17

El miércoles, quince de junio, después de haber repartido los periódicos y antes de ir a San Malaquías a ayudar a misa al padre C., Mike se metió debajo de la casa.

La luz de la mañana era brillante y el sol ya proyectaba sombras debajo de los olmos y de los melocotoneros del jardín, cuando Mike levantó la chapa metálica de acceso al hueco. Todas las personas a quienes conocía tenían sótanos en sus casas. «Bueno -pensó-, y todos mis conocidos tienen también instalaciones de cañerías dentro de casa.»

Había traído su linterna de Boy Scout e iluminó con ella el bajo espacio. Telarañas. Suelo de tierra. Tuberías y listones de madera debajo del suelo. Más telarañas. El espacio tenía apenas cuarenta y cinco centímetros de alto y olía a orina vieja de gato y a suelo fresco.

La mayoría de las telarañas eran espesas. Mike trataba de evitar aquellos tejidos sólidos, apretados, lechosos, que sabía que significaban viudas negras, mientras se arrastraba, serpenteando, hacia la puerta de delante de la casa. Tenía que pasar por debajo de la habitación de sus padres y del corto pasillo para llegar allí. La oscuridad parecía alargarse eternamente, mientras se desvanecía la débil luz de la entrada a su espalda. Súbitamente presa de pánico, se volvió hasta que pudo ver el rectángulo de luz de sol, asegurándose de que podría encontrar la salida. La abertura parecía estar muy lejos. Mike siguió adelante.

Cuando calculó que debía de estar debajo del salón -podía ver los cimientos de piedra a tres metros delante de él-, se detuvo, se volvió sobre el costado y jadeó. Su brazo derecho tocaba una abrazadera de madera debajo del suelo, y la mano izquierda estaba envuelta en telarañas. Se alzaba polvo a su alrededor, pegándose a sus cabellos y haciéndole pestañear, y en el estrecho rayo de luz de la linterna. «Menudo aspecto voy a tener para ayudar a misa al padre C.», pensó.

Se movió hacia la izquierda, iluminando con la linterna la pared norte, a cuatro metros y medio delante de él. La piedra parecía negra. ¿Qué diablos…, qué diablos estaba buscando? Mike se retorció y empezó a moverse en círculos, observando el suelo, por si había señales raras en él.

Era difícil decirlo. La piedra y la tierra del suelo habían sido excavadas por el tiempo y pisoteadas por generaciones de gatos de los O'Rourke y por otros animales que se habían refugiado allí. Toda aquella parte estaba llena de excrementos secos de gato.

«Era un gato o una mofeta», pensó Mike, con un suspiro de alivio. Entonces vio el agujero.

De momento fue sólo una sombra más, pero su negrura no disminuyó al pasar sobre él la luz de la linterna. Mike se preguntó si sería un disco de plástico oscuro, un trozo de lona alquitranada o algo parecido que su padre hubiese dejado allí. Se acercó un metro más y se detuvo.

Era un agujero perfectamente redondo, de unos cincuenta centímetros de diámetro. Mike hubiese podido meterse de cabeza en él si hubiese querido. Pero no quiso.

Pudo olerlo. Dominó su repugnancia y acercó más la cabeza. El hedor brotaba del túnel como una ráfaga que viniese de un osario.

Mike cogió una piedra y la arrojó en el agujero. Ningún ruido.

Jadeando ligeramente y con el corazón palpitándole tan fuerte que estuvo seguro de que Memo podía oírlo a través del suelo del salón, levantó la linterna hacia los listones, alargó el brazo que la sostenía y trató de iluminar el agujero.

Al principio creyó que las paredes del túnel eran de arcilla roja; pero entonces vio las superficies acanaladas, como de cartílagos rojos de sangre, como el interior del intestino de alguna criatura. «Como el túnel de la cabaña del cementerio.»

Mike se echó atrás, levantando una nube de polvo al hacerlo, pasando entre telarañas y cagadas de gato en su huída. Se volvió, y por un instante perdió el rectángulo de luz y estuvo seguro de que algo había cerrado la entrada.

«No, allí está.»

Se arrastró sobre los codos y las rodillas, dándose de cabeza contra los listones, sintiendo las telarañas en la cara pero sin que le importase. La linterna estaba casi debajo de su cuerpo y no iluminaba nada. A Mike le pareció ver más aberturas del túnel a pocos metros a su izquierda, debajo de la cocina; pero no se arrastró hasta allí para averiguarlo.

Una sombra se movió en la abertura del hueco, cerrando el paso a la luz. Pudo ver dos brazos y unas piernas con algo que podían ser unas polainas.

Rodó sobre un costado, levantando la barra de hierro. La forma se medio deslizó en la abertura, bloqueando la luz.

– ¿Mikey? -Era la voz de su hermana Kathleen, suave, pura, inocente y lenta-. Mikey, mamá dice que tienes que irte si quieres llegar a tiempo a la iglesia.

Mike casi se derrumbó sobre el húmedo suelo. Le temblaba el brazo derecho.

– Está bien, Kathy; apártate para que pueda salir.

La sombra se apartó de la entrada.

A Mike le dolía realmente el corazón por el esfuerzo. Se puso a gatear y consiguió salir. Cerró la plancha, golpeando los clavos a través del metálico rectángulo.

– Oh, estás hecho un asco, Mikey -dijo Kathleen, sonriendo.

Mike se rió. Estaba cubierto de polvo gris y de telarañas. Le sangraban los codos. Percibía el sabor del barro en su cara. Impulsivamente, abrazó a su hermana. Esta le abrazó a su vez, sin caer en la cuenta de que también iba a ensuciarse.


Más de cuarenta personas acudieron a las exequias «privadas» en la Funeraria Howell de Peoria. Duane observó que el viejo casi parecía contrariado por aquella concurrencia, como si hubiese querido sólo para él aquel acto de despedida de su hermano. Pero la noticia publicada en el diario de Peoria y las pocas llamadas telefónicas que había hecho el viejo atrajeron a gente, incluso de lugares tan lejanos como Chicago y Boston. Se presentaron varios compañeros de trabajo de la fábrica de orugas, y uno de ellos lloró abiertamente durante la breve ceremonia.

No había ningún clérigo presente -el tío Art se había mantenido fiel a la tradición de agnosticismo militante de la familia-, pero varias personas pronunciaron breves panegíricos: el compañero que había llorado y que lloró de nuevo durante su discurso; su prima Carol, que había venido de Chicago en avión y tenía que regresar aquella tarde, y una mujer atractiva y de edad mediana, de Peoria, llamada Dolores Stephens, y que el viejo había presentado como «amiga del tío Art». Duane se preguntó cuánto tiempo habrían sido amantes ella y el tío Art.

Por último había hablado el viejo. Duane lo consideró una apología sumamente conmovedora, sin alusiones a otra vida o a merecidas recompensas, manifestando sólo el dolor por la pérdida de un hermano, acentuado con la descripción de una personalidad que no se inclinaba ante falsos iconos, sino que se dedicaba a tratar honradamente y bien al prójimo. El viejo terminó leyendo a Shakespeare, el escritor predilecto del tío Art, y aunque Duane esperaba aquello de «Y coros de ángeles te conduzcan al descanso…», sabiendo que al tío Art le habría gustado la ironía, lo que oyó fue una canción. La voz del viejo amenazó con quebrarse varias veces, pero siguió adelante, fortalecida por el extraño final:

No temas ya el calor del sol

ni la cólera furiosa del invierno;

has hecho tu tarea en este mundo,

se ha ido tu hogar, llevándose tu paga:

chicos y chicas de oro, todos deben,

como el deshollinador, volver al polvo.

No temas ya el ceno de los grandes;

ya no te alcanza el golpe del tirano;

no te importan la ropa y la comida;

la cana para ti es como el roble;

el rey, el sabio, el físico, todos deben

seguir este camino y volver al polvo.

No temas ya el fulgor del rayo

ni los truenos por todos tan temidos;

no temas la calumnia y la censura;

se acabaron el gozo y los gemidos;

los jóvenes amantes todos deben,

entiéndelo bien, volver al polvo.

¡Que ningún exorcista te haga daño!

¡Ni te encante ninguna brujería!

¡Ni te agobie un fantasma no enterrado!

¡Que tu consumación sea tranquila,

y que sea tu tumba renombrada!

Sonaron sollozos en la capilla. El viejo había recitado los versos sin leer del libro ni consultar notas, y ahora bajó la cabeza y volvió a su asiento.

Alguien empezó a tocar el órgano en un hueco tapado con cortinas. Poco a poco, a solas o en grupitos, se dispersó la reducida concurrencia. La prima Carol y unos pocos esperaron, charlando con el viejo y acariciando la cabeza de Duane. El cuello abrochado y la corbata le resultaban extraños; se imaginó al tío Art entrando en la capilla y diciéndole: «Por el amor de Dios, chiquillo, quítate esa tontería. Las corbatas son para los contables y los políticos.»

Por fin sólo quedaron Duane y el viejo. Juntos bajaron al sótano de la funeraria, donde se hallaba el poderoso horno crematorio, para observar cómo era entregado el tío Art a las llamas.


Mike esperó a que el padre C. le invitase a pasar a la rectoría para tomar su acostumbrado desayuno de después de la comunión, consistente en café y rosquillas, antes de hablarle de aquella cosa del espacio hueco de debajo de su casa.

Mike nunca había visto rosquillas duras como aquéllas, antes de que el padre Cavanaugh empezase a ofrecerlas a sus monaguillos de confianza, hacía tres años. Ahora era experto en extender salmón ahumado o queso tierno en abundancia sobre ellas. Le había costado un poco convencer al cura de que un chico de once años podía tomar café; era un secreto entre los dos, como llamar Papamóvil al coche de la diócesis.

Mike masticó la rosquilla y se preguntó cómo formularía su pregunta: «Padre C., tengo un pequeño problema con una especie de soldado muerto que perfora debajo de mi casa y trata de apoderarse de mi abuela. ¿Puede la Iglesia prestarnos alguna ayuda?»

Por fin dijo:

– Padre, ¿cree usted en el Mal?

– ¿El mal? -dijo el moreno sacerdote, levantando la vista del periódico-. ¿Quieres decir el mal en sentido abstracto?

– Yo no sé lo que eso quiere decir -dijo Mike.

Con frecuencia Mike se sentía estúpido cuando hablaba con el padre C.

– ¿El mal como una entidad o fuerza separada de las acciones del hombre? -preguntó el cura-. ¿O quieres decir el mal como esto?

Le mostró una foto del periódico.

Mike la miró. Era el retrato de un hombre llamado Eichmann, que estaba prisionero en un lugar llamado Israel. Mike no sabía nada de esto.

– Supongo que quiero decir de la clase separada -respondió.

El padre Cavanaugh dobló el periódico.

– Ah, la antigua cuestión del mal encarnado… Bueno, ya sabes lo que enseña la Iglesia.

Mike se puso colorado y sacudió la cabeza.

– Vaya, vaya -dijo el cura, con una visible expresión de chanza-. Tendrás que repasar tus lecciones de catecismo, Michael.

Mike asintió con la cabeza.

– Sí, pero ¿qué dice la Iglesia sobre el Mal?

El padre Cavanaugh sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo de la camisa, cogió un cigarrillo y lo encendió. Se quitó una brizna de tabaco de la lengua. El tono de su voz se volvió grave.

– Bueno, ya sabes que la Iglesia reconoce la existencia del mal como una fuerza independiente… -Observó la mirada perpleja de Mike-. Satanás, por ejemplo. El diablo.

– Ah, sí.

Mike recordó el olor que salía de los túneles. Satanás. De pronto, todo aquello parecía un poco tonto.

– Tomás de Aquino y otros teólogos han estudiado el problema del mal durante siglos, tratando de comprender cómo puede ser una fuerza separada, mientras que el poder de la Trinidad puede ser la fuerza omnipotente e indiscutible que dice la Escritura. Las respuestas son en su mayoría poco satisfactorias, pero el dogma de la Iglesia nos dice que hemos de creer que el mal tiene su propio reino, sus propios agentes… ¿Me sigues, Michael?

– Sí, creo que sí. -Mike no estaba del todo seguro-. Entonces, ¿puede haber poderes malignos como una especie de ángeles?

El padre Cavanaugh suspiró.

– Bueno, aquí vamos a parar a algunos conceptos medievales, ¿verdad, Michael? Pero sí; ésta es, esencialmente, la tradición que enseña la Iglesia.

– ¿Qué clase de poderes, padre?

El sacerdote tamborileó con los largos dedos sobre su mejilla.

– ¿Qué clase? Bueno, tenemos los demonios, desde luego. Y los íncubos. Y los súcubos. Y Dante distingue familias enteras y especies de demonios, criaturas extraordinarias con nombres como Draghignazzo, que significa «como un gran dragón», y Barbariccia, «el de barba rizada», y Grafficane, «el que rasca a los perros», y…

– ¿Quién es Dante? -le interrumpió Mike, entusiasmado al ver que una persona que vivía por allí podía ser experta en estas cosas.

El padre C. suspiró de nuevo y aplastó el cigarrillo.

– Había olvidado que dependemos de un sistema docente que se halla en el séptimo círculo de la desolación. Dante, Michael, es un poeta que vivió y murió hace seis siglos. Pero me da la impresión de que me he apartado de lo que estábamos hablando.

Mike terminó su café, llevó la taza al fregadero y la lavó cuidadosamente.

– Esas cosas…, esos demonios…, ¿hacen daño a la gente?

El padre Cavanaugh le miró con expresión ceñuda.

– Estamos hablando de creaciones intelectuales de personas que vivieron en unos tiempos de ignorancia, Michael. Cuando alguien se ponía enfermo, echaban la culpa a los demonios. Y el único medicamento eran las sanguijuelas…

– ¿Las sanguijuelas?

Mike estaba impresionado.

– Sí. Se culpaba a los demonios de las enfermedades, del retraso mental… -Se interrumpió, posiblemente recordando que la hermana de su monaguillo era retrasada mental-. De la apoplejía, del mal tiempo, de las enfermedades mentales, de todo lo que no podían explicar. Y lo que podían explicar era muy poco.

Mike volvió a la mesa.

– Pero ¿cree usted que esas cosas existieron…, existen? ¿Persiguen todavía a la gente?

El padre Cavanaugh cruzó los brazos.

– Creo que la Iglesia nos ha dado una teología maravillosa, Michael. Pero considera a la Iglesia como una pala mecánica que excava el lecho de un río en busca de oro. Extrae mucho oro, pero también tiene que haber algo de légamo y de desperdicios.

Mike frunció el entrecejo. No le gustaba que el padre C. Hiciese comparaciones como ésta. El cura las llamaba metáforas; Mike decía que eran una manera de eludir la cuestión.

– ¿Existen?

El padre Cavanaugh abrió las manos, con las palmas hacia arriba y dijo:

– Posiblemente no en sentido literal, pero sí en el figurado.

– Si existiesen -insistió Michael-, ¿podrían las cosas de la Iglesia hacerlos fracasar, como hacen con los vampiros en las películas?

El cura sonrió ligeramente.

– ¿Las cosas de la Iglesia?

– Ya sabe…, las cruces, la Hostia, el agua bendita…, todas esas cosas.

El padre C. arqueó las negras cejas, como si el chico quisiera tomarle el pelo. Mike no lo advirtió y siguió esperando la respuesta.

– Desde luego -dijo el sacerdote-. Si todas esas cosas de la Iglesia, como tú dices, surten efecto con los vampiros, también tienen que ser eficaces contra los demonios, ¿no?

Mike asintió con la cabeza. Consideró que por ahora ya había aprendido bastante; el padre C. creería que estaba chalado si empezaba a hablar del soldado después de toda aquella charla sobre demonios y vampiros. El padre C. le invitó el viernes a una «cena de solteros» en la rectoría, como solía hacer una vez al mes, pero Mike tuvo que rehusar. Dale le había invitado a la casa de campo de su tío Henry el viernes, para buscar la Cueva de los Contrabandistas que habían estado tratando de descubrir desde que había conocido a la familia Stewart. Mike sospechaba que la tal Cueva de Contrabandistas no existía, pero siempre le gustaba jugar en los campos del tío Henry. Además, cenar en casa del tío de Dale significaba una comida espléndida -aunque Mike no podía comer carne los viernes- con muchas verduras frescas de su huerto.

Mike se despidió, fue a buscar su bicicleta y pedaleó como un loco para volver a casa, deseando haber segado el césped y haber hecho los demás trabajos de la casa a primera hora de la tarde, para poder jugar.

Al pasar por delante de Old Central, recordó que hacía varios días que Jim Harlen estaba en casa y sintió una punzada de dolor al pensar que ni él ni los otros chicos habían ido todavía a verle. Y esto le hizo recordar que hoy era el día de las exequias del tío de Duane en Peoria.

Y la idea de la muerte hizo que pensara en Memo, posiblemente sola en casa, a esta hora, a excepción de Kathleen, desde luego.

Pedaleó más deprisa hacia casa, dejando el colegio atrás.


Dale llamó a Duane McBride el miércoles por la noche, pero la conversación fue breve y dolorosa. Duane parecía terriblemente cansado y las expresiones de pésame de Dale inquietaban a los dos. Dale informó al otro chico de la reunión del viernes por la noche en casa de tío Henry, y le apremió hasta que Duane dijo que procuraría asistir. Dale se fue a la cama deprimido.

– ¿Crees que aquella cosa está todavía debajo de la cama? -murmuró Lawrence una hora más tarde. Habían dejado la luz encendida.

– Lo comprobamos -respondió Dale, también en voz baja-. Tú no viste nada allí.

Lawrence había insistido en que se diesen la mano, pero Dale sólo había transigido en que su hermano le cogiese la manga.

– Pero nosotros la vimos…

– Mamá dice que vimos una sombra o algo parecido.

Lawrence soltó un bufido.

– ¿Era una sombra lo que empujaba la puerta del armario?

Dale sintió un escalofrío. Recordó la continua y fuerte presión de la puerta del armario contra él. Fuese lo que fuere lo que estaba allí, se había negado a quedarse encerrado.

– No sé lo que era -murmuró, sintiendo el nerviosismo de su propia voz-, pero se marchó.

– No, no es verdad.

La voz de Lawrence a duras penas era audible.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sólo sé que lo sé.

– Bueno, entonces, ¿dónde está?

– Esperando.

– ¿Dónde?

Dale miró sobre el hueco entre las camas y vio que su hermano le miraba fijamente. Sin las gafas, los ojos de Lawrence parecían muy grandes y muy negros.

– Todavía está debajo de la cama -murmuró su hermano, soñoliento. Cerró los ojos. Dale le permitió que le cogiese la mano en vez de la manga-. Está esperando -farfulló, sumiéndose en el sueño.

Dale miró el hueco de veinticinco centímetros que habían dejado al acercar las camas. Habían querido juntarlas, pero su madre decía que si las ponían juntas no podría pasar la aspiradora. Veinticinco centímetros permitían pasar la mano de una cama a otra y eran pocos para que algo pudiese encaramarse hasta ellos.

«Pero un brazo podría hacerlo. Y una mano con garras, tal vez una cabeza sobre un largo cuello.»

Dale se estremeció de nuevo. Esto era una tontería. Mamá tenía razón: se habían imaginado aquella cosa, como se habían imaginado los pasos de la momia hacía un par de años, o el ovni que venía para apoderarse de ellos.

«Pero aquellas otras cosas no las vimos.»

Dale cerró los ojos. Pero un pensamiento final antes de dormirse hizo que pestañease y mirase la franja oscura entre las camas, debajo de donde su mano descubierta seguía tocando la de Lawrence.

«Maldita sea. Si nuestras camas están tan cerca la una de la otra, aquello puede meterse debajo de la mía sin que me dé cuenta. Podría levantar las patas negras en ambos lados de nuestras camas y atacarnos a los dos al mismo tiempo.»

Lawrence roncaba suavemente, babeando un poco sobre la almohada. Dale contemplaba la pared opuesta, contando los palos y los mástiles de los barcos repetidos en el papel de la pared. Procuró no respirar demasiado fuerte. Era mejor escuchar, por si aquello hacía algún ruido antes de atacar.

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