13

Duane McBride había convencido a su tío Art de que el miércoles sería un buen día para ir a la biblioteca de la Universidad -Art había gastado en libros la mayor parte de su dinero durante años, pero de vez en cuando todavía le gustaba visitar una «biblioteca decente»- y salieron poco después de las ocho de la mañana.

Lo que tío Art no había gastado en libros lo había invertido en su coche, un Cadillac de un año, y Duane no hacía más que maravillarse de aquel vehículo, que por su tamaño parecía un acorazado. Tenía todos los adelantos tecnológicos conocidos en Detroit, incluido un amortiguador automático de los faros, con un sensor en forma de disparador de rayos que surgía de los guardabarros; parecía un invento del padre de Duane. El tío Art conducía con tres dedos sobre el volante, reclinado su voluminoso cuerpo en los cojines de su asiento.

Duane apreciaba a su tío. Art tenía una de esas caras coloradas y redondas que combinaba a la perfección con una boca que siempre parecía estar a punto de sonreír, dando la impresión de que le divertía algo que se había dicho o que iba a decirse. Generalmente, esto era verdad en el tío Art.

Art McBride era un ironista. Si el padre de Duane había caído en la amargura y el desengaño al no conseguir salir adelante, el tío Art había cultivado una resignación irónica que había impregnado de humor. El padre de Duane tendía a ver conspiraciones e intrigas en el Gobierno, en la Compañía Telefónica, en la Administración de Veteranos, en las familias más eminentes de Elm Haven, mientras el tío Art creía que la mayoría de los individuos y todas las burocracias eran demasiado estúpidos para urdir una conspiración.

Cada hermano había fracasado a su manera. El padre de Duane había visto fracasar su negocio por defectos de planificación, de tiempo y de técnicas de dirección que nunca comprendían la eficacia en toda la energía de maníaco que invertía en ellas. Además, el viejo insultaba invariablemente a todos los individuos u organizaciones indispensables para el éxito de su empresa. En cambio el tío Art sólo se había metido unas pocas veces en negocios, había gastado sus ganancias en tres esposas, todas ellas fallecidas, y tenía el convencimiento de que los negocios no se habían hecho para él. Art trabajaba en la fábrica de tractores oruga próxima a Peoria cuando necesitaba dinero. Aunque se había graduado en ingeniería y en ciencias empresariales, prefería la producción en cadena.

Duane pensaba que la tendencia a una resignación irónica y la capacidad de asumir responsabilidades no se avenían necesariamente demasiado.

– ¿Qué conocimiento esotérico estás buscando en la biblioteca de Bradley? -preguntó el tío Art.

Duane se subió las gafas sobre la nariz con un dedo.

– Sólo una cosa que quería saber y no pude encontrar en Oak Hill.

– ¿Has mirado en la biblioteca de Elm Haven? Es el más grande depositario de conocimientos desde la Biblioteca de Alejandría

Duane sonrió. La «biblioteca» de una habitación de Broad Avenue era motivo de bromas entre ellos desde hacía tiempo. Tenía unos cuatrocientos volúmenes. La biblioteca del tío Art tenía más de tres mil. Duane habría buscado allí información sobre la Campana Borgia, pero conocía lo bastante aquella biblioteca como para saber que Art tenía muy poco sobre la era de los Borgia.

– ¿He dicho depositario de conocimientos? -siguió diciendo el tío Art-. Hubiese debido decir supositorio. Es buena cosa para cualquiera que esté sin trabajo.

– Sí -dijo Duane.

El tío Art estaba buena parte del año sin trabajo porque escaseaba la demanda de trabajadores en cadena, pero no parecía importarle.

– En serio, ¿qué estás buscando?

Tío Art apagó el acondicionador de aire y apretó un botón para bajar el cristal de la ventanilla. Entró aire cálido y húmedo. Art se pasó una mano por los cortos cabellos; Duane recordó, por las pocas veces que el tío Art se había dejado crecer el pelo, que éste era blanco y lustroso, ondulado y espeso. Generalmente lo llevaba al cepillo, como ahora. Duane recordó también que cuando él era pequeño y tío Art volvió de uno de sus largos viajes, después de la muerte de su tercera esposa, había confundido a su barbudo tío con Santa Claus.

Duane suspiró.

– Estoy buscando algo sobre los Borgia.

El tío Art pestañeó, interesado.

– ¿Los Borgia? ¿Lucrecia, Rodrigo, César… y toda aquella pandilla?

– Sí -dijo Duane, incorporándose sobre los cojines-. ¿Sabes mucho sobre ellos? ¿Has oído hablar alguna vez de una campana que tenían?

– No. No sé mucho sobre los Borgia. Sólo los chismes acostumbrados sobre envenenamientos, incestos y malos papas. Me interesan más los Médicis. Esta sí que es una familia digna de estudio.

Duane asintió con la cabeza. Habían estado viajando hacia el sudeste por la Hard Road -considerada sólo como la carretera del Estado- desde Elm Haven, y ahora descendían al valle del río Spoon. Las empinadas laderas distaban aproximadamente un kilómetro y medio la una de la otra y los árboles eran aquí tan espesos que ocultaban la carretera; después se abría en un fondo tan rico y de un suelo tan negro, debido a las frecuentes inundaciones, que el maíz crecía un palmo y medio más alto que el de los campos que rodeaban Elm Haven. Las únicas construcciones visibles eran unos pocos graneros y el puente metálico de la carretera sobre el río. En el puente, una estrecha pasarela conducía a una torre de acero ondulado, en forma de silo y de no más de un metro veinte de diámetro, que se apoyaba en una base de hormigón, nueve metros más abajo. Duane sabía que sólo había en ella una escalera de caracol por la que se bajaba a un almacén de la carretera a nivel del río.

– ¿Recuerdas cuando papá y tú me amenazabais con dejarme aquí si no dejaba de hacer preguntas durante el viaje a Peoria? -dijo Duane, señalando la torre de metal ondulado-. Solíais decir que la torre era una prisión para niños charlatanes. Y decíais que me recogeríais al volver a casa.

El tío Art asintió con la cabeza y encendió un cigarrillo con el encendedor del coche. Entrecerró los ojos azules para mirar hacia los espejismos que fluctuaban en la estrecha carretera, delante de ellos.

– Una advertencia que todavía está vigente, muchacho. Una pregunta más, y vas a pasar más tiempo que Thomas More en una torre cárcel.

– Thomas ¿qué? -preguntó Duane.

Le estaba dando cuerda al tío Art. Ambos eran grandes fans de Thomas More.

– ¡Ése sí que es un hombre! -empezó tío Art, lanzándose a uno de sus monólogos.

Llegaron a la autopista 150 y torcieron al este en dirección a la pequeña población de Kickapoo, y después a Peoria. Duane se retrepó en los mullidos cojines del Cadillac y pensó en la Campana Borgia.

Dale, Mike, Kevin y Lawrence habían salido aquella mañana del pueblo, poco después de desayunar, dirigiéndose hacia el este por las boscosas colinas de detrás del cementerio del Calvario. Condujeron las bicis a través del propio cementerio -Mike miró hacia la puerta cerrada con candado de la barraca, pero sin decir nada a los otros muchachos- y las dejaron junto a la valla de atrás. Cruzaron los pastos, entraron en el espeso bosque, y a menos de medio kilómetro llegaron a una cantera a la que llamaban Montañas del Macho Cabrío. Aquí treparon y gritaron y arrojaron terrones durante una hora, antes de desnudarse y bañarse en la única charca poco profunda que allí había.

Gerry Daysinger, Bob McKown, Bill y Barry Fussner, Chuck Sperling, Digger Taylor y un par de muchachos más llegaron a eso de las diez, precisamente cuando Dale y los demás se estaban vistiendo. Los gemelos Fussner empezaron a gritar, y los restantes invasores comenzaron a arrojar terrones (Mike, Dale y los otros habían tenido la precaución de pasar al lado este de la cantera antes de bañarse) y ambos bandos intercambiaron insultos y terrones sobre el agua hasta que los recién llegados se dividieron en dos grupos y empezaron a correr alrededor de los bordes cubiertos de hierba de los peñascos.

– Intentan pillarnos por los flancos -dijo Mike, abrochándose los tejanos.

Kevin lanzó un terrón que cayó a diez metros del peñasco del norte. Daysinger lanzó un insulto y siguió corriendo por el borde del peñasco, deteniéndose de vez en cuando para coger una piedra del suelo y arrojarla.

Dale ayudó a Lawrence a ponerse las bambas. Lanzó un terrón, no una piedra, y tuvo la satisfacción de ver que Chuck Sperling tenía que agacharse.

Terrones y piedras llovían ahora a su alrededor, cayendo en el agua de la pequeña laguna o sobre los montones de polvo de detrás de ellos. Los invasores habían alcanzado el lado opuesto de la cantera y se acercaban desde el norte y el sur.

Pero el bosque comenzaba a seis metros más allá de la cantera y se extendía durante kilómetros.

– Recuerda -dijo Mike- que si te pillan tienes que sujetarte contra el suelo antes de que te hagan prisionero. Si te desprendes, puedes seguir corriendo.

– Sí -dijo Kevin, mirando hacia el bosque-. Vamos allá, ¿no?

Mike agarró de la camiseta al otro muchacho.

– Pero si te capturan, no les digas dónde están los campamentos ni cuáles son las contraseñas. ¿De acuerdo?

Kevin puso cara de disgusto. Jim Harlen les había fallado una vez -todavía no podían usar el que había sido Campamento Cinco debido a aquello-, pero ninguno se había chivado nunca, aunque una vez la cosa había terminado a puñetazos entre Dale y Digger Taylor.

Los atacantes se habían acercado lo suficiente para pensar que su maniobra de tenaza podía dar resultado. Silbaban terrones en el aire y caían entre la maleza. Lawrence apuntó y lanzó uno lo bastante fuerte contra Gerry Daysinger, a unos treinta pasos de distancia, para que el muchacho mayor cayese de culo en el suelo y soltase una sarta de maldiciones.

– ¡Campamento Tres! -gritó Mike, para indicarles dónde debían tratar de reunirse dentro de media hora, después de haber burlado a los atacantes-. ¡En marcha!

Dale trató de no perder a Lawrence mientras corrían entre los matorrales del espeso bosque; Kevin y Mike giraron hacia el sur en dirección a Gypsy Lane y el barranco por el que fluía el Arroyo de los Cadáveres al pie de los acantilados de pizarra, y Dale y su hermano corrieron hacia el riachuelo que discurría al norte del cementerio y el oculto estanque que se encontraba a lo largo de la linde sur de la propiedad de su tío Henry y de su tía Lena.

Detrás de ellos, los gemelos Fussner, McKown y los otros gritaban y ladraban como perros raposeros en una cacería. Pero el bosque tenía aquí mucha vegetación nueva, arbolitos, arbustos, matojos y zumaques, y todos tenían demasiado trabajo en correr y perseguir o correr y huir para perder tiempo lanzando terrones.

Siempre corriendo y tirando en ocasiones de Lawrence para desviarse de algún viejo sendero o subir una cuesta, Dale trataba de mantenerse lejos de sus perseguidores mientras se imaginaba un mapa y buscaba la manera de volver al Campamento Tres sin darse de manos a boca con la pandilla perseguidora.

Resonaban en las colinas los gritos de captura y de agresión.


La biblioteca de la Universidad de Bradley no era la mejor -porque estaba especializada en educación, ingeniería y ciencias empresariales-, pero Duane la conocía y pronto encontró alguna información sobre el tema que le interesaba. Pasó del fichero a los estantes, al catálogo, a los microfilmes y de nuevo a los estantes, mientras el tío Art, sentado en uno de los sillones de la sala principal, repasaba diversos diarios y revistas de los últimos dos meses.

En realidad no había mucho material sobre los Borgia, y menos aún sobre la campana. Duane tuvo que desbrozar todos los datos superficiales antes de encontrar la primera clave.

Fue una pequeña nota en un largo pasaje sobre la coronación de los Papas:

Fue un escándalo para los italianos y una sorpresa incluso para sus parientes españoles cuando Su Excelencia Don Alfonso de Borja, arzobispo de Valencia, cardenal de Quattro Coronati, fue elegido papa a los setenta y siete años en el Cónclave de 1455. Pocos discutieron que las cualidades principales del cardenal fueran su edad avanzada y su delicado estado de salud; el Cónclave necesitaba un papa de transición y nadie dudaba de que Borgia, como los italianos habían suavizado el tosco apellido español, sería precisamente el Sumo Pontífice.

Como papa Calixto III, Borgia pareció encontrar una renovada energía en su posición y procedió a consolidar el poder papal y a lanzar una nueva Cruzada, que resultó ser la última, contra el dominio de Constantinopla por los turcos.

Para celebrar su papado y la gloria de la Casa Borgia, Calixto III encargó una gran campana, que debía forjarse con metal extraído de los fabulosos montes de Aragón. Se forjó la campana. Según la leyenda, el hierro fue extraído de la famosa Piedra Estrella Coronati, posiblemente un meteorito, pero realmente una fuente de material de la más alta calidad para los metalistas de Valencia y de Toledo durante varias generaciones. Fue exhibida en Valencia en 1457 y enviada a Roma con una majestuosa comitiva que se entretuvo para otras exhibiciones en todas las ciudades importantes de los reinos de Aragón y de Castilla. Y resultó que se entretuvo demasiado.

La campana triunfal de Calixto III llegó a Roma el 7 de agosto de 1458. Pero el papa de ochenta años no pudo admirarla; había muerto la noche anterior en sus habitaciones privadas.


Duane buscó en el índice y leyó por encima el resto del libro; pero no volvía a mencionar la campana de Calixto III. Hizo una rápida excursión al fichero y volvió con notas para encontrar libros que mencionaban al sobrino Rodrigo del papa Calixto.

Había mucha información sobre Rodrigo. Duane escribió rápidamente, contento de haber traído varias libretitas.

El cardenal de veintisiete años, Rodrigo Borgia, había sido el principal inspirador del Cónclave de 1458. Ni remotamente candidato al papado, el joven Borgia había influido ingeniosamente en la elección del próximo pontífice consiguiendo apoyo para el obispo Aeneas Silvius Piccolomini, que salió del Cónclave como papa Pío II. Pío II no olvidó la ayuda del joven cardenal cuando la había necesitado, y el antiguo Piccolomini se aseguró de que los años siguientes fuesen prósperos para el joven Rodrigo Borgia.

Pero no se mencionaba ninguna campana. Duane leyó rápidamente dos libros y hojeó un tercero antes de encontrar la clave siguiente. Era un relato escrito por el propio Piccolomini. El papa Pío II parecía haber sido un cronista nato, más historiador que teólogo. Sus notas sobre el cónclave de 1458, prohibidas por las normas y la tradición, mostraban con gran detalle cómo había inducido a Rodrigo Borgia a apoyarle y lo importante que había sido su apoyo. Y en un pasaje referente al Domingo de Ramos de 1462, o sea cuatro años más tarde, Pío II describía una magnífica procesión celebrada en honor de la llegada de la cabeza de San Andrés a Roma. Duane sonrió al leer esto: una celebración por la llegada de una cabeza. El pasaje era bastante elocuente:


Todos los cardenales que vivían a lo largo del trayecto habían adornado magníficamente sus casas, pero todos eran superados en gastos, esfuerzo e ingenio por Rodrigo, el vicecanciller. Su enorme e imponente mansión, que había construido donde había estado la antigua casa de la moneda, estaba cubierta de ricos y maravillosos tapices, y además había levantado un magnífico dosel del que pendían muchas y variadas maravillas. Sobre el dosel, enmarcada por un complicado y decorativo trabajo en madera, pendía la gran campana encargada por el hermano del vicecanciller, Nuestro predecesor. A pesar de su novedad, se decía que la campana había sido talismán y fuente de poder para la Casa Borgia.

La procesión se detuvo delante de la fortaleza del vicecanciller, un lugar de dulces canciones y sonidos, o un gran palacio resplandeciente de oro, como dicen que era el de Nerón. Rodrigo había adornado no sólo su propia casa para Nuestra celebración, sino también las próximas, de manera que toda la plaza parecía una especie de parque rebosante de bulliciosos festejos.

Ofrecimos bendecir la casa de Rodrigo y la campana, pero el vicecanciller declaró que la campana había sido consagrada a su manera dos años antes, cuando fue construido el palacio. Perplejos, continuamos con Nuestra preciosa reliquia a través de las devotas y alegres calles.


Duane sacudió la cabeza, se subió las gafas y sonrió. La idea de que aquella campana se encontraba olvidada en el cerrado campanario de Old Central le parecía inverosímil.

Comprobó sus notas, revisó los estantes, sacó algunos otros libros y volvió a su mesa de estudio. Había más.


El Campamento Tres estaba en una ladera a menos de medio kilómetro al nordeste del cementerio. El bosque era allí espeso, con las ramas de los árboles a un metro y medio del suelo en muchos lugares y la maleza dificultando el paso, salvo en los pocos senderos que habían abierto el ganado y los cazadores a través de la espesura. El Campamento Tres parecía un bosquecillo más de arbustos visto desde todos los ángulos, con múltiples troncos del grueso de la muñeca de un niño y una maraña de ramas en lo alto que casi se confundían con el dosel de hojas de los árboles. Pero si uno se ponía de rodillas en el sitio adecuado y se arrastraba en el laberinto de zarzas y tallos en la dirección exacta, aparecía la entrada a un lugar realmente maravilloso.

Dale y Lawrence fueron los primeros en llegar, jadeando y mirando por encima del hombro, oyendo los gritos de McKown y de los otros a tan sólo cien metros detrás de ellos. Se aseguraron de que nadie les veía, se pusieron a cuatro patas sobre la herbosa ladera y se arrastraron al interior del Campamento Tres.

El interior era tan sólido y seguro como una choza de techo abovedado, de dos metros y medio de diámetro en un círculo casi perfecto; la pared de arbustos permitía mirar al exterior por algunas rendijas, pero hacía completamente invisibles a sus ocupantes desde fuera. Algún capricho de la naturaleza, debido tal vez a los arbustos que parecían haber montado allí una empalizada, hacía que el suelo fuese casi nivelado pese a que el resto de la ladera era bastante empinado. En el círculo crecía una hierba baja y suave que proporcionaba una superficie tan lisa como el césped de un golf en miniatura.

Dale se había escondido una vez en el Campamento Tres durante una fuerte tormenta de verano y había quedado tan seco como si hubiese estado en su habitación. Un invierno de nieve, él, Lawrence y Mike habían caminado a través del bosque y habían encontrado el Campamento Tres con algún esfuerzo porque los árboles Y arbustos parecían completamente distintos sin su follaje, pero se habían arrastrado al interior y habían visto que casi no había nieve en él y que la empalizada circundante los ocultaba tan bien como siempre.

Ahora él y su hermano estaban tumbados allí, jadeando lo más silenciosamente posible y escuchando los gritos excitados de McKown y de los otros que corrían entre los árboles.

– ¡Vinieron por aquí! -dijo la voz de Chuck Sperling.

Estaba en el viejo sendero que pasaba a seis metros del Campamento Tres. De pronto se oyó un rumor y unos chasquidos en el exterior; Dale y Lawrence levantaron como lanzas los palos que llevaban y Mike O'Rourke se deslizó por el bajo túnel. Mike tenía la cara colorada y los ojos azules brillantes. En la sien izquierda llevaba una fina línea de sangre producida por alguna rama. Sonreía ampliamente.

– ¿Dónde es…? -empezó a decir Lawrence.

Mike le tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza.

– Ahí fuera -murmuró.

Los tres muchachos se tumbaron de bruces sobre la hierba, con las caras pegadas a los tallos de los arbustos.

– ¡Maldita sea! -dijo Digger Taylor desde menos de un metro y medio cuesta arriba-. Yo vi a O'Rourke que venía por aquí.

– ¡Barry! -Ahora era la voz de Chuck Sperling, que gritaba fuera de la espesura-. ¿Les ves por ahí abajo?

– No -gritó el más gordo de los gemelos Fussner-. Nadie ha bajado por el sendero.

– ¡Mierda! -dijo Digger-. Yo lo vi. Y esos estúpidos de Steward también corrían en esta dirección.

En el Campamento Tres, Lawrence cerró un puño y empezó a levantarse. Dale tiró de su hermano hacia abajo, aunque uno podía ponerse en pie dentro del círculo sin ser visto. Dale impuso silencio con un ademán, pero no pudo contener una sonrisa al ver lo colorado que se ponía Lawrence. Aquel fuerte rubor era señal segura de que su hermano estaba a punto de bajar la cabeza y embestir a alguien. Lo había visto bastante a menudo.

– Tal vez volvieron cuesta arriba hacia el cementerio o dieron vuelta hacia la mina a cielo abierto.

Era la voz de Gerry Daysinger, a menos de cinco metros del Campamento.

– Miremos primero por aquí -ordenó Sperling en el tono de superioridad que empleaba en la Pequeña Liga, porque su padre era el entrenador.

Mike, Dale y Lawrence sostenían sus palos como rifles, mientras escuchaban los golpes que los muchachos daban en la maleza de la ladera, buscando detrás de troncos caídos y hurgando entre los arbustos.

Alguien introdujo realmente un palo en el lado sur del Campamento Tres; pero era como pinchar una pared maciza. A menos que uno conociese los recovecos del lado este y se deslizase por un agujero más estrecho que una tubería de cloaca, no tenía manera de encontrar la entrada.

O por lo menos así lo esperaban ansiosamente los muchachos en el Campamento Tres.

Sonaron gritos en el sendero, más arriba.

– Han pillado a Kev -murmuró Lawrence, y Dale asintió con la cabeza y le impuso silencio de nuevo.

El ruido de botas y de bambas se alejó en el sendero. Se oyeron gritos. Mike se sentó en el suelo y sacudió la hierba y los restos de polvo de su camiseta a rayas.

– ¿Crees que Kev nos delatará? -preguntó Dale.

Mike sonrió.

– No. Quizá les muestre el Campamento Cinco o la Cueva. Pero no el Campamento Tres.

– Ellos ya saben dónde está el Campamento Cinco desde el verano pasado -dijo Lawrence en voz baja, ahora que ya no tenía necesidad de hacerlo-. Y no utilizamos la Cueva.

Mike se limitó a hacer un guiño.

Permanecieron tumbados durante otra media hora, cansados después de dos horas de carrera por el monte y de la descarga de adrenalina originada por la persecución. Compararon situaciones apuradas, lamentaron la captura de Kevin -sería un prisionero si no se pasaba a ellos para ayudarles en la caza- y sacaron cosas de los bolsillos para comer. Ninguno había traído una auténtica ración; pero Mike había guardado una manzana en el bolsillo del tejano. Dale tenía una barra de Hershey de almendra que se había derretido y sobre la que se había sentado repetidamente, y Lawrence traía una cajita Pez en la que quedaban algunos caramelos. Comieron lo que llevaban con satisfacción, y se tumbaron para contemplar los pequeños fragmentos de luz de sol y de cielo visible entre el casi macizo techo de ramas.

Estaban discutiendo si debían marcharse para montar una emboscada cerca de la cantera, cuando de pronto Mike les impuso silencio y señaló cuesta arriba.

Dale se tendió de bruces, acercando la cara a los troncos de los arbustos, tratando de encontrar una de las pocas posiciones desde las que pudiese atisbar el sendero.

Vio unas botas. Unas botas de hombre, grandes y de color marrón. Durante unos instantes pensó que aquel tipo llevaba unas vendas sucias de barro, pero entonces se dio cuenta de que eran lo que le había dicho Duane que usaban los soldados. ¿Cómo lo había llamado? «Polainas.» Había alguien plantado a menos de dos metros del Campamento Tres, que llevaba botas y polainas. Dale sólo podía ver un trozo de pernera de lana marrón abombada por encima de aquellas envolturas que parecían vendas.

– ¿Qué…? -murmuró Lawrence, esforzándose en ver.

Dale se volvió y le tapó la boca. Lawrence se liberó Y le dio un golpe, pero guardó silencio.

Cuando Dale miró de nuevo, las botas habían desaparecido. Mike le dio una palmada en el hombro y señaló con la cabeza hacia la pared este del círculo.

Unas pisadas aplastaron hojas y rompieron ramitas delante mismo de la entrada secreta.


Duane estaba encontrando más de lo que realmente quería saber sobre los Borgia.

Leía rápidamente y por encima, como acostumbraba a hacer cuando trataba de acumular una gran cantidad de información en su cerebro en el menor tiempo posible. Esto le producía una sensación extraña; Duane lo comparaba con el efecto producido por uno de sus aparatos de radio de confección casera cuando estaba mal sintonizado y captaba varias emisoras al mismo tiempo. Esta clase de aprendizaje a gran velocidad le fatigaba y mareaba un poco; pero no tenía alternativa. El tío Art no se iba a pasar todo el día en la biblioteca.

Lo primero que aprendió fue que casi todo lo que sabía sobre los Borgia por el «acervo común» estaba equivocado o tergiversado. Se detuvo un momento, chupando la varilla de las gafas y sin mirar a ninguna parte, reconociendo que este hecho inicial de inseguridad en el conocimiento general afectaba a la mayor parte de las cosas serias que había aprendido en los últimos años. Nada era tan sencillo como pretendían los idiotas. Se preguntó si esto sería una ley fundamental del universo. En tal caso, le horrorizaba pensar en los años que tendría que pasar tratando de desaprender antes de poder empezar a aprender de veras. Examinó los estantes del sótano, los miles y miles de libros, y se desanimó al pensar que nunca podría leerlos todos, que nunca podría comparar las opiniones, los hechos y los puntos de vista contrapuestos que contenía aquel sótano, y mucho menos en todas las bibliotecas de Princeton, Yale, Harvard y todas las otras universidades que quería visitar y en las que quería aprender.

Salió de su ensimismamiento, puso las gafas en su sitio y repasó las notas que había tomado. Primero: más que culpable, Lucrecia Borgia parecía ser víctima de la mala fama en todas las leyendas que habían llegado a conocimiento de Duane: nada de un anillo con veneno para acabar con los amantes y los invitados a una cena; nada de banquetes con cadáveres amontonados como haces de leña al servirse el postre. No; Lucrecia aparecía como víctima de historiadores malévolos. Duane miró algunos de los volúmenes amontonados sobre su mesa: la Historia de Italia de Guicciardini, El Príncipe de Maquiavelo y sus Discursos y extractos de La Historia de Florencia y las Cosas de Italia, los Comentarios de Piccolomini-Pío, el libro de Gregorovius sobre Lucrecia, el Liber Notarum de Burchard, con sus notas sobre las trivialidades de la corte papal durante aquel período. Pero nada más sobre la campana.

Entonces, cediendo a una corazonada, examinó las fuentes originales sobre Benvenuto Cellini, uno de los personajes históricos predilectos de su padre, aunque Duane sabía que el turbulento artista había nacido en 1500, ocho años después de que Rodrigo Borgia se convirtiese en el papa Alejandro VI.

En una ocasión, Cellini escribió sobre su encarcelamiento en el castillo de Sant Angelo, la enorme e imponente masa de piedra que había construido Adriano como mausoleo de la familia mil cuatrocientos años antes. El papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, había hecho fortificar y reformar el inmenso sepulcro como lugar de residencia. Habitaciones y recintos de piedra, que sólo habían conocido cadáveres, oscuridad y deterioro durante más de mil años, se habían convertido en hogar y fortaleza del papa Borgia.

Cellini había escrito sobre esto:


Fui encerrado en un sombrío calabozo por debajo del nivel de un jardín encharcado y que estaba lleno de arañas y de gusanos venenosos. Me arrojaron un horrible colchón de tosco cáñamo, no me dieron de cenar y cerraron cuatro puertas tras de mí. Durante una hora y media cada día, recibía un poco de luz tenue que penetraba en aquella terrible caverna a través de una abertura muy estrecha. El resto del día y de la noche, moraba en la oscuridad. Y ésta era una de las celdas menos espantosas. Por mis desdichados compañeros tuve noticia de las almas condenadas que pasaron sus últimos días en los pozos más viles, las profundas mazmorras instaladas en el fondo del hueco donde estaba la infame Campana del malvado papa Borgia. Circuló por Roma y las provincias el rumor de que esta campana había sido fundida con metal maligno, consagrada con malas acciones y colgada, incluso ahora, como signo manifiesto del pacto entre el antiguo papa y el mismo Diablo. Cada uno de los que estábamos en aquellas celdas, acurrucados en una agua rancia y comiendo mendrugos asquerosos, sabíamos que el toque de aquella campana anunciaría el fin del mundo. Confieso que había veces en que de buen grado habría escuchado aquel toque.


Duane tomó rápidamente notas. Su curiosidad iba en aumento. No volvía a mencionarse la campana en la autobiografía o las notas de Cellini, pero un pasaje anterior sobre el artista Pinturicchio, evidentemente más contemporáneo del papa Borgia que el propio Cellini, parecía revelador:


Por orden y en interés de su papa…


Duane comprobó para estar seguro de que este papa era Alejandro, o sea Rodrigo Borgia. Lo era.


Por orden y en interés de su papa, este pequeño artista sordo y bajito…


Duane releyó rápidamente unas hojas para asegurarse de que Cellini hablaba del Pinturicchio, el artista de Borgia. Así era.


… mezquino y de apariencia tal cual era, empezó a pintar los murales que llenaron la Torre Borgia con sorprendente efecto, culminando en el Salón de los Siete Misterios de los tenebrosos Apartamentos Borgia.


Duane suspendió la lectura del pasaje de Cellini para consultar sobre la Torre Borgia. Una guía de las construcciones vaticanas decía que era la maciza torre que el papa Alejandro VI había ordenado añadir al palacio del Vaticano. Una adición anterior del papa Sixto había sido un oscuro y aireado almacén llamado Capilla Sixtina. El papa Inocencio había preferido una agradable casa de verano en el fondo de los jardines del Vaticano. Borgia construyó una torre. Una nota, en un volumen sobre arquitectura de 1886, mencionaba que la Torre Borgia había sido diseñada con un macizo campanario en lo alto de la fortaleza en forma de columna; pero nadie, salvo el papa y sus hijos ilegítimos, podían ascender a aquella altura de la torre a través de un laberinto de puertas cerradas y pasillos.

Duane volvió a las notas de Cellini:


Pinturicchio, por orden del pontífice, descendió a la Ciudad Muerta, debajo de la Ciudad, en busca de inspiración y modelos para los murales de la Vivienda Borgia. No eran las catacumbas cristianas, con sus huesos santificados, sino las excavaciones al azar de la Roma pagana, en toda su gloria decadente.

Se decía que el Pinturicchio llevaba aprendices y colegas curiosos en aquellas expediciones subterráneas: imaginaos la luz de las antorchas a lo largo de aquellos túneles llenos de despojos de los césares, las entradas en las cámaras, los pasillos, las moradas, las calles enteras de muertos romanos, yaciendo como arterias olvidadas debajo de los callejones llenos de hierba de nuestra ciudad viviente pero reducida; imaginaos las exclamaciones cuando el Pinturicchio, después de espantar a las ratas gigantescas y a las bandadas de murciélagos que se alimentaban de desechos y de oscuridad, levantó su antorcha para iluminar las decoraciones paganas de hombres que habían muerto hacía quince siglos y más.

Este hombrecillo e impío artista llevó aquellos dibujos e imágenes paganas a las dependencias del papa Borgia en su Torre. Dentro de las cámaras secretas más privadas del papa corrompido, prevalecieron estas imágenes paganas, cubriendo paredes, arcos, techos e incluso la maciza campana de hierro que se decía que era talismán del Borgia en lo alto de la Torre.

Los ignorantes aún las siguen llamando pinturas «grotescas» porque fueron encontradas y copiadas en profanas cavernas subterráneas, o grotte, en la oscuridad de debajo de Roma.


El tío Art se inclinó sobre el hombro de Duane y dijo:

– Qué, ¿ya nos podemos marchar?

El muchacho se sobresaltó, se acomodó las gafas sobre la nariz y se sonó.

– Espera un momento.

Mientras el tío Art miraba con impaciencia los estantes próximos, Duane hojeó los últimos volúmenes. Sólo encontró otra mención de la campana, que de nuevo estaba relacionada con el arte de aquel insignificante pintor de murales llamado Pinturicchio.


Pero en la cámara que conducía del Salón de los Siete Misterios a la escalera cerrada que ascendía a la torre de la campana donde sólo podían subir los Borgia, el pintor había reproducido la esencia de los murales enterrados y olvidados que había estudiado a la luz de las antorchas mientras goteaba agua de la piedra rota. En lo que más tarde sería llamado Salón de los Santos, debido a los siete grandes murales que allí había, el Pinturicchio había terminado su encargo llenando todos los espacios entre las pinturas, todos los arcos, rincones y columnas, con cientos -algunos expertos dicen miles- de imágenes de toros.

El misterio no es que apareciesen toros en su obra o en este lugar oculto; el toro era el emblema de la familia Borgia; el benévolo buey había sido, desde hacía tiempo, metáfora de la procesión papal.

Pero estos toros, repetidos casi hasta el infinito en los oscuros pasillos, grutas y entrada a la escalera prohibida sobre el Salón de los Siete Misterios, no eran ninguno de aquellos emblemas.

No era el símbolo noble de los Borgia, ni el buey pacífico. En estas dependencias había sido reproducida innumerables veces la estilizada pero inconfundible figura del toro del sacrificio de Osiris, el dios egipcio que imperaba en el reino de los muertos.


Duane cerró el libro y se quitó las gafas.

– ¿Listo ya? -preguntó el tío Art.

Duane asintió con la cabeza.

– Podríamos probar en aquel McDonald's de War Memorial Drive, donde sirven a los clientes en los coches. Las hamburguesas cuestan veinticinco centavos, pero son bastante buenas.

Duane asintió con la cabeza, mientras seguía pensando, y siguió al tío Art fuera del sótano y a la luz del día.


Las pisadas fuera del Campamento Tres se habían detenido. No habían retrocedido ni se habían alejado; simplemente se habían detenido. Mike, Dale y Lawrence esperaban agachados junto a la baja entrada, casi sin atreverse a respirar para no hacer ruido. Los sonidos del bosque sonaban muy claros: una ardilla chillando contra alguien o algo cuesta arriba, en dirección a la propiedad del tío Henry de Dale; algún grito ocasional de la pandilla de Chuck Sperling, ahora bastante lejos, probablemente al sur de la cantera; el graznido de los cuervos en las copas de los árboles de la otra colina, cerca del cementerio del Calvario. Pero ningún ruido desde detrás del círculo de arbustos, donde debía de estar esperando el soldado invisible.

Dale se deslizó atrás, hacia su anterior punto de observación, pero no vio nada.

De pronto sonó un ruido precipitado en el exterior, unas pisadas que repicaban en el sendero. Susurraron hojas, y los arbustos del lado este del Campamento Tres se agitaron al forzar alguien la estrecha abertura. Dale saltó a un lado y levantó el palo. Mike hizo lo mismo en el otro lado. Lawrence se agachó, con la estaca preparada.

Se levantaron unas ramas, se agitaron las hojas, y Kevin Grumbacher entró a rastras en el herboso círculo.

Dale y Mike se miraron, bajaron los palos defensivos y respiraron con fuerza.

Kevin les hizo un guiño.

– ¿Qué ibais a hacer? ¿Romperme la cabeza?

– Creíamos que eran ellos -dijo Lawrence, bajando el palo con expresión de disgusto.

A Lawrence le gustaba la pelea.

Dale pestañeó, y entonces se dio cuenta de que los otros no habían visto las botas ni las polainas del hombre. Mike y Lawrence pensaban probablemente que el ruido en el exterior había sido causado por la banda de Sperling.

– ¿Vienes solo? -preguntó Mike, agachándose para mirar a lo largo del túnel de ramas.

– Claro que vengo solo. Si no viniera solo, no habría vuelto.

Lawrence miró con ceño al chico mayor.

– No les has hablado del Campamento, ¿verdad?

Kevin dirigió una mirada de disgusto al hermano de Dale y se dirigió a Mike.

– Dijeron que me aceptarían en su bando si les decía dónde teníamos los escondites. Me negué. Entonces el imbécil de Fussner me ató los brazos a la espalda con una cuerda para tender la ropa y me llevaron con ellos como si fuese su esclavo o algo parecido.

Kev extendió los brazos para mostrar las señales rojas en las muñecas y los brazos.

– ¿Cómo pudiste escapar? -preguntó Dale.

Kevin sonrió, con los grandes dientes, los cabellos cortados al cepillo y la nuez de Adán subiendo y bajando, en una divertida imagen del muchacho satisfecho de sí mismo.

– Cuando empezaron a perseguirnos por aquí, Fussner no pudo seguir tirando de mí. El estúpido me ató a un árbol y corrió sendero arriba para ver hacia dónde iban los otros. Como aún tenía los dedos libres, me eché atrás y pude desatar la cuerda.

– Quedaos aquí -murmuró Mike y se deslizó por la abertura sin tocar una rama.

Los otros tres permanecieron sentados en silencio durante varios minutos, Kev frotándose las muñecas y Lawrence comiendo algunos Milk Duds que había traído consigo. Dale, mientras, esperaba un grito, una pelea, alguna señal del hombre al que había visto a través de los arbustos.

Mike volvió a entrar.

– Se han marchado. He oído sus voces por allá, por la Seis del Condado. Parece que Sperling y Digger se marchan a casa.

– Sí -dijo Kevin-. Se estaban cansando de esto. Dijeron que tenían cosas mejores que hacer en casa. Daysinger quería que se quedasen. Los Fussner querían ir con Sperling.

Mike asintió con la cabeza.

– Daysinger y McKown se quedarán por ahí, esperando a que salgamos para tendernos una emboscada. -Con el palo dibujó un mapa en un trozo de suelo sin hierbas cerca de la entrada-. Estoy seguro de que Gerry volverá a la cantera donde hay montones de terrones, para poder vernos si volvemos desde los pastos del tío de Dale o desde los bosques y Gypsy Lane hacia aquí. Probablemente él y Bob se ocultarán en esta tierra alta… -Marcó los senderos, las charcas de la cantera, y un montículo en el lado oeste de los montones de grava-. Hay una especie de hoyo en la cima de la colina más alta, ¿os acordáis?

– Acampamos allí hace un par de veranos -dijo Dale.

Lawrence sacudió la cabeza.

– Yo no me acuerdo.

Dale le dio un codazo.

– Eras demasiado pequeño para pasar con nosotros una noche fuera de casa. -Miró de nuevo a Mike-. Continúa.

Mike trazó unas rayas en la tierra, mostrando un camino desde el Campamento Tres, por encima de la colina, a través de los bosques y los pastos de más allá del cementerio, y subiendo por detrás de la montaña de grava donde imaginaba que esperarían Daysinger y McKown.

– Mirarán en estas tres direcciones -dijo, dibujando unas flechas hacia el sur, el este y el oeste-. Pero si nos escondemos en los pinares de la vertiente sur, podremos subir hasta ellos sin que nos vean.

Kevin frunció el entrecejo, mirando el mapa.

– Los últimos quince metros estaremos al descubierto. Aquella cima sólo es de tierra.

– Cierto -dijo Mike, sin dejar de sonreír-. Tendremos que andar en total silencio. Pero recordad que los huecos en su pequeño fuerte se hallan todos en la otra dirección. Si no hacemos ruido, estaremos encima y detrás de ellos antes de que se den cuenta de nada.

Dale sintió crecer su entusiasmo.

– Y podremos recoger terrones mientras subamos. Tendremos muchas municiones.

Kevin seguía con el ceño fruncido.

– Si nos pillan en campo abierto, estaremos perdidos. Quiero decir que han estado arrojando piedras.

– Si lo hacen -dijo Mike- también nosotros podremos arrojarlas. -Les miró-. ¿Quién está conmigo?

– ¡Yo! -votó Lawrence, casi gritando.

Su cara resplandecía de entusiasmo.

– Sí -dijo Dale, estudiando todavía el mapa y pensando cómo había concebido Mike el complicado plan casi sin vacilación.

Cada palmo del camino que había dibujado entre el Campamento Tres y la colina de tierra quedaba perfectamente disimulado. Dale había recorrido estos bosques durante años, pero no se le habría ocurrido utilizar el hoyo de detrás del cementerio como refugio.

– Sí -dijo otra vez-. Hagamos lo que dices.

Kevin se encogió de hombros.

– Con tal de que no me hagan otra vez prisionero…

Mike les hizo un guiño, cerró un puño y luego se agachó para meterse en la abertura. Los otros le siguieron, haciendo el menor ruido posible.


– Pareces preocupado, chico -dijo el tío Art cuando volvían a casa. Estaban descendiendo al valle del río Spoon. El cielo se hallaba despejado y el calor de junio parecía haber aumentado después de las horas que habían pasado en la biblioteca con aire acondicionado y sin humedad. El tío Art había bajado las ventanillas, aunque el acondicionador de aire del Caddy zumbaba al mismo tiempo que el que entraba a ráfagas por ellas. Miró a Duane-. ¿Puedo ayudarte en algo?

Duane vaciló. Por alguna razón, no parecía adecuado contárselo todo a tío Art. Pero ¿por qué? Lo único que hacía era buscar alguna información antigua acerca de Old Central. Pasaron zumbando por el puente sobre el río Spoon. Duane miró el agua oscura de allá abajo, serpenteando hacia el norte bajo las altas ramas, y después miró de nuevo a su tío. «¿Por qué no?»

Duane le habló de los artículos periodísticos. De la Campana Borgia. De los escritos de Cellini que había encontrado en la biblioteca. Cuando terminó, se sintió extrañamente cansado y confuso, como si hubiese explicado algo vergonzoso sobre sí mismo. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado.

El tío Art se puso a silbar y de momento no dijo nada, tamborileando con los dedos sobre el volante. Sus ojos azules parecían enfocar algo que no era la Hard Road. Llegaron a la carretera sin asfaltar que torcía hacia el norte, en dirección a la Seis del Condado. El tío Art giró a la derecha, reduciendo la marcha para que el Cadillac no levantase piedras contra el chasis o saltase con demasiada violencia en los baches.

– ¿Crees que esa campana todavía estará allí? -preguntó al fin-. ¿Crees que aún estará en el colegio?

Duane se ajustó las gafas.

– No lo sé. Nunca había oído hablar de ella. ¿Y tú?

El tío Art sacudió la cabeza.

– En todos los años que he vivido aquí no he oído nada. Desde luego ha sido desde después de la guerra. Era la familia de tu madre la que tenía raigambre en la región. De todas maneras, habría oído algo si esa campana hubiese sido de conocimiento general.

Llegaron a la confluencia de la Seis con la Jubilee College Road, y el tío Art detuvo el coche. Su casa estaba a cinco kilómetros al este por la empedrada Jubilee College Road, pero tenía que llevar a Duane a la suya. Al frente y a su izquierda, la Taberna del Arbol Negro apenas resultaba visible debajo de los olmos y los robles. Ya había unas cuantas camionetas aparcadas aunque todavía era temprano por la tarde. Duane desvió la mirada antes de saber si la camioneta del viejo estaba entre ellas.

– ¿Sabes una cosa? -dijo el tío Art-. Preguntaré por esa campana en el pueblo a algunos de esos vejestorios a los que conozco, y también veré si hay algo sobre la leyenda de esa maldita campana en mi casa. ¿De acuerdo?

Duane se animó.

– ¿Crees que puedes tener algo sobre ella?

El tío Art se encogió de hombros.

– Tal vez tenga más de mito que de metal. Pero siempre me han interesado las cosas sobrenaturales; me gusta desacreditarlas. Así que echaré un vistazo a mis libros de consulta: Crowley y otras obras parecidas. ¿Te parece bien?

– ¡Magnífico! -dijo Duane.

Era como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

Miró antes de bajar la primera cuesta. ¡La camioneta de su padre no estaba en la Taberna del Arbol Negro! Tal vez fuera un buen día. Más allá del cementerio, Duane vio un montón de bicicletas cerca de la valla de atrás: podían ser de Dale y de los otros chicos, y si se apeaba ahora los encontraría en el bosque. Pero sacudió la cabeza. Ya había robado demasiado tiempo a sus quehaceres.

El viejo estaba en casa y sereno, y trabajaba en su huerto que ocupaba una extensión de treinta áreas. Tenía la cara tostada por el sol y parecía tener ampollas en las manos, pero estaba de buen humor y el tío Art se quedó a tomar una cerveza mientras Duane bebía una RC Cola y escuchaba su conversación. El tío Art no mencionó en ningún momento la campana.

Después de marcharse su tío, Duane se arremangó las mangas de la camisa de franela y salió a desherbar, escardar y trabajar los surcos con el viejo. Lo hicieron en amigable silencio durante una hora o dos y después fueron a lavarse para la cena. El viejo se entretuvo con una de sus nuevas máquinas mientras Duane cocinaba las hamburguesas y el arroz y preparaba el café.

Hablaron de política durante la cena. El viejo se refirió a su trabajo en pro de Adlai Stevenson en las anteriores elecciones.

– No sé qué decir de Kennedy -dijo-. Seguro que obtendrá la nominación. Yo no he confiado nunca en los millonarios, aunque sería buena cosa que fuese elegido un católico. Acabaría con una de las discriminaciones del país.

Refirió la infructuosa campaña de Alfred E. Smith en 1928.

Duane había leído algo sobre aquello pero escuchó y asintió con la cabeza, contento de estar con el viejo cuando permanecía sereno y no estaba irritado contra alguien.

– Así que un católico tiene pocas probabilidades de ser elegido -concluyó el viejo.

Siguió sentado un momento, asintió con la cabeza, como confirmando que no había ningún punto flaco en su análisis, y se puso en pie para recoger la mesa, enjuagar los platos bajo el grifo y dejarlos a un lado para lavarlos después.

Duane miró al exterior. Eran más de las cinco, todavía temprano pero la sombra del álamo de detrás de la casa ya se estaba proyectando en la ventana. Hizo la pregunta que había tenido toda la tarde, tratando de mantener la voz natural.

– ¿Vas a salir esta noche?

El viejo se detuvo cuando estaba llenando el fregadero. El vapor le había enturbiado las gafas. Se las quitó y las enjugó con el faldón de la camisa, como considerando la pregunta.

– Supongo que no -dijo al fin-. Tengo algunas cosas que hacer en el taller y pensé que podríamos terminar aquella partida de ajedrez que se está cubriendo de polvo.

Duane asintió con la cabeza.

– Será mejor que vuelva a mis deberes -dijo, terminando el café y dejando la taza sobre el tablero.

Estaba ya en el granero, con el cubo del forraje en la mano, cuando se permitió esbozar una sonrisa.


El ataque por sorpresa fue un éxito total.

Aunque los últimos diez metros habían sido bastante difíciles, al tener que subir arrastrándose sobre la panza por la polvorienta pendiente, sin nada que les protegiese si McKown o Daysinger miraban por encima de sus murallas, Mike, Kev, Lawrence y Dale se habían salido con la suya, a pesar de unas ahogadas risitas nerviosas por parte de Lawrence, y cuando llegaron a la cima sorprendieron a Gerry y a Bob mirando en otra dirección, con sus municiones de terrones amontonados a dos metros detrás de ellos.

Mike fue el primero en lanzar un proyectil y alcanzó a Bob McKown en la espalda, encima mismo de la cintura. Entonces los seis chicos se enzarzaron en un combate desde cerca, lanzándose terrones al tiempo que trataban de protegerse la cara, y después agarrándose y luchando alrededor del borde de la cónica colina. Kevin, Daysinger y Dale fueron los primeros en caer, rodando por la pendiente de diez metros. Kevin fue el primero en levantarse y correr hacia la fortaleza y las municiones, pero McKown le atacó con una lluvia de terrones hasta que Mike derribó al chico más bajo desde atrás, y les tocó entonces a ellos rodar por la pendiente entre una nube de polvo.

Durante unos quince minutos, aquello fue la guerra del Rey de la Colina, con los defensores de las tierras altas que eran arrojados cuesta abajo y luego trataban de encaramarse para recobrarlas generalmente bajo una granizada de terrones. Después de ser destronados, Daysinger y McKown se retiraron al borde de la charca de la cantera, disparando desde lejos. Pero la fiebre del Rey de la Colina hizo que estallase una guerra civil entre la tropa de Mike, y muy pronto cada uno luchó por su propia cuenta.

Dale recibió un terrón en pleno pecho y se quedó unos minutos sentado y jadeando mientras se desarrollaba la acción a su alrededor. Entonces Mike chocó con una piedra medio enterrada al rodar cuesta abajo y se hizo una herida en la frente; el corte no era profundo, pero le manó mucha sangre. Daysinger asomó la cabeza en la cumbre y un terrón arrojado desde corta distancia le dio en la boca. Se retiró, lanzando maldiciones, al pie de la colina y caminó de un lado a otro tapándose la boca con las manos durante un par de minutos, hasta que estuvo seguro de no haber perdido ningún diente. Entonces sacudió el polvo del cortado labio inferior y atacó de nuevo, con la barbilla sucia de barro y sangre. Kevin estaba detrás de su antiguo caudillo cuando Mike se volvió en redondo para arrojar un terrón, y Kev lo recibió en la frente. La acción se interrumpió un momento mientras los chicos que estaban en la cima observaron con curiosidad; pero Grumbacher aprovechó el incidente para producir un efecto cómico, bizqueando, tambaleándose en círculos cada vez más pequeños, hasta que se le doblaron las piernas y se dejó caer de espaldas cuesta abajo, con las piernas rígidas como un cadáver. Los otros chicos rieron y aplaudieron, sin dejar de arrojarle terrones.

Lawrence fue quien llevó el juego a su esencia más pura.

Durante un minuto lleno de emoción fue el único que se mantuvo en la cima mientras todos los belicosos muchachos mayores que él se sentían destronados. Lawrence se irguió en la fortaleza, levantó los brazos sobre la cabeza y gritó:

– ¡Yo soy el Rey!

Hubo un momento de respetuoso silencio, seguido de tres salvas de terrones. Al menos seis o siete proyectiles dieron en el blanco. Lawrence había vuelto la cabeza en el último segundo, pero su mugrienta ropa empezó a despedir polvo al ser alcanzado en la espalda y las piernas con una especie de fuego de ametralladora que le hizo saltar también la gorra de béisbol de la cabeza.

– ¡Eh! -gritó Dale, haciendo un ademán de alto el fuego a los demás.

Lawrence se había quedado petrificado en la posición que tenía al ser alcanzado, y Dale sabía que si empezaba a llorar eso significaría que realmente le habían hecho daño.

Lawrence hizo una lenta y graciosa pirueta, envuelto todavía en el polvo levantado a su alrededor por los impactos, y después cayó hacia delante.

En realidad no cayó hacia delante; se arrojó al aire con la gracia de cisne moribundo de un doble de cowboy en una escena peligrosa, terminando con una voltereta antes de chocar con la vertiente e incorporándose después para otro salto mortal. Tenía abiertos los brazos y las piernas, fláccidos, ablandados por la muerte. Los otros muchachos se echaron atrás cuando saltó aquel cuerpo volante entre ellos, rodando hasta el borde de la charca y deteniéndose, con un brazo doblado sobre el agua.

– ¡Bravo! -dijo Kevin.

Todos lanzaron gritos de aprobación.

Lawrence se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y del pelo al cepillo e hizo una profunda reverencia.

A partir de entonces y durante las dos horas siguientes, mientras se extinguía la tarde en el bosque, fueron muriendo los muchachos. Se turnaban en la cima mientras los otros arrojaban terrones. Cada vez que uno era alcanzado, empezaba a morirse.

La muerte de Kevin era innegablemente cómica, en su rigidez. Parecía un actor anciano que tuviese que tumbarse en el suelo después de recibir un tiro. Generalmente conservaba la gorra en su sitio al caer. Daysinger y McCown eran los que gritaban mejor, marchando hacia su fatal destino entre gemidos, alaridos y gruñidos. Mike caía con una gracia singular y era el que más tiempo conservaba su posición al pie de la colina. Ni siquiera una segunda lluvia de terrones podía hacerle mover contra su voluntad. Dale mereció la aprobación general lanzándose el primero de cara a la muerte, perdiendo piel de la nariz al abrir un surco cuesta abajo con la cabeza.

Pero fue Lawrence quien retuvo la corona.

Su coup de grace definitivo consistió en tambalearse hacia atrás y perderse de vista durante medio minuto, mientras los otros chicos empezaban a murmurar preguntándose dónde estaría, y aparecer de pronto sobre la cumbre, saltando a toda velocidad. Dale lanzó una exclamación ahogada, y sintió el corazón en la garganta cuando su hermano pequeño saltó al espacio, a diez metros encima de él. Su primer pensamiento fue: «Dios mío, se va a matar.» Y el segundo e inmediato: «Mamá me va a matar.»

Lawrence no se mató. No del todo. El salto fue tremendo, fuerte y lo bastante largo para llevarle dentro de la charca de la cantera -no dio en el duro borde por muy pocos centímetros-, y a consecuencia del golpe lanzó agua sobre McKown y Kevin.

Este extremo de la charca era el menos profundo, apenas un metro y medio en este punto, y Dale se imaginó a su hermano pequeño hundiendo la cabecita puntiaguda en el lodo del fondo. Dale se había quitado la camiseta de manga corta, con intención de saltar para salvarle, sintiendo ciertas náuseas al pensar que tendría que hacer la respiración boca a boca al pequeño desgraciado para reanimarle, cuando Lawrence emergió a la superficie, mostrando los dientes en una amplia sonrisa.

Esta vez, el aplauso fue real.

Todos tenían que intentar lo que Kev llamó el Salto de la Muerte. Dale lo ejecutó después de tres falsas salidas y sólo porque no podía volverse atrás con los otros observándole desde abajo. ¡La charca estaba tan lejos! Incluso con las largas piernas de un alumno de sexto, había que correr rápidamente cuesta arriba, al cruzar la cima, y tomar el impulso adecuado en el borde de ésta para poder salvar la dura orilla del estanque. Dale no lo había intentado nunca, y tampoco lo habría hecho ninguno de los otros si no hubiesen visto que era posible. Dale sintió nacer una envidiosa admiración por su hermano menor en el fondo de su mente, aunque se sorprendió a sí mismo cuando consiguió ejecutar el salto en el cuarto intento.

Dale Stewart voló durante unos pocos segundos, pareciendo cernerse a ocho metros sobre las cabezas de sus amigos, todavía al nivel de la cima de su pequeña colina, con la charca a una distancia imposible más allá del fangoso suelo endurecido por el sol. Entonces la fuerza de la gravedad se acordó de él, y cayó agitando los brazos Y las piernas como si quisiera pedalear en el aire…, seguro de que no lo conseguiría…, después absolutamente seguro de no lograrlo… y luego consiguiéndolo por centímetros y sintiendo que el agua verde y tibia del estanque de la cantera le envolvía y le llenaba la nariz; estiró las dobladas piernas para tomar impulso en el cenagoso fondo, y salió de nuevo al aire y a la luz, chillando de puro entusiasmo, mientras los otros muchachos gritaban y aplaudían.

Kevin fue el último en saltar. Los otros muchachos tuvieron que esperar durante diez minutos mientras él carraspeaba, vacilaba, observaba el viento, se ataba una y otra vez los cordones de las bambas y subía la rampa para lanzarse al fin desde la cima como una bala de cañón. Su salto fue el más largo de todos y cayó al agua a más de un metro de la orilla, con las piernas juntas y tapándose la nariz con los dedos. Kev había sido el único en tomar la precaución de quitarse los tejanos y la camiseta de manga corta, quedándose en calzoncillos y bambas para el salto.

Salió a la superficie sonriendo. Los otros aplaudieron y le arrojaron al agua los tejanos, la camiseta y los calcetines. Kevin salió gruñendo en alemán y apenas si observó cómo Lawrence hacía su sexta zambullida, esta vez con un salto mortal antes de caer al agua.

Como ya estaban mojados, los chicos corrieron alrededor de la cantera con las empapadas bambas y fueron a nadar con entusiasmo, sumergiéndose en la parte más honda de la charca desde unas peñas de dos metros y medio de altura. No era donde solían nadar porque generalmente la presencia de demasiadas serpientes de agua y la preocupación de los padres por la «cantera insondable», les hacía preferir que alguien les llevase hasta el estanque de Hartley, en Oak Hill Road, por lo que todavía les pareció más delicioso aquel baño de primera hora de la tarde.

Después se secaron en la orilla durante cosa de una hora -Dale se durmió y se despertó sobresaltado- y formaron equipos para jugar de nuevo al escondite en el bosque. Mike sonrió al grupo de muchachos vestidos con prendas que se habían arrugado de un modo extraño al secarse.

– ¿Quién viene conmigo?

Lawrence y McKown fueron con él. Dale, Gerry y Kev les dieron cinco minutos de ventaja -contando hasta trescientos como hace el Boy Scout- antes de meterse en el bosque para buscarlos. Dale sabía que, por acuerdo tácito, Mike y Lawrence no utilizarían uno de sus campamentos secretos.

Se persiguieron entre los árboles y en los pastos durante otra hora y media, cambiando los equipos según les parecía, deteniéndose para beber de la botella de agua que había traído McKown y rellenado en la charca, aunque su color verdoso no gustaba a Kevin, y acabando por volver juntos hacia el lado sur de la cantera y los primeros ochocientos metros de Gypsy Lane.

Sus bicis estaban donde las habían dejado, junto a la valla de atrás. El sol era una bulbosa esfera roja suspendida sobre los campos de maíz del viejo Johnson en el oeste. El aire estaba denso con la neblina del atardecer, el polen, el polvo y la humedad; pero el cielo parecía infinito y traslúcido al disponerse el azul a volverse más oscuro con el crepúsculo.

– ¡Maricón el que pase el último por delante de la Taberna del Arbol Negro! -dijo Gerry Daysinger, arrancando y pedaleando sobre la dura rodada de la carretera empedrada al hundirse ésta en la sombra del pie del monte.

Los otros gritaron y trataron de alcanzarle, rodando cuesta abajo a gran velocidad en la penumbra, sintiendo el aire fresco de encima del barranco al azotar sus cabellos cortados al cepillo, y levantándose después para pedalear con más fuerza al subir por la pendiente. Si hubiese aparecido un coche en la cuesta de delante de la Taberna del Arbol Negro, los muchachos habrían tenido que salir de las roderas hacia el lado donde la capa de grava era más gruesa, y casi con seguridad se habrían arañado las rodillas y se habrían rasgado alguna prenda. Pero no les importaba. Pedaleaban con fuerza, gritando menos para ahorrar el aliento en los últimos veinte metros, y jadeando y resoplando todos ellos al alcanzar el llano próximo al camino de entrada de la taberna.

Mike ganó. Miró atrás y sonrió, antes de agachar la cabeza y seguir la carrera hacia Jubilee College Road, a unos cientos de metros de distancia.

Se relajaron al torcer hacia el oeste en dirección a Elm Haven, rodando ahora los seis en dos filas de a tres. Lawrence fue el primero en levantar las manos del manillar y echarse atrás con los brazos cruzados y sin dejar de pedalear.

Después le imitaron todos, deslizándose entre las altas paredes de maíz.

Dale ni siquiera miró de soslayo al pasar por delante del lugar donde había sido reparada la valla después del intento de atropello de Duane McBride. Todavía se veían las roderas del camión en la cuneta, y el maíz estaba aplastado en una extensión de varios metros más allá de la valla. Pero Dale miraba hacia el oeste, en dirección al lugar donde el sol coronaba la baja línea de árboles de Elm Haven.

Dale estaba cansado, dolorido por una docena de contusiones y por la tensión de los músculos, con los brazos y las piernas arañados, con picor en la piel por los rígidos tejanos, deshidratado hasta el punto de dolerle la cabeza y tener los labios agrietados, y hambriento por no haber comido de verdad desde el desayuno, trece horas antes. Pero se sentía perfectamente.

Parecía como si se hubiese desvanecido toda la impresión de malos sueños y de agobiante oscuridad que había sentido desde el cierre del colegio.

El terror de C. J. y del rifle había dejado de existir. Dale se alegraba de que Mike, él y los demás hubiesen decidido tácitamente olvidar toda aquella cuestión de Tubby y Old Central.

El verano se dejaba sentir con toda su intensidad.

Los seis muchachos agarraron los manillares de las bicis al pasar de la carretera empedrada al más fresco pero todavía blando asfalto del principio de la Primera Avenida. Dale pudo ver los árboles de delante de la casa de Mike en la encrucijada, calle abajo, y la parte de atrás de su casa al otro lado de los amplios maizales y del campo de béisbol del Parque de la ciudad.

McKown y Daysinger saludaron con la mano y se adelantaron pedaleando, afanosos de llegar a dondequiera que fuesen. Dale, Kev, Mike y Lawrence se deslizaron cuesta abajo durante los últimos cincuenta metros, hacia la relativa oscuridad de debajo de los primeros árboles.

Dale se sintió feliz al despedirse de Mike y pedalear fácilmente por Depot Street hacia su casa. Así era como debía ser el verano. Así era.

Dale no había estado nunca tan equivocado.

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