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El atentado contra la vida de Duane McBride fue el tema de una acalorada discusión durante más de media hora; pero después los muchachos perdieron su interés por el tema y fueron a jugar a béisbol. Mike aplazó la reunión de la Patrulla de la Bici hasta después de que terminara el juego o de que al fin viniese Duane a la ciudad.

El campo de béisbol de la ciudad estaba detrás de las casas de Kevin y de Dale, y para llegar allí la mayoría de los muchachos saltaban la valla de los Stewart, donde el grueso poste tenía un travesaño en diagonal. Esto convertía el camino de entrada de los Stewart y el lado occidental de su largo patio en una vía pública para los muchachos, cosa que a Dale y a Lawrence les parecía muy bien porque su casa se convertía en constante lugar de reunión para los muchachos de todo el pueblo. Tampoco era un inconveniente que la madre de Dale fuese una de las pocas mujeres a quienes no importaba la presencia de montones de muchachos; en realidad, incluso les obsequiaba con bocadillos, refrescos y otras golosinas.

Este día el partido empezó con pocos jugadores: Kevin y Dale contra Mike y Lawrence durante la primera hora, turnándose el lanzador; pero a la hora de comer se les unieron Gerry Daysinger y Bob McKown, Donna Lou Perry y Sandy Whittaker (Sandy bateaba bien pero lanzaba como una chica; sin embargo era amiga de Donna Lou, y ambos equipos querían a Donna Lou). Después comparecieron algunos de los chicos del barrio más lujoso de la población: Chuck Sperling, Digger Taylor, Bill y Barry Fussner, y Tom Castanatti. Otros muchachos habían oído el ruido o visto la muchedumbre, y a primera hora de la tarde estaban en el tercer partido y jugando con equipos completos y jugadores turnándose en el banquillo.

Chuck Sperling quería ser capitán -siempre quería serlo; su padre dirigía el único equipo de Pequeña Liga de Elm Haven, de modo que Chuck podía ser capitán además de lanzador, aunque no lanzaba tan bien como Sandy Whittaker-, pero fue derrotado. Mike fue primer capitán cuando eligieron para el cuarto partido, y Castanatti, un muchacho rollizo y tranquilo que tenía el mejor bate de la ciudad -era un buen bateador, pero sobre todo poseía el mejor bate, un hermoso Louisville Slugger de fresno que le había dado a su padre un amigo del equipo White Sox de Chicago-, fue el segundo elegido.

Mike escogió en primer lugar a Donna Lou, y a nadie le importó. Había sido la mejor lanzadora de la ciudad desde que todos podían recordar. Y si la Pequeña Liga hubiese permitido que participasen las muchachas, la mayoría de los chicos del equipo, o al menos los que no temían al padre de Chuck Sperling, le habrían pedido que la dejase lanzar para que pudiesen ganar algún partido.

La selección de equipos hizo que, más o menos, el norte de la población, el barrio de Dale, que era el más pobre, jugase contra el sur, y aunque los uniformes eran iguales, tejanos y camiseta blanca de manga corta, podían distinguirse unos de otros por los guantes: Sperling y sus compañeros del sur jugaban con guantes de béisbol nuevos y relativamente grandes, mientras que Mike y los suyos lo hacían con guantes que ya habían usado sus padres. Los viejos no tenían realmente bolsas; parecían más bien guantes ordinarios -a diferencia de las almohadilladas maravillas de cuero que usaban Sperling y Taylor- y al atrapar las pelotas rápidas les dolían las manos; pero a los chicos no les importaba. Era parte del juego, como los arañazos y las contusiones que sufrían al pasar un día en el campo de béisbol. Ninguno de los chicos jugaba nunca a softball, salvo cuando la señora Doubbet o alguna otra vieja bruja insistía en ello en el colegio, e incluso entonces pasaban al juego duro prohibido en cuanto volvía la espalda la maestra.

Pero ahora nadie pensó en las maestras cuando apareció la señora Stewart con una cesta de bocadillos de salchichón y de cacahuetes con mantequilla y gelatina, y una nevera de refrescos; los muchachos hicieron una pausa, aunque sólo estaban en el segundo inning y volvieron al juego.

El cielo seguía estando gris, aunque hacía una temperatura de unos treinta y cinco grados y la incómoda humedad resultaba molesta. Pero esto no constituía un obstáculo para los muchachos. Gritaban y jugaban, bateaban y corrían, se agitaban en los bancos, volvían al campo y discutían sobre los turnos o los que habían mantenido demasiado tiempo su posición; pero en general, estaban más bien avenidos que la mayoría de los equipos de la Pequeña Liga. Se gastaban bromas, como cuando Sperling insistió en lanzar y cedió en cinco carreras en el cuarto inning, y eran frecuentes las chanzas, pero los chicos y las dos muchachas se tomaban en serio el béisbol y lo jugaban con la muda concentración y perfección de un poema.

Era el rico sur contra el norte de la baja clase media, aunque ninguno de los chicos se daba cuenta de ello, y empezaron los del norte. Castanatti bateó bien y consiguió cuatro de las seis carreras de su equipo en el primer juego, pero Donna Lou burló a la mayoría de los otros bateadores, y Mike, Dale y Gerry Daysinger tuvieron un buen día, marcando al menos cuatro carreras cada uno. Al final del segundo juego, el equipo de Mike había ganado por 15 a 6 y 21 a 4. Entonces cambiaron de jugadores y empezaron el tercer juego.

Probablemente no habría ocurrido nada si Digger Taylor, McKown y otros dos muchachos no hubiesen acabado jugando todo este tiempo en el equipo de Donna Lou. Eran tres innings, ella había lanzado en veintiún innings seguidos y tenía el brazo tan fuerte como siempre cuando eliminó a Chuck Spérling por milésima vez, y el equipo de Mike trotó hacia el banco. Lawrence fue el primero en levantarse, y los demás se reclinaron contra los alambres de la valla del fondo y alargaron las piernas: diez elementos iguales con tejanos desvaídos y camiseta blanca de manga corta. Sandy se había cansado de jugar y había abandonado cuando llegaron Becky Cramer y dos de sus amigos: Donna Lou era la única chica que quedaba.

– Es una lástima que no podamos distinguir los equipos -dijo Digger Taylor.

Mike se enjugó el polvoriento sudor de la frente con la camiseta.

– ¿Qué quieres decir?

Taylor se encogió de hombros.

– Quiero decir que es una lástima que todos parezcamos iguales. Los dos equipos, naturalmente.

Kevin carraspeó y escupió con su característico estilo remilgado.

– ¿Crees que necesitamos uniformes o algo parecido?

La idea era descabellada. El equipo de la Pequeña Liga de la ciudad tenía sólo camisetas sin numerar, y la insignia se desvanecía después de una docena de lavados.

– No -dijo Taylor-. Sólo pensaba en camisetas y pieles.

– Ah, sí -dijo Bob McKown, un muchacho que vivía en una destartalada casa de cartón alquitranado próxima a la destartalada casa de cartón alquitranado de Daysinger-. De todos modos, tengo demasiado calor. -Se quitó la camiseta de manga corta-. ¡Eh, Larry! -gritó a Lawrence-. ¡Ahora somos de la misma piel! ¡Quítate la camiseta o vete del campo!

Lawrence miró con irritación al muchacho mayor por haber empleado el nombre prohibido, pero se quitó la camiseta de talla siete y salió a batear. La flaca y pequeña espina dorsal sobresalía de la pálida piel de la espalda, como escamas de un estegosaurio en miniatura.

– ¡Sí que hace calor! -gritó uno de los gemelos Fussner, y ambos se quitaron las camisetas.

Los dos tenían barriguitas abultadas.

McKown se golpeó el pecho desnudo y se volvió a Kevin, que estaba sentado a su lado.

– ¿Te quitas la camiseta o te pasas al otro bando?

Kevin se encogió de hombros y se quitó la camiseta, doblándola junto a él en el banco. Tenía unas pecas pálidas en el pecho hundido

Daysinger fue el siguiente, y dio la nota al arrojar su camisa sobre la valla de atrás. Se quedó enganchada en lo alto, a cuatro metros de altura, y los muchachos del campo se mondaron de risa. Un chico de diez años llamado Michael Shoop, que era un alborotador en el colegio y un desastre en el campo de béisbol, estaba sentado junto a él; se despojó de la camiseta gris y consiguió colgarla junto a la de Daysinger en lo alto de la valla. Fue el primer buen lanzamiento que le había visto hacer Dale en todo el día.

Mike O’Rourke fue el siguiente. Pareció ligeramente disgustado, pero se quitó la camiseta. Tenía la piel tostada y los músculos bien marcados.

Dale Stewart fue el siguiente. Se había quitado ya la gorra de lana y agarrado el borde inferior de su camiseta antes de darse cuenta de quién venía después. Se detuvo un momento. Donna Lou era la última del banco. No le miraba; no parecía mirar a nadie. Llevaba unas bambas sucias, tejanos descoloridos y camiseta blanca de manga corta. Aunque la camiseta era más holgada que la mayoría de las de ellos, Dale percibió las curvas a través de ella. El cuerpo de Donna Lou se había desarrollado durante el invierno -el verano anterior la camiseta estaba tirante y lisa como las otras del equipo- y aunque no eran precisamente voluminosos, los pechos se notaban de pronto.

Dale vaciló un segundo. No sabía exactamente por qué, ya que la camiseta de Donna Lou no era su problema, pero tenía la impresión de que algo no andaba del todo bien. Había jugado a béisbol con Mike, Kevin, Harlen, Lawrence y ella en todos estos años, no con aquellos pelmazos que ahora estaban en el banco Y en el campo

– ¿De qué tienes miedo? -le gritó Chuck Sperling desde la primera base, donde había sido degradado-. ¿Tienes algo que ocultar, Stewart?

– ¡Sí, vamos! -gritó Digger Taylor, desde el otro extremo del banco-. Somos los pieles, Stewart.

– Cállate -dijo Dale.

Pero sintió el calor del rubor en las mejillas y detrás de las orejas. En parte para disimularlo, se quitó la camiseta. El aire era cálido, pero sentía la piel fría y pegajosa. Se volvió a mirar a Donna Lou Perry.

Ésta miró al fin a los demás. Lawrence había bateado y ahora se detuvo junto al extremo del banco. Era todo costillas y polvo, con las muñecas y el cuello cómicamente más oscuros que el torso, cuando se detuvo con el bate sobre el hombro y el ceño fruncido ante el súbito silencio. Nadie se levantó para entrar en el círculo. Ninguno de los del campo hizo el menor ruido. El banco estaba en silencio, con todas las cabezas vueltas hacia Donna Lou. Estaban sentados allí Taylor, Kevin, Bill, Barry, McKown, Daysinger, Michael Shoop, Mike y Dale, nueve juegos de tejanos, bambas y torsos desnudos.

– Vamos -dijo Digger Taylor a media voz. Había algo extraño en su tono-. Somos pieles, Perry. Quítate eso.

Donna Lou le miró fijamente.

– Sí -dijo Daysinger. Dio un codazo a Bob McKown-. Vamos, Donna Lou. ¿Estás o no con el equipo?

Llegó una ráfaga de viento desde el centro del campo y levantó una nubecilla de polvo más allá de Castanatti, en el montículo del lanzador. El no se movió. Nadie dijo nada en el campo.

– Vamos -dijo Michael Shoop, con aquella voz que parecía el zumbido de un insecto-, date prisa, antes de que te sancionen por pérdida de tiempo.

Nadie le corrigió observando que confundía el reglamento del fútbol con el del béisbol. Nadie dijo nada. Dale estaba tan cerca de Donna Lou que su codo casi tocaba el de ella -lo había tocado sin advertirlo un momento antes-, y de pronto la miró a los ojos y se dio cuenta de que eran azules y se estaban llenando de lágrimas. Tampoco ella decía nada; sólo estaba sentada allí, con su viejo guante de primera base todavía en la mano derecha, y con la izquierda -la que usaba para lanzar- contraída en un puño débil en el centro de aquél.

– Vamos, Perry, date prisa -dijo Digger. Ahora su voz tenía otro tono, más duro, más malicioso-. Quítatela. No nos importa lo que haya debajo. Ahora somos pieles. O estás con nosotros o te vas del equipo.

Donna Lou siguió sentada allí durante unos instantes de un silencio tan profundo que Dale podía oír el susurro de los maizales al norte de ellos. En alguna parte, muy arriba, un halcón lanzó un grito suave. Dale pudo ver las pecas en el puente de la naricita de Donna Lou, el sudor de su frente, a la sombra de la gorra de lana azul, y los ojos… muy azules y muy brillantes que le miraban, al igual que a Mike y a Kevin. Dale percibió una pregunta o una súplica en aquella mirada, pero no supo exactamente qué era.

Digger Taylor iba a decir algo más, pero cerró la boca al levantarse la muchacha.

Donna Lou permaneció allí de pie un segundo; después fue a buscar su pelota y su bate donde los había dejado, junto a la valla. Y se marchó. Sin mirar atrás.

– ¡Mierda! -dijo Chuck Sperling desde la primera base, y dirigió una sonrisa afectada a su amigo Taylor.

– Sí -dijo Digger con una sonrisa-. Pensé que hoy íbamos a ver unas lindas tetitas.

Michael Shoop y los gemelos Fussner se echaron a reír.

Lawrence miró a su alrededor, frunciendo el ceño y sin acabar de comprender.

– ¿Ha terminado el partido?

Junto a Dale, Mike se levantó y se puso la camiseta.

– Sí -dijo, con un tono de voz cansado y de disgusto-. Ha terminado.

Cogió el guante, el bate y la pelota y se dirigió hacia la valla de detrás de la casa de Dale.

Dale se quedó allí sentado, con una sensación extraña, de excitación y de tristeza al mismo tiempo, como si se hubiese quedado sin aliento. Sentía también como si hubiese ocurrido algo importante que le había pasado inadvertido, algo que había pasado de largo junto a él y junto a Lawrence, pero que le había producido una impresión otoñal, de terminación, como cuando acababa la feria de los Viejos Colonos en agosto y seguía adelante, dejando tan sólo la temida reanudación del curso escolar. Sintió un poco de ganas de reír y un poco de ganas de llorar, sin saber cuál era la causa de ambas emociones.

– ¡Marica! -gritó Digger Taylor a Mike.

Mike no se volvió. Arrojó sus trastos por encima de la valla, se agarró al poste, saltó con facilidad por encima del vallado, recogió sus cosas y cruzó el patio para desaparecer en la sombra de los olmos cerca del camino de entrada de la casa de Dale.

Dale permaneció sentado, esperando una pausa entre los innings para decirle a Lawrence que tenían que irse a casa, aunque todavía no era la hora de comer. El cielo se había puesto de un gris más oscuro y monótono, ocultando el horizonte en una neblina y absorbiendo la luz de la tarde. El juego prosiguió.


Anochecía cuando vino Duane.

Dale había comido ya y estaba tumbado en su cama, en el piso de arriba, leyendo una vieja historieta de Scrooge McDuck bajo la luz menguante, dándose apenas cuenta de la llegada del crepúsculo y del rico aroma de césped recién segado en la brisa, cuando Mike le llamó desde el jardín de delante.

– ¡Oooeee!

Dale saltó de la cama e hizo bocina con las manos.

– ¡Eeeooo!

Bajó corriendo la escalera, cruzó la puerta de la entrada y saltó sobre los cuatro escalones del porche.

Mike estaba plantado allí, con las manos en los bolsillos.

– Duane está en el gallinero.

Mike no había traído su bici, por lo que Dale dejó la suya en el patio lateral. Ambos bajaron trotando por Depot Street.

– ¿Dónde está Lawrence? -preguntó Mike, mientras corría.

Respiraba con naturalidad.

– Fue a dar un paseo con mamá y la señora Moon.

Mike asintió con la cabeza. La señora Moon tenía ochenta y seis años, pero todavía le gustaba dar un paseo al anochecer. La mayoría de las personas del barrio se turnaban para acompañarla cuando su hija, la señorita Moon, la bibliotecaria, no podía hacerlo.

El jardín de atrás de la casa de Mike era una masa de sombras proyectadas por los grandes robles y olmos a lo largo de la calle, y los manzanos de detrás de la casa. Centelleaban luciérnagas en el borde del jardín de veinte áreas del señor O'Rourke. El gallinero resplandecía blanco en la penumbra, con la puerta formando un rectángulo

Negro. Dale entró antes que Mike y dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad.

Duane estaba allí, junto al vacío aparato de radio. Kevin yacía en el sofá y su camiseta blanca resplandecía de un modo extraño. Dale miró a su alrededor buscando a Harlen, antes de recordar que su amigo estaba en el hospital.

Dale se inclinó para recobrar aliento, mientras Mike se plantaba en el centro de la habitación.

– Es mejor que Lawrence no esté aquí -dijo Mike-. Lo que tiene que contar Duane es bastante misterioso.

– ¿Estás bien? -preguntó Dale al robusto muchacho-. ¿Cómo has venido a la ciudad?

– El viejo ha venido para ir a la taberna de Carl -dijo Duane, ajustándose las gafas. Parecía todavía más distraído que de costumbre-. Es la pura verdad -siguió diciendo-. El camión de la basura hoy ha tratado de matarme.

Su voz era suave y tranquila como de costumbre, pero a Dale le pareció advertir en ella una ligera tensión.

– Siento lo de Witt -dijo Dale-. Lawrence también lo siente.

Duane asintió de nuevo con la cabeza.

– Cuéntales lo del soldado -dijo Mike.

Duane les contó el regreso de su padre en la noche del sábado, o mejor dicho, en la madrugada del domingo, cuando había recogido en la carretera a un joven de extraño uniforme, que hacía autoestop.

Kevin cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Bueno, ¿y qué hay de misterioso en esto?

Mike dijo que el mismo joven le había seguido por jubile College Road la noche anterior.

– Era como un fantasma -concluyó-. Yo empecé a correr…, soy un corredor bastante bueno…, pero no sé cómo, aquel hombre casi mantenía la distancia andando. Por fin le adelanté en quince o veinte metros, pero cuando me volví, junto a la torre del agua, no pude verle por ninguna parte.

– ¿Estaba oscuro? -preguntó Dale.

– Aproximadamente como ahora. No tanto como para que no pudiese verle un momento antes. Incluso retrocedí hasta el recodo de la carretera, pero ésta estaba desierta en todo el trecho por el que yo había venido.

Kevin empezó a tararear el tema musical del nuevo programa de televisión llamado The Twilight Zone.

Dale se sentó en el desvencijado sillón de debajo de la estrecha ventana.1

– El hombre se debió de esconder en el campo, entre el maíz.

– Sí -dijo Mike-, pero ¿por qué? ¿Qué estaba haciendo?

Les habló del agujero que había visto en el cuarto de herramientas detrás del cementerio del Calvario.

Kevin se incorporó.

– ¿Forzaste la puerta?

– Sí. Pero ésa no es la cuestión.

Kevin silbó entre dientes.

– Lo será, si Congden o Barney se enteran.

Mike se metió de nuevo las manos en los bolsillos. Parecía tan distraído como Duane y mucho más malhumorado que él.

– Barney es un buen hombre, pero Congden me parece un cretino. Ya le habéis visto hoy con el padre de Duane. A mí me parece que mentía en lo de Van Syke.

Dale se inclinó hacia delante.

– ¿Que mentía? ¿Por qué?

– Porque está con ellos -dijo Mike-. O les ayuda.

– ¿Con quiénes? -preguntó Kevin.

Mike se dirigió a la puerta y miró al exterior, sin sacar las manos de los bolsillos. La oscuridad de fuera era algo menos densa que la de dentro y recortaba su silueta en el umbral.

– Con ellos -dijo-. Con el doctor Roon. Y Van Syke. Y probablemente con la vieja Double-Butt. Con los autores de todo esto.

– Y el soldado -dijo Dale.

Duane carraspeó.

– El uniforme era igual que el que llevaban los doughboys durante la Primera Guerra Mundial.

– ¿Qué es un doughboy? -preguntó Mike.

Dale y Duane le dijeron que era un soldado de Infantería.

– ¿Y cuándo fue aquella guerra? -preguntó Mike, aunque ya lo sabía por los relatos de Memo.

Duane se lo dijo.

Mike se volvió en la puerta y golpeó la jamba.

– Magnífico. ¿Y qué está haciendo por aquí un tipo vestido como un soldado de la Primera Guerra Mundial?

– Tal vez dando un paseo cerca del lugar donde reside -dijo Kevin, en tono burlón.

– ¿Y cuál es? -preguntó Dale.

– El cementerio.

Kevin había pretendido hacer una broma, pero la oscuridad era demasiado densa y la muerte del perro de Duane demasiado reciente. Nadie dijo nada durante un rato.

Por fin, Mike rompió el silencio.

– ¿Sabéis algo acerca de Harlen?

– Sí -dijo Kevin-. Mamá estuvo en Oak Hill esta tarde y vio a su madre. Estaba comiendo en el drugstore de delante del hospital y dijo a mamá que Harlen todavía está inconsciente. Tiene el brazo hecho polvo y muchas fracturas conminutas.

– ¿Tan grave está? -preguntó Dale, dándose cuenta mientras hablaba de lo estúpida que era su pregunta.

Mike asintió con la cabeza. Tenía más medallas de primeros auxilios en los Boys Scouts que todos los que conocía Dale.

– Fractura conminuta quiere decir que el hueso se rompe en varios trozos. Es probable que atravesase también la piel.

– Ah, sí -dijo Kevin, y Dale se sintió un poco mareado al pensarlo.

– La conmoción es probablemente lo más grave -siguió diciendo Mike-. Si Harlen está todavía inconsciente, debe de estar realmente mal.

Hubo otro silencio. Un ratón o una musaraña hicieron un ruidito de carreras debajo de las tablas. La habitación estaba ahora tan oscura que Dale sólo podía ver las siluetas de los otros chicos, con la camiseta de Kevin reluciendo como nunca y la oscura camisa de Duane siendo una sombra más entre las sombras, y ahora había más luciérnagas visibles delante de la puerta y de las ventanas, brillando como ascuas en la oscuridad. Como ojos.

– Mañana iré a Oak Hill -dijo al fin Duane-. Veré cómo está Jim y os informaré del resultado.

La camiseta de manga corta de Kevin se movió en la penumbra.

– Podríamos ir todos.

– No -dijo Duane-. Vosotros tenéis cosas que hacer aquí, ¿no os acordáis? ¿Has seguido tú a Roon?

La última pregunta iba dirigida a Kev.

– He estado ocupado -gruñó Grumbacher.

– Bueno -dijo Duane-, todos lo hemos estado. Pero creo que deberíamos hacer lo que convinimos en la Cueva el sábado. Están ocurriendo cosas muy extrañas.

– Tal vez Harlen vio alguna cosa -dijo Dale-. Le encontraron en el contenedor de basura de detrás de Old Central. Tal vez estaba siguiendo a la vieja Double-Butt o algo así.

– Tal vez -convino Duane-. Mañana trataré de averiguarlo. Mientras tanto, sería conveniente que alguien vigilase a la señora Doubbet hasta que Jim se recobre.

– Yo lo haré -dijo Dale, sorprendiéndose él mismo al ofrecerse como voluntario.

La sombra de Mike dijo desde la puerta:

– Yo no encontré a Van Syke en el cementerio, pero lo pillaré mañana.

– Ten cuidado -dijo Duane-. Yo no le vi bien en el camión, pero estoy casi seguro de que era él quien lo conducía.

Los muchachos pidieron más detalles del reciente desastre. Duane lo resumió lo mejor que pudo.

– Ahora tengo que irme -dijo al fin-. No quiero que el viejo beba demasiado en casa de Carl.

Los otros tres rebulleron inquietos, alegrándose de la oscuridad.

– ¿Puedo contar todo esto a Lawrence? -preguntó Dale.

– Sí -dijo Mike-. Pero no le asustes demasiado.

Dale asintió con la cabeza. La sesión había terminado y todos eran esperados en alguna otra parte, aunque nadie parecía querer marcharse de allí. Uno de los gatos de los O'Rourke entró, saltó sobre las rodillas de Dale y se enroscó, ronroneando.

Kevin suspiró.

– Nada de esta mierda tiene sentido.

Kevin casi nunca empleaba palabrotas.

Los otros no dijeron nada, reunidos allí unos momentos más en la oscuridad. Todos estaban de acuerdo en guardar silencio.


Aquella noche, Mike O'Rourke permaneció despierto en la cama, contando las luciérnagas a través de la ventana. El sueño era como un túnel, y no tenía intención de meterse en él.

Algo se movió en el jardín debajo del tilo. Mike se inclinó hacia delante, acercando la nariz al visillo y tratando de ver algo entre las hojas y los aleros del pequeño porche de la entrada.

Alguien había salido de la espesa sombra del árbol de cerca de la ventana de Memo, dirigiéndose hacia la carretera. Mike aguzó el oído para percibir las pisadas sobre el asfalto o el crujido de la grava en los bordes; pero lo único que oyó fue el sedoso susurro de las panojas de maíz.

Sólo había sido un vistazo, pero Mike había visto la sombra redonda de la copa de un sombrero. Demasiado redonda para ser un sombrero de cowboy. Más bien parecía de Boy Scout.

O el de campaña que había dicho Duane que llevaba el soldado al que había llamado doughboy.

Mike seguía en la cama junto a la ventana, palpitándole todavía el corazón, combatiendo el sueño como a un enemigo al que había que tener a raya.

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