todo eso.

El padre de Duane avanzó unos pasos sobre trozos de alambre espinoso. Tenía la cara más morada que roja.

– ¡Maldito seas, Congden, capitalista embustero! Sabes que mi hijo… que ninguno de estos muchachos… fue el causante de esto. Alguien trató de matar a Duane, de atropellarle aquí, y supongo que estáis encubriendo a ese australopiteco infrahumano de Van Syke, porque los dos robasteis el camión. Es como cuando estafas a los infractores por «exceso de velocidad», multándolos para poder tener dinero para cerveza, estúpido…

Barney se colocó entre los dos hombres y puso una mano en el hombro de McBride. El apretón en el hombro debió de ser más fuerte de lo que parecía, porque el padre de Duane palideció, dejó de hablar y se volvió.

– ¡Bah, que se vaya al carajo! -dijo el juez de paz, y echó a andar hacia su coche.

– Dile a Karl que venga a verme -dijo Barney.

Congden ni siquiera asintió con la cabeza al cerrar de golpe la portezuela del Chevy negro y hacer girar la llave de contacto. El ajustado motor rugió al cobrar vida, y el vehículo del juez de paz despidió grava a seis metros detrás de él, al arrancar.

Para volver a la ciudad Los muchachos tuvieron que desplazarse rápidamente a la cuneta con sus bicis para no ser atropellados.

El señor McBride estuvo hablando durante unos minutos, señalando hacia el campo, gritando en ocasiones y bajando al fin la voz, en un agitado murmullo, mientras Barney tomaba notas. Duane permanecía unos palmos dentro del campo, con los brazos cruzados y los ojos impasibles detrás de los gruesos cristales de sus gafas. Cuando el padre de Duane y el sheriff volvieron a la carretera para hablar, los muchachos dejaron sus bicis sobre la hierba polvorienta y cruzaron apresuradamente el boquete de la valla.

– ¿Estás bien? -preguntó Dale.

Quería tocar al alto muchacho y apoyar el brazo en el hombro de Duane, pero el protocolo no lo permitía.

Duane asintió con la cabeza.

– ¿Mató realmente a Witt? -preguntó Lawrence.

La voz del niño de ocho años era vacilante.

Duane asintió de nuevo.

– El corazón de Witt se paró -dijo-. Era muy viejo.

– ¿Pero trataron de atropellarte? -preguntó Kevin.

Duane afirmó con la cabeza.

Su padre le estaba llamando. Duane descruzó los brazos y dijo en voz baja a los muchachos:

– Algo está pasando. Hablaremos más tarde, si me es posible.

Pasó por el boquete de la valla y fue a reunirse con su padre. Barney habló un momento con él, y por fin apoyó una mano en su hombro. Los chicos pudieron oír que decía: «Siento lo del perro, muchacho.» Entonces pareció que advertía algo al padre de Duane. El policía subió por fin a su Pontiac y se marchó lentamente por la carretera cubierta de grava, para no envolver a los muchachos en una nube de polvo.

Duane y su padre permanecieron un momento allí, mirando hacia el campo, y entonces subieron a la camioneta, maniobraron varias veces para darle la vuelta y se dirigieron por la Jubilee College Road hacia la carretera Seis del condado. Duane no agitó la mano para despedirse.

Los cuatro muchachos se quedaron un momento en el campo, pataleando en las profundas y fangosas rodadas y en la ringlera de maíz aplastado. Miraron a su alrededor, como si el fantasma del collie de Duane pudiese venir corriendo entre el maíz que les llegaba a la cintura.

– ¡Eh! -dijo Kevin al fin, mirando en todas direcciones. Los campos estaban en silencio. El cielo se había nublado de nuevo. No había el menor movimiento ni el menor ruido-. ¿Y si vuelve el camión de la basura?

Unos segundos después habían montado en sus bicis y pedaleaban en dirección a la ciudad, levantando una estela de gravilla. Dale redujo la velocidad para que Lawrence no se retrasara, pero la pequeña bici del niño de ocho años adelantó casi como una exhalación a la de Dale, después a la de Kevin, y por último al viejo y rojo cacharro de Mike.

Hasta que estuvieron a salvo bajo los inmóviles olmos y robles de Elm Haven no aflojaron la marcha, jadeando y mirando hacia atrás, con los brazos colgando y las manos fuera de los manillares al descender por Depot Street y pasar por delante de la casa de Dale y de Old Central. Dejaron que las bicis remontasen la cuesta a lo largo del camino de entrada de la casa de Kevin y rodaron sobre la hierba fresca, conteniendo todavía el aliento y con los cabellos sudorosos.

– Eh -jadeó Lawrence cuando pudo hablar-, ¿qué es un capitalista?

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