22

En aquellas tres semanas de lluvia y melancolía, Mike supo quién y qué era el Soldado, y la manera de luchar contra él.

La muerte de Duane McBride le había afligido profundamente, aunque no se había considerado amigo íntimo de él, como Dale. Mike se dio cuenta, después de suspender el cuarto curso -sobre todo por lo difícil que le resultaba la lectura porque las letras de las palabras parecían ordenarse de cualquier manera, incluso cuando ponía toda su atención en encontrarles algún sentido-, de que había llegado a tenerse por el polo opuesto de Duane McBride. Duane leía y escribía con más facilidad y fluidez que cualquier adulto de los que había conocido Mike, con la posible excepción del padre Cavanaugh, mientras que Mike apenas podía entender el periódico que repartía todos los días. Mike no estaba resentido por aquella diferencia -Duane no tenía la culpa de ser tan inteligente-, sino que la respetaba con la misma ecuanimidad con que respetaba a los atletas dotados o a los narradores natos, como Dale Stewart; pero el abismo entre dos muchachos de aproximadamente la misma edad había sido infinitamente más grande que el curso que les separaba. Mike había envidiado el número infinito de puertas que se le abrían a Duane McBride. No puertas de privilegio -Mike sabía que los McBride eran casi tan pobres como los O'Rourke-, sino de una percepción y una comprensión que él apenas podía intuir a través de las conversaciones con el padre C. Sospechaba que Duane había vivido en los elevados reinos del pensamiento, escuchando las voces de hombres muertos hacía tiempo y que surgían de los libros, como había dicho una vez que escuchaba los programas nocturnos de la radio en su sótano.

Mike sentía una terrible impresión de… no sólo de pérdida, aunque ésta existía, sino de desequilibrio. Era como si él y Duane McBride hubiesen estado juntos en un columpio desde que eran pequeños y asistían al jardín de infancia de la señora Bleckwood, y ahora hubiese desaparecido uno de los contrapesos, rompiéndose él equilibrio.

Sólo había quedado el chico estúpido.


La lluvia no mantuvo lejos al Soldado. Ni las rascaduras de debajo del suelo.

Mike no era tonto; dijo a su padre que algún tipo raro estaba vigilando la casa. Incluso le habló de los túneles en el hueco de debajo del edificio.

El señor O'Rourke estaba aquellos días demasiado gordo para meterse debajo de la casa, pero envió a Mike allí con una cuerda para sondear los túneles, y con veneno para rociar diversas formas de cebo, como si residiese allí alguna zarigüeya gigantesca. Mike se introdujo debajo de la casa con el corazón en la garganta, pero su miedo era infundado. Los agujeros habían desaparecido.

Su padre le creía en lo tocante al hombre misterioso de uniforme militar -no recordaba que Mike le hubiera mentido alguna vez-, pero pensaba que debía de ser algún tonto adolescente que rondaba a una de las chicas. ¿Qué podía decir Mike a esto? ¿Que era otra cosa, algo que perseguía a Memo? Bueno, tal vez era un soldado que Peg o Mary habían conocido en Peoria y estaba rondando por aquí. Las chicas lo negaron: no conocían a ningún soldado, salvo a Buzz Whittaker, que se había incorporado al Ejército hacía ocho meses. Pero Buzz Whittaker estaba de servicio en Kaiserslautern, Alemania, como decía orgullosamente su madre a todo el mundo, mostrando sus rimbombantes cartas y alguna que otra postal en color.

No era Buzz Whittaker. Mike conocía a Buzz, y la cara del Soldado era diferente. Hablando con propiedad, el Soldado no tenía cara.

Mike había oído un ruido a últimas horas del día cuatro -en realidad lo había sentido- y había bajado la escalera, empuñando el bate, esperando encontrar a Memo acurrucada en la cama, en posición fetal, con la lámpara encendida y mariposas repicando en la ventana tratando de acercarse a la llama. Así había sido, pero el Soldado también estaba en la ventana, con la cara apretada contra el cristal.

Mike se quedó plantado, mirando.

Llovía con fuerza en el exterior; la ventana estaba cerrada, salvo por una pequeña abertura en la parte de abajo, por donde entraba el fresco olor de los campos mojados; pero el Soldado había ejercido presión sobre la tela metálica hasta que se había doblado hacia dentro y tocado el cristal. Mike pudo ver que goteaba agua del ala del sombrero de campaña, y vio también la mojada camisa caqui iluminada por la lámpara de Memo, a sólo tres palmos de distancia, y el cinturón Sam Browne y las hebillas de metal.

«El agua no gotea del sombrero de un fantasma.»

El Soldado tenía la cara apretada contra la ventana; no contra la tela metálica, sino contra el cristal. Boquiabierto, con el bate de béisbol colgando flojamente de su mano, Mike se interpuso entre Memo y la aparición. Estaba a menos de un metro de aquella forma que estaba en la ventana.

La última vez que Mike había visto al Soldado, había pensado que la cara de aquel joven era brillante, grasienta; más que una cara real, parecía una cara de cera blanda. Ahora, la cara de cera blanda había pasado a través de la tela metálica y se aplastaba y ensanchaba sobre el cristal como el seudópodo de un caracol de color de carne.

Mientras Mike le observaba, el Soldado levantó las manos y las puso planas contra la fina tela metálica. Los dedos y las palmas pasaron a través de aquélla, como una vela que se fundiese a gran velocidad. De nuevo adquirieron forma sobre el cristal, como dedos céreos con la palma de la mano brillante. La mano salió de la manga caqui como una fuente de cera en movimiento retardado, y se deslizó hacia abajo sobre el cristal de la ventana. Mike levantó la mirada para observar la cara que trataba de tomar forma, con los ojos flotando en aquella masa como pasas en un pudín. Las manos seguían bajando.

Hacia la abertura.

Entonces Mike se puso a llamar a gritos a su padre y a su madre. Avanzó un paso y golpeó con el bate de béisbol la parte superior de la hoja móvil de la ventana de guillotina, cerrándola de golpe, en el instante en que los diez dedos medio fundidos se acercaban a la abertura. Los brazos y las manos, fundidos ahora en más de un metro, se desviaron hacia los lados, como tentáculos carnosos, buscando algún boquete.

Mike oyó la voz de su madre, y a su padre que se levantaba haciendo crujir los muelles de la cama. Peg se puso a gritar y Kathleen empezó a llorar. El padre gruñó algo y sonaron las pisadas de sus pies descalzos en el vestíbulo.

Los dedos y la cara del Soldado se apartaron del cristal, pasaron hacia atrás a través de la tela metálica y volvieron a adquirir una forma parecida a la humana, con la rapidez de una película en movimiento invertido. Mike gritó de nuevo, dejó caer el bate y se inclinó hacia delante para cerrar mejor la ventana, haciendo caer la lámpara de queroseno de encima de la mesa. El tubo se hizo añicos, pero la lámpara cayó de pie y Mike se arrodilló para agarrarla antes de que se derramase el combustible sobre la alfombra y se prendiese fuego.

En aquel instante, apareció su padre en la puerta y la forma de la ventana desapareció, con los brazos colgando, hundiéndose rápidamente, como si descendiese en un montacargas.

– ¿Qué diablos pasa? -gritó Jonathan O'Rourke.

Su esposa entró corriendo y se acercó a Memo, que yacía allí, pestañeando furiosamente bajo la vacilante luz.

– ¿Le has visto? -gritó Mike, levantando la lámpara con la llama al descubierto. La sostuvo peligrosamente cerca de las viejas cortinas-: ¿Le has visto?

Su padre miró con expresión ceñuda la lámpara rota, la desordenada mesa, la ventana cerrada y el bate de béisbol tirado en el suelo.

– ¡Esto ya está pasando de castaño oscuro! -Descorrió las cortinas con tanta brusquedad que saltó la barra y todo fue a caer detrás de la mesa. El alto rectángulo de la ventana sólo mostró la noche y el agua que goteaba de los aleros-. ¡Ahí fuera no hay nadie!

Mike miró a su madre.

– Él estaba tratando de entrar.

Su padre levantó la hoja de la ventana. La fresca brisa era agradable, después del olor del queroseno y del miedo en la habitación. La mano pesada del padre golpeó el antepecho.

– El pestillo está cerrado en la contraventana. ¿Cómo iba a poder entrar? -Miró a Mike como si su hijo estuviese perdiendo la cabeza-. ¿Trataba ese… soldado de arrancar la tela metálica? ¡Lo habríamos oído!

Ahora que estaba encendida la luz eléctrica, Mike apagó la lámpara de queroseno y la puso sobre la mesa con manos temblorosas.

– No; pasaba a través de ella…

Se interrumpió, comprendiendo lo mal que sonaba lo que estaba diciendo.

Su madre se le acercó y le tocó los hombros y la frente.

– Estás calenturiento, querido. Tienes fiebre.

Mike se sentía febril. La habitación parecía inclinarse y nivelarse de nuevo a su alrededor, y el corazón no se calmaba. Miró a su padre con el mayor aplomo que le fue posible.

– Oí algo y bajé, papá. El estaba… apoyándose con fuerza sobre la tela metálica, que se combaba hacia dentro, a punto de romperse. Te juro que no miento.

El señor O'Rourke miró a su hijo durante unos momentos, dio media vuelta sin decir palabra y volvió al cabo de un minuto, con los pantalones puestos sobre el pijama y calzando sus botas de trabajo.

– Quedaos aquí -dijo suavemente.

– ¡Papá! -gritó Mike, agarrándole de un brazo y tendiéndole el bate de béisbol.

La madre de Mike acarició los cabellos de Memo, envió arriba a las muchachas y cambió las fundas de las almohadas mientras esperaban. Hubo una sombra de movimiento en el exterior. Mike se apartó de la ventana. Su padre estaba allí, con una linterna en la mano; el borde inferior de la ventana casi le llegaba al pecho. Mike pestañeó; había visto la mayor parte del cuerpo del Soldado, y sin embargo su padre era mucho más alto que él, según había podido juzgar cuando le había visto en la Jubilee College Road. ¿A qué se debía que su padre pareciese estar a un nivel mucho más bajo? ¿Había estado el Soldado encima de algo allá fuera? Esto explicaría la manera en que había descendido verticalmente…

Su padre desapareció, estuvo ausente cinco minutos y entró por la puerta de la cocina, sacudiendo los pies. Mike fue a su encuentro en el pasillo.

Los pantalones y la chaqueta del pijama de su padre estaban empapados, y las botas manchadas de barro. Los pocos cabellos rojos que le quedaban los tenía aplastados encima de las orejas. Gotas de agua le brillaban en la frente y en la calva. Alargó una manaza y tiró de Mike, haciéndole entrar en la cocina.

– No había huellas de pisadas -dijo en voz baja, sin duda para que no le oyesen la madre y las hermanas de Mike-. Todo está enfangado, Mike. Hace días que no para de llover. Pero no hay ninguna huella al pie de la ventana. En esa parte hay un arriate de tres metros de largo, y no hay pisadas en ningún sitio. Y tampoco en el patio.

Mike sintió que le escocían los ojos, como cuando era pequeño y lloraba. Le dolía el pecho.

– Yo lo vi -fue todo lo que pudo decir, sintiendo un nudo en la garganta.

Su padre lo miró fijamente.

– Y eres el único que lo ha visto. Delante de la ventana de Memo. ¿En ningún otro lugar?

– Una vez me siguió por la Seis del condado y por Jubilee Road -dijo Mike, lamentando no haberlo dicho antes a su padre o habérselo callado ahora.

La mirada de su padre se hizo más intensa.

– Tal vez se subió a una escalera o a otra cosa -consiguió decir Mike, dándose cuenta de lo desesperada que sonaba su voz, incluso a sus propios oídos.

Su padre sacudió lentamente la cabeza.

– Ninguna huella. Ninguna escalera. Nada. -Alargó una de sus manazas y tocó la frente de su hijo-. Tienes fiebre.

Mike volvió a sentir aquel temblor dentro de él y reconoció los primeros síntomas de la gripe.

– Pero no me he imaginado el Soldado. Lo juro. Lo he visto.

El señor O'Rourke tenía una cara ancha y afectuosa, una papada grande y los restos de mil pecas de la infancia que había transmitido a todos sus hijos, para desesperación de tres de sus cuatro hijas. Ahora, la papada tembló ligeramente al asentir con la cabeza.

– Creo que es verdad que has visto algo. También creo que te estás poniendo enfermo por quedarte levantado por la noche para pillar a ese mirón…

Mike quiso protestar. No era ningún mirón. Pero sabía que de momento era mejor mantener cerrada la boca.

– … vete a la cama y que tu madre te ponga el termómetro -estaba diciendo su padre-. Yo bajaré el catre a la habitación de Memo y dormiré allí durante un tiempo. No volveré de noche a la cervecería hasta dentro de una semana. -Dejó el bate de béisbol a un lado, se dirigió a la despensa cerrada, cogió la llave de la rendija del umbral y sacó la «escopeta para cazar ardillas» de Memo, una escopeta de cañón corto con culata de pistola.

– Y si ese… soldado vuelve otra vez, recibirá algo más que un porrazo con el bate.

Mike quiso decir algo, pero se sentía completamente mareado, tanto de alivio como por la fiebre que golpeaba sus oídos y le hacía delirar. Abrazó a su padre y se volvió, antes de echarse a llorar.

Su madre entró en la estancia, con el ceño fruncido pero amable, y le empujó escalera arriba hacia el dormitorio.


Mike estuvo en cama durante cuatro días. A veces la fiebre era tan fuerte que despertaba de sus sueños y se encontraba con que también había soñado el despertar. No soñaba en el Soldado, ni en Duane McBride, ni en ninguna de las cosas que le habían estado atosigando: soñaba sobre todo en San Malaquías y en que decía misa con el padre Cavanaugh. Sólo que en su sueño febril, él era el sacerdote, y el padre C. un chiquillo con casulla y sobrepelliz desmesurados, que equivocaba continuamente las respuestas, a pesar de la cartulina con líneas impresas colocada sobre el escalón del altar donde se arrodillaba el niño-hombre. Mike soñaba que consagraba la Eucaristía, alzando la Hostia en el momento más sagrado que podía experimentar un católico.

Lo más extraño del sueño era que San Malaquías era ahora una cueva muy grande y que no había en ella feligreses… Sólo sombras oscuras que se movían más allá del círculo de luz producido por las velas del altar. Y en su sueño, Mike sabía que el monaguillo padre C. equivocaba las respuestas en latín porque tenía miedo de aquella oscuridad y de lo que había en ella. Pero mientras el cura en sueños Michael O'Brian O'Rourke sostuviese la Eucaristía en alto, mientras murmurase las sagradas y mágicas palabras de la misa solemne, estaría bastante a salvo.

Más allá del cono de luz, cosas grandes rondaban y esperaban.


Jim Harlen estaba pensando que este verano no era tal.

Primero se rompe el maldito brazo y se abre la cabeza y pierde la memoria de cómo le ha ocurrido -la cara no es más que un sueño, una pesadilla-, y entonces, cuando se recupera lo bastante para salir e ir de un lado a otro, uno de los chicos a quienes conoce muere en un estúpido accidente, en su finca, y los otros parecen recluirse en sus casas, como tortugas escondiendo la torpe cabezota. Y desde luego hubo la lluvia. Semanas de lluvia.

Las primeras semanas que estuvo en casa, su madre se quedó todas las noches, se apresuró a ir a buscarle lo que fuese cuando tenía hambre o sed, y estuvo viendo la televisión con él. Era casi como en los viejos tiempos, menos su padre, naturalmente. Harlen había estado terriblemente nervioso cuando los Stewart habían invitado a su madre a ir con ellos a casa del tío Henry -mamá tenía la costumbre de beber demasiado, reír demasiado fuerte y, en general, portarse como una estúpida borracha-, pero en realidad la velada había transcurrido bastante bien. Harlen no había hablado mucho, pero le había gustado estar con sus compañeros y escuchar, incluso cuando el chico McBride hablaba de viajes interestelares y del concepto espacio-tiempo y de otras cosas de las que Harlen no tenía idea. En todo caso, había sido una noche muy agradable…, salvo por la muerte de Duane McBride.

El accidente y la larga estancia en el hospital habían dado a Harlen un concepto diferente de la muerte; era algo que había oído y olido y de lo que había estado cerca…, el viejo de la habitación contigua, que no estaba allí la mañana después de que todas las enfermeras y los médicos hubiesen entrado con una camilla…, y no tenía intención de acercarse de nuevo a ella hasta dentro de sesenta o setenta años…, como mínimo. Tenía que reconocer que la muerte de McBride le había impresionado, pero estas desgracias les ocurrían a los que vivían en el campo y manejaban tractores, arados y porquerías parecidas.

La madre de Harlen ya no pasaba con él todas las noches. Ahora le regañaba cuando no se hacía la cama o no recogía los platos del desayuno. Él se quejaba todavía de dolores de cabeza, pero le habían quitado la pesada escayola, e incluso con el cabestrillo, que Harlen consideraba romántico y capaz de hacer perder la cabeza a Michelle Staffney, si le invitaba a su fiesta de cumpleaños el día catorce…, incluso con el cabestrillo y la escayola más ligera inspiraba menos compasión a su madre. O tal vez había gastado ya toda la compasión que tenía almacenada. En ocasiones se mostraba cariñosa y le hablaba con aquella voz suave y ligeramente de disculpa que había utilizado durante una semana después del accidente, pero ahora le regañaba cada vez con más frecuencia o volvía a aquel silencio que les había separado durante tanto tiempo.

Y muchos fines de semana solía pasar todas las noches fuera de casa.

Al principio, ella había pagado a Mona Shepard para que le atendiese y vigilase. En realidad, era Harlen quien vigilaba a Mona, tratando de verle las tetas a la niña de dieciséis años o de mirarla por debajo de la falda. A veces, Mona le incitaba, dejando entreabierta la puerta del cuarto de baño cuando iba a orinar, y gritándole cuando él se acercaba de puntillas. Pero la mayoría de las veces hacía caso omiso de él -mamá hubiese podido estar en casa- y con frecuencia le enviaba pronto a la cama para poder llamar a uno de sus amigos gilipollas. Harlen aborrecía los ruidos que subían desde el cuarto de estar; y aborrecía su propia reacción hacia ellos. Se preguntaba si O'Rourke tendría razón cuando decía que uno podía quedarse ciego si lo hacía demasiado… En todo caso, había amenazado a Mona con contarle a su madre todo lo referente a las sesiones de jadeo en el diván, y ella se había abstenido de venir. A su madre le fastidió que Mona estuviese siempre ocupada, porque no había nadie más a quien llamar este verano; las niñas O'Rourke solían hacer de canguros, pero este verano estaban demasiado atareadas en los asientos de atrás de los coches.

Así pues, Harlen estaba mucho tiempo solo en casa.

A veces salía y montaba en bicicleta, aunque el médico se lo había prohibido hasta que le quitara la segunda escayola. No era difícil conducir la bici con una sola mano. Muchas veces lo había hecho sin ninguna, como todos los del club de la Patrulla de la Bici. Pero con el brazo en cabestrillo era un poco más complicado.

El nueve de julio había ido al cine gratuito, esperando ver una reposición de Somebody Up There Likes Me, una película de boxeo que el señor A.-M. había proyectado hacía unos pocos años y que había gustado tanto a todo el mundo que cada verano la traía. Pero en vez de la película, Harlen había encontrado desierto el Bandstand Park, salvo por un par de familias de agricultores que, como él, no se habían enterado de que la sesión había sido cancelada por tercer sábado consecutivo a causa del mal tiempo.

Pero el tiempo no era malo. Las tormentas casi cotidianas no habían estallado esta noche; la luz del sol era baja y resplandecía sobre los largos jardines donde la hierba parecía crecer mientras uno la estaba mirando. Harlen aborrecía que los jardines fuesen aquí tan grandes, casi como campos, aunque todos ellos cuidadosamente segados. Había pocas vallas y era difícil saber dónde acababa uno y empezaba otro. No estaba seguro de aborrecerlos, pero sabía que no debían ser así; no aparecían como en los programas de televisión que le gustaban…, por ejemplo, La ciudad desnuda. En La ciudad desnuda no había jardines. Ocho millones de episodios pero ni un maldito jardín.

Harlen había recorrido el pueblo en bicicleta aquella noche, sin darse cuenta de que oscurecía hasta que aparecieron los primeros murciélagos y empezaron a chillar contra el cielo. Había cogido la costumbre de mantenerse lejos del colegio -ésta era una de las razones de que no fuese a ver más a menudo a Stewart y a los demás cabezotas-, pero ahora descubrió que incluso pedalear por Main o Broad le ponía nervioso.

Torció a la izquierda en Church Street para evitar la casa de la señora Doubbet, aunque sin saber de fijo por qué lo hacía, y pedaleó rápidamente por las oscuras calles, en aquel barrio donde las casas eran más pequeñas y menos numerosas, y los faroles más espaciados. Había luces brillantes alrededor de la pequeña iglesia de O'Rourke y la casa contigua del cura, y Harlen permaneció un minuto allí, en la esquina, antes de subir por West End Drive, el estrecho y mal iluminado callejón que conducía a su casa y a la vieja estación.

Rodaba deprisa, pedaleando con fuerza, confiando en que nadie podría alcanzarle en las zonas oscuras entre los faroles…, a menos que metiesen un brazo entre los radios, le hiciesen saltar por los aires y se le echasen encima después. Sacudió la cabeza mientras pedaleaba, sintiendo la húmeda brisa en los cortos cabellos y tratando de librarse de los malos pensamientos. «Ella no volverá a casa hasta la una o las dos, si es que vuelve. Veré una vez más el último programa. ¡No, maldita sea! Dan Creature Feature en el Canal 19. No puedo ver eso.»

Harlen decidió escuchar la radio, poniéndola fuerte, y tal vez meter mano a las botellas que su madre escondía en el fondo del aparador. Pensó que si medía con cuidado lo que bebía y añadía agua en la botella hasta la marca cuando hubiese terminado, ella no se daría cuenta. Probablemente tampoco lo advertiría en ningún caso, porque siempre estaba metiendo nuevas botellas allí o amorrándose a las viejas cuando estaba borracha. Escucharía la radio, pondría rock-and-roll a todo volumen y bebería un poco de licor, mezclándolo con Coke, que era como le gustaba.

Pasó por delante de la estación a toda velocidad -este lugar siempre le había dado miedo, incluso cuando era pequeño- y dobló la amplia esquina hacia Depot Street. Pudo ver las tres largas manzanas calle abajo -sabía que en una verdadera ciudad habrían sido seis o siete, y que si aquí eran más largas era porque no había bastantes calles-, hasta el túnel de ramas y de hojas, luces medio ocultas y porches, y la casa donde vivían Stewart y el viejo gruñón.

Y la escuela.

Sacudió la cabeza y enfiló el camino de entrada, deteniéndose junto al garaje y dejando la bicicleta debajo del alero.

Mamá no estaba en casa; el Rambler no había vuelto. Todas las luces estaban encendidas, tal como él las había dejado. Harlen se dirigió a la puerta de atrás.

Algo se movió delante de la luz en su habitación del piso de arriba.

Harlen se detuvo, con una mano todavía en el tirador de la puerta. Mamá estaba en casa. El maldito coche se habría averiado otra vez o uno de sus nuevos amigos la habría traído a casa porque había bebido demasiado. Menuda bronca iba a echarle por volver después de anochecer. Le diría que Dale y su juiciosa familia habían venido a buscarle para llevarle al cine gratuito. Ella no sabría que la sesión había sido cancelada.

La sombra pasó de nuevo por delante de la luz.

«¿Qué diablos está haciendo en mi habitación?» Con una súbita punzada de remordimiento pensó en las nuevas revistas que había comprado a Archie Kerck y escondido debajo del suelo del armario. Ella había encontrado y tirado todas las viejas cuando él estaba en el hospital, aunque no le había abroncado por ello durante más de dos semanas después de su vuelta a casa.

Con la cara colorada pero frío por dentro ante la idea del inminente enfrentamiento, sobre todo si ella estaba borracha, Harlen dio tres pasos hacia el garaje, tratando de pensar algo. «Tal vez son de Mona o de uno de sus amiguitos. Ella las puso allí. Y si lo niega, le contaré a mamá lo del preservativo que encontré flotando en el váter la última vez que me vino a cuidar.»

Respiró hondo. No era una explicación perfecta, pero valía más esto que nada. Miró hacia arriba, tratando de ver si su madre estaba registrando el armario.

No era mamá.

La mujer que estaba en su habitación cruzó otra vez el rectángulo de luz de la ventana. Él vio de refilón un suéter estropeado, una espalda encorvada, unos mechones de cabellos blancos brillando sobre una cabeza demasiado pequeña.

Harlen se echó instintivamente hacia atrás y tropezó con la bicicleta, que cayó al suelo del garaje con estrépito.

La sombra eclipsó de nuevo la luz. Una cara se apretó contra el cristal de la ventana y lo miró.

Aquella cara… mirándolo…, volviéndose a mirarlo.

Harlen cayó de rodillas, vomitó sobre la gravilla del pavimento, se enjugó los labios con la manga, se levantó, montó en la bici y pedaleó como un loco, alejándose de la casa, incluso antes de que la sombra se apartase de la ventana. No miró hacia atrás al bajar zumbando por Depot Street, zigzagueando locamente, como si alguien disparase contra él, tratando de pasar cerca de los pocos faroles de la calle. C. J. Congden, Archie Kreck y algunos de sus amigos gamberros estaban sentados sobre los capós de unos coches aparcados en el patio de tierra de la casa de J. P. y le gritaron algo feo por encima del estruendo de sus radios.

Harlen no se detuvo ni miró atrás. Sólo se paró, patinando, en un stop del cruce de Depot y Broad. Old Central estaba directamente delante de él. La casa de Double-Butt y de la señora Duggan se hallaba a la derecha.

«La cara en la ventana. Las cuencas de los ojos vacías. Gusanos debajo de la lengua. Dientes brillantes.»

«¡En mi habitación!»

Harlen se inclinó sobre el manillar, jadeando, esforzándose en no vomitar de nuevo. A una manzana de distancia en Depot Street, donde las luces del colegio relucían todavía entre los olmos, la negra silueta de un camión torció a la izquierda desde la Tercera y avanzó en su dirección.

El camión de recogida de animales muertos. Podía olerlo.

Harlen pedaleó hacia el norte por Broad. Los árboles eran enormes, cubriendo la calle de diez metros de anchura, y las sombras muy espesas. Pero había más faroles y más luces en los porches.

Pudo oír que el camión se acercaba al cruce de calles detrás de él, rechinando al cambiar las marchas. Harlen subió a la acera, saltó sobre las losas inclinadas del pavimento y giró hacia un camino de entrada. Allí había graneros, garajes y patios interminables sin vallar. Creyó que pasaba por delante de la casa del doctor Staffney cuando un perro pareció volverse loco delante de él, ladrando y tirando de una cuerda de tender la ropa que le servía de cadena, y brillándole los dientes a la luz amarilla del porche de atrás.

Harlen giró a la izquierda, se deslizó por el callejón pavimentado de escoria que discurría por detrás de los graneros y los garajes, y continuó hacia el norte. Podía oír el camión que subía por Broad, incluso por encima de los furiosos ladridos de todos los enloquecidos perros de la manzana. No tenía idea de adónde iba.

Ya pensaría algo.


Dale Stewart dejó caer la linterna y corrió a través del agua que le llegaba a los muslos, llamando a gritos a su madre, chocando con una pared en la oscuridad, rebotando aturdido y perdiendo el equilibrio. Se hundió hasta el cuello en el agua negra y helada y gritó de nuevo, cuando algo rozó su brazo desnudo debajo del agua. Se puso en pie, haciendo un gran esfuerzo, y siguió adelante, sin saber exactamente adónde iba en la oscuridad casi absoluta del sótano.

«¿Y si vuelvo hacia la habitación de atrás, hacia el agujero de la bomba?»

Lo mismo daba. No podía quedarse aquí, en esta oscuridad de medianoche, con el agua arremolinándose alrededor de sus piernas como aceite frío, y esperar a que aquella maldita cosa le encontrase. Se imaginó la cosa-Tubby abriendo más la boca muerta, y los largos dientes desnudos clavándose en su pierna debajo del agua.

Entonces dejó de imaginarse cosas y corrió, tropezando con algo que podía ser el banco de trabajo de su padre en la segunda habitación o el de la ropa sucia en la de atrás. Se volvió hacia la izquierda, cayó de nuevo a cuatro patas en un agua súbitamente cálida, como orina o sangre, y después avanzó tambaleándose, viendo, creyendo ver, un rectángulo de algo menos oscuro que podía ser la puerta que conducía del taller al cuarto del horno.

Chocó contra algo hueco y resonante y se hizo un corte en la frente, pero no le dio importancia. «¡El horno! Tuerce a la derecha y pasa a su alrededor. Encuentra el pasillo de más allá de la carbonera…» Gritó de nuevo y oyó que su madre le respondía, mezclándose los gritos de ambos en aquel laberinto resonante. Oyó que algo se deslizaba en el agua detrás de él y se volvió para ver lo que era; no vio nada, se tambaleó de nuevo hacia atrás, tropezó con algo más duro que el horno o el tragante, y cayó de bruces en el agua… y se mezcló en su boca el sabor asqueroso de la basura con el dulzón de la sangre.

Le rodearon unos brazos y unas manos le hundieron más, pero le levantaron enseguida.

Dale pataleó, arañó y se debatió contra aquella fuerza. Su cara se sumergió una vez más y después se apoyó en una lana mojada.

– ¡Dale! ¡Basta, Dale! ¡Basta! Tranquilízate… ¡Soy mamá, Dale!

No le dio palmadas en la cara, pero sus palabras surtieron el mismo efecto. Él se quedó inmóvil, tratando de no pensar, pero pensando en el agua oscura que les rodeaba. «Nos atrapará a los dos. Nos destrozará y nos hundirá.»

– No pasa nada -dijo ella, aunque también temblaba al subir los desmesurados escalones-. Todo está bien -murmuró al salir no a la cocina sino por la puerta de atrás, bajo el espléndido sol de la tarde. Se alejaron de la casa como dos supervivientes que intentasen poner la mayor distancia posible entre ellos y el lugar del accidente.

Se derrumbaron sobre el césped, al pie del pequeño manzano, mojados y temblando. Dale pestañeaba, medio cegado por la luz. El calor y la luz del sol y los colores parecían irreales, como un sueño después de la pesadilla real de las tinieblas y de aquella cosa debajo del agua… Cerró los ojos y se esforzó en no temblar.

El señor Grumbacher había estado segando el césped con la segadora mecánica, y Dale oyó que el motor se paraba y que el hombre preguntaba a gritos si ocurría algo. Después oyó sus largas zancadas sobre la hierba. Dale intentó explicarse, sin parecer que se había vuelto loco.

– Algo… algo… algo debajo del agua -dijo furioso porque le castañeteaban los dientes-. Al…go trató de ag…garrarme.

Su madre le tenía abrazado, tranquilizándole con una voz al borde de las lágrimas. El señor Grumbacher miró hacia abajo -era muy alto y llevaba el mismo uniforme gris que se ponía todos los días para conducir el camión de la leche; esto le daba en cierto modo un aire oficial- y se marchó, y entonces la madre de Dale le abrazó de nuevo y le dijo que todo estaba bien; pero entonces volvió el señor Grumbacher, y Kevin estaba plantado en la puerta de su casa, mirando con curiosidad por encima del prado, a los que estaban tumbados al pie del manzano, con los hombros envueltos en una manta, y entonces entró el señor Grumbacher por la puerta, para bajar al sótano…

– ¡No! -chilló Dale a su pesar. Trató de sonreír-. Por favor, no baje allí.

El señor Grumbacher miró a Kevin, que seguía observando desde la puerta de su casa. Le hizo señas de que se retirase, empuñó una larga linterna eléctrica de cinco pilas y cerró la puerta de tela metálica. La escalera del sótano bajaba desde un pequeño cuarto contiguo a la cocina; impedía que entrase el frío en invierno; ellos colgaban sus abrigos de repuesto en el descansillo. «Aquello estaba esperando allá abajo. El señor Grumbacher estaría perdido.»

Dale siguió temblando durante unos momentos y después se levantó, quitándose la manta de encima. Su madre le agarró de la muñeca, pero él se desprendió.

– Tengo que enseñarle dónde estaba aquello…, tengo que avisarle.

Se abrió la puerta de tela metálica y el padre de Kevin salió por ella, con los planchados pantalones grises de trabajo mojados hasta las rodillas y las botas chirriando sobre las losas. Apagó la linterna que sostenía con la mano izquierda; llevaba otra cosa en la derecha. Algo largo, blanco y mojado.

– ¿Está muerto? -preguntó la madre de Dale.

Era una pregunta tonta. El cuerpo estaba hinchado hasta casi dos veces su tamaño normal.

El señor Grumbacher asintió con la cabeza.

– Probablemente no se ahogó -dijo, en aquel tono de voz suave pero seguro que le había oído Dale emplear muchas veces con Kevin-. Tal vez comió algo envenenado o en mal estado. Probablemente entró con los remolinos del agua al atascarse los tubos de desagüe.

– ¿Es uno de los de la señora Moon? -preguntó la madre, acercándose más.

Dale pudo sentir que ella también temblaba ahora.

El señor Grumbacher se encogió de hombros y dejó el gato muerto sobre la hierba, junto al camino de entrada. Dale oyó un ligero ruido sibilante y vio que unas gotas de agua brotaban de entre los afilados dientes. Se acercó y lo tocó con la punta del zapato.

– ¡Dale! -dijo su madre.

Él retiró el pie.

– Esto no es lo que… lo que yo vi -dijo, tratando de no temblar, de no parecer que hablaba a tontas y a locas-. No era un gato. Esto es un gato.

Volvió a tocar aquella cosa con el pie. El señor Grumbacher se permitió una de sus pequeñas y tensas sonrisas.

– Es lo único que había allá abajo, aparte de una caja de herramientas flotante y algún pequeño trasto. Ha vuelto la corriente. Y la bomba empieza a funcionar.

Dale miró hacia la casa. El interruptor había estado hacia abajo… desconectado.

Kevin descendió la cuesta y se quedó allí, sujetándose los codos, como hacía cuando estaba un poco nervioso. Miró la cara pálida, la ropa empapada y los cabellos mojados de Dale; hizo un gesto con los labios, como si fuese a decir algo sarcástico; captó la mirada de su padre y se limitó a saludar con la cabeza a Dale. También tocó el gato muerto con la punta del zapato. Y brotó más agua del animal.

– Creo que es uno de los de la señora Moon -dijo la madre de Dale como si esto diese por terminada la cuestión.

El señor Grumbacher dio unas palmadas en la espalda de Dale.

– Es lógico que te hayas asustado un poco. Tropezar con el gato en la oscuridad, con agua hasta las pantorrillas, bueno…, eso habría asustado a cualquiera, hijo mío.

A Dale le entraron ganas de apartarse y decirle a Grumbacher que no era hijo suyo, y que el gato muerto no era lo que le había asustado. Pero en vez de esto hizo un esfuerzo y asintió con la cabeza. Todavía tenía en la boca el sabor amargo y agrio del agua que había tragado. «Tubby todavía está allá abajo.»

– Subamos a cambiarnos de ropa -dijo su madre al fin-. Más tarde podremos hablar de esto.

Dale asintió, dio un paso hacia la puerta de tela metálica y se detuvo.

– ¿Podemos entrar por la puerta de delante? -preguntó.

Jim Harlen pedaleaba en la oscuridad, oyendo a los perros que ladraban furiosamente en toda la manzana y escuchando el ruido del camión de recogida de animales muertos. Parecía haberse detenido en el cruce de Depot y Broad. «Cortándome la retirada.»

El callejón por el que rodaba ciegamente se dirigía hacia el norte y hacia el sur, entre los graneros, los garajes y los largos patios de detrás de las casas de Broad y de la Quinta. Los patios eran tan grandes, las casas estaban tan rodeadas de arbustos y de hojas, y el propio callejón tan engalanado de follaje, incrementado por las recientes lluvias monzónicas, que Harlen comprendió que tenía que haber allí cien sitios oscuros donde esconderse: altillos de graneros, garajes abiertos, aquel grupo de árboles negros, el huerto de Miller a la izquierda y delante, las casas deshabitadas en Catton Drive…

«Esto es precisamente lo que ellos quieren que haga.»

Harlen detuvo la bici sobre las negras escorias del callejón. Los perros dejaron de ladrar. Incluso la humedad del aire parecía haber quedado en suspenso, reducida a una ligera niebla entre las lejanas luces de los porches de atrás.

Harlen tomó una decisión. Su madre no le había criado como a un tonto.

Cruzó un patio de atrás, pedaleando con fuerza a través de un huerto, con los neumáticos levantando barro detrás de él, abandonando la protección del oscuro callejón y pasando por delante de un sobresaltado perro de Labrador, que giró en redondo tan sorprendido que a punto estuvo de estrangularse con su correa antes de acordarse de ladrar.

Harlen encogió rápidamente la cabeza al ver el alambre de tender la ropa un segundo y medio antes de que le decapitase, se inclinó hacia la izquierda para evitar el poste de la luz -casi cayéndose de la bicicleta por desequilibrarle el brazo en cabestrillo-, se repuso, entró por el largo paseo de entrada de los Staffney y, dando un rodeo a la negra mole de su viejo granero, se detuvo en el paseo principal, a un metro del farol de gas que mantenían siempre encendido.

A media manzana de distancia, la oscura sombra de un camión de altos costados aceleró el motor y empezó a moverse en dirección a Harlen, bajo el túnel de ramas que cubría la calle. Tenía las luces apagadas.

Jim Harlen se apeó de la bici, subió saltando los cinco escalones del porche y tocó el timbre de la puerta.

El camión adquirió velocidad. Estaba a menos de sesenta metros de distancia, rodando por este lado de la ancha calle. La casa de los Staffney estaba a dieciocho o veinte metros de la acera. Unos olmos, un largo jardín y varios macizos de flores la separaban de la calle; pero Harlen habría querido que hubiese un foso y una trampa contra tanques entre el camión y él. Golpeó la puerta con el puño ileso, mientras tocaba el timbre con el codo en cabestrillo.

La puerta se abrió por fin, de par en par. Michelle Staffney estaba allí, en camisón y con la luz de la lámpara filtrándose a través del fino tejido y formando una aureola alrededor de sus largos y rojos cabellos. En circunstancias ordinarias, Jim Harlen se habría detenido para gozar del espectáculo, pero ahora entró violentamente en el iluminado zaguán.

– Jimmy, ¿qué estás…? ¡Eh…! -consiguió decir la pelirroja antes de que él pasara por su lado.

Cerró la puerta y le miró ceñuda.

Harlen se detuvo debajo de la lámpara y miró a su alrededor. Sólo había estado tres veces en la casa de Michelle -una vez al año por su fiesta de cumpleaños del mes de julio, que parecía ser un acontecimiento, tanto para ella como para los suyos-, pero recordaba las grandes habitaciones, los techos elevados y las altas ventanas. Demasiadas ventanas. Harlen se estaba preguntando si tendrían un cuarto de baño o algo parecido en la planta baja, sin ventanas y con fuertes cerrojos cuando el doctor Staffney dijo, desde la escalera:

– ¿Podemos ayudarte en algo, jovencito?

Harlen puso su mejor cara de niño abandonado y a punto de llorar, sin que tuviese que esforzarse mucho, y exclamó:

– Mi madre ha salido de casa y no tendría que haber nadie en ella, pero yo he vuelto del cine al aire libre, supongo que suspendido a causa de la lluvia, y había una señora desconocida en la segunda planta, y después me han perseguido y un camión salió detrás de mí… ¿Podrían ayudarme? ¡Por favor!

Michelle Staffney lo miró con sus bonitos ojos azules abiertos de par en par e inclinando la cabeza a un lado, como si él hubiese entrado y se hubiese orinado en el zaguán. El doctor Staffney seguía en la escalera, en pantalón de calle, con chaleco y corbata; miró a Harlen, se caló las gafas, se las quitó y bajó la escalera.

– Repite eso -dijo.

Harlen lo repitió, haciendo hincapié en los puntos importantes. Una mujer desconocida estaba en su casa. (No mencionó que estuviese muerta pero andando de un lado a otro.) Unos tipos le habían perseguido con un camión. (Ahora no importaba que fuese el de recogida de animales muertos.) Su madre había tenido que ir a Peoria para un asunto importante. (Probablemente para acostarse con alguien, pero no había necesidad de informarles de esto.) Y él tenía miedo. (Esto era verdad.)

La señora Staffney vino del comedor. Harlen había oído decir a C. J. Congden, a Archie Kreck o a algún otro que si se quería saber cómo sería una niña dentro de unos años en lo referente a tetas y otras cosas, había que observar a su madre. Michelle Staffney tenía mucho porvenir a este respecto.

La madre de Michelle rebulló alrededor de Harlen, dijo que le recordaba de todas las fiestas de cumpleaños, aunque Harlen sabía que habían asistido demasiados chicos y que sólo había sido invitado porque lo habían sido todos los de su clase, e insistió en llevárselo a la cocina para que tomase una taza de cacao, mientras el doctor Staffney llamaba al agente de policía.

El doctor parecía un poco confuso, si no francamente escéptico, pero se asomó a la puerta -naturalmente no se veía el camión, según pudo comprobar Harlen mirando desde detrás de él- y se dirigió al teléfono para llamar a Barney. La señora Staffney insistió en que cerrasen todas las puertas mientras esperaban. A Harlen esto le pareció muy bien. Tampoco le habría importado que cerrasen todas las grandes ventanas; pero por muy rica que fuese aquella gente, no tenía aire acondicionado en la vasta mansión, y probablemente ésta se habría calentado rápidamente de no estar abiertas las ventanas. Harlen se contentó con sentirse seguro, mientras la señora S. se atrafagaba en la cocina, calentando unas sobras de carne asada para él -Harlen había dicho que no había cenado, aunque había calentado los espaguetis que había dejado mamá en el Tupperware-, y el doctor S. le interrogaba por cuarta vez. Michelle le miraba con unos ojos muy abiertos que podían significar cualquier cosa, desde la adoración del héroe por su bravura hasta el más puro desprecio por portarse como un imbécil.

En realidad a Harlen le importaba poco.

La vieja en su habitación. Su cara en la ventana, mirando hacia abajo. Al principio había pensado que era la vieja Double-Butt, pero entonces algo le recordó a la señora Duggan. La otra. La muerta. El sueño. La cara en la ventana. Y él, cayendo.

Harlen se estremeció, y la señora S. le trajo un trozo de pastel. El doctor Staffney empezó a preguntarle con qué frecuencia hacía su madre aquellos recados y le dejaba solo en casa. ¿Estaba enterada de que había leyes contra los que descuidaban a sus hijos?

Harlen trataba de responder, pero era difícil; tenía la boca llena de pastel y no quería parecer grosero delante de Michelle.

Barney llegó unos treinta y cinco minutos después de que el doctor le llamase: probablemente un nuevo récord del pueblo, pensó Harlen.

Éste refirió de nuevo su historia, esta vez con un poco menos de pánico sincero, y en tono más ceremonioso. Cuando llegó a la parte referente a la cara en la ventana y el camión en la calle, el temblor de su voz fue auténtico. En realidad pensaba en lo cerca que había estado de subir pedaleando por el callejón y esconderse en uno de aquellos oscuros graneros o casas vacías, y se preguntaba qué podría haber estado esperándole allí.

Había verdaderas lágrimas en sus ojos cuando terminó de describir la situación al policía; pero pestañeó para contenerlas. No iba a llorar delante de Michelle Staffney. Ojalá no hubiese subido corriendo al piso de arriba para ponerse una bata de franela mientras la madre preparaba el chocolate caliente. De hecho, el ligero deseo sexual que experimentó al entrar se estaba ya mezclando con el recuerdo de puro terror y con la descarga física de adrenalina que le había precedido.

El agente Barney le llevó a su casa. El doctor Staffney les acompañó y se quedó sentado en el coche con Harlen, mientras Barney registraba la casa, que estaba como Harlen la había dejado, con las luces encendidas y la puerta cerrada. Pero Barney había ido a la puerta de atrás y había llamado antes de entrar… De haber estado en su lugar, Harlen habría entrado agachado y rápidamente, empuñando el revólver, como hacían los polis en La ciudad desnuda. Barney ni siquiera tenía revólver, o al menos no lo llevaba consigo.

Harlen contestó las preguntas del doctor S. sobre los hábitos de viajes de fin de semana de su madre, pero esperando oír un grito dentro de la casa.

Barney salió y les hizo señas de que entrasen.

– No hay señales de entrada con violencia -dijo cuando subieron la escalera de atrás. Harlen se dio cuenta de que el policía se dirigía al médico, no a él-. Todo está un poco revuelto. Como si alguien hubiese estado buscando algo. -Se volvió a Harlen-. ¿Ha sido esto, hijo, o siempre suele estar así?

Harlen examinó la cocina y el comedor con mirada atenta. Las cazuelas llenas de grasa encima del hornillo. Montones de platos sucios en el fregadero, en el tablero e incluso encima de la mesa. Viejas revistas, cajas y porquerías en el suelo. Bolsas de basura llenas a rebosar. El cuarto de estar no era mucho mejor. Harlen sabía que había un sofá debajo de todos aquellos papeles y recetas de cocina de la tele, ropa y trastos, pero comprendía por qué el policía y el doctor podían tal vez no estar seguros.

Se encogió de hombros.

– Mamá no es muy ordenada.

Le fastidió el tono en que sonó su voz, como si tuviese que disculparse ante aquel par de imbéciles.

– ¿Encuentras a faltar algo, Jimmy? -preguntó Barney, como si acabase de recordar su nombre.

Salvo las bofetadas, nada molestaba tanto a Harlen como que le llamasen Jimmy. A excepción de cuando Michelle le había llamado así esta noche. Sacudió la cabeza y pasó de una habitación a otra en la pequeña planta baja, tratando de arreglar disimuladamente algunas cosas de pasada.

– No -dijo-. No creo que falte nada. Pero no estoy seguro.

«¿Qué coño habrían podido robar? ¿La esterilla eléctrica de mamá? ¿Las viejas recetas de la tele? ¿Mis revistas de desnudos?» Harlen se ruborizó de pronto al pensar que Barney, el FBI o alguien podían hacer un registro a fondo y encontrarlas debajo de las tablas inferiores de su armario.

– La vieja estaba arriba, no aquí abajo -dijo, con una brusquedad que no había pretendido.

– Ya he mirado arriba -dijo el policía. Después se dirigió al doctor S.-. Mucho desorden pero ninguna señal de robo ni de vandalismo.

Mientras subían los tres, Harlen se iba sintiendo asqueado por momentos. Se imaginaba al remilgado doctor contando a sus remilgadas esposa e hija todo el revoltijo que había visto. Probablemente iría a casa y despertaría a Michelle para decirle que se apartase de ese patán de Harlen. Ella le había llamado Jimmy.

– ¿Falta algo? -preguntó Barney desde el pasillo mientras Harlen miraba en la habitación de su madre y después en la suya.

¡Maldita sea! Al menos ella hubiera podido hacer la maldita cama o recoger los malditos Kleenex, las revistas o alguna cosa.

– No -dijo, dándose cuenta de lo estúpido que parecía. Se imaginó al elegante doctor diciendo a la señora S. y a Michelle al día siguiente, durante el desayuno: «Ese chico es un patán y un retrasado mental»-. Creo que no -añadió. Y después, en tono realmente apremiante-: ¿Ha registrado los armarios?

– Es lo primero que he hecho -dijo Barney-. Pero volveremos a mirarlos juntos.

Harlen se quedó atrás mientras el policía y el médico miraban en los armarios. «Me están siguiendo la corriente. Después, cuando se hayan ido, aquel cadáver putrefacto saldrá de alguna parte y me arrancará el corazón de una dentellada.»

– Como si leyese sus pensamientos, Barney dijo:

– Yo esperaré a que vuelva tu madre, hijo.

– También yo -dijo el médico. Intercambió una mirada con el poli-. ¿Sabes cuándo volverá, Jim?

– No.

Harlen se mordió el labio. Si volvía a llamarle así, iría en busca del viejo revólver de su padre y se saltaría la tapa de los sesos delante de aquellos dos tipos. «El revólver. ¿No se lo había dejado él a mamá, para que pudiese defenderse?» Empezó a animarse.

– Ponte el pijama, hijo -dijo el policía. Por su vida que no podía Harlen recordar el verdadero nombre de Barney-. ¿Tienes un poco de café?

– De ése instantáneo -dijo Harlen. Había estado a punto de decir «no»-. En el tablero de la cocina. Abajo.

«Acabamos de pasar por la cocina, estúpido.»

– Prepárate para ir a la cama -insistió el agente, y descendió a la planta baja con el médico.

La casa era pequeña. Harlen podía oírles fácilmente. Su madre y él no podían tirarse un pedo sin que el otro lo oyese; Harlen se preguntaba a veces si ésta era la causa de que su padre se hubiese largado con la fulana. Pero esta noche, la casa no era lo bastante pequeña. Salió al pequeño rellano.

– ¿Ha mirado debajo de las camas…, señor? -gritó hacia abajo.

Barney se puso al pie de la escalera.

– Claro que sí. Y en los rincones. No hay nadie ahí arriba. Ni aquí abajo. El doctor acaba de mirar en el jardín. Y yo voy a ir a registrar el garaje. No tenéis sótano, ¿verdad, hijo?

– No -dijo Harlen. «¡Maldita sea!»

Barney asintió con la cabeza y volvió a la cocina. Harlen oyó que el padre de Michelle decía algo sobre el departamento de Sanidad.

Harlen entró en su habitación y no cerró la puerta; arrojó las bambas en un rincón, tiró los calcetines en el suelo, y se quitó los tejanos y la camiseta de manga corta. Entonces se inclinó, recogió los calcetines y el pantalón y los arrojó dentro del armario, sin acercarse demasiado.

«Ella estaba precisamente allí. Junto a la ventana. Paseaba arriba y abajo.»

Se sentó en el borde de la cama. El despertador marcaba las 10.28. Temprano. Aquellos hombres estarían allí durante cuatro o cinco horas más, si era una noche de sábado normal. Pero ¿se quedarían realmente? Si no lo hacían, Harlen estaba dispuesto a correr detrás del coche de la policía cuando se marchasen. Esta noche no se quedaría aquí solo.

«¿Dónde diablos guarda ella el arma?» No era muy grande, pero sí de un acero azul y de aspecto amenazador. Y había una caja blanca y azul de balas. Su padre le había dicho que no tocase nunca el revólver ni las balas; solían estar en el cajón de papá, pero mamá los había escondido cuando él se había marchado con la fulana. «¿Dónde?» Probablemente era ilegal. Barney lo encontraría y les metería a los dos en la cárcel.

La puerta de atrás se cerró de golpe. Harlen se estaba poniendo el pijama y aquel ruido le sobresaltó. Oyó sus voces.

Sonaron pisadas y la voz de Barney resonó mucho más fuerte en la escalera.

– ¿Quieres un poco de chocolate caliente antes de acostarte, hijo?

El estómago de Harlen borboteaba a causa de la cantidad de líquido que le había obligado a ingerir la señora Staffney.

– ¡Sí! -gritó-. Enseguida bajo.

Levantó la almohada para sacar la chaqueta del pijama de donde la guardaba siempre.

Tenía una especie de porquería gris y viscosa. Harlen frunció el ceño al mirarse las manos, las enjugó en el pantalón del pijama y retiró la colcha.

Parecía como si la sábana hubiese sido manchada con varios litros de algo que parecía una mezcla de moco y semen. Aquello brillaba a la luz de la lámpara de la mesita de noche y de la bombilla del techo. Era como si la cama hubiese sido una rebanada de pan y alguien hubiese vertido en ella montañas de jalea gris, una mucosidad espesa y resbaladiza que captaba la luz, empapaba las sábanas y se estaba ya secando en pequeños grumos y aristas. Olía como si alguien hubiese dejado una toalla mojada en un agujero sucio, para que se pudriese durante tres años, y entonces se hubiese meado en ella una manada de perros.

Harlen se tambaleó hacia atrás, dejó caer la chaqueta del pijama y se apoyó en la jamba de la puerta. Tenía la impresión de que iba a vomitar. El suelo de madera parecía oscilar como la cubierta de una pequeña embarcación en un mar alborotado. Harlen salió y se agarró a la bamboleante baranda.

– ¡Señor agente!

– ¿Qué, hijo mío? -gritó Barney desde la cocina.

Harlen pudo oler el café instantáneo y la leche que se estaba calentando. Miró atrás, hacia la habitación, casi esperando ver las sábanas limpias, o al menos relativamente limpias como habían estado esta mañana, algo parecido a las alucinaciones o espejismos que se ven en las películas.

La mucosidad gris resplandecía casi blanca bajo la luz.

– ¿Qué? -dijo Barney, acercándose al pie de la escalera.

El hombre tenía la frente arrugada, como si estuviese alarmado. Sus ojos negros parecían… ¿preocupados? ¿Tal vez inquietos?

– Nada -dijo Harlen-. Enseguida bajo a tomar el chocolate.

Entró en la habitación, retiró las sábanas de la cama, procurando no tocar aquella porquería, y las arrojó con el pijama a un rincón del armario. En el cajón de abajo de su tocador encontró otro pijama, limpio pero que le había quedado pequeño; se puso la vieja y raída bata, fue a lavarse las manos y bajó a reunirse con los dos hombres.

Ni siquiera más tarde supo Jim Harlen porqué había preferido no mostrarles esta prueba concluyente de que alguien o algo había estado en su casa. Tal vez comprendió, en aquel momento, que era algo que tenía que resolver él solo. O tal vez vio que algunas cosas eran demasiado embarazosas para compartirlas con otros, que el mero hecho de mostrarles la cama sería casi como sacar las revistas de su escondite y jactarse de ellas.

«Ella estaba aquí. Aquello estaba aquí.»

El chocolate caliente estaba muy bueno. El doctor Staffney había limpiado la mesa de la cocina y los tres estuvieron sentados allí, charlando, hasta las doce y media, en que entró la madre de Harlen por la puerta de atrás.

Harlen subió entonces al piso de arriba, encontró una manta de repuesto en el armario y se cubrió con ella, sin preocuparse de las sábanas. Se durmió rápidamente, sonriendo un poco al oír voces irritadas en la planta baja.

Esto se parecía mucho a cuando papá vivía en casa.

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