33

Dale y Lawrence pedalearon a través de Main y se detuvieron en la enarenada zona de aparcamiento del lado oeste del parque. Dale pasó la correa del walkie-talkie por encima de la cabeza y pulsó el botón de transmisión. Habían dado quince minutos a Mike, Kev y Harlen para situarse en posición.

– Explorador Rojo a Base Dresden. Nosotros estamos en el parque. Cambio.

Había sido idea de Kev llamar al otro equipo Base Dresden; su padre había servido como navegante en las Fuerzas Aéreas del Ejército durante la Segunda Guerra Mundial.

– Recibido, Explorador Rojo. -La voz de Mike era débil y sonaba entre parásitos-. Aquí todo preparado.

Lawrence estaba presto para marchar, inclinado sobre el manillar de la bici y sonriendo como un tonto; pero Dale no quería empezar ahora.

– Mike -dijo prescindiendo del lenguaje cifrado-. Van a ver la radio.

– Sí, pero no podemos remediarlo. Lo que tienes que procurar es que no la vean Chuck Sperling o Digger.

Dale miró por encima del hombro antes de darse cuenta de que Mike estaba bromeando.

– ¿Explorador Rojo?

– ¿Sí?

– Procura hablar por la radio cuando no puedan verte desde el camión. El resto del tiempo llévala colgada de la espalda. Probablemente no lo advertirán.

– Recibido -dijo Dale.

Lamentaba no tener una de las pistolas. Habían decidido dejar la Savage de Dale, pero la Base Dresden había traído en una bolsa de lona la 38 de Harlen, la 45 del padre de Kev y la escopeta de la abuela de Mike. Dale y Lawrence tenían la radio y las bicicletas.

– Allá vamos -dijo Dale. Se colgó la radio del cuello y pedaleó hacia el sur por Broad, con Lawrence a su lado, en la bici más pequeña. Al acercarse al cruce con la calle donde vivía Sperling, Dale miró a Lawrence-. ¿Se lo habrías dicho realmente a mamá?

Lawrence hizo un guiño.

– ¡Claro! Yo lo encontré, y por eso es mi camión. No podíais dejarme atrás.

– Terminarás en el camión de recogida con todos los animales muertos, si no haces exactamente lo que yo te diga. ¿Entendido?

Su hermano se encogió de hombros.

Se detuvieron en la entrada del paseo circular de la vieja casa Ashley.

– Desde aquí no puede verse -dijo Lawrence-. Hay que pasar alrededor de la casa.

– Un momento. -Dale cogió el walkie-talkie. Su vejiga estaba enviando señales urgentes, y el muchacho lamentó no haber orinado antes de salir de casa-. Base Dresden, hablen. Cambio.

Mike respondió a la tercera llamada.

– Nos dirigimos al paseo. -Pedalearon despacio, pasando por el centro del paseo para librarse de las ramas y las zarzas. De pronto Dale se detuvo y se colocó detrás de un árbol, seguido de Lawrence-. Base Dresden, Base Dresden… Aquí Explorador Rojo.

– Adelante, Explorador Rojo.

– Lo veo. Está exactamente donde dijo el mocoso.

Lawrence dio un golpe en el brazo de su hermano mayor.

– Deja el transmisor abierto -repuso Mike-. Deja el aparato colgando, a ver si puedo oírte.

Dale hizo lo que le decía.

– Probando -dijo, y sintió lo seca que tenía la boca y lo llena que estaba la vejiga-. Uno, dos, tres…

Levantó la caja de plástico gris.

– Sí, Explorador Rojo, te oigo. Pero habla fuerte para que pueda oírte mejor. Aquí estamos preparados, Dale. ¿Lo estáis vosotros?

Dale sintió la tensión en su cuerpo, montado en la bici y apretando y aflojando la mano sobre el manillar.

– Recuerda -dijo la voz ronca de Mike- que no debéis arriesgaros. No creo que hagan nada en la ciudad y a la luz del día. Si él os sale al paso, entrad en una tienda o en algún otro sitio. ¿Entendido?

– Sí.

– No vayáis directamente hacia el camión aunque éste no responda -dijo Mike. Habían ensayado ya todo esto-: Nos reuniremos en el parque. No perdáis tiempo.

– Recibido -dijo Dale. Bajó la radio-. Allá vamos -dijo en voz alta.

Lawrence iba ligeramente adelantado al subir la última parte del paseo hacia la casa y enfilar el camino más estrecho a lo largo del lado norte de las ruinas. El camión de recogida de animales muertos era casi invisible, cubierto como estaba con lo que parecía una vieja red y ramas cortadas. Estaba detrás de un largo cobertizo herrumbroso y del invernadero de rotos cristales y enmohecido enrejado de metal. Alguien que pasara por allí creería que el camión no era más que otra reliquia abandonada de la finca Ashley.

Dale deseó sinceramente que fuese así.

Se detuvieron justo más allá de la torre de ladrillos manchados de carbón que había sido el hogar. La mansión era casi invisible bajo los hierbajos y las zarzas, y vigas quemadas sobresalían del oscuro sótano. Una bomba con adornos se alzaba en lo que antaño había sido un patio de atrás; según habladurías de los chicos de la población, había gente que ahogaba perros en el pozo.

El camión parecía muerto bajo la luz monótona y gris del día. Las ventanillas reflejaban un cielo gris.

Lawrence desmontó de la bici y miró a su hermano. Este miró a su vez por encima del hombro, se aseguró de que el paseo estaba despejado y dijo:

– Hazlo.

Había muchas piedras sueltas por allí; el camino había estado empedrado antaño. El primer lanzamiento de Lawrence fue bastante acertado e hizo rebotar una piedra del tamaño de un puño sobre el capó del camión, situado a doce metros de distancia. La segunda piedra dio en un guardabarros.

– Todavía nada -dijo Dale en voz lo bastante fuerte para que le oyeran por la radio.

Su primer lanzamiento falló. La segunda piedra cayó sobre la red de camuflaje y las ramas. El olor a animales en descomposición era ahora muy fuerte.

La tercera piedra de Lawrence dio en la tira de metal entre los cristales del parabrisas. La cuarta rompió el faro de la derecha. El camión siguió en silencio y nada se movió a su alrededor.

Pero mientras Dale se estaba poniendo nervioso y Lawrence decía «Creo que ahí no hay nadie…», rugió el motor, chirrió un diferencial y el camión salió traqueteando y dando saltos de entre los edificios. La red y las ramas cayeron a un lado al ser desgarrado el frágil camuflaje por las tablas del remolque.

– ¡Vamos! -gritó Dale, dejando caer su piedra y saltando sobre su bicicleta.

El pie izquierdo no acertó con el pedal, y el muchacho casi cayó sobre la barra -una de esas caídas sobre los testículos que hacen que uno sólo quiera retorcerse sobre la hierba durante una hora-, pero se recobró a tiempo, consiguió que la bici no volcase, bajó la cabeza y pedaleó furiosamente, con Lawrence a tres metros delante de él y sin mirar atrás. Rodaron por el largo paseo entre las arqueadas zarzas, con el camión zumbando a menos de quince metros detrás de ellos, y su hedor siguiéndoles como una ola gigantesca.


– Dame los encendedores -dijo Mike a Harlen.

Estaban tumbados de bruces detrás del descolorido rótulo de la cooperativa, sobre el tejado metálico del elevador de grano, a unos cuatro metros y medio por encima de la plataforma de carga. Kevin se hallaba al otro lado del estrecho camino, tendido sobre el tejado del almacén. Harlen se había encargado de traer los encendedores; había comprobado su bolsillo y había dicho que los tenía antes de encontrarse todos en Catton Road.

Ahora se palpó los bolsillos y abrió mucho los ojos.

– Creo que los he olvidado…

Mike le agarró ansioso de la camisa,y casi lo levantó del cálido tejado.

– No me jodas, Jim.

Harlen sacó cinco encendedores, todos ellos llenos. Su padre los había recogido y guardado en el fondo de un cajón durante tres años.

Mike arrojó dos a Kevin, se guardó uno en el bolsillo y volvió a tumbarse detrás del rótulo. De pronto sonó la radio y la voz de Dale gritó:

– ¡Nos está persiguiendo!


El camión era más rápido de lo que ellos habían imaginado, cambiando de marchas al perseguirles por el paseo. Incluso con la ventaja de media manzana que tenían, los alcanzaría antes de que llegasen a Main Street. A su izquierda no había más que el terraplén del ferrocarril y campos de maíz; a la derecha la calle que conducía a la casa Sperling no tenía salida.

Dale alcanzó a Lawrence, se adelantó un poco, miró hacia atrás y vio la cabina roja y el oxidado radiador del camión reduciendo la distancia, y entonces torció a la derecha para cruzar el Bandstand Park, repicando el guardabarros de atrás de su bici. Cada uno de ellos pasó por un lado distinto del monumento conmemorativo de la Guerra, rodaron entre los bancos del parque y el Parkside Café, y se deslizaron sobre la acera de delante del café y de la Taberna de Carl.

Dale frunció el ceño, con la cabeza baja sobre el manillar y los codos levantados. La maniobra no se desarrollaba tal como habían planeado: tenían que hacer subir el camión por Broad, en dirección al norte. Ahora el camión había tenido que detenerse para dejar pasar un semirremolque que se dirigía al este, y siguió por Main, persiguiéndoles hacia el este.

– ¡Vamos! -gritó Dale a Lawrence, y lanzó su bici sobre el borde de medio metro.

Lawrence hizo lo propio en el mismo instante. Un automóvil grande que se dirigía hacia el oeste hizo sonar el claxon cuando pasaron por delante de él, y ahora se encontraron en el lado norte de la calle, todavía en dirección este pero acercándose al cruce con la Tercera Avenida.

El camión estaba a media manzana detrás de ellos y llevaba una velocidad de más de cincuenta kilómetros por hora. Dale vio un poco de movimiento a través del parabrisas, y el camión rodó entonces sobre la línea central. «A Van Syke o a quienquiera que sea el conductor le importa un bledo que le estén mirando -pensó Dale-. Nos atropellará aquí mismo.»

Dale gritó algo a su hermano y torcieron hacia la izquierda, rozando con el brazo el bajo seto de delante de la casa del doctor Viskes y con los neumáticos de las bicis dejando señales de caucho sobre la desigual acera. Había una cuneta entre la acera y la Tercera Avenida, y si resbalaban dentro de ella, el camión se les echaría encima.

No fue así. Dale dejó que Lawrence le adelantase en la acera del lado oeste de la Tercera ahora en dirección al norte. Un viejo con un bastón -Cyrus Whittaker, pensó Dale- les gritó cuando pasaron zumbando por la acera.

El camión giró al norte por la Tercera Avenida.

Otra manzana y pasarían por delante de la casa donde el doctor Roon tenía una habitación alquilada, y después podrían ver Old Central. Dale no tenía ganas de ver ninguno de aquellos sitios, y estuvo tentado de meterse en el patio de recreo y cruzar hacia Depot Street y su casa. Pero su madre vería al loco que les perseguía con el camión y llamaría a Barney o al sheriff…

Gritó a Lawrence y éste torció a la izquierda por Church Street, volviendo hacia Broad. El camión llegó al cruce a dieciocho metros detrás de ellos, reduciendo la marcha para dejar pasar una furgoneta.

Dale se puso de nuevo en cabeza y subió a la acera dirigiéndose hacia el norte por Broad, pasando por delante de la biblioteca y del edificio estucado y ahora cerrado con tablas que había sido el Palacio de Recreo Ewalts. Casi habían llegado a la casa de la señora Doubbet cuando Dale miró por encima del hombro y se dio cuenta de que el camión ya no los seguía. No lo había visto girar al oeste en Church Street.

– ¡Mierda! -gritó Dale, deteniéndose y resbalando, dando casi una vuelta completa. Lawrence se paró junto a él y ambos miraron hacia el sur por la ancha avenida, esperando a que la cabina roja del camión apareciese por Church.

Este salió del callejón a ocho metros de ellos, desde detrás de las forsitias del lado norte de la propiedad de la vieja Double-Butt, cautelosamente como un gato.

Lawrence fue el primero en moverse, saltando con su pequeña bici sobre el bordillo del lado oeste de la calle y bajando por el callejón del norte de la oficina de Correos. Dale le siguió de cerca, gritando su situación por el walkie-talkie colgado de la correa. Dale no oyó ninguna respuesta.

El camión cruzó Broad y aceleró al bajar tras ellos por el callejón, con su parachoques delantero a menos de diez metros detrás del neumático posterior de Dale. La bici de Lawrence se bamboleaba hacia la derecha al inclinar el cuerpo a la izquierda, y después lo hacía a la izquierda al apoyarse en el pedal derecho. Lanzó un grito y atajó por el patio de atrás de la señora Andyll, encogiéndose al pasar por debajo de una cuerda de tender la ropa, dejando huellas de neumáticos en la esquina de su huerto y lanzando polvo al aire al bajar por el camino de entrada en dirección a Church Street.

«Perderemos el camión -pensó Dale-, pero vamos de nuevo hacia el sur. Una mala dirección.»

No perdieron el camión. Este giró a la izquierda detrás de ellos, con los dobles neumáticos de atrás levantando grandes terrones del césped y del huerto de la señora Andyll. La cabina del camión arrancó cuatro cuerdas de tender la ropa y las arrastró por el paseo con sábanas y vestidos estampados.

Dale y Lawrence se dirigieron al oeste por Church Street, levantándose para pedalear, con el trasero más alto que la cabeza. El camión aceleró y subió por la calle, persiguiéndolos. Dale miró atrás y vio que uno de los faros se estaba quemando.

Justo antes de llegar a San Malaquías, Dale giró hacia la izquierda y atajaron entre una casa y un garaje separados por poco más de un metro, pasaron por delante de una señora que estaba bañando a su hijo y saltaron sobre la cadena de un doberman antes de que el perro se diese cuenta de la presencia de los intrusos. Salieron del callejón y giraron de nuevo hacia el este, y Dale vio que el camión bajaba por la estrecha calle que discurría junto al terraplén de la vía del tren a media manzana hacia el oeste.

Los dos muchachos subieron por la Quinta en dirección a Depot Street, jadeando; Dale sintió que le abandonaba la energía que le había dado la primera oleada de terror. Tenía las piernas muy fatigadas. «Y estamos a menos de la mitad del camino.»

El camión casi los alcanzó en el cruce de Depot Street y la Quinta.

Dale vio que la cabina roja doblaba la esquina cerca de la estación, y entonces cruzó la calle y se metió en el callejón que pasaba de norte a sur detrás de la casa de los Staffney. «Donde Mike vio a su amigo el cura el jueves por la noche. ¿Y si aquel hombre se planta delante y agarra nuestros manillares?»

Dale luchó contra la súbita debilidad y se volvió para mirar a Lawrence. Su hermano tenía la cara colorada como un tomate, y los cabellos cortados al cepillo mojados como si hubiese estado nadando; pero levantó la mirada y sonrió a Dale.

El camión entró en el callejón detrás de ellos y cambió de marcha, con los altos costados partiendo ramas y arbustos al avanzar. Los perros de la calleja se volvían locos.

Dale gritó su posición por el walkie-talkie cuando cruzaron el patio de atrás de la última casa antes de Catton Road. La situación iba a ser muy comprometida.

Cruzaron la vía del ferrocarril a cincuenta por hora, con las bicis volando cinco metros hasta que los neumáticos de atrás chocaron contra el duro suelo del estrecho camino del otro lado. El camión siguió avanzando, como alentado por los árboles y la soledad que reinaba en el lugar.

Dale se imaginó súbitamente al Soldado o a una de aquellas otras cosas saliendo de entre los árboles al estrecho camino delante de ellos, y su boca latiendo y extendiéndose tal como había descrito Mike… Pedaleó con más fuerza, gritando a Lawrence que acelerara.

Dieron la vuelta hacia el sur, en dirección al claro donde se alzaban el elevador de grano y el almacén sobre la hierba. Dale miró atrás en el momento en que el camión se detenía en la entrada del camino. Pensó que en aquel momento parecía un enorme perro rojo y salvaje, que husmeaba, sabiendo que su presa estaba acorralada, pero avanzando con cautela.

Lawrence iba en cabeza como habían proyectado, pasando entre el elevador, con su desvaído rótulo en el tejado, y el largo almacén. Era un pasadizo estrecho por el que habían pasado los camiones para ser pesados y cargados o descargados, pero lo bastante ancho para el de recogida de animales muertos. Aunque muy justo.

Pero no entró en él.

Dale se había detenido precisamente junto a la plataforma de pesaje y ahora apoyaba una pierna en el suelo y tenía la otra doblada sobre la barra de la bicicleta, mientras jadeaba y contemplaba el camión a veinte metros de distancia. «¿Y si Van Syke tiene una pistola?»

Rugió el motor. Dale pudo oler la carga y ver las patas rígidas de lo que parecía un par de vacas y un caballo, sobresaliendo de las descoloridas tablas de los costados del vehículo, e incluso distinguir el brazo enrojecido y peludo del conductor…, pero el camión no se acercaba.

«¿Esperando refuerzos? ¿Tendrá una radio esa maldita cosa? ¿Puede Van Syke llamar a Roon y a los otros?»

Dale desmontó y sujetó su bici. Podía sentir, más que oír, los gritos silenciosos de sus amigos detrás de él. «Si están allí. Tal vez algo les ha atrapado ya…, tal vez haya pillado a Lawrence al pasar… y me tiene a su merced.»

Permaneció plantado allí, de cara al camión, viéndolo balancearse, como si el conductor pretendiese avanzar con el freno puesto.

Dale levantó el brazo derecho e hizo un corte de manga al conductor invisible.

El camión avanzó, levantando grava y una nube de polvo.

Dale no tenía tiempo de montar de nuevo sobre su bicicleta La empujó a un lado, se volvió y echó a correr entre el elevador y el almacén, con los Keds repicando sobre las carcomidas tablas de la báscula. Había llegado al final del edificio cuando el camión de recogida de animales muertos rugió detrás de él.


El mechero se encendió al primer intento. Los trapos empapados se inflamaron, y Mike se irguió para lanzar el frasco de Coca cola lleno de gasolina sobre el techo de la cabina del camión. Lo que vio cuando el camión pasó por debajo de él le hizo perder una fracción de segundo, y en vez de acertar a la cabina, el frasco fue a dar en la caja del camión: en ésta no sólo había animales muertos sino también otros cuerpos, cuerpos humanos que parecían haber sido desenterrados de viejas tumbas: tierra parda, harapos pardos, carne parda y un blanco brillante de huesos.

Mike realizó un nuevo lanzamiento, Harlen lo hizo un segundo más tarde y ambos observaron cómo Kevin se ponía en pie Y arrojaba su botella desde el tejado del almacén.

El cóctel Molotov de Mike estalló en la parte de atrás del camión inflamando el cuerpo hinchado de una vaca, la carne seca de un caballo y los harapos de varios cadáveres humanos. La botella de Harlen fue a dar en la parte de atrás de la cabina y la roció de gasolina, que por alguna razón no se inflamó. La de Kev chocó contra el guardabarros delantero y estalló en una bola de fuego. Dale saltó a la izquierda al llegar a la esquina del edificio, casi tropezando con Lawrence sobre su bici. Éste parecía a punto de volver al estrecho callejón en el momento en que pasó el camión por la abertura con su caja ardiendo y la rueda izquierda de delante arrojando llamas y caucho fundido en su dirección.

Mike y Harlen agarraron otra botella de la bolsa de lona y corrieron hasta el borde del tejado de metal, sin preocuparse ya de que los viesen y manteniendo el encendedor junto a los trapos.

El camión resbaló sobre la gravilla y el polvo del camino de atrás de la cooperativa, girando en un círculo frenético. Estaba atrapado. Al oeste había una barrera de dos metros de altura de traviesas y raíles abandonados de la vía férrea, amontonados en la orilla de un riachuelo a lo largo de unos quince metros. Delante, hacia el sur, el bosque se cerraba como una muralla sólida. Hacia el este, y junto al almacén, había una zanja de desagüe de hormigón, de un metro ochenta de profundidad, que lo separaba del terraplén del ferrocarril.

Durante un instante, Mike pensó que el camión trataría de saltar por encima de aquel foso de cemento, pero en el último momento el conductor pisó el freno y volvió el vehículo hacia la izquierda, completando el giro. Las dos ruedas de la derecha de atrás giraron en el aire durante un segundo, y entonces el camión salió disparado en dirección a Dale y Lawrence.

– ¡Salid de ahí! ¡Rápido! -chillaron Mike, Harlen y Kevin, pero los chicos de abajo no necesitaban consejo. La bici de Lawrence subió por una rampa a la plataforma de carga del almacén y Dale le siguió un segundo más tarde. Desaparecieron debajo del terrado donde estaba Kevin, todavía con la botella y el encendedor en la mano, y allí estaba el camión, con las llamas empezando a apagarse en el guardabarros y las ruedas.

Mike vio lo que Van Syke iba a hacer un segundo antes de que el todavía humeante guardabarros delantero chocase contra la primera columna que sostenía el tejado donde se hallaban Harlen y él. La plataforma de carga del otro lado estaba demasiado alta para que el camión pudiese subir, pero el tejado sólo estaba sostenido por tres columnas paralelas a la báscula.

Harlen chilló algo, Mike y él encendieron los trapos y arrojaron las botellas, y entonces se derrumbó el tejado y el rótulo se desprendió y fue a caer sobre la báscula. La bolsa de lona y la radio de Mike saltaron por el aire al hundirse el extremo sur del tejado, haciendo que los chicos y todo lo demás cayesen entre una nube de polvo.

El cóctel Molotov de Harlen estalló sobre el capó del camión; un segundo más tarde, el de Kevin se estrelló contra la parte de atrás de la cabina y encendió la gasolina que ya se había derramado allí. Kevin corrió hacia el porche del almacén, preparando una tercera botella.

El camión hizo marcha atrás en el estrecho pasillo, dispuesto al parecer a atropellar a Harlen y a Mike, que yacían aturdidos entre el polvo, los cascotes y los trozos de metal y la madera, aplastando grandes trozos del tejado destruido -Mike lo contemplaba torpemente, pensando en un bulldozer que avanzase en dirección a ellos-, pero varios postes de soporte estaban clavados firmemente en el cemento y entorpecían su avance.

Los cascotes del tejado bloqueaban el camino.

Mike se puso trabajosamente en pie, levantó a Harlen por un brazo y la bolsa de lona con el otro, y se dirigió tambaleándose a la plataforma de carga, mientras el camión retrocedía en el camino de entrada de delante.

Había saltado la parte izquierda del parabrisas, y Mike pudo ver el brazo musculoso que se alargaba para coger el rifle en el instante en que Dale y Lawrence aparecían delante de la plataforma del almacén.

– ¡Cuerpo a tierra! -gritó Mike.

Dale tiró a su hermano de la bici y saltó detrás de un montón de tablas de madera en el momento en que el rifle disparaba dos veces… y otra más. El polvoriento cristal de una ventana saltó hecho añicos y cayó sobre los muchachos agazapados.

A Mike se le había caído el encendedor, pero sacó el que llevaba de repuesto en el bolsillo, encendió los trapos empapados y arrojó la botella de Coca cola contra el radiador del camión, a diez metros de distancia. No lo alcanzó, rodó debajo de la cabina y estalló, envolviendo en llamas el motor y las dos ruedas de delante. Mike tiró de Harlen en el instante en que asomaba el rifle por el parabrisas destrozado y disparaba dos veces. Saltaron astillas de la esquina del almacén.

Kevin lanzó otra botella contra el estribo de la derecha y otra más sobre la masa de cuerpos que ardían detrás de la cabina.

El camión dio marcha atrás, giró en redondo y descendió por el camino dejando una estela de llamas, y girando hacia la izquierda en vez de hacerlo hacia la derecha para volver a la ciudad.

– ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! -gritó Harlen, saltando como un loco.

– Todavía no -dijo Mike, llevando su pesada bolsa y corriendo hacia la bicicleta oculta detrás del elevador de grano. Por primera vez se dio cuenta de que el camión había prendido fuego al lado de madera del elevador y a trozos del tejado derribado. El fuego se propagaba ya a la pared del almacén, donde cien años de polvo y de madera vieja prendían más deprisa que la gasolina causante del incendio.

Dale corrió al camino de entrada y recobró su bici, que se había librado milagrosamente del camión cuando éste daba marcha atrás cerca de ella, enderezó el manillar y saltó sobre el sillín mientras corría. Lawrence pasó a toda velocidad, persiguiendo al camión a pesar de que iba desarmado. Mike y Harlen montaron en sus bicicletas y pedalearon, pasando por delante del elevador, que ardía ya hasta el segundo piso.

– ¡Cruzaremos por el bosque! -gritó Mike, girando a la izquierda y metiéndose entre los árboles, atajando por el camino cubierto de hierba que iba desde el elevador de grano hasta la Dump Road. Imaginó que el camión doblaría a la izquierda en Dump Road para volver por la vía del tren hacia la estación y la ciudad; pero, cuando salieron al estrecho camino enarenado desde los matorrales y la alta hierba, pudieron ver el camión a cien metros delante de ellos, dirigiéndose al norte, hacia el vertedero. Todavía brotaban llamas y humo negro del traqueteante vehículo.

Los muchachos bajaron la cabeza y se concentraron en ir más deprisa que nunca, con las bicicletas saltando en los baches y chocando contra las piedras de los carriles gemelos.

Mike iba delante y alcanzó al camión de recogida de animales muertos al llegar a la zona más ancha donde habían vivido los Cooke y otra familia pobre. Las dos barracas parecían abandonadas.

Mike consiguió sacar una botella, sostenerla con la mano izquierda contra el manillar y sacar también el encendedor, mientras rodaba junto al camión.

El cañón de un rifle asomó por la ventanilla del conductor.

Mike frenó, resbaló y pedaleó con fuerza para ponerse detrás del camión y después a su derecha, al entrar en los últimos cien metros del camino del vertedero. Dale, Lawrence, Kevin y Harlen siguieron en fila india detrás de él.

Mike pudo ver por segunda vez la cara larga de Karl Van Syke, con una sonrisa de maníaco entre las llamas y el humo que brotaban del capó. Levantó de nuevo el rifle, y en ese momento Mike arrojó la botella ya encendida a través de la ventanilla del lado del pasajero.

La explosión hizo saltar lo que quedaba del parabrisas. El calor obligó a Mike a ponerse detrás del camión, y lo que allí vio casi le hizo soltar su Schwinn en la cuneta.

El cuerpo muerto de la vaca, o del caballo, o de ambos, hinchados de metano y otros gases de descomposición, estallaron…, lanzando llamas y trozos de carne podrida y ardiendo dentro de los bosques de ambos lados.

Pero eso no fue lo que hizo que Mike se quedara boquiabierto.

Cuerpos que habían sido humanos, ahora pardos y en descomposición, parecían retorcerse y tirar unos de otros al ser envueltos por las llamas. Eran como moradores de algún cementerio evacuado que tratasen de ponerse de rodillas y en pie, pero que no encontrasen músculos, tendones o huesos que los sostuvieran. Aquellas cosas pardas se debatían y retorcían, cayendo unas encima de otras, mientras todo el montón de cadáveres empezaba a arder.

El camión en llamas no redujo la marcha al llegar a la puerta de madera del vertedero. Las tablas se partieron con un ruido que parecía de disparos de rifle, y el camión entró saltando sobre las rodadas y el suelo irregular, perseguido por cinco bicicletas.

Llegó hasta los montones de desperdicios, neumáticos viejos, sofás reventados, Modelos T herrumbrosos y materias orgánicas en fermentación, y entonces giró a la izquierda y se detuvo en el borde de un hoyo de doce metros, en la parte del barranco que todavía no había sido llenada. Los muchachos se detuvieron a diez metros detrás de él, esperando que diese la vuelta y los atacase.

Pero no lo hizo. Las llamas habían envuelto ahora la cabina y la caja del camión; los listones de la parte de atrás eran franjas paralelas de fuego.

– Nada podría conservar la vida en ese infierno -murmuró Kevin, mirando boquiabierto.

Como si el conductor le hubiese oído, se abrió la portezuela de su lado y Karl Van Syke saltó al suelo, con el mono chamuscado y humeando, la cara manchada de hollín y de sudor, y los brazos enrojecidos. Sonreía, casi de oreja a oreja, empuñando un rifle de largo alcance.

Todos los muchachos miraron a su alrededor y levantaron los pies hacia los pedales de las bicis, pero el refugio más próximo, un campo de maíz a su izquierda, estaba a dieciocho o veinte metros de distancia. Y había casi cien metros hasta la entrada del vertedero y la orilla del bosque.

– ¡Todo el mundo al suelo! -gritó Mike, dejando caer la bicicleta delante de él y tratando de protegerse con los montones de tierra.

Los otros cuatro muchachos se tumbaron de bruces, arrastrándose hacia cualquier neumático podrido o bidón oxidado que pudiesen ofrecerles protección.

Harlen tenía su 38 en la mano, pero no disparó; la distancia era excesiva para la pistola de cañón corto.

Van Syke se apartó dos pasos del vehículo en llamas, levantó el rifle y apuntó cuidadosamente a la cara de Mike O'Rourke.

Durante aquella confusión, una pequeña figura, acompañada de dos perros, había subido al montón más alto de basura. Entonces soltó las correas y dijo «¡A por él!», con una voz sorprendentemente suave.

Van Syke miró a su izquierda en el momento en que el primer perro, el doberman llamado Belcebú, cubría los últimos seis metros de terreno. Hizo girar el rifle y disparó, pero el enorme y pardo animal había saltado ya, chocó contra el pecho del hombre y los dos fueron a parar dentro de la inflamada cabina del camión. Entonces se acercó Lucifer, gruñendo y saltando contra las piernas de Van Syke, que estaba pataleando.

Mike sacó el arma de Memo de la bolsa, vio que Kevin desprendía la 45 de su padre del cinturón, y los cinco muchachos corrieron hacia delante mientras Cordie bajaba del montón de basura.

Una pierna de Van Syke se enganchó en la ventanilla medio abierta de la portezuela y la cerró sobre él y el perro. Cordie y Mike seguían avanzando, pero en aquel instante se inflamó el depósito de gasolina de debajo del camión produciendo un hongo perfecto de llamas que se elevó veinticinco metros en el aire. Mike y la muchacha fueron levantados del suelo y arrojados lejos, y el pastor alemán llamado Lucifer fue a caer, chamuscado y gimiendo, a sus pies. Belcebú estaba todavía en la cabina; Dale y Lawrence agarraron a Mike y a Cordie y los arrastraron hacia atrás, observando cómo las dos oscuras sombras seguían debatiéndose en el torbellino de llamas anaranjadas.

Entonces cesó todo movimiento y ardió el camión, llenando el aire con el hedor a caucho fundido y a algo mucho peor.

Los seis chiquillos se quedaron a casi treinta metros de distancia, empujados atrás por el terrible calor, resguardándose los ojos húmedos y mirando fijamente. Una sirena sonó a través del bosque, en algún lugar próximo al elevador de grano. Otra sirena se dejó oír en la Dump Road.

Cordie estaba llorando mientras acariciaba al otro perro, que había perdido la mayor parte de su pelo.

– Encontrasteis mi escondite, ¿no? -dijo Cordie entre sollozos-. No podíais dejarme en paz, ¿verdad?

Harlen empezó a protestar, diciendo que no sabían que viviera en el maldito vertedero, pero Mike le impuso silencio, apoyando una mano en su pecho, y dijo:

– ¿Hay otro camino para salir de aquí? Tenemos que marcharnos antes de que lleguen los camiones de los bomberos.

Cordie señaló hacia el maíz.

– Si volvéis por la vía del tren, os verán; cruzad el campo de Meehans, y antes de un kilómetro llegaréis a Oak Hill Road, a unos cuatrocientos metros por encima de Grange Hall. Podéis seguirla hasta Hard Road.

Mike asintió con la cabeza imaginándose el mapa. Corrieron hacia la valla de alambre espinoso, arrojaron las bicis por encima de ella y empezaron a trepar.

– ¿No vienes con nosotros? -gritó Dale a Cordie. Las sirenas sonaban ahora más cerca. La muchacha del vestido holgado y sucio había subido al montón de basura, llevando su perrazo.

– No. Seguid vosotros. -Se volvió y escupió en dirección a la hoguera en que se había convertido el camión de recogida de animales muertos-. Al menos ese canalla ha muerto -añadió, y desapareció detrás del montón de desperdicios y neumáticos viejos.

Los muchachos metieron sus bicis en el campo de maíz en el momento en que el primer camión de los bomberos y su séquito de vehículos cruzaban la destrozada puerta.

No era fácil empujar las bicis durante casi un kilómetro de suelo blando, entre hileras de plantas de maíz de más de dos metros de altura y con una separación de poco más de un palmo; pero lo hicieron.

Cuando llegaron a Oak Hill Road y giraron hacia el sur, pedaleando y dejando atrás el viejo Old Grange Hall, donde Mike y Dale habían asistido en otros tiempos a las reuniones de los Boy Scouts, la nube de humo negro se elevaba todavía, alta y espesa, sobre el vertedero, hacia el nordeste.

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