12

Después de ver a Jim Harlen, Duane se sentó unos minutos a la sombra en la plaza, bebiendo café del termo y pensando. No conocía lo suficiente a Jim para saber si decía la verdad cuando afirmaba que no recordaba nada de lo sucedido el sábado por la noche. Y si no decía la verdad, ¿por qué mentía? Duane bebió un poco de café y consideró tres posibilidades:

a) Algo había asustado tanto a Harlen que no quería… o no podía hablar de ello.

b) Alguien le había dicho que no hablase y lo había amenazado para que le obedeciese.

c) Harlen estaba protegiendo a alguien.

Duane terminó el café, enroscó la tapa del termo y decidió que la última posibilidad era la menos probable. La primera parecía ser la más verosímil, aunque nada indicaba, salvo la intuición de Duane, que Jim Harlen hubiese mentido. Cualquier lesión en la cabeza, lo bastante grave como para dejar a alguien inconsciente durante más de veinticuatro horas, podía hacer que aquella persona no recordase cómo se había producido aquello.

Duane decidió que lo mejor era presumir que Jim no recordaba lo ocurrido. Tal vez más tarde…

Cruzó la plaza, hacia la biblioteca, y dudó antes de entrar. Lo que esperaba descubrir allí, ¿ayudaría a O'Rourke y compañía a encontrar algo sobre Tubby, Van Syke, la lesión de Harlen, el peligro que había corrido él mismo o todo lo demás? ¿Por qué la biblioteca? ¿Por qué buscar la historia de Old Central, cuando era evidente que un ataque de locura individual, o probablemente sólo la perversidad de Van Syke, estaban detrás de aquellos sucesos, aparentemente casuales?

Duane sabía por qué iba a la biblioteca. Se había formado buscando cosas allí, respondiendo a los muchos misterios privados que surgían en la mente de un muchacho demasiado listo para su propio bien. La biblioteca era una fuente de información indiscutible

Tenía que haber muchos enigmas intelectuales que no podían resolverse con una visita, o muchas visitas, a una buena biblioteca; pero Duane McBride aún no había encontrado uno de ellos

Además, pensó, todo este misterio, esta tempestad en un vaso de agua, había empezado porque tanto él como los otros muchachos tenían una mala impresión de Old Central. Era algo que había preocupado a Duane y a los otros mucho antes de que desapareciese Tubby Cooke. Esta investigación se hacía con retraso.

Duane suspiró, dejó el termo detrás de un arbusto junto a la escalinata de la biblioteca y entró.


Tardó más horas de lo que había esperado, pero consiguió encontrar la mayor parte de lo que buscaba.

La biblioteca de Oak Hill sólo tenía una máquina de microfilm y pocas cosas registradas en fichas de microfilm. Para la historia de Elm Haven, y de Old Central en particular, tuvo que acudir a los estantes de libros publicados y encuadernados en el país y conservados allí por la Sociedad Histórica del Condado de Creve Coeur. Duane sabía que la Sociedad Histórica había sido en realidad un solo hombre, el doctor Paul Priestmann, ex profesor de la Universidad de Bradley e historiador local que había muerto hacía menos de un año, pero que las damas que habían recogido el dinero para publicar los libros del doctor Priestmann, el último de ellos póstumo, mantenían viva la Sociedad, aunque sólo fuese de nombre.

Old Central había representado un papel importante en la historia de Elm Haven, y en Creve Coeur County, según descubrió Duane, que necesitó la mitad de su libreta para anotar lo que más le interesaba. Lamentaba que cada vez que visitaba esta biblioteca no tuviese una de esas máquinas fotocopiadoras que empezaban a utilizarse en los negocios. Habría hecho mucho más fácil el trabajo de recoger información de los libros de consulta.

Duane miró las páginas ilustradas con viejas fotografías que había insertado el doctor Priestmann para ilustrar la construcción de Old Central -que en 1876 no era más que Central School-, Y después más páginas, con las fotos de color sepia, tomadas con la formalidad de la primitiva y lenta fotografía, mostrando las ceremonias inaugurales de finales del verano de 1876, el Picnic de los Antiguos Colonos celebrado en el jardín de la escuela en agosto de aquel año, el primer curso que ingresó en la Central -29 estudiantes que debían encontrarse perdidos en el enorme edificio-, y las ceremonias en la estación de ferrocarril de Elm Haven cuando llegó la campana a principios de aquel verano.

El pie en grandes letras bajo la última foto decía: «El señor y la señora Ashley y el Alcalde Wilson reciben la Campana Borgia para la nueva escuela.» Y debajo, en letras más pequeñas: «Una campana histórica para coronar la ciudadela del saber de Elm Haven y orgullo del Condado.»

Duane hizo una pausa. El campanario de Old Central había estado entablado y cerrado desde que él podía recordar. Nunca había oído mencionar una campana, y menos algo llamado Campana Borgia.

Duane se inclinó más sobre la página. En la vieja fotografía, la campana estaba todavía en su caja, en el vagón de mercancías descubierto, parcialmente en la sombra, pero visiblemente grande: era casi dos veces más alta que los dos hombres que, subidos en el vagón, se estrechaban la mano en el centro de la imagen. El hombre mejor vestido, con bigote y acompañado de una elegante dama, era probablemente el señor Ashley; el otro, más bajo, con barba y sombrero hongo, debía de ser el alcalde Wilson. La base de la campana parecía tener unos dos metros y medio de diámetro. Aunque la antigua foto era de poca calidad y no se apreciaban muchos detalles -un carruaje al otro lado de la vía parecía enganchado a dos caballos fantasmas porque el tiempo de exposición era demasiado lento para captar sus movimientos-, Duane utilizó sus gafas como cristales de aumento para distinguir unas volutas de metal o alguna clase de inscripción en una franja que rodeaba la campana a unos dos tercios de su altura.

Se echó atrás en su silla y trató de calcular lo que debía de pesar una campana de tres o tres metros y medio de altura, y dos y medio de diámetro. Sus matemáticas no llegaban a tanto, pero la simple idea de que hubiese estado colgando de maderas carcomidas sobre su cabeza y las de los otros chicos, durante los últimos años, le puso la piel de gallina. «Seguramente ya no estará allí.»

Duane se pasó bastante tiempo examinando los libros de la Sociedad Histórica, y una hora entera en el polvoriento «archivo», una habitación larga y estrecha, contigua a la que servía de comedor a la señora Frazier y los otros empleados de la biblioteca, revisando los altos volúmenes que contenían viejos ejemplares del Oak Hill Sentinel Times-Call, el periódico local al que el padre de Duane llamaba invariablemente Sentimental Times-Crawl.

Los artículos periodísticos del verano de 1876 eran los más informativos, y concentraban con su recargado e hiperbólico estilo victoriano la historia de la «Campana Borgia». Por lo visto el señor y la señora Ashley habían descubierto el artefacto en un almacén de las afueras de Roma durante su luna de miel y Grand Tour de Europa. Habían comprobado su autenticidad por medio de historiadores locales Y foráneos y la habían comprado por seiscientos dólares para convertirla en la pièce de résistance de la escuela, a cuya construcción había contribuido generosamente la familia Ashley.

Duane llenó rápidamente toda una libreta y tuvo que emplear la que llevaba de repuesto. La historia del envío de la Campana Borgia desde Roma a Elm Haven ocupaba al menos cinco artículos periodísticos y varias páginas del libro del doctor Priestmann: la campana, al menos en la sensacionalista prosa de los corresponsales victorianos parecía traer mala suerte a todos y a todo lo relacionado con ella. Después de que los Ashley compraran la campana y concertaran su envío a Estados Unidos, el almacén donde había estado guardada quedó destruido por un incendio y mató a tres personas, que por lo visto vivían en el viejo edificio. La mayoría de los artículos anónimos y no catalogados del almacén quedaron destruidos, pero la Campana Borgia si bien había sido encontrada cubierta de hollín se hallaba intacta. El carguero que llevaba la campana a Nueva York, un barco británico, el H.M.S. Erebus, estuvo a punto de naufragar durante una tormenta, rara en aquella estación, cerca de las Islas Canarias. El carguero averiado fue remolcado a puerto y su cargamento trasladado, pero no antes de que se ahogasen cinco tripulantes, otro resultase muerto en un súbito desplazamiento de la carga en la bodega, y el capitán fuese destituido.

Ningún desastre pareció acompañar a la campana mientras estuvo almacenada durante un mes en Nueva York; pero una confusión en el etiquetado casi hizo que la cosa se perdiese allí. Unos abogados de la familia Ashley en Nueva York descubrieron el paradero del histórico objeto, la campana fue recibida con gran ceremonia en el Museo de Historia Natural de Nueva York, a la que asistieron Mark Twain, P.T. Barnum y el primer John D. Rockefeller, y después fue cargada en un tren de mercancías con destino a Peoria. Entonces pareció continuar la mala suerte: el tren descarriló cerca de Johnstown, Pennsylvania, y el que lo sustituyó se vio afectado por el derrumbamiento de un puente en las afueras de Richmond, Indiana. Los relatos de prensa eran confusos, pero por lo visto no se produjeron víctimas en ninguno de los dos accidentes.

La campana llegó al fin a Elm Haven el 14 de julio de 1876, y fue colgada en el reforzado campanario varias semanas más tarde. Aquel verano, la Feria de los Viejos Colonos dedicó numerosas ceremonias a la campana, para una de las cuales llegaron historiadores y personajes de Peoria y de Chicago en vagones especiales del ferrocarril.

Evidentemente, la campana estuvo instalada en el campanario a tiempo para el comienzo del curso escolar, el 3 de septiembre de aquel año, pues una fotografía en el reportaje sobre la apertura de los colegios de Creve Coeur County mostraba la Old Central en una ciudad extrañamente desprovista de árboles, sobre este pie: «Una campana histórica llama a los colegiales a una nueva era de conocimientos.»

Duane se retrepó en su silla del archivo, se enjugó el sudor de la frente con el faldón de la camisa de franela, cerró el volumen de periódicos rígidamente encuadernados y lamentó que no fuese verdad la excusa que había dado a la señora Frazier por su trabajo allí: que había proyectado escribir un artículo sobre Old Central y su campana.

Pero nadie parecía recordar que la campana estuviese allí. Después de otra hora y media de estudio, Duane había encontrado sólo otras tres referencias, y en ninguna de ellas se mencionaba como la Campana Borgia. El libro del doctor Priestmann reproducía citas anteriores en las que se mencionaba la Campana Borgia, pero en ninguna parte se refería el historiador local a ella como tal. La referencia más aproximada que pudo encontrar Duane fue un párrafo en el que se mencionaba «la maciza campana, que se dice que data del siglo XV y que posiblemente tiene esta antigüedad, que compraron el señor Charles Catón Ashley y su esposa para el Condado durante su viaje por Europa en el invierno de 1875».

Sólo después de hojear cuatro volúmenes de la Sociedad Histórica se dio cuenta de que faltaba un libro. El volumen correspondiente a 1875-1885 estaba intacto, pero se componía principalmente de fotografías y grabados. El doctor Priestmann había escrito un relato más detallado y erudito de los otros años de la década bajo el título general de Monografías, documentación y fuentes principales, con las fechas indicadas entre paréntesis; faltaba el de 1876.

Duane fue a hablar con la señora Frazier.

– Discúlpeme, señora, pero ¿podría usted decirme dónde guarda ahora la Sociedad Histórica sus restantes documentos?

La bibliotecaria sonrió y se quitó las gafas, que quedaron colgando de su cadena de abalorios.

– Sí, querido. Debes saber que el doctor Priestmann murió…

Duane asintió con la cabeza y prestó atención.

– Bueno, como ni la señora Cadberry ni la señora Esterhazy, las damas responsables de la recaudación de fondos para la Sociedad, como ninguna de ellas deseaba o podía continuar la investigación del doctor Priestmann, donaron sus documentos y otros volúmenes.

Duane asintió de nuevo.

– ¿A Bradley?

Era lógico que los papeles del viejo erudito fuesen a parar a la universidad en que se había graduado y en la que había pasado muchos años enseñando. La señora Frazier pareció sorprendida.

– Pues no, querido. Los papeles fueron a parar a la familia que había subvencionado realmente el estudio del doctor Priestmann durante todos aquellos años. Creo que esto se había acordado previamente.

– La familia… -empezó a decir Duane.

– La familia Ashley-Montague -dijo la señora Frazier -. Si eres de Elm Haven, o vives cerca de allí, sin duda habrás oído hablar de los Ashley-Montague.

Duane asintió con la cabeza, le dio las gracias, se aseguró de que todos los libros estuviesen en su sitio y de que había guardado las libretas en el bolsillo, y fue a buscar el termo. Le sorprendió lo tarde que se había hecho. La sombra de los árboles se habían alargado y se extendían sobre el jardín del Juzgado y la calle principal. Pasaban algunos coches por la carretera, con los neumáticos chirriando sobre el hormigón que se enfriaba, y repicando en las junturas alquitranadas del pavimento; pero el centro propiamente dicho de la ciudad se estaba vaciando al atardecer.

Duane pensó en volver al hospital para hablar de nuevo con Jim pero era casi la hora de cenar e imaginó que la madre de Harlen estaría allí. Además, tardaría de dos a tres horas en volver a casa por el largo camino, y el viejo estaría inquieto si no había vuelto cuando se hiciera de noche.

Silbando y pensando en la Campana Borgia, que pendía como un secreto olvidado en el campanario cerrado de Old Central, Duane se encaminó hacia la vía férrea para regresar a casa.


Mike desistió.

El lunes por la tarde y durante todo el martes había intentado encontrar a Karl Van Syke para seguirle; pero no había podido dar con él. Había rondado alrededor de Old Central, había visto al doctor Roon poco después de las ocho y media de la mañana del martes. Una hora mas tarde, una brigada de obreros con una grúa empezó a clavar tablas en las ventanas de la segunda y de la tercera plantas. Mike siguió rondando cerca de la puerta del colegio hasta que Roon le echó de allí a media mañana. Pero no había ni rastro de Van Syke. Mike inspeccionó los lugares donde generalmente se le podía ver. En la céntrica Taberna de Carl había tres o cuatro de los borrachos habituales, incluido el padre de Duane McBride, según Mike lamentó comprobar, pero Van Syke no estaba en ella. Mike utilizó el teléfono de la cooperativa para llamar a la Taberna del Arbol Negro, pero el hombre del bar dijo que no había visto a Van Syke desde hacía semanas y preguntó quién llamaba. Mike colgó a toda prisa. Subió por Depot Street y observó la casa de J. P. Congden, porque sabía que Van Syke y el gordo juez de paz estaban muchas veces juntos; pero no vio el Chevy negro y la casa parecía vacía.

Mike pensó en andar por la vía férrea y echar un vistazo a la vieja fábrica de sebo, pero tenía la seguridad de que Van Syke no se encontraría allí. Durante un rato permaneció tumbado entre las altas matas próximas al campo de béisbol, chupando una brizna de hierba y observando el pequeño tráfico que salía de la Primera Avenida, más allá de la torre del agua, en su mayoría polvorientas camionetas de agricultores y grandes coches viejos. Pero ningún camión de la basura con Van Syke al volante.

Mike suspiró y se tumbó sobre la espalda, mirando al cielo. Sabía que debería ir al cementerio del Calvario y observar la barraca. Pero no podía hacerlo. Así de sencillo. El recuerdo de aquella barraca, del soldado y de la figura de la noche pasada en el patio gravitaba sobre el pecho de Mike como un enorme peso.

Se volvió y vio el cromado camión de la leche del padre de Kevin Grumbacher que venía de Jubilee College Road. Aún no era mediodía y el señor Grumbacher casi había terminado su trabajo cotidiano de recoger la leche de todas las vaquerías del condado. Mike sabía que el camión se dirigiría ahora a la vaquería de Cahill, a veintidós kilómetros al este, precisamente al principio del valle del río Spoon, y que entonces el señor G. habría terminado su jornada; sólo tendría que volver a su casa, lavar el camión y llenar de nuevo el depósito en el surtidor de gasolina que había en el lado oeste de su vivienda.

Al volverse sobre el costado izquierdo, Mike pudo ver la nueva casa de los Grumbacher bajo los olmos, junto a la grande y vieja mansión victoriana de Dale. El señor G. había comprado la vieja y abandonada casa de la señora Carmichael en Depot Street hacía unos cinco años, poco antes de que la familia de Dale se trasladase a Elm Haven. Los Grumbacher derribaron el viejo caserón y levantaron la única casa de estilo rancho del sector antiguo de la ciudad. El propio señor Grumbacher había empleado un bulldozer para elevar el nivel del suelo de manera que el del bajo edificio estuviese más alto que las ventanas del lado este de la casa de Dale.

Mike había encontrado siempre graciosa la casa de Kev, las pocas veces que había estado en ella. Tenía aire acondicionado, la única con aire acondicionado que había visto, salvo el cine de Ewalts en Oak Hill, y olía de un modo raro. A rancio, pero no exactamente a rancio. Era como si el fresco olor del hormigón y las tablas de pino y la alfombra nueva llenase aún la casa después de cuatro años de vivir gente en ella. Desde luego, a Mike nunca le parecía que alguien viviese allí: el cuarto de estar de los Grumbacher tenía una alfombra de plástico en el suelo, y fundas de plástico ondulado sobre los caros sillones y el sofá; la cocina era brillante e inmaculada, tenía la primera máquina lavaplatos y mostrador para comer que Mike había visto en una casa, y el comedor parecía como si la señora G. barnizase la larga mesa de cerezo todas las mañanas.

Las pocas veces que Mike y los otros muchachos tenían permiso para jugar en la casa de Kevin, iban directamente al sótano, que por alguna razón Kev llamaba «cuarto del naufragio». En el sótano había una mesa de ping-pong y una tele (Kev decía que tenían otros dos televisores arriba), y una complicada instalación de un tren eléctrico ocupaba la mitad de la habitación de atrás. A Mike le habría gustado jugar con los trenes, pero Kev no podía tocar los controles a menos que su padre estuviese allí, y el señor G. dormía casi todas las tardes. Había también un depósito de acero galvanizado para agua en la habitación de atrás, con el metal tan limpio y brillante como el resto de la casa; Kevin decía que su padre lo había instalado allí para que pudiesen jugar los dos con barcas motorizadas que construían en sus ratos perdidos. Pero Mike, Dale y los otros chicos sólo podían observar las embarcaciones, mas no tocarlas ni manejar los aparatos de control por radio.

La pandilla no pasaba mucho tiempo en casa de Kev.

Mike se puso en pie y echó a andar en dirección a la valla de atrás de Dale. Sabía que estaba pensando en tonterías, tratando de no pensar en el soldado.

Dale y Kevin estaban tumbados en la herbosa pendiente entre los caminos de entrada de los Grumbacher y los Stewart, observando cómo Lawrence hacía volar un planeador de madera de balsa. Los dos chicos mayores disparaban gravilla del camino de entrada de Dale, tratando de derribar el avión. Lawrence tenía que hacerlo bajar deprisa, antes de que le alcanzasen los misiles.

Mike agarró un poco de grava y se tumbó de espaldas junto a los dos. El truco parecía estar en alcanzar el aparato sin levantar la cabeza de la hierba. Lawrence lanzaba el juguete y maniobraba con él. Volaban piedras. El planeador rizó el rizo, voló hacia el gran roble que proyectaba ramas sobre el dormitorio de Dale en el piso alto, y después aterrizó intacto en el camino. Los tres recogieron más municiones, mientras Lawrence recuperaba el avión y enderezaba las alas y la cola.

– Están cayendo piedras en el jardín del lado de tu casa -dijo Mike a Dale-. Vais a tener problemas cuando cortéis el césped.

– Le he dicho a mi madre que las recogeremos cuando hayamos terminado -observó Dale, echando el brazo atrás.

Lawrence levantó mucho el avión. Todos fallaron el blanco en el primer ataque tierra-aire, imitando inconscientemente cada chico el ruido del cañón o del misil al disparar. Mike acertó al segundo lanzamiento, golpeando el ala derecha y haciendo que el planeador cayese en picado sobre la hierba. Los otros tres hicieron ruidos de motor fuera de control y del avión al estrellarse e incendiarse. Lawrence desprendió el ala rota y corrió hacia un montón de piezas de recambio próximo al viejo vertedero.

– No he podido encontrar a Van Syke -dijo Mike, como si se estuviese confesando.

Kev estaba amontonando piedras de tamaño adecuado sobre la hierba, junto a él. Sus padres nunca le habrían permitido arrojar piedras en su jardín.

– Bueno -dijo-, pues yo he encontrado a Roon esta mañana, pero lo único que hace es vigilar cómo cierran con tablas las ventanas.

Mike miró hacia Old Central. Parecía diferente con las tres plantas -cuatro si se contaban las ventanas del sótano- entabladas, y Mike sólo podía ver que habían quitado los postigos, cerrado con tablas las ventanas y colocado de nuevo los postigos. El colegio tenía un aspecto misterioso, como cegado de una manera extraña. No sólo las pequeñas ventanas de la buhardilla, situadas en el inclinado tejado, tenían cristales, y pocos muchachos de los que conocía Mike podían alcanzarlas lanzando piedras. El campanario había estado siempre cerrado con tablas.

– Tal vez eso de seguir a la gente no sea tan buena idea -dijo Mike.

Lawrence estaba fijando con cinta adhesiva partes del nuevo avión, «blindándolo», dijo.

– Esta mañana yo pensé que no era una buena idea -dijo Dale.

Los otros dos muchachos dejaron de jugar con sus municiones, mientras Dale les explicaba lo que le había sucedido en la vía del ferrocarril.

– ¡Caramba! -murmuró Kevin-. Eso es un delito.

– ¿Qué hizo Cordie después? -preguntó Mike, tratando de imaginar que alguien le estaba apuntando con un rifle. C. J. Congden se había metido con él un par de veces, cuando estaban en los cursos inferiores; pero Mike había reaccionado siempre tan duro, tan deprisa y con tanta furia, que los dos matones de la ciudad tendían a dejarle en paz. Mike miró hacia el colegio-. ¿Vino y disparó contra el doctor Roon?

– Si lo ha hecho, no me he enterado -dijo Dale.

– Tal vez empleó un silenciador -dijo Mike.

Kev hizo una mueca.

– Idiota. Las escopetas no pueden llevar silenciadores.

– Lo dije en broma, Grump-backer.

– Groom-bokker-le corrigió Kevin de malhumor.

No le gustaba que bromeasen con su apellido. En la ciudad, todos le llamaban Grum-backer.

– Como quieras -dijo Mike, con una súbita sonrisa. Arrojó delicadamente una piedra contra la rodilla de Dale-. Bueno, ¿qué pasó después?

– Nada -dijo Dale. Algo en su voz indicaba que lamentaba haberlo dicho a los otros-. Estoy vigilando a C. J.

– ¿Se lo has dicho a tu madre?

– No. ¿Cómo le iba a explicar que había cogido los gemelos de mi padre para espiar la casa de Cordie Cooke?

Mike hizo otra mueca y asintió con la cabeza. Ser un mirón era una cosa; y hacerlo en casa de Cordie Cooke era otra cosa muy distinta.

– Si viene a por ti, te ayudaré -dijo a Dale-. Congden es malo, pero idiota. Y Archie Kreck es todavía más idiota que él. Si te peleas con Archie y te pones en el lado donde no ve, la lucha no tiene color

Dale asintió, pero parecía triste. Mike sabía que su amigo no era bueno peleando. Ésta era una de las razones de que le apreciase. Dale murmuró algo.

– ¿Qué? -dijo Mike.

Lawrence estaba diciendo algo al mismo tiempo desde el extremo del camino.

– He dicho que ni siquiera volví atrás para recoger mi bici -repitió

Mike reconoció el tono de voz que él empleaba para confesar sus pecados más graves.

– ¿Dónde está?

– La escondí detrás de la vieja estación.

Mike asintió con la cabeza. Para recoger la bici, Dale tendría que volver a pasar por el barrio de Congden.

– Yo iré a buscarla -dijo.

Dale le miró con una especie de mezcla de alivio, confusión y cólera. La cólera, pensó Mike, era por sentirse aliviado.

– ¿Por qué? ¿Por qué tienes que ir tú? La bici es mía.

Mike se encogió de hombros, descubrió que todavía llevaba una hierba del campo y chupó el tallo.

– A mí me da igual. Pero voy a pasar por allí para ir más tarde a la iglesia, y no me cuesta nada cogerla. Congden no va a por mí. Además, si a mi me hubiesen apuntado hoy con un rifle, no querría exponerme otra vez. Iré después de comer porque tendré que hacer un recado para el padre C.

«Otra mentira -pensó Mike-. ¿Tendré que confesarme de esto?» Le pareció que no.

Esta vez Dale puso tal expresión de alivio que para disimular tuvo que mirar hacia abajo, como si estuviese contando las piedras del montón.

– Está bien -dijo débilmente. Y más débilmente aún-: Gracias.

Lawrence estaba a unos seis metros de distancia, sosteniendo el avión «blindado».

– ¿Estáis listos, cabezotas, o vais a pasar todo el día charlando?

– Listos -dijo Dale.

– ¡Lanza! -gritó Kevin.

– ¡Allá va! -chilló Mike.

Volaron los proyectiles.


El viejo no estaba en casa cuando llegó Duane, poco antes de que se pusiera el sol, y el chico volvió a cruzar los campos en dirección a la tumba de Wittgenstein.

Witt había llevado siempre su postre y los huesos que le regalaban a este sector llano y herboso de los pastos del este, enterrándolos en el suelo blando de la cima de la colina, sobre el arroyo. Por esto Duane lo había enterrado allí.

Más allá de los pastos y de los maizales, hacia el oeste, el sol pendía en el horizonte, en uno de esos densos y espléndidos ocasos sin los que a Duane le parecía imposible vivir. El aire que le rodeaba era de un gris azulado al terminar el día, y el sonido viajaba con la lenta facilidad del pensamiento. Duane podía oír las pisadas cansinas y el resuello de las vacas que venían de los más lejanos pastizales, a pesar de que estaban todavía ocultas detrás de la colina del norte. El humo flotaba espeso en el aire, donde el viejo señor Jonson había estado quemando maleza a lo largo de su valla, a más de un kilómetro y medio hacia el sur, y la tarde sabía a polvo, a cansancio y al dulce incienso de aquel humo.

Duane se sentó junto a la pequeña tumba de Witt, mientras se ponía el sol y la tarde se convertía lentamente en noche. Venus apareció primero, resplandeciendo sobre el horizonte oriental como uno de los ovnis que Duane solía esperar de noche en el campo, con Witt yaciendo pacientemente a su lado. Entonces se hicieron visibles otras estrellas en el cielo, alejadas de cualquier luz desparramada. El aire empezó a enfriarse despacio, como a regañadientes, con la humedad pegando todavía la camisa al ancho torso de Duane; pero en definitiva se disipó el calor del día y se enfrió el suelo bajo su mano. Acarició la grava por última vez y volvió lentamente a casa, observando lo diferente que resultaba caminar solo entre la alta hierba, a retrasar el paso para acomodarlo a la andadura de un collie viejo y medio ciego.

«La Campana Borgia.» Habría querido hablar de ella al viejo, pero su padre no estaría de humor para esto, si se había pasado la tarde en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro.

Duane se preparó la cena, friendo costillas de cerdo en la gran sartén y cortando patatas y cebollas con dedos ágiles, mientras conectaba la radio y escuchaba durante un rato el WHO de Des Moines. Las noticias de la hora eran las mismas de siempre: la China Nacionalista seguía quejándose ante la ONU de que la China Roja hubiese bombardeado Quemoy la semana anterior, pero ningún país de la ONU parecía desear otra Corea; los teatros de Broadway seguían cerrados por la huelga de actores; los partidarios del senador John Kennedy decían que el futuro candidato pronunciaría la semana próxima un importante discurso sobre política exterior en Washington; pero Ike parecía estar en primer plano, en perjuicio de todos los posibles candidatos, al proyectar un importante viaje a Extremo Oriente; Estados Unidos exigían que Garv Powers fuese devuelto por los rusos, mientras Argentina pedía a Israel que devolviese al secuestrado Adolf Eichmann. Los deportes incluían el anuncio de una prohibición de las tribunas improvisadas en la carrera de 500 de Indianápolis, como la que se había hundido este año el Día de los Caídos, matando a un par de personas y lesionando a un centenar. Se hablaba del inminente combate de desquite entre Floyd Patterson e Ingemar Johansson

Duane subió el volumen y escuchó, mientras comía solo en la larga mesa. Le gustaba el boxeo. Le gustaría escribir un día un relato sobre esto. Tal vez algo referente a los negros… Los negros alcanzando la Igualdad gracias a sus combates en el ring. Duane había oído hablar al viejo y a tío Art sobre Jackie Johnson, hacía años, y el recuerdo se había fijado en su memoria como el argumento de una novela interesante. «Podría ser una buena novela -pensó Duane-, si supiese escribirla.» Y sabía bastante sobre boxeo, los negros, Jackie Johnson, la vida y todo lo demás para escribirla.

«La Campana Borgia.» Duane acabó de cenar, lavó los platos y la taza de café, Junto con los del desayuno del viejo, los guardó en la alacena y dio una vuelta por la casa.

Todo estaba a oscuras, a excepción de la cocina, y la vieja casa parecía mas arruinada y misteriosa que de costumbre. El piso de arriba, con el dormitorio vacío del viejo y la habitación de Duane sin utilizar, parecía un pesado peso sobre él. «¿ La Campana Borgia, colgada en Old Central todos estos años, encima de nosotros?» Duane sacudió la cabeza y encendió una luz del comedor.

La máquina de aprender estaba allí, en toda su gloria polvorienta.

Otros inventos llenaban las mesas de trabajo y el suelo. El único que estaba conectado o funcionaba era el aparato contestador del teléfono que había construido el viejo hacía un par de inviernos, por resentimiento al no recibir llamadas: una sencilla combinación de piezas de teléfono y una pequeña grabadora, conectada al aparato, contestaba e invitaba a la persona que llamaba a dejar un mensaje.

Casi todos los que llamaban, a excepción del tío Art, colgaban, irritados o confusos, al ser contestados por una máquina; pero a veces el viejo podía saber quién había llamado por las maldiciones o las palabrotas grabadas en la cinta. Además, al padre de Duane le gustaba la irritación que causaba. Incluso a la compañía telefónica. Ésta había visitado dos veces la vivienda, amenazando con cancelar el servicio si el señor McBride no dejaba de quebrantar la ley alterando aparatos y conexiones de la compañía, amén de violar los reglamentos federales al grabar conversaciones de personas sin su autorización.

El viejo había replicado que las conversaciones eran suyas, que la gente le telefoneaba a él, que la legislación federal exigía que la persona supiese que sus palabras serían grabadas, cosa que él advertía en su cinta, y que además la compañía telefónica era un maldito monopolio capitalista que podía meterse sus amenazas y aparatos en el culo.

Pero las amenazas habían impedido que el viejo tratase de comercializar sus mecanismos de contestación, lo que él llamaba sus «ayudantes telefónicos». Duane se alegraba de seguir teniendo teléfono.

Duane había perfeccionado el invento del viejo en los últimos meses, de manera que se encendía una luz cuando se registraba algún mensaje. Ahora quería conseguir que se encendiesen luces de diferentes colores cuando la cinta reconociera las diferentes voces: verde para el tío Art, azul para Dale o alguno de sus amigos, rojo vivo para el hombre de la compañía telefónica, etcétera; pero aunque el problema de reconocimiento de la voz no había sido demasiado difícil de resolver (Duane había conectado un generador de tono reconstruido a un circuito de identificación fundado en viejas grabaciones de los que llamaban, y había hecho después un sencillo esquema para un feedback a la batería de luces de los que llamaban), las piezas habían sido demasiado caras y se había limitado a tener una luz que se encendiese a cada llamada.

Ahora la luz estaba apagada. No había ningún mensaje. Raras veces los había.

Duane se dirigió a la puerta de tela metálica y miró al exterior, hacia el farol próximo al granero. El arco voltaico iluminaba el extremo del camino de entrada y las dependencias exteriores, pero hacía que los campos de más allá pareciesen todavía más oscuros. Esta noche los grillos y las ranas se mostraban muy ruidosos.

Duane estuvo un minuto plantado en la puerta, pensando en cómo podría conseguir que el tío Art le llevase en coche a la Universidad de Bradley el día siguiente. Pero antes de volver al comedor para telefonearle, hizo algo que nunca había hecho: echó la pequeña aldaba en la puerta de tela metálica y se aseguró de que la de la entrada principal, que raras veces se utilizaba, estuviese cerrada

Esto significaba que tendría que permanecer levantado hasta que volviese el viejo, para abrirle; pero no le importaba. Nunca cerraban las puertas, ni siquiera en las raras ocasiones en que Duane y el viejo iban con el tío Art a pasar un fin de semana a Peoria o a Chicago. Sencillamente, no se les ocurría hacerlo.

Pero Duane no quería que las puertas estuviesen abiertas durante esta noche.

Dio un golpecito en el pequeño gancho para introducirlo en la delgada madera, se dio cuenta de que podría abrirse desde fuera con un fuerte tirón o una patada en la puerta, se burló de su propia tontería y fue a telefonear a tío Art.


El pequeño dormitorio de Mike estaba encima de lo que había sido salón, pero que ahora se había convertido en habitación de Memo. El piso alto no tenía calefacción directa sino sólo unas rejas de metal que permitían que el aire caliente subiese a las habitaciones superiores. Una de estas rejas se hallaba junto a la cama de Mike, que podía ver en el techo el débil resplandor de la lamparita de petróleo que ardía durante toda la noche en la habitación de Memo. La madre de Mike iba varias veces cada noche a ver cómo estaba Memo, y la pálida luz se lo hacía más fácil. Mike sabía que si se ponía de rodillas y miraba a través de la reja, podría ver en la cama el oscuro bulto que era Memo. Pero era incapaz de hacerlo; sería como espiarla.

Pero a veces estaba seguro de que percibía los pensamientos y los sueños de Memo a través de la reja. No eran palabras ni imágenes, pero llegaban hasta él como suspiros oídos a medias, ráfagas alternativas de cálido amor o el soplo frío de la angustia. Mike permanecía a menudo despierto en la cama de su habitación de techo bajo, y se preguntaba si, en el caso de que muriera Memo por la noche y él estuviera allí, sentiría pasar su alma a través de la reja y detenerse para envolverle en su calor, como solía hacer su cuerpo cuando él era pequeño y ella se detenía para observarle y arroparle, con la llama de su pequeña lámpara de petróleo parpadeando y silbando ligeramente en su tubo de cristal.

Mike seguía tumbado en su cama, observando las sombras de las hojas que se agitaban en el techo inclinado. No tenía ganas de dormir. Había estado bostezando toda la tarde y le habían escocido los ojos por la falta de sueño de la noche pasada, pero ahora que reinaban la oscuridad y la noche cerrada tenía miedo de cerrar los ojos. Trataba de permanecer despierto, imaginando conversaciones con el padre C., soñando en los días en que su madre todavía le sonreía y le estrechaba contra su pecho, cuando la voz de ella era menos afilada para todos y su lengua vertía ironía irlandesa pero menos amargura, y por último, soñando sólo en Michele Staffney, imaginándose sus cabellos rojos, tan suaves y hermosos como los de su hermana Kathleen, pero orlando unos ojos inteligentes y una boca expresiva en vez de la mirada lenta y las facciones flojas de su hermana.

Mike estaba a punto de dormirse cuando sintió el soplo de un aire frío que le hizo mantenerse completamente despierto.

Hacía calor en la habitación, aunque la pequeña ventana estaba abierta. El calor de todo el día se había acumulado en el piso alto y no había una ventilación que lo dispersase. Pero el aire que había soplado junto a Mike había sido tan frío como las corrientes que pasaban por la pequeña habitación en las noches de enero, y había traído consigo un olor a carne fría y sangre congelada que Mike asociaba con los frigoríficos donde guardaban la carne de ternera en la cooperativa.

Mike saltó de la cama y se arrodilló junto a la reja. La luz de la lámpara oscilaba locamente, como si hubiese estallado una tormenta en la pequeña habitación. El frío le envolvió como si unas manos heladas le atenazasen las muñecas, los tobillos y el cuello. Esperó ver entrar corriendo a su madre en la estancia, sujetándose la bata y con los cabellos desgreñados, para ver qué pasaba; pero la casa estaba tranquila y en Silencio, salvo por los fuertes ronquidos de su padre en la habitación de atrás.

El frío fue retirándose a través de la reja, pero de pronto surgió con la fuerza de un vendaval de enero a través de unas ventanas abiertas. La lámpara de petróleo parpadeó por última vez y se apagó. A Mike le pareció oír un gemido en el rincón oscuro donde yacía Memo.

Se puso en pie de un salto, cogió un bate del rincón y bajó corriendo la escalera, con sus pies descalzos sin hacer apenas ruido en los peldaños de madera.

La puerta de Memo se dejaba siempre entreabierta, pero ahora estaba herméticamente cerrada.

Casi esperaba que la puerta estaría cerrada por dentro, cosa imposible si Memo estaba sola. Mike permaneció agazapado unos momentos fuera de la habitación, con los dedos contra la puerta, como un bombero que comprobase el calor de las llamas detrás de la madera, aunque era algo de frío lo que sentía en las puntas de los dedos, y entonces abrió la puerta de par en par y entró rápidamente, con el bate de béisbol sobre el hombro y dispuesto a golpear con él. Había bastante luz en la habitación para ver que parecía vacía, salvo por el bulto oscuro que era Memo y por el acostumbrado montón de fotografías enmarcadas sobre todas las superficies, los frascos de medicamentos, el carrito de hospital que habían comprado, la mecedora ahora inútil, el sillón predilecto del abuelo en un rincón, el viejo aparato de radio Philco que todavía funcionaba…, todos los trastos de costumbre.

Pero, allí de pie sobre las puntas de los pies y con el bate a punto Mike tenía la seguridad de que Memo y él no estaban solos. El aire frío soplaba y ondulaba a su alrededor, como un torbellino helado y maloliente.

Mike había limpiado una vez una nevera llena de trozos de pollo y de carne picada en casa de la señora Moon, después de diez días sin corriente eléctrica. Esto olía de un modo parecido, pero era más frío y repugnante.

Mike levantó el bate cuando el aire sopló sobre su cara y se arremolinó a su alrededor. Unas uñas frías rascaron su estómago y su espalda donde no estaban cubiertos por el pijama; una sensación como de labios fríos resiguió su cogote, y sintió un aliento hediondo en la mejilla, como si una cara invisible estuviese a pocos centímetros de la suya, exhalando el olor a podredumbre de la tumba

Mike lanzó una maldición y golpeó la oscuridad con el bate. El viento se agitó a su alrededor; casi podía oír un tenebroso zumbido, como si alguien le murmurase algo al oído. Los papeles sueltos que había en la habitación no se habían movido. Fuera no se escuchaba el menor ruido, salvo el débil susurro del maíz en los campos del otro lado de la calle.

Mike reprimió una segunda maldición pero golpeó de nuevo con el bate, sujetándolo con ambas manos, plantado en medio de la habitación con una pose que era de bateador y de pugilista al mismo tiempo.

El viento oscuro pareció retirarse al rincón más lejano; Mike dio un paso hacia él, miró por encima del hombro y vio la cara de Memo, pálida entre el montón de ropa oscura, y se echó atrás para que aquello, fuera lo que fuese, no pudiese pasar a su alrededor para acercarse a ella.

Se agachó delante de Memo sintiendo ahora su aliento seco en la espalda, sabiendo que al menos aún estaba viva, tratando de resguardarla del frío con el calor de su propio cuerpo.

Hubo un susurro final y un remolino de aire, casi como una risa suave, y el frío salió por la ventana abierta como agua negra que se vertiera de un tubo de desagüe.

De pronto se encendió la lámpara, y la llama sibilante y las sombras danzarinas proyectadas por la luz dorada sobresaltaron a Mike, que se incorporó de un salto, con el corazón en la garganta. Se quedó plantado allí, con el bate levantado, esperando todavía.

El frío se había ido. Por la ventana abierta penetraba solo la cálida brisa de junio y los sonidos, repetidos de repente, de los grillos y las hojas.

Mike se volvió y se acurrucó Junto a Memo, que tenía los ojos abiertos de par en par; los iris parecían completamente negros y húmedos bajo la luz. Mike se inclinó hacia delante; le tranquilizaron las rápidas exhalaciones y tocó la mejilla de su abuela con la mano que tenía libre.

– ¿Estás bien, Memo?

A veces ella parecía comprender y pestañeaba para contestar: un pestañeo significaba «sí», y dos pestañeos «no». Pero estos días lo más frecuente era que no hubiese respuesta.

Un pestañeo. Sí.

– ¿Había algo aquí?

Un pestañeo.

– ¿Era… real?

Un pestañeo.

Mike respiró hondo. Era como hablar con una momia, salvo por los pestañeos, e incluso éstos parecían irreales bajo la media luna. Habría dado todo lo que tenía o lo que podía ganar en su vida para que Memo pudiese hablarle en aquel momento. Aunque sólo fuese por un minuto.

Carraspeó de pronto, embargado por la emoción.

– ¿Era algo malo?

Un pestañeo.

– ¿Era como… como un fantasma?

Dos pestañeos. No.

Mike la miró a los ojos. Entre las respuestas, no pestañeaba en absoluto. Era como interrogar a un cadáver.

Mike sacudió la cabeza, para librarse de la traidora idea.

– ¿Era… era la Muerte?

Un pestañeo. Sí.

Cuando ella hubo respondido y cerrado los ojos, Mike se inclinó hacia delante para asegurarse de que todavía respiraba, y entonces le tocó de nuevo la mejilla con la palma de la mano.

– Está bien, Memo -le murmuró al oído-. Estoy aquí. Esta noche no volverá. Duerme.

Estuvo acurrucado cerca de ella hasta que la agitada y entrecortada respiración pareció normalizarse. Después fue en busca del sillón del abuelo y lo arrastró hasta cerca de la cama -aunque la mecedora habría sido más fácil de transportar, él prefería el sillón del abuelo- y se sentó en él, con el bate de béisbol todavía sobre el hombro, y el sillón y él entre Memo y la ventana.

Aquella noche, más temprano y a una manzana y media al oeste de la casa de Mike, Lawrence y Dale se preparaban para irse a la cama.

Habían estado viendo Sea Hunt con Lloyd Bridges a las nueve y media -su única excepción a la norma de acostarse a las nueve-, y habían subido a la planta superior. Dale fue el primero en entrar en la oscura habitación y en buscar a tientas el cordón de la luz. Aunque eran las diez, un débil resplandor del crepúsculo de cerca del solsticio penetraba aún por las ventanas.

Tumbados en sus camas gemelas, con una separación de sólo un par de palmos, Dale y su hermano pequeño se pusieron a hablar en voz baja durante unos momentos.

– ¿Cómo es que no te asusta la oscuridad? -preguntó Lawrence.

Estaba abrazado a su oso panda. El oso, al que Lawrence insistía en llamar Teddy a pesar de que Dale no paraba de decirle que era un panda y no un oso teddy o de felpa, había sido ganado hacía años en la atracción de la carrera de monos del Riverview Park de Chicago, y tenía un aspecto fatal: era tuerto, casi no le quedaba nada de la oreja izquierda, la piel de la panza se había desgastado en seis años de apretones, y la raya negra de la boca se había torcido para dar a Teddy un aire burlón y afectado.

– ¿Asustarme la oscuridad? -dijo Dale-. Aquí no hay oscuridad. La lamparilla de noche está encendida.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Dale sabía lo que su hermano quería decir. Y sabía lo duro que era para Lawrence confesar su miedo. Durante el día, el niño de ocho años no tenía miedo a nada. De noche solía pedir a Dale que le cogiese la mano para poder dormir.

– No lo sé -dijo Dale-. Soy mayor. Cuando se es mayor no se tiene miedo a la oscuridad.

Lawrence guardó silencio durante un minuto. Abajo, las pisadas de su madre apenas eran audibles al ir de la cocina al comedor. Dejaron de oírse al llegar a la alfombra del cuarto de estar. El padre no había vuelto aún de su viaje de ventas.

– Pero tú tenías miedo -dijo Lawrence, sólo preguntando a media voz.

«No era tan gallina como tú», fue la primera respuesta que se le ocurrió, pero no quiso molestar a su hermano.

– Sí -murmuró-. Un poco. A veces.

– ¿De la oscuridad?

– Sí.

– ¿De entrar y tener que buscar el cordón de la lámpara?

– Cuando yo era pequeño y estaba en el piso de Chicago, mi habitación, bueno, nuestra habitación, no tenía un cordón para la lámpara. Había un interruptor en la pared.

Lawrence acercó la mejilla a Teddy.

– Ojalá aún viviésemos allí.

– No -murmuró Dale, cruzando las manos detrás de la cabeza y observando cómo se movían las sombras de las hojas en el techo-. Esta casa es un millón de veces mejor. Y Elm Haven es mucho más divertido que Chicago. Teníamos que ir al Garfield Park cuando queríamos jugar, y nos tenía que acompañar alguna persona mayor.

– Me parece recordarlo -murmuró Lawrence, que sólo tenía cuatro años cuando se trasladaron. El tono de su voz volvió a ser insistente-. Pero ¿tenías miedo a la oscuridad?

– SI.

En realidad, Dale no recordaba haber tenido miedo a la oscuridad en el piso, pero no quería que Lawrence se sintiese como un cobarde.

– 'Y del armario?

– Entonces teníamos un armario muy grande -dijo Dale, mirando hacia el rincón donde había uno de madera de pino pintado de amarillo.

– Pero ¿te daba miedo?

– No lo sé. No me acuerdo. ¿Por qué tienes miedo a éste?

Lawrence tardó en responder. Pareció encogerse más bajo la ropa de la cama.

– A veces se oyen ruidos en él -murmuró después de un rato.

– En esta vieja casa hay ratones, tonto. Ya sabes que mamá y papá siempre están poniendo ratoneras.

Dale aborrecía tener que inspeccionar las ratoneras. Por la noche oía con frecuencia carreras en las paredes, incluso aquí, en la segunda planta.

– No son ratones.

No había vacilación en la voz de Lawrence, aunque parecía soñoliento.

– ¿Cómo lo sabes? -A su pesar, Dale sintió un escalofrío por lo que acababa de decir su hermano-. ¿Cómo sabes que no son los ratones? ¿Qué te imaginas que es? ¿Algún monstruo?

– No son ratones -murmuró Lawrence, a punto de dormirse-. Es lo mismo que está a veces debajo de la cama.

– No hay nada debajo de la cama -gruñó Dale, cansado de la conversación-. Excepto pelusa.

En vez de seguir hablando, Lawrence extendió la mano en el corto espacio entre las camas.

– ¡Por favor!

Su voz era confusa por el sueño. La manga sólo le cubría la mitad del antebrazo porque se le había quedado demasiado pequeño su pijama predilecto, pero se negaba a llevar otro.

A veces Dale se negaba a sostener la mano de su hermano; después de todo, los dos eran demasiado mayores para esto. Pero esta noche era diferente. Dale se dio cuenta de que también él necesitaba tranquilizarse.

– Buenas noches -murmuró, sin esperar respuesta-. Que tengas bellos sueños.

– Me alegro de que esto no te asuste -le respondió Lawrence.

Su voz parecía venir de otro mundo, filtrada por el velo del sueño.

Dale sostuvo con la mano izquierda la de Lawrence, sintiendo lo pequeños que parecían todavía los dedos de su hermano. Cuando cerró los ojos, vio el cañón del 22 de C. J. Congden apuntándole a la cara y se despertó enseguida, con el corazón palpitante.

Dale sabía que aún había cosas oscuras que le asustaban. Pero éstos eran miedos reales, amenazas reales. Durante las próximas semanas tendría que tener más cuidado en mantenerse alejado de C. J. y de Archie.

En aquel momento se dio cuenta de que el juego a que habían estado jugando al buscar a Tubby Cooke y seguir a Roon y a los otros por ahí había terminado. Era una tontería y alguien podría salir malparado.

No había misterios en Elm Haven, nada de aventuras de Nancy Drew o Joe Hardy, con pasadizos secretos y pruebas ingeniosas, sino sólo un puñado de cretinos como C. J. y su padre, que podían causar auténtico daño si uno se interponía en su camino. Jim Harlen probablemente se había roto el brazo y el coco por andar espiando estúpidamente por aquellos andurriales. Además aquella tarde había tenido la impresión de que Mike y Kevin también se estaban cansando de todo aquel juego.

Mucho más tarde, Lawrence suspiró y se dio la vuelta en sueños, sujetando todavía a Teddy pero soltando la mano de Dale. Éste se volvió sobre el costado derecho, empezando a adormilarse. Más allá de los postigos de las dos ventanas, susurraban las hojas del alto roble y los grillos cantaban sus tontas tonadas entre la hierba. El último resplandor de la tarde se había extinguido hacía tiempo en la ventana, pero unas cuantas luciérnagas enviaban señales entre la negrura de las sombras.

Al adormecerse, le pareció oír a su madre planchando abajo, en la cocina. Durante un rato no se oyó nada en la habitación, salvo la respiración regular de los dos muchachos. Fuera, una lechuza o una paloma emitió sonidos guturales. Después, más cerca, en el armario del rincón, algo escarbó y arañó, se detuvo, y después rascó por última vez antes de guardar silencio.

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