Poco después de que amaneciese, volvieron atrás en busca de cuerpos. Había sido una de las noches más largas que recordaba Dale Stewart. Al principio habían sido el terror, la excitación y la descarga de adrenalina; pero después de la primera guardia con Mike, cuando le tocó dormir, con varias horas por delante hasta la aurora, sólo quedó el terror. Era un terror profundo, morboso, un miedo a la oscuridad combinado con el ruido alarmante de alguien respirando debajo de la cama. Era el terror de los instrumentos de embalsamar y del cuchillo delante de los ojos, el terror de una mano fría en el cogote en una habitación a oscuras. Dale ya había conocido el miedo, el miedo de la carbonera y el sótano, el miedo del cañón negro del rifle de C. J. Congden apuntado contra él, el miedo terrible al cadáver en el agua del sótano de su casa…, pero este terror iba más allá del miedo. Dale tenía la impresión de que no podía confiar en nada. El suelo podía abrirse y tragarle porque había cosas debajo de él, otras cosas nocturnas, más allá del débil círculo de ramas que era su única protección. Los hombres con hachas podían estar esperando detrás de las ramas y las hojas, con los ojos muertos pero brillantes, sin que la respiración moviese su pecho, pero con un estertor de anticipación en la garganta.
Fue una noche muy larga.
Todos estaban despiertos cuando apuntó el resplandor gris entre el espeso ramaje. A las cinco y media, según el reloj de Kevin, hicieron sus bártulos y regresaron por el sendero, Mike a treinta pasos delante de los otros, indicándoles con señales de la mano que podían avanzar o deteniéndoles con un solo movimiento.
A cien metros del campamento se desplegaron, avanzando de frente, cada uno viendo a otros dos, mientras pasaban lentamente de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, agachándose donde había hierbas altas. Por fin pudieron ver las tiendas, todavía derribadas -Dale casi había esperado encontrarlo todo indemne, con la violencia de la noche pasada reducida a una pesadilla compartida-, e incluso desde lejos pudieron ver la lona rasgada y las prendas de vestir desparramadas. Un hacha yacía ennegrecida y medio enterrada en la ceniza de la fogata. El zapato izquierdo de Harlen estaba cerca de ella.
Avanzaron despacio, dejando que Mike, por el flanco norte, y Dale por el flanco sur, casi rodeasen el campamento. Dale estaba seguro de que sería el primero en ver los cadáveres -uno en el claro donde Mike había disparado contra el primer hombre, y otro en el borde del barranco-, pero no encontraron ningún cuerpo.
Su primera tentación fue revolver las ruinas de su campamento bromeando y riendo al aflojarse la tensión; pero Mike hizo que se desplegasen de nuevo, yendo hacia el sudeste hasta la cantera, hacia el norte hasta la valla de la finca del tío Henry, y hacia el este casi hasta la carretera. No había ningún cadáver.
Pero encontraron sangre. Manchas de sangre en el claro del bosque, aproximadamente en el sitio donde debió de caer el hombre contra el que había disparado Mike. Sangre sobre las piedras y los matorrales del barranco. Más sangre en el lado opuesto del pequeño valle, cerca de la valla.
– Le dimos a uno de esos hijos de puta -dijo Harlen, pero su bravata sonó hueca a la luz del día, con la sangre convertida ya en manchas pardas sobre las hierbas y los troncos caídos. Había mucha sangre. La idea de que habían herido realmente a alguien, a un ser humano, hizo que a Dale le flaqueasen las rodillas. Entonces recordó las hachas que se alzaban y caían sobre la tienda donde hubiesen debido estar durmiendo.
Regresaron al campamento, ansiosos de recoger lo que pudiesen y largarse.
– Mi padre se pondrá furioso -dijo Kev, plegando los restos de su tienda.
– Mi vieja echará sapos y culebras -dijo Harlen, levantando los restos de su manta y mirando a Kevin a través de uno de los desgarrones-. Tú puedes decir que la tienda se enganchó en la valla de alambre espinoso pero yo qué voy a decir de mi mejor manta… ¿Que tuve un sueño erótico y la agujereé?
– ¿Qué es un sueño eró…? -empezó a decir Lawrence.
– Olvídalo -dijo rápidamente Dale-. Carguemos con estos trastos, enterremos lo que no queramos llevar y marchémonos de aquí
Llevaron las escopetas y pistolas al descubierto hasta que llegaron casi a la vista de la casa del tío Henry. Entonces las bajaron o las guardaron en las mochilas y las bolsas. Dale había dejado que Lawrence llevase la Savage cuando salieron del bosque, pero había guardado los cartuchos del 410 y del 22 en el bolsillo. El arma parecía pesada después de cargar con ella durante una hora, pero era más corta y más ligera que la mayoría de las escopetas. La noche pasada, durante el tiroteo, Dale había lamentado no haber traído la escopeta de aire comprimido de su padre, a pesar del peso y del tamaño. Disparar un proyectil de cada cañón y después abrir la recámara para cargar de nuevo, había sido como para volverse loco. Recordó que había mirado por encima de la roca hacia el sitio donde estaba agazapado Lawrence, observando con los ojos muy abiertos a Kevin y a Harlen, que estaban de rodillas en la espesura, disparando sus pistolas, haciendo que las fuertes detonaciones de la 45 de Kevin y los fogonazos de la 38 corta de Jim le hiciesen sentir deseos a Dale de taparse los oídos. «¿Hicimos realmente aquello?»
Lo habían hecho. Sólo habían pasado treinta minutos recogiendo el metal gastado y buscando todos los cartuchos vacíos para enterrarlos a quince metros de su antiguo campamento, con las sábanas, los sacos de dormir y las tiendas demasiado estropeadas para llevarlas a casa. Mike había recobrado su bici.
Tía Lena les ofreció desayuno, pero los chicos no tenían tiempo para esto. El tío Henry iba a la ciudad y ellos se apresuraron a poner sus bicicletas en la parte de atrás de la camioneta y subir también a ella.
Lo que todos habían temido era la larga vuelta a casa. Ahora, el largo trayecto en bici se había convertido en unos pocos minutos de sacudidas y de polvo, con la gravilla volando detrás de la camioneta al bajar zumbando la empinada cuesta de más allá del cementerio hacia la sombra de la cañada. Todavía había gotas de rocío en el maíz y en las hierbas de los lados de la carretera.
– ¡Mirad! -dijo Lawrence, cuando pasaron por delante del Arbol Negro.
Miraron. El local estaba cerrado y a oscuras debajo de los grandes árboles de la orilla del barranco; incluso el coche del dueño brillaba por su ausencia. La luz horizontal se extendía, baja y grávida, sobre el enarenado camino de entrada.
Pero había algo a lo lejos, al amparo de los árboles bajos y en el lado oeste del terreno. Un camión. Dale captó de refilón una pintura roja, un parabrisas medio oculto por las ramas pero en el que se reflejaba el follaje, y la impresión de una caja de altos laterales envuelta en sombras.
– ¡El camión de recogida de animales muertos! -gritó Kevin, por encima del ruido, en la parte de atrás de la camioneta.
Estaban ya en el cruce de Jubilee College Road, y el camión no había salido de la zona de aparcamiento.
Mike se encogió de hombros.
– Podría ser.
Dale sintió que empezaba a temblar y se agarró al costado de la camioneta para dominarse. Le dolieron los antebrazos a causa del esfuerzo. Se imaginó que subían en bicicleta por la larga pendiente, jadeando e inclinados sobre los manillares, cansados después de la larga noche en la colina, y que de pronto aquella pesadilla roja cobraba vida con los zumbidos del motor V-8, chirriando, serpenteando y arrojando gravilla al salir de su escondite, recorriendo el camino de entrada en dos segundos, y precediéndole el hedor de ganado muerto y en descomposición, como una onda de choque.
La cuneta era honda en el lado oeste de la carretera y muy alta la valla entre ellos y el bosque. ¿Habrían podido saltar de las bicis y meterse a tiempo entre los árboles?
¿Y si Van Syke hubiese tenido una pistola? ¿Y si hubiese querido que se adentrasen en el bosque hacia el este, en dirección a Gipsy Lane?
En aquel instante, con los altos maizales a ambos lados, el sol alto ya en el cielo, la torre del agua acercándose y la nube de polvo hinchándose detrás de la camioneta, Dale estuvo total y absolutamente seguro de que algo les había estado esperando en aquellos bosques.
Todavía debían de estar allí. El imprevisto ofrecimiento del tío Henry de llevarles a la población había transformado su plan, de una tremenda pesadilla en el éxito limitado que era. Dale miró a Mike y vio que los ojos de sus amigos estaban nublados de fatiga, y supo que Mike lo sabía también. Dale quería tocarle en el hombro, decirle que todo iba bien, que no podía haberlo previsto todo, pero los brazos le temblaban demasiado para soltar el costado de la camioneta. Y sobre todo, Dale supo, en aquel instante, que no todo estaba bien, que el error de cálculo de Mike habría podido costarles la vida en esta hermosa mañana de julio.
¿Qué les estaba esperando allí, en la oscuridad del bosque?
Dale cerró los ojos y pensó en la señora Duggan, que llevaba ocho meses muerta; en Tubby Cooke tal como lo había visto él, blanco e hinchado, con la piel empezando a desprenderse como goma podrida por dentro; en las cosas largas y húmedas que perforaban el subsuelo, esperando con las fauces abiertas debajo de la delgada capa de mantillo y hojas muertas; en el Soldado que había descrito Mike, con la cara convirtiéndose en un embudo de lamprea rodeado de dientes…
Entraron en la población sin decir palabra, agitando cansadamente la mano al dejarles tío Henry a cada uno de ellos en su casa.
Anocheció un poco antes que el día anterior, casi imperceptiblemente, pero lo bastante para recordar al observador atento que había pasado el solsticio y que los días se acortaban en vez de alargarse. El ocaso era aquel largo y dolorosamente bello equilibrio de quietud en que el sol parecía cernerse como un globo rojo sobre el horizonte occidental, con todo el cielo inflamándose al morir el día, una puesta de sol exclusiva del Medio Oeste americano, pero ignorada por la mayoría de sus moradores. El crepúsculo traía una promesa de frescor y la amenaza cierta de la noche.
Mike había tenido la intención de dormir durante el día -estaba tan cansado que le escocían los párpados y le dolía la garganta-, pero había demasiado que hacer. Los «vándalos» habían arrancado la tela metálica de la ventana de Memo durante la noche; la madre de Mike había oído el ruido, había entrado corriendo, y había visto que el viento hacía volar papeles y las viejas fotografías en sepia de la mesa de Memo, y que las cortinas se hinchaban hacia fuera, como si alguien acabase de salir por allí.
Memo estaba bien, aunque tan inquieta que sus pestañeos no tenían sentido y no esperaba a que le preguntasen. La madre de Mike estaba trastornada por aquel vandalismo y por el hecho de que la obsesión de su hijo pudiese estar justificada. Había telefoneado a su marido, que estaba trabajando, y después a Barney, que se había presentado a media noche, se había rascado la cabeza y había dicho que los vándalos habían sido un problema aquel verano; después había preguntado a la señora O'Rourke si Michael o alguna de las chicas se había peleado con C. J. Congden o con Archie Kreck. La madre de Mike había respondido que sus hijas tenían prohibido hablar con gentuza como Congden o Kreck, y que Mike no había tenido nada que ver con ellos; después había preguntado si esta acción vandálica y el mirón a quien había visto Mike podían estar relacionados con la matanza de los gatos de la señora Moon, un crimen del que estaba hablando todo el pueblo. Barney se había rascado de nuevo la cabeza, había prometido que vigilaría la casa más a menudo y se había marchado a sus quehaceres. El padre de Mike había llamado desde la fábrica de cerveza; dijo que había podido cambiar su turno con alguien y que a partir del sábado tendría libres las noches durante todo el verano, en vez de sólo tres semanas.
Mike había reparado la tela metálica -su madre la había recogido y puesto en su sitio, pero el pestillo había sido arrancado y el marco roto en dos sitios- y mientras lo hacía había visto aquella baba. Estaba seca y tenía el color y la consistencia de un moco, y no era inmediatamente visible debido a los filamentos arrancados de la tela metálica. Pero estaba allí. Mike lo había tocado y se había estremecido.
Una vez, hacía un par de años, cuando Mike tenía ocho o nueve, había estado pescando con su padre en un oscuro afluente del Spoon y había capturado una anguila. Las anguilas de agua dulce eran raras, incluso en el más caudaloso río Illinois, y Mike nunca las había visto. En cuanto aquel cuerpo largo, verde y amarillo, parecido a una serpiente, salió a la superficie, Mike pensó que era una mocasín de agua y se volvió para echar a correr, olvidándose por un instante de que estaba en una barca. Su padre le había agarrado por el cinturón cuando abandonaba la barca a toda velocidad, y después, intrigado por aquella cosa que se retorcía en el extremo del sedal, había izado primero a su hijo y después la anguila, ordenando a Mike que la recogiese con la red.
Mike recordaba su repugnancia y su fascinación por aquella cosa. El cuerpo de la anguila era más grueso que el de una serpiente, más reptil y en cierto modo más antiguo, y ondeaba y se escurría como algo de otro mundo. Estaba revestido de una capa de cieno, como si segregase moco. Las largas mandíbulas estaban bordeadas de dientes afilados como alfileres.
El padre de Mike había atado la red y la había colgado del lado de la barca para mantener vivo al pez hasta que volviesen al puente donde habían aparcado, y así retrocedieron lentamente, observando Mike aquella cosa que se retorcía por debajo mismo del nivel del agua. Pero cuando vararon la pequeña embarcación, la anguila se había ido. Había conseguido deslizarse por una anilla de la red, de un diámetro igual a un quinto del de su cuerpo. Lo único que quedaba era una baba, como si la carne y la piel del pez hubiesen sido líquidos en su mayor parte y no demasiado importantes para dejarlas atrás.
Como la baba de la tela metálica.
Mike la limpió con petróleo, como para matar cualquier germen que hubiese quedado allí, pegó el marco lo mejor que pudo, sustituyó la parte rota de la tela metálica, volviendo a ponerla en su sitio y añadiendo dos pestillos, uno abajo y otro arriba.
Encontró el pedazo de Hostia consagrada en el suelo, al pie de la ventana. Se imaginó al Soldado subiendo a la ventana en plena noche, metiendo los dedos entre el enrejado, apuntando su largo hocico hacia Memo, como una lamprea al acecho de un pez particularmente sabroso.
¿Le había detenido la Hostia y el agua bendita? ¿Había sido el Soldado? Posiblemente alguna otra cosa había venido en busca de su abuela aquella noche…
Le entraron ganas de llorar. Su ingenioso plan había terminado en confusión y casi en un desastre. Mike había visto el camión de recogida de animales muertos al pie de los árboles de detrás del Arbol Negro. Lo había olido. Y aquel olor a muerte habría podido ser el de los cuerpos en descomposición de sus amigos, si hubiesen decidido volver a casa en bicicleta, tal como habían proyectado.
Mike sabía que estaban empeñados en una guerra, como lo había estado su padre en la Segunda Guerra Mundial. Sólo que en ésta no había frentes ni lugares seguros, y el enemigo era dueño de la noche.
Después de comer, pedaleó hasta San Malaquías, pero nada se sabía del padre Cavanaugh. La Patrulla de Tráfico y la policía de Oak Hill habían sido informados por la archidiócesis de la desaparición del cura, pero la señora McCafferty le había dicho que todo el mundo parecía creer que el padre C., desanimado por su enfermedad, había vuelto a su casa, a Chicago. La idea del joven sacerdote en la parada de autobús de la carretera, enfermo y febril, le hizo sentir nuevas ganas de llorar.
Mike le aseguró que el padre Cavanaugh no había ido a Chicago.
Pasó por la casa de Harlen y le pidió una botella de vino -Harlen dijo que su madre no la echaría en falta; era Ripple, unos «orines de alce» que le había regalado un primo-; la guardó en una bolsa de color castaño y rodó en su bici hacia Bandstand Park. En realidad no esperaba obtener más información útil de Mink, pero tenía la impresión de que todavía estaba en deuda con él. Además, le tranquilizaba que alguien hubiese visto realmente algunos de los acontecimientos que estos días le estaban amargando la vida.
Mink no estaba allí. Sus botellas, periódicos e incluso la harapienta trinchera que llevaba en invierno y en verano, estaban desparramados por el suelo como si hubiese soplado un huracán. Había cinco agujeros de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro en el suelo, todos redondos y ribeteados de rojo, como si alguien hubiese estado buscando petróleo.
«Te imaginas lo peor -se dijo Mike-. Probablemente, Mink estará haciendo algún trabajo en alguna parte o bebiendo con sus compañeros.»
Pero Mike estaba seguro de que no era así. Se imaginó los momentos de locura (¿durante la noche?) en que Mink se habría despertado de sus sueños de borracho, habría visto combarse el suelo y habría percibido un olor a podredumbre y a algo peor invadiendo su refugio de casi siete decenios. Mike se imaginó al viejo arrastrándose por el oscuro espacio, mientras algo grande y blanco y terrible surgía de la tierra, como la anguila de Mike que había roto la superficie del agua, con las largas mandíbulas abiertas y los ojos ciegos buscándola.
El último agujero estaba a menos de un metro de la salida del bajo recinto. Mike pudo ver sus paredes rojas, como hechas de cartílagos y tendones. El espacio de debajo del quiosco de música olía todavía un poco a Mink, pero sobre todo al hedor de matadero de los agujeros.
Mike tiró la botella -fue a caer de pie cerca de la harapienta trinchera de Mink, como una lápida en miniatura- y se marchó de allí, pedaleando furiosamente a través de Main, tan cerca de un semirremolque que el conductor le amonestó con el claxon, y siguió por la Segunda Avenida, pasando por delante de los arbustos de la casa del doctor Viskes y subiendo hacia Old Central y su casa.
No pensaba ir a la fiesta de cumpleaños de Michelle Staffney -la idea le parecía absurda después de los últimos días-, pero Dale vino a su encuentro y sugirió que les convenía estar juntos aquella noche.
– La fiesta terminará a las diez, cuando disparen los fuegos artificiales -dijo Dale-. Si quieres, podremos irnos a casa más temprano.
Mike asintió con la cabeza. Su madre y sus hermanas estarían levantadas hasta las diez como mínimo -a Peg le tocaba cuidar de Memo esta noche- y Mike no creía que ocurriese algo después de ponerse el sol. Hasta ahora, no había pasado nada. Tanto si era el Soldado como si era otra cosa lo que andaba por allí, prefería las altas horas de la noche.
– ¿Por qué no vienes? -dijo Dale-. Habrá mucha luz y mucha gente. Tenemos que divertirnos.
– ¿Y Lawrence? -preguntó Mike.
– Él no quiere ir a fiestas estúpidas de niñas. Además no le invitaron. Pero mi madre dejará que se quede levantado y jugará con él al Monopolio hasta que yo vuelva a casa.
– No podremos llevar nuestras armas a la fiesta -dijo Mike, dándose cuenta a pesar de su fatiga de lo extraño que sonaba esto
Dale sonrió.
– Harlen tendrá la suya. Nosotros se la pediremos si la necesitamos. Tenemos que hacer algo más que esperar hasta el domingo por la mañana.
Mike gruñó.
– Bueno, ¿vendrás? -dijo Dale.
– Ya veremos.
La fiesta de Michelle Staffney empezó a las siete de la tarde, pero al hacerse de noche, una hora y media más tarde, aún había padres que descargaban niños de sus vehículos. Como siempre, la vieja mansión y el jardín de Broad Avenue habían sido transformados en un escenario multicolor de cuento de hadas, en parte feria, en parte solar de coches usados y en parte puro caos: bombillas de colores y farolillos japoneses estaban colgados desde el largo porche de la entrada hasta los árboles, desde éstos hasta postes encima de las mesas cargadas de comida y de ponche; desde los postes hasta los árboles de detrás de la casa, y desde allí hasta el enorme granero del fondo de la finca. Los niños corrían de un lado a otro, a pesar de los esfuerzos de varios adultos para que se estuviesen quietos, y había grupos de chiquillos vocingleros en el jardín de atrás, jugando a Jarts, un juego al aire libre con dardos de punta acerada lo bastante afilados y pesados para partir el cráneo de un búfalo, por no hablar del de un niño. Otros se habían reunido en el patio lateral, donde los Staffney habían sacado una docena de Hula-Hoops de varios colores, resucitando, aunque fuese sólo por esta noche, el histerismo que había invadido el pueblo y la nación dos años antes. Más grupos gravitaban hasta una masa de gente cerca de la barbacoa, donde el doctor Staffney y dos ayudantes masculinos cocinaban y tendían frankfurts y hamburguesas a una interminable cantidad de manos y bocas, y donde mesas cubiertas con manteles de vinilo a cuadros rojos contenían golosinas, postres y bebidas, y de las que nunca se apartaban algunos de los chiquillos más hambrientos. Un tocadiscos funcionaba en el porche principal y muchas de las niñas se habían reunido allí, meciéndose en el columpio, balanceando las piernas en la baranda del porche, y en general riendo durante toda la velada. Los chicos jugaban al pillapilla, persiguiéndose entre la muchedumbre, siendo reprendidos de vez en cuando por el doctor o la señora Staffney, o uno de los ayudantes. A veces se cansaban, y entonces jugaban al escondite.
La primera docena de niños que habían llegado habían mostrado sumisamente las invitaciones, pero después de que llegasen cincuenta o sesenta, la fiesta de Michelle se había convertido en fiesta de niños de todo el condado, que atraía a hermanos de los condiscípulos de Michelle, a muchachos campesinos con quienes nunca había hablado, y a unos pocos chicos mayores que habían sido expulsados por los adultos, con un coro de protestas por parte de las niñas del porche. Incluso C. J. Congden y Archie Kreck pasaron con el Chevy del 57 zumbando y rugiendo, pero no se decidieron. De años antes, el doctor Staffney había llamado a la Patrulla de Tráfico para que echase a C. J. y a sus amigos.
Al anochecer, la fiesta estaba realmente en auge, con las niñas bailando, tratando de hacer los pasos de jitterburg que sus hermanos mayores y sus padres les habían enseñado; algunas pasaron al rock and roll, y unas pocas imitaron a Elvis, hasta que los adultos las hicieron detenerse. Unos pocos chicos atrevidos se habían incorporado al grupo del porche, riéndose de las niñas, empujándolas, pinchándolas, y en general, poniéndoles lo más posible las manos encima, pero sin bailar realmente con ellas.
Dale y Mike habían llegado juntos y habían sido de los primeros en hacer cola para conseguir bocadillos de salchicha. Dale se puso a comer uno mientras hacía girar un Hula-Hoop amarillo. Luego pasearon por el jardín, entre el bullicio y las risas. Estaban cansados. Los ojos de Mike parecían confusos y hundidos.
Harlen y Kevin se reunieron con ellos. Kev tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los gritos de los que jugaban a Jarts cuando uno había traspasado accidentalmente una sandía.
– Acabo de ver algo que hubiésemos debido tener la noche pasada -gritó.
Mike y Dale se acercaron más.
– ¿Qué es?
Habían convenido en no hablar de ciertas cosas cuando otros pudiesen oírles; pero con aquel bullicio, apenas si podían oírse ellos mismos.
– Venid -dijo Kev, llevándoles hacia el patio lateral.
Chuck Sperling y Digger Taylor estaban haciendo una demostración de walkie-talkie a dos pequeños pero arrobados grupos de chiquillos. Éstos reclamaban a gritos el privilegio de hablar los unos con los otros desde una distancia de veinte metros, y a pesar del ruido.
– ¿Son de verdad? -preguntó Mike.
– ¿Qué?
Mike se acercó más a la oreja izquierda de Kevin.
– ¿Son… de… verdad?
Kevin asintió con la cabeza, mientras bebía Coca cola. Sus padres no le permitían tomar bebidas sin alcohol en casa.
– Sí, son de verdad. El padre de Chuck los compró al por mayor.
– ¿Qué alcance tienen? -preguntó Dale, y tuvo que repetir la pregunta.
– Aproximadamente un kilómetro y medio, según Digger -dijo Kevin-. Por eso no necesitan permiso oficial. Parecen auténticos walkie-talkies.
– Sí -dijo Mike-, hubiésemos podido utilizarlos. Y todavía podemos. Quizá podamos conseguir un par antes del domingo.
Harlen se adelantó. Sonreía maliciosamente y tenía un aire extraño. Llevaba su mejor atuendo: pantalón de lana demasiado grueso para una noche como aquélla, camisa azul, corbata de lazo y un cabestrillo nuevo.
– Escuchad -dijo riendo Harlen-. Si queréis, yo os los puedo proporcionar.
Mike se acercó más a él y olió.
– Dios mío, Jim, ¿has estado bebiendo whisky o algo parecido?
Harlen se irguió, como si se sintiese ofendido, pero sin dejar de sonreír.
– Sólo un poco de reconstituyente -dijo, hablando despacio y con claridad-. Pero me has dado una idea, Mike, viejo amigo. ¿Qué os parece si tomásemos prestada una botella de Ripple?
Mike sacudió la cabeza.
– ¿Has traído… la otra cosa?
Harlen pareció desconcertado.
– ¿Otra cosa? ¿Qué otra cosa? ¿Quieres decir flores para nuestra anfitriona? ¿Mi cajita de cositas de goma… de aquellas cositas… para reunirme más tarde con la señorita S.?
Dale pasó por delante de Mike y golpeó el cabestrillo de Harlen con fuerza suficiente para hacer sonar la escayola.
– Esa cosa, idiota.
El chico abrió mucho los ojos, con expresión de inocencia.
– Ah, ¿esto?
Empezó a sacar a la luz la pistola del calibre 38.
Mike la empujó de nuevo entre el yeso y el cabestrillo.
– Estás borracho. Enseña esa cosa por ahí y el doctor S. te echará de la fiesta antes de que puedas ver a tu adorada.
Harlen se inclinó e hizo una graciosa reverencia.
– Como quieras, mi capitán. -Se irguió tan súbitamente que tuvo que separar los pies para conservar el equilibrio-. Bueno, ¿las quieres o no?
– Si quiero, ¿qué?
Mike había cruzado los brazos y miraba hacia la calle.
– Las radios -dijo, impaciente-. Si las quieres te las daré mañana. Di solamente una palabra.
– Dicha está -dijo Mike.
Harlen hizo una nueva reverencia y se confundió con la multitud, casi derribando a un niño de siete años que se disponía a lanzar un Jart.
Hacia las nueve, cuando Mike se disponía a marcharse solo a casa, si Dale y Kev no querían hacerlo aún, Michelle Staffney se acercó a él, que estaba terminando su tercer frankfurt.
– Hola, Mike
Mike dijo algo con la boca llena. Empujó el último trozo de bocadillo y probó de nuevo. No fue mucho más afortunado la segunda vez.
– No te he visto mucho últimamente -dijo la niña pelirroja-. Desde que no vamos a la misma clase.
– Quieres decir desde que me suspendieron -consiguió decir.
Había engullido casi todo lo que tenía en la boca sin atragantarse, pero no quería sonreír por miedo de que saliesen migajas de ella.
– Pues, sí -dijo Michelle con gazmoñería-. Echo en falta nuestras charlas.
– Sí -dijo Mike, sin tener la menor idea de a qué charlas se refería. Habían ido a la misma clase desde el primer curso hasta el cuarto (los padres de Mike no habían querido que fuese al jardín de infancia), pero no recordaba haber hablado con Michelle Staffney más de un par de veces en todos aquellos años, y las «charlas» se habían reducido a «¡Eh Michelle, devuélveme la pelota, ¿quieres?!» en el patio de recreo-. Sí -repitió.
– Ya sabes -dijo ella, acercándose más y casi murmurando-, aquellas conversaciones que solíamos tener sobre religión.
– Oh, sí -dijo Mike, engullendo lo que quedaba del bocadillo y deseando desesperadamente un refresco, un vaso de agua, algo líquido. Recordó que una vez había hablado con Michelle en el segundo curso, cuando estaban esperando turno en los columpios, sobre lo extraño que resultaba ser católico cuando la mayoría de los niños no lo eran-. Sí -dijo por cuarta vez, dándose cuenta de que la repetición podía resultar un poco aburrida.
Michelle estaba bonita esta noche, aunque fue «encantadora» la palabra que acudió a la mente de Mike. Llevaba un vestido de gasa verde parecido al de las bailarinas pero no tan corto, y sus largos cabellos rojos estaban sujetos hacia atrás con una cinta verde y un lazo también verde. Sus ojos eran muy verdes. Tenía las piernas muy largas. Mike advirtió que había cambiado en los últimos meses, posiblemente durante las seis semanas transcurridas desde el cierre del colegio. La parte superior de su vestido estaba… más llena. Las piernas eran diferentes, y también las caderas, y cuando levantó el brazo desnudo para sujetarse la cinta, Mike observó un delicadísimo punteado en la curva suave de la axila. ¿Se afeitaba eso como Peg y Mary? ¿Se afeitaba las piernas?
Mike se dio cuenta de que Michelle había dicho algo.
– Perdona, ¿qué…?
– Te he dicho que me gustaría hablar contigo un poco más tarde. De algo importante.
– Desde luego -dijo Mike-. ¿Cuándo?
Se había imaginado que tal vez en agosto.
– ¿Qué te parece dentro de media hora? ¿En el granero?
Michelle señaló hacia una gran construcción, con un gracioso ademán.
Mike se volvió, miró fijamente y asintió con la cabeza, como si nunca hubiese reparado en aquel granero.
– Sí -dijo desconcertado; pero Michelle se había ido ya para mezclarse con otros invitados. «Tal vez invita a todo el mundo a ir al granero.» Pero por alguna razón, Mike no lo creía.
Volvió hacia la barbacoa, borrada de su mente toda idea de marcharse temprano. Su madre y las chicas estaban levantadas esta noche, cuidando de Memo. Lamentó que Harlen no hubiese traído una botella de whisky o de vino o de otra cosa a la fiesta en vez de su estúpida pistola.
«¿Qué te parece dentro de media hora? ¿En el granero?» Las frases resonaban en su cabeza mientras probaba la entonación precisa, conectada con los movimientos exactos. Como la mayoría de los muchachos de Elm Haven, Mike se había encaprichado de Michelle Staffney para…, bueno, para siempre. Pero a diferencia de la mayoría de los otros chicos, y posiblemente porque había fallado en el examen, y por consiguiente, a su modo de ver, había sido borrado del pensamiento de ella, el capricho no se había convertido en una obsesión. Era fácil olvidarse de Michelle cuando se la veía sólo en el patio de recreo o de vez en cuando en la iglesia, o en el colegio, cuando ella comía un bocadillo de morcilla para almorzar.
Mike dudaba de que volviese a olvidarla pronto. «Pobre Harlen», pensó, compadeciendo a su amigo y su corbata de lazo. Y después: «¡Que se vaya a la porra!»
Mike no tenía reloj. La media hora siguiente se la pasó cerca de Kevin, levantando a veces la muñeca de su amigo para ver la hora sin necesidad de preguntársela. En una ocasión vio a Donna Lou Perry y a su amiga Sandy en uno de los grupos juveniles del jardín de delante, y sintió el impulso de acercarse y hablarle, de disculparse por la broma del campo de béisbol el mes pasado; pero Donna Lou reía y charlaba con sus amigos, y él sólo disponía de ocho minutos.
El granero estaba fuera de los límites de la fiesta, y aunque la puerta grande estaba cerrada con candado, había otra más pequeña a la sombra del alto roble que se erguía junto al camino de entrada. Mike la abrió y entró.
– ¿Michelle?
El lugar olía a madera vieja y a paja calentadas por el tórrido día. Mike iba a llamar otra vez cuando pensó que ella le había tomado el pelo: Michelle no había pretendido nunca hablar con él a solas; no había sido más que una broma como las que había gastado para burlarse del pobre y estúpido Harlen.
«Y ahora del pobre y estúpido Mike», pensó éste, volviéndose hacia la puerta.
– Aquí arriba -dijo la voz suave de Michelle Staffney.
De momento Mike no supo de dónde venía aquella voz; pero entonces la luz de las bombillas del exterior, aunque difusa por los polvorientos cristales, iluminó una escalera que se alzaba entre unos compartimientos vacíos y llevaba a lo que debía de ser un altillo. El techo del granero se perdía entre las sombras a unos diez metros de altura.
– Sube, tonto -dijo Michelle.
Mike subió, sintiendo el frasquito de agua bendita en el bolsillo: una operación de último momento para protegerse de cualquier eventualidad antes de salir de casa. «Hola, ¿es un frasco de agua bendita lo que llevas en el bolsillo, o simplemente te alegras de verme?»
El altillo lleno de paja estaba a oscuras, pero una luz suave brillaba a través de una puerta, en la pared del norte que separaba el viejo granero del nuevo garaje adosado a aquél. Mike se dio cuenta de que los Staffney habían añadido una pequeña habitación encima del garaje.
Michelle se asomó a la puerta y le sonrió. La luz coloreada que entraba por las ventanitas de los lados este y oeste de la pequeña habitación recortaba su silueta y creaba una aureola alrededor de sus cabellos rojos.
– Vamos, entra -dijo tímidamente, apartándose para dejarle entrar-. Este es mi lugar secreto.
– Hum -dijo Mike, pasando junto a ella, percibiendo más su cálida presencia que de la pequeña habitación de debajo del alero, con su mesa, su lámpara apagada y una serie de sillas muy pequeñas. Un viejo sofá estaba debajo de las tablas desnudas del alero-. Una especie de club, ¿eh? -dijo, y se sintió como un idiota.
Michelle sonrió y se acercó más a él.
– ¿Sabes por qué es especial este mes, Mikey?
«¿Mikey?»
– Porque es tu cumpleaños.
– Bueno, sí -dijo Michelle, acercándose otro paso. Mike pudo oler a jabón y a champú. La piel blanca de los brazos de la niña estaba ligeramente sonrosada por el resplandor de las bombillas de colores colgadas de las ramas en el exterior-. El doceavo cumpleaños de una chica es importante -dijo ella, casi en un murmullo-, pero hay cosas que le ocurren y que aún son más importantes; no sé si sabes lo que quiero decir.
– Claro -dijo Mike, casi en voz baja, porque ella estaba tan cerca.
No tenía la menor idea de lo que ella estaba hablando.
Michelle dio un paso atrás y se llevó un dedo a los labios, como pensando si debía decirle un secreto.
– ¿Sabes que siempre me has gustado, Mikey?
– Pues… no -dijo sinceramente Mike.
– Es verdad. Desde que jugábamos juntos en el primer curso. ¿Recuerdas que jugábamos a papás y mamás en el patio de recreo? Tú eras el papá y yo la mamá.
Mike recordaba vagamente que había jugado a juegos de niñas durante parte del primer curso. Pero pronto había aprendido a ponerse del bando de los chicos en el patio de recreo.
– Desde luego -dijo con mucho más entusiasmo del que sentía.
Michelle se volvió a medias, haciendo una pirueta como de bailarina o algo parecido.
– Y yo, ¿te gusto, Mikey?
– Claro.
¿Qué se imaginaba que había de decir? ¿Que parecía un sapo? Y la verdad era que en aquel momento le gustaba mucho. Le gustaba su aspecto, su olor y el sonido suave de su voz, y le gustaba la cálida tensión de estar con ella, tan diferente del frío y mareante nerviosismo del resto de este loco verano…
– Sí -dijo-. Me gustas.
Michelle asintió con la cabeza, como si él hubiese dicho una palabra mágica. Dio dos pasos atrás, deteniéndose junto a la ventana, y dijo:
– Cierra los ojos.
Mike vaciló sólo un segundo. Con los ojos cerrados podía oler la paja del altillo contiguo, y una suave mezcla de petróleo, hormigón y madera de pino recién cortada, del garaje de abajo, y además, fugaz pero presente, el aroma del champú y de la carne cálida de ella.
Se oyó un suave frufrú, y Michelle murmuró:
– Ya está.
Mike abrió los ojos y sintió como si alguien le hubiese dado un fuerte golpe en el pecho.
Michelle Staffney se había quitado el vestido de fiesta y llevaba solamente un pequeño sujetador blanco y unas sencillas bragas también blancas. Mike tuvo la impresión de que nunca había visto nada con tanta claridad: los hombros blancos, las pecas doradas en los brazos y la parte superior del pecho, la curva blanca de los pequeños senos sobre la cinta elástica del sostén, los largos cabellos sueltos sobre la espalda, una aureola roja atravesada por la luz, la suave curva negra de las pestañas sobre las mejillas al abrir y cerrar los ojos. Mike trató de no quedarse boquiabierto al captar la curva de las caderas, la plenitud de los muslos blancos, y los finos tobillos con los calcetines blancos todavía puestos…
Michelle se acercó más y él pudo ver entonces el rubor en sus mejillas y que el cuello se le había puesto colorado. El murmullo de ella fue apenas audible:
– Mikey…, pensé que podríamos…, ya sabes…, mirarnos los dos.
Siguió acercándose, tanto que él habría podido rodearla con los brazos si éstos hubiesen podido funcionar. Ella le tocó el cálido pecho con una mano fresca.
Mike sintió más cerca el calor de su cara y se dio cuenta de que ella le había dicho algo.
– ¿Qué?
Su voz sonó demasiado fuerte.
– Sólo he dicho -murmuró ella- que si te quitases la camisa yo me quitaría algo más.
Mike tuvo la impresión de que estaba en otra parte, observándose en la televisión en una pantalla de cine, mientras se quitaba la camisa por encima de la cabeza y la dejaba caer sobre el sofá. Sus brazos rodearon a Michelle, al volverse los dos ligeramente, de modo que la luz quedó detrás de él, y los cristales de la ventana de atrás a dos metros de su cara. La gente cantaba en el jardín.
– Ahora me toca a mí -murmuró Michelle.
Él pensó que iba a quitarse los calcetines; pero en vez de esto se llevó una mano a la espalda, y con un movimiento típicamente femenino que dejó a Mike sin aliento, se desabrochó el sujetador. Éste cayó al suelo entre los dos.
Mike no pudo dejar de mirar hacia abajo, advirtiendo al hacerlo que Michelle tenía los ojos cerrados o casi cerrados, con las largas pestañas cobrizas agitándose sobre las mejillas. Sus pechos eran blancos, suaves, con los pezones sin sobresalir aún de la rosada aureola que los rodeaba.
Michelle se cubrió con un antebrazo los pequeños pechos, como presa repentinamente de timidez, y se acercó más alzando la cara hacia la de Mike. Con una emoción tan fuerte que sintió vértigo, Mike se dio cuenta de que ella iba a besarle, de que debía besarla a su vez, y de que su boca y sus labios estaban ahora completamente secos.
Ella le rozó los labios con los suyos, echó la cara ligeramente atrás, como para mirarle con curiosidad, y le besó de nuevo, comunicándole su humedad.
Mike la abrazó, sintió que aumentaba su excitación y se dio cuenta de que ella también debía de sentirla, pero no se echó atrás. Pensó en la confesión, en la oscuridad del confesionario, con la voz suave e interrogadora del cura. Era la misma excitación que había sentido como cosa exclusivamente suya, y como un pecado solitario; pero no era lo mismo en absoluto; este calor entre los dos al abrazarse, el beso prolongándose indefinidamente, la excitación que sentía, la erección luchando contra los calzoncillos y los tejanos, excitación a la que correspondía Michelle con un suave movimiento de las caderas y de la parte inferior del cuerpo: todo esto pertenecía a un universo diferente del de los pensamientos y pecados solitarios que Mike había confesado en la oscuridad. Esto era un nuevo mundo de experiencias, y parte de la conciencia de Mike se daba cuenta de ello, aunque estuviese sumergida en la sensación, incluso cuando interrumpían por un segundo el beso para respirar prosaicamente, y después volvían a juntar sus labios, con la mano derecha de Michelle ahora sobre el pecho de él y resiguiéndolo con la palma, y los dedos de Mike apretando la curva perfecta de la espalda de ella y moviéndose para tocar sus pequeños omóplatos.
Cayeron de rodillas, moviéndose hacia la derecha para apoyarse en los cojines del sofá, sin perder el contacto un solo instante. Cuando el beso se interrumpió durante un segundo, Mike sintió los suaves jadeos de Michelle junto a su oído derecho, y se maravilló de lo bien que se adaptaba la curva de la mejilla de ella en la línea entre el cuello y la mandíbula inferior de él. Pudo sentir que ella se apretaba contra él y se dio cuenta de que nada en su vida le había preparado para la vertiginosa emoción de aquel segundo.
Mike gustó el sabor de sus cabellos, los apartó delicadamente a un lado con la mano y abrió los ojos por un instante.
A menos de dos metros de él, a través de las pequeñas ventanas con cristales emplazadas en la pared a seis metros sobre el suelo del callejón de detrás del garaje, el padre Cavanaugh le contemplaba con ojos muertos y blancos.
Mike lanzó una exclamación y se echó atrás, golpeando el brazo del sofá.
La cara pálida y los hombros negros del padre Cavanaugh parecían flotar al otro lado de la ventana. Tenía la boca muy abierta, con la mandíbula inferior colgando, como la de un cadáver que nadie hubiese pensado en cerrar. Una baba marrón goteaba de sus labios y de su barbilla. Las mejillas y la frente del cura estaban salpicadas de lo que Mike creyó primero que eran cicatrices o costras, pero entonces se dio cuenta de que eran agujeros perfectamente redondos en la carne, cada uno de ellos de al menos dos centímetros de diámetro. Los cabellos de la aparición parecían flotar a su alrededor en una maraña electrificada. Los labios negros dejaban al descubierto unos dientes largos.
Los ojos del padre Cavanaugh estaban abiertos pero ciegos, de un blanco lechoso, con los párpados agitándose como en un ataque epiléptico.
Durante un segundo Mike estuvo seguro de que contemplaba el cadáver del sacerdote, de que alguien lo había alzado en un árbol con una cuerda alrededor del cuello; pero entonces la mandíbula se movió arriba y abajo, se oyó un ruido como de piedras repicando en un pequeño contenedor, y unos dedos como garfios arañaron el cristal de la ventana.
Michelle oyó también aquel ruido y se echó atrás, cubriéndose el pecho con los brazos y mirando por encima del hombro.
Debió de ver algo, aunque la cara muerta y los negros hombros se perdieron de vista como descendiendo en un ascensor hidráulico. Mike le tapó la boca con una mano cuando ella empezó a gritar.
– ¿Qué? -consiguió decir Michelle cuando él aflojó la presión
– Vístete -murmuró Mike, sintiendo un latido en el costado, pero sin saber Si era suyo o de ella-. ¡Deprisa!
Treinta segundos más tarde rascaron en la ventana de atrás, pero estaban ya bajando la escalera del altillo. Mike en primer lugar, sintiendo desvanecerse la oleada de excitación sexual al ser sustituidas las hormonas que le habían dominado un momento antes por la química del terror.
– ¿Qué? -murmuró Michelle, cuando se detuvieron junto a la puerta.
Se estaba sujetando los tirantes del vestido de fiesta y llorando en silencio.
– Alguien nos estaba espiando -murmuró Mike.
Miró a su alrededor buscando un arma, una horca, una pala, algo; pero las paredes estaban desnudas salvo por algunas correas gastadas.
Impulsivamente, Mike se inclinó hacia delante, besó a Michelle Staffney, rápida pero firmemente, y después abrió la puerta.
Nadie advirtió su regreso desde las sombras de debajo del roble.