El viejo tuvo que ir el jueves a la casa del tío Art para buscar algunos documentos, y Duane le acompañó a pesar de que a su padre le inquietaba tenerle allí.
El viejo estaba nervioso e irritable, visiblemente a punto de recaer peligrosamente. Duane sabía que se había aguantado tanto tiempo por amor a su hermano y por la necesidad de no desacreditarse delante de la familia.
La angustia del viejo se debía en parte a su indecisión sobre lo que había que hacer con las cenizas del tío Art. Se había quedado horrorizado cuando los de la funeraria le habían dado la pesada y adornada urna que había viajado con ellos desde Peoria, como un silencioso y desagradable pasajero.
El miércoles por la tarde, después de cenar y antes de que le llamase Dale Stewart, Duane había ido a mirar dentro de la urna. El viejo había entrado en la habitación en aquel momento, encendiendo su pipa.
Duane había soltado la tapa.
– Uno pensaría que cuando se mete un cuerpo en un horno a una temperatura próxima a la de la superficie del sol -había dicho su padre- no queda nada, salvo ceniza y recuerdos. Pero los huesos son muy persistentes.
Duane se había sentado en un sillón cerca de la chimenea que raras veces se utilizaba. De pronto, había sentido pesadas y al mismo tiempo débiles las piernas.
– Los recuerdos también son persistentes -había dicho él, preguntándose por qué había elegido un tópico.
El viejo había gruñido.
– No sé dónde coño arrojar eso. Pensándolo bien, es una costumbre bárbara.
Duane había mirado la urna.
– Creo que lo que suele hacerse es desparramar las cenizas en algún lugar que ha sido importante en la vida de la persona -dijo a media voz-. En algún lugar donde fue feliz.
El viejo gruñó de nuevo.
– Ya sabes que Art dejó un testamento, Duane. Pero no dijo dónde quería que arrojase sus cenizas. En algún sitio donde fue feliz…
Dejó la frase sin terminar y dio una chupada a la pipa
– La gran sala de lectura de la Biblioteca de Bradley sería un buen sitio.
El viejo soltó una carcajada.
– Esto también le hubiera hecho reír a Art. -Se quitó la pipa de los labios y miró a lo lejos durante un momento-. ¿Alguna otra idea?
– Le gustaba pescar en el Spoon.
Duane sintió de nuevo las contracciones del dolor atenazando su garganta y su corazón. Fue a la cocina para beber un vaso de agua. Cuando volvió, el viejo estaba sacudiendo las cenizas de la pipa apagada en el hogar. Las cenizas.
– Tienes razón -dijo de pronto el viejo-. Probablemente aquél era el sitio donde disfrutaba más. Él y yo solíamos ir a pescar allí incluso antes de que Art se trasladase de Chicago. A ti también te llevaba muchas veces, ¿no?
Duane asintió con la cabeza y bebió un sorbo de agua para no tener que hablar.
Precisamente entonces había llamado Dale por teléfono y cuando Duane regresó, el viejo se había metido en su taller para trajinar con la máquina de aprender Mark V.
Habían ido al río después mismo de salir el sol, cuando los peces producían grandes ondas al subir a la superficie para comer, haciendo que Duane lamentase no haber traído la caña. No fue una verdadera ceremonia; el viejo sostuvo la urna en alto durante un momento, como reacio a verter su contenido, y entonces, al iluminar el sol los cipreses y los sauces encima de ellos, esparció las cenizas, golpeando el fondo de la urna hasta que hubieron caído los últimos restos.
Los huesos produjeron pequeños chasquidos que atrajeron a varios bagres y al menos a una perca, según pudo ver Duane en el agua poco profunda de cerca de la orilla. Las cenizas permanecieron unidas al principio, formando una película gris que siguió la corriente y girando alrededor de los obstáculos que Duane conocía tan bien de pescar allí durante años. Entonces las arrastró la corriente más rápida río abajo en dirección al puente, y la película gris fue desgarrada y sumergida, mezclándose con las aguas del río.
Duane arrojó una piedra, recordando las veces que lo había hecho cuando era pequeño y estaba aburrido, asustando probablemente a todos los peces que tío Art estaba tratando de capturar. Su tío no se había quejado nunca.
Entonces se limpió las manos y siguió el sendero de la empinada ribera en dirección a la camioneta observando mientras subía lo mucho que había adelgazado su padre en las últimas semanas, y lo arrugado y tostado por el sol que tenía el cogote. Con la mal afeitada barba gris, a Duane le pareció realmente viejo.
La casa del tío Art había perdido el olor del hombre y ahora sólo olía a humedad y a cerrado.
Mientras el viejo registraba los cajones y el archivador, Duane observaba disimuladamente viejos blocks de notas y el cesto de los papeles. Como el propio Duane, el tío Art había sido un empedernido tomador de notas, escritor de recordatorios y conservador de archivos.
¡Bingo! El papel arrugado en la papelera estaba tirado debajo de un envoltorio de puros y otros desperdicios. Probablemente había sido escrito el sábado por la noche, la noche antes del accidente.
1) La maldita Campana Borgia o Estela Reveladora o lo que sea ha sobrevivido, después de todo. Se menciona en la parte de El Libro de la Ley correspondiente a los Medici.
2) Sesenta años, seis meses y seis días. En el supuesto de que lo absurdo e imposible haya sido realidad, de que los sucesos de que habla Duane se deban a que la cosa ha sido «activada» después de tantos siglos, el sacrificio debió realizarse aproximadamente al empezar el siglo. Poco después de empezar el año 1900. Comprobarlo en la ciudad. Buscar personas que puedan recordarlo. No hables con Duane hasta que tengas alguna respuesta.
3) Crowley dice que la Campana, la Estela, usaba a la gente. Y que conjuraba «a gentes del Mundo Oscuro», sea éste lo que fuere. Vuelve a comprobar los relatos de «cosas en las calles de Roma», en los tiempos del papa Borgia, y la sección de los Medici.
4) Ponte al habla con Ashley-Montague. Hazle hablar.
Duane aspiró profundamente, dobló el papel, lo metió en el bolsillo de su camisa de franela y salió al porche. La hierba del jardín crecía sin orden ni concierto. Saltaban insectos. En alguna parte, a lo largo del borde del bosque, las cigarras cantaban con una fuerza que le mareaba un poco. Duane se sentó en la silla de metal, apoyó los pies en la baja barandilla y se quedó con la vista perdida, pensando. Hasta que salió el viejo al porche y se detuvo con la mano todavía apoyada en la puerta de tela metálica, no se dio cuenta de lo que debía parecer en aquella silla y en aquella posición…, de a quién debía parecerse.
El viejo había encontrado los documentos. Cerraron bien la casa, sabiendo que podían pasar semanas o incluso meses antes de que viniesen a limpiarla para la subasta.
Duane no miró atrás cuando echaron a andar por el camino.
Duane eligió a la señora Moon.
La madre de la bibliotecaria tenía más de ochenta años, había vivido siempre en Elm Haven y había residido en el otro lado de la calle, delante de Old Central, en la esquina sudeste de Depot y la Segunda Avenida, desde joven. Duane la conocía sólo ligeramente, sobre todo de verla con la señorita Moon en sus paseos, cuando iba al pueblo.
En cambio conocía bien a la señorita Moon. Duane tenía cuatro años cuando el tío Art le había llevado al pueblo para que le diesen una tarjeta de la biblioteca.
La señorita Moon había fruncido ligeramente el ceño, sacudiendo la cabeza y contemplando al rollizo chiquillo delante de su mesa.
– Tenemos muy pocos libros ilustrados, señor McBride. Y preferimos que los padres de…, bueno…, de los futuros lectores utilicen sus tarjetas cuando elijan libros para los pequeños.
El tío Art no había replicado. Cogió el volumen más próximo del estante y se lo tendió a Duane.
– Lee -le dijo.
– Capítulo Primero… Mi nacimiento -leyó Duane-. Estas páginas mostrarán si llegaré a ser el héroe de mi propia vida o si este papel será representado por otra persona. Para empezar mi biografía con el principio de mi vida, diré que nací (según me han informado y creo) un viernes a las doce de la noche. Se observó que el reloj empezaba a…
– Está bien -le había dicho el tío Art, devolviendo el libro a su estante.
La señorita Moon había fruncido el ceño, jugueteando con la cadena de sus gafas, pero había extendido una tarjeta para el préstamo de libros a nombre de Duane McBride. Durante años, aquella tarjeta había sido el bien más preciado de Duane, a pesar de que la señorita Moon le trataba siempre con una frialdad rayana en el resentimiento. Por último había definido su papel al limitar el número de libros que podía llevarse el gordinflón, reprendiéndole severamente cuando los devolvía con algún retraso. Pero el retraso no se debía a que se hubiera entretenido en la lectura, porque casi siempre había devorado el montón de libros durante los primeros días de volver a la casa de campo y después tenía que esperar semanas a que el viejo encontrase tiempo para llevarle de nuevo al pueblo.
Cuando estaba en el segundo curso, a Duane le había dado por las novelas de misterio de Nancy Drew, alternando las aventuras de la mujer detective con C.S. Forester y todo lo de Robert Louis Stevenson, y la señorita Moon le había comentado que los de Nancy Drew eran «libros de niñas», palabras textuales, y le había preguntado con mordacidad si tenía una hermana.
Duane había sonreído, se había ajustado las gafas, y había recogido su máximo de cinco libros, todos ellos de Nancy Drew. Cuando hubo terminado aquella serie, descubrió a Edgar Rice Burroughs y pasó un verano delirante cruzando las estepas de Barsoom, las junglas de Venus, y sobre todo lanzándose desde la terraza media de la jungla de lord Greystoke. Duane no estaba muy seguro de lo que era la terraza media, pero había tratado de simularla en los robles bajos de la orilla del riachuelo, con Witt ladeando la cabeza y observándole perplejo, mientras él saltaba de rama en rama y comía en las copas de los árboles.
El verano siguiente, Duane leyó a Jane Austen, pero esta vez la señorita Moon no aludió a los «libros de niñas».
Duane fue andando hasta el pueblo inmediatamente después de terminar sus tareas de la mañana. El viejo cultivaba cada año menos terreno. La mayor parte de sus ciento treinta y cinco hectáreas se las había alquilado al señor Johnson, de manera que no había mucho que hacer. Duane cuidaba todavía del ganado, asegurándose de que hubiese agua en el pasto, pero no era un problema ahora que los animales estaban fuera del establo. El temido traslado del estiércol había terminado en mayo, por lo que Duane no debía preocuparse de esto.
Esta mañana había terminado el trabajo de mantenimiento de la aradora de seis rejas; el ascensor hidráulico de las instalaciones de atrás bajaba con demasiada rapidez, por lo que Duane había ajustado el cilindro portátil de aquél y había engrasado y apretado el armazón. Mientras había estado trabajando en la aradora mecánica, la gran cosechadora para cortar y descascarar el maíz había funcionado en el granero, encima de él. El viejo había llevado aquella cosa a la zona central de mantenimiento para juguetear con ella; siempre estaba tratando de mejorar las cosas, modificando, adaptando y transformando algo de la maquinaria agrícola hasta que apenas se parecía a lo que había salido de la fábrica. Duane advirtió que, con la cosechadora de maíz, el viejo estaba haciendo algo con los sujetadores de la espiga. Había quitado las chapas protectoras de las unidades de ocho piezas y Duane podía mirar en su interior y ver el brillante acero de los rodillos rompedores las cintas transportadoras y las cadenas de recogida.
La mayoría de los agricultores de la región remolcaban con los tractores las unidades de recogida del maíz o las empleaban de autopropulsión; pero el viejo había comprado una antigua máquina de gran tamaño y había sujetado a ella los desmochadores de las mazorcas. Esto significaba un trabajo más rápido en los años de cosechas copiosas, pero sobre todo una gran labor de mantenimiento para hacer que la vieja máquina siguiese funcionando, y de «modificación» de las partes destinadas a la recogida, el desmoche, el desgranamiento y la limpieza.
A veces pensaba Duane que el viejo sólo permanecía en la finca para manipular la maquinaria.
Aquella mañana, Duane había terminado con la cultivadora y se había vuelto para mirar la cosechadora que se alzaba imponente detrás de él, alargando unos rodillos como hojas de espada en el círculo de luz proyectado desde el techo, y había considerado la posibilidad de hacer alguna modificación evidente, para sorprender a su padre. Pero entonces había decidido no estropearle la diversión al viejo. Además tenía que dar de comer a más animales y segar más surcos en el huerto antes del desayuno, y quería estar en el pueblo antes de las diez.
A Duane le habría gustado esperar para ir en la camioneta -todavía le venía cuesta arriba tener que andar los últimos dos kilómetros y medio por Jubilee College Road-, pero sabía que el viejo se había aguantado toda la semana para empezar el jolgorio la noche del viernes, en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro, y no quería viajar con él en tales condiciones.
Prefirió ir andando. El día era claro y brillante, aunque bochornoso. Duane se desabrochó los tres botones de arriba de la camisa a cuadros, observando dónde terminaba la piel tostada en una V aguda y empezaba la carne pálida.
Se detuvo en la casa de Mike O'Rourke, en las afueras del pueblo. Mike no estaba en casa, pero una de sus hermanas mayores invitó a Duane a beber agua en la bomba del patio de atrás. Bebió copiosamente el agua con gusto a hierro, y después se remojó la cabeza y los brazos.
Cuando llamó a la puerta de tela metálica de la señora Moon, la anciana caminó renqueando hacia la luz, con sus dos bastones y su séquito de gatos.
– ¿Te conozco, jovencito?
Duane pensó que la voz de la señora Moon sonaba como una parodia de la de una anciana, aguda, temblona, recorriendo la escala de las inflexiones.
– Sí, señora. Soy Duane McBride. He estado aquí algunas veces, con Dale Stewart y Michael O'Rourke, cuando vienen a buscarla para dar un paseo.
– ¿Quién has dicho?
Duane suspiró y lo repitió todo en voz más fuerte.
– Ahora no puedo dar mi paseo. Aún no he cenado.
La señora Moon parecía quejumbrosa y un poco desconfiada. Los gatos dieron vueltas alrededor de los bastones y se frotaron contra las hinchadas piernas envueltas en esparadrapo de color de carne. Duane pensó en el soldado con polainas.
– Señora, sólo quería hacerle algunas preguntas sobre algo.
– ¿Preguntas?
Dio un paso atrás en la oscuridad del cuarto de estar. La vieja casa era pequeña, de madera pintada de blanco, y olía como si hubiesen vivido en ella innumerables generaciones de gatos que nunca salían a la calle.
– Sí, señora. Pero sólo un par.
– ¿Sobre qué?
Le miró con ojos miopes y Duane se dio cuenta de que él debía de ser sólo una figura redonda que ocupaba todo el vano de la puerta. Se echó también atrás, a la manera de los hábiles vendedores, mostrándose respetuoso y absolutamente inofensivo.
– Sólo sobre… los viejos tiempos -dijo-. Estoy escribiendo un trabajo para el colegio sobre cómo era la vida en Elm Haven a principios de siglo. Pensé que tal vez sería usted tan amable de explicarme algo de…, bueno, del ambiente.
– Algo, ¿de qué?
– Algunos detalles -dijo Duane-. Por favor.
La anciana vaciló, se volvió, con un rígido movimiento de los dos bastones, y se retiró con su séquito gatuno, dejándole plantado. Ahora fue él quien se mostró vacilante.
– Bueno -dijo la voz de ella desde la oscuridad-, no te quedes ahí plantado. Pasa. Prepararé té para los dos.
Duane se sentó, bebió té, comió galletas, hizo preguntas y escuchó historias de la infancia de la señora Moon, de su padre y de los buenos viejos tiempos. La señora Moon mordisqueaba galletas mientras hablaba, y poco a poco aunque infaliblemente se fue formando una pequeña capa de migajas sobre su falda. Los gatos se turnaban en saltar sobre el sofá para comer las migajas mientras ella los acariciaba distraídamente.
– ¿Y qué me dice de la campana? -preguntó al fin, después de convencerse de que la memoria de la anciana era de fiar.
– ¿La campana?
La señora Moon dejó de masticar. Un gato se estiró hacia arriba, como si fuese a arrancarle la galleta de los dedos.
– Ha mencionado algunas cosas especiales del pueblo – la incitó Duane -. ¿Qué me dice de la gran campana de la torre del colegio? ¿Recuerda si se habló de ella?
La señora Moon pareció nerviosa durante un momento.
– ¿Una campana? ¿Cuándo hubo una campana allí?
Duane suspiró. Andarse con misterios era una tontería.
– En mil ochocientos setenta y seis -dijo suavemente-. El señor Ashley la trajo de Europa…
La señora Moon rió entre dientes. Se le aflojó un poco la dentadura y utilizó la lengua para colocarla en su sitio.
– ¡Tonto! Yo nací en mil ochocientos setenta y seis. ¿Cómo voy a poder recordar algo del año de mi nacimiento?
Duane pestañeó. Se imaginó a esta dama arrugada y ligeramente senil como un bebé, sonrosado y fresco, saludando al mundo en el año en que fueron masacrados los hombres de Custer. Pensó en los cambios que había vivido: aparición de vehículos sin caballos, el teléfono, la Primera Guerra Mundial, el auge de América como potencia mundial, el Sputnik, todo ello visto desde debajo de los olmos de Depot Street.
– Entonces -dijo-, ¿no recuerda nada en absoluto sobre una campana?
Estaba guardando el lápiz y la libreta.
– Claro que recuerdo la campana -dijo ella, cogiendo otra de las galletas de su hija-. Era muy hermosa. El padre del señor Ashley la trajo de uno de sus viajes a Europa. Cuando yo iba a la escuela en Old Central, la campana solía sonar todos los días, a las ocho y cuarto y a las tres.
Duane abrió mucho los ojos. Se dio cuenta de que su mano temblaba un poco cuando sacó de nuevo la libreta y empezó a escribir. Era la primera confirmación, aparte de los libros, de que la Campana Borgia existía.
– ¿Recuerda algo especial sobre la campana?
– Oh, querido, todo lo referente a la escuela y a la campana era especial en aquellos días. Uno de nosotros, uno de los niños más pequeños, el viernes, al empezar la clase, era elegido para tirar de la cuerda de la campana. Recuerdo que a mí me eligieron una vez. Oh, sí, era una campana muy hermosa…
– ¿Recuerda qué fue de ella?
– Pues sí. Quiero decir, no estoy segura… -Una extraña expresión se pintó en el semblante de la señora Moon, que dejó distraídamente la galleta sobre la falda. Dos gatos la devoraron, al llevarse ella los dedos temblorosos a los labios-. El señor Moon, mi Orville quiero decir, no su padre…, el señor Moon no tuvo nada que ver con lo ocurrido. De ninguna manera. -Alargó una mano y golpeó la libreta de Duane con un dedo huesudo-. Escribe esto. Ni Oliver ni el padre estaban allí cuando… cuando ocurrió aquella cosa tan terrible.
– Sí, señora -dijo Duane, con el lápiz en alto-. ¿Qué pasó?
La señora Moon agitó ambas manos, y los gatos saltaron de su falda.
– Oh, aquella cosa terrible. Ya sabes, aquella cosa espantosa de la que no queremos hablar. ¿Por qué quieres escribir sobre aquello? Pareces un buen chico.
– Sí, señora -dijo Duane, casi conteniendo el aliento-. Pero me dijeron que escribiese sobre todo. Y le agradecería mucho que me ayudara. ¿A qué cosa terrible se refiere? ¿Es algo sobre la campana?
La señora Moon pareció olvidarse de que él estaba con ella en la habitación. Veía las sombras, donde se movían los gatos sin ruido.
– Pues no… -empezó a decir, en una voz que era poco más que un murmullo entrecortado. Duane oyó que pasaba un camión por la calle, pero la señora Moon no pestañeó-. No la campana -dijo-. Aunque le ahorcaron por ello, ¿no?
– ¿A quién ahorcaron? -preguntó Duane con un hilo de voz.
La señora Moon se volvió de cara hacia él, pero sus ojos seguían pareciendo ciegos.
– Oh, aquel hombre terrible, desde luego. El que mató y… -Se puso a gemir, y Duane advirtió que tenía lágrimas en las mejillas. Una de ellas rodó por las arrugas de la comisura de los labios-. El que mató y se comió a aquella niña pequeña -concluyó, con voz más fuerte.
Duane dejó de escribir y la miró fijamente.
– Escribe esto, vamos -ordenó la anciana, apuntándole de nuevo con un dedo. Su mirada ausente había vuelto a la realidad y ahora se clavaba fijamente en Duane-. Ya es hora de que se escriba esto. Anótalo todo. Pero no te olvides de mencionar en tu trabajo que ni Orville ni el señor Moon estuvieron…, bueno, ni siquiera estaban en el condado cuando sucedió aquella cosa terrible. Escríbelo ahora todo, ¡vamos!
Y mientras ella hablaba, con una voz que a Duane le sonaba como el crujido de viejos pergaminos en un libro largo tiempo cerrado, él lo fue escribiendo todo.