27

Se dirigieron al campo de béisbol y trataron a fondo el asunto. Mike habló durante unos diez minutos, mientras los otros le miraban fijamente. No hicieron preguntas cuando describió el cadáver de la señora Moon. No discutieron cuando dijo que serían ellos los que yacerían muertos si no hacían algo pronto. No dijeron una palabra cuando expuso lo que tenían que hacer.

– ¿Podremos tenerlo todo hecho el domingo por la mañana? -preguntó al fin Dale.

Sus bicicletas estaban amontonadas alrededor del montículo del pitcher. No se veía a nadie en quinientos metros a la redonda. El sol tostaba los cabellos cortos y los brazos desnudos, centelleaba en el cromo y la vieja pintura de las bicis y hacía que los chicos entrecerrasen los ojos.

– Sí -dijo Mike-. Creo que sí.

– Lo del camping no podremos hacerlo el jueves por la noche -dijo Harlen.

Los otros le miraron. Ahora era martes por la mañana, ¿por qué le preocupaba la noche del jueves?

– ¿Por qué? -preguntó Kevin.

– Porque el jueves por la noche estoy invitado a la fiesta de cumpleaños de Michelle Staffney -dijo Harlen-. Y voy a ir.

Lawrence pareció disgustado. Los tres chicos mayores resoplaron casi simultáneamente.

– Todos estamos invitados -recalcó Dale-. La mitad de los niños de este asqueroso pueblo han sido invitados, como todos los Catorce de Julio. ¿Qué tiene de extraordinario?

Era verdad. La fiesta de cumpleaños de Michelle se había convertido en una especie de noche de San Juan para los niños de Elm Haven.

La fiesta se celebraba siempre por la noche, llenaba de chiquillos la casa y a eso de las diez de la noche El doctor terminaba con fuegos artificiales, como si celebrasen el Día de la Bastilla, además del cumpleaños de su hija.

– No es nada extraordinario -dijo Harlen con aire satisfecho, como si tuviese un secreto que sí era extraordinario-, pero voy a ir.

Dale quería discutir, pero Mike dijo:

– Bueno, no os preocupéis. Haremos mañana lo del camping. El miércoles. Así habremos terminado con ello. Entonces, todo se habrá limpiado para el cine gratuito del sábado.

Lawrence pareció poco convencido. Tenía la cara colorada y se le estaba pelando la nariz.

– ¿Cómo sabes que habrá cine gratuito el sábado próximo?

Mike suspiró y se puso en cuclillas cerca de la base del bateador. Los otros se agacharon también, dando por terminada la conversación con la pared de espaldas. Mike dibujó distraídamente con el dedo en el suelo, como si proyectase una jugada; pero no era más que garabatos.

– Visitaremos al señor Ashley-Montague primero. Lo demás nos llevará la mayor parte del miércoles y la mañana del jueves, y si el sábado por la noche tenemos que estar preparados para el domingo por la mañana, esto significa que tenemos que ir a ver al señor Ashley-Montague hoy o el Jueves por la tarde. -Miró a Harlen e hizo una mueca-. El Jueves es la fiesta de Michelle.

Dale sacó la gorra de lana de béisbol del bolsillo de atrás y se la puso. La sombra sobre la parte superior de la cara era como una visera.

– ¿Por qué tan pronto? -preguntó.

Mike había dicho que era Dale quien tendría que visitar a Ashley-Montague.

Mike se encogió de hombros.

– Lo más seguro es que El ricachón podría decirte lo otro.

Dale no estaba convencido.

– ¿Y si no lo hace?

– Entonces emplearemos el camping como prueba -dijo Mike-. Pero sería mucho mejor saberlo antes de seguir adelante.

Dale se frotó el cuello sudoroso y miró hacia la torre del agua y los campos de maíz de más allá. El maíz era ahora más alto que su cabeza, una pared verde que marcaba el final del pueblo y sólo ofrecía un camino lento y sombras más allá.

– ¿Vienes? -preguntó a Mike-. Quiero decir a la casa de Ashley-Montague.

– No -dijo Mike-. Voy a buscar a aquella otra persona de la que hablé. Trataré de conseguir algo del material de que hablaba la señora Moon. Y creo que el padre C puede necesitarlo.

– Iré contigo -ofreció Kevin a Dale.

Dale se sintió inmediatamente mejor, pero Mike dijo:

– No. Tú tienes que ir con tu padre en el camión de la leche y montar aquello tal como proyectamos.

– Pero en realidad no necesito hacer nada con el camión hasta el fin de semana…

– empezó a decir Kev.

Mike sacudió la cabeza. El tono de su voz no admitía réplica.

– Pero tienes que empezar a hacer toda la limpieza del camión por la tarde. No simplemente ayudarle a él. Si lo haces durante todo el resto de la semana, a él no le llamará tanto la atención el sábado.

Kevin asintió con la cabeza. Dale se sintió desgraciado.

– Yo iré -dijo Harlen.

Dale miró al pequeño muchacho del brazo en cabestrillo. Esto no le animó mucho.

– Yo también -dijo Lawrence.

– De ninguna manera -dijo Dale, en su papel de hermano mayor-. Tú eres el vigilante, ¿no te acuerdas? ¿Cómo vamos a encontrar el camión de recogida de animales muertos si tú no estas alerta?

– ¡Mierda! -dijo Lawrence. Entonces miró por encima del hombro hacia su casa, que estaba a unos ciento cincuenta metros de distancia y cobijada por los árboles, como si su madre hubiese podido oírle-. Mierda y puñeta -añadió.

Jim Harlen se echó a reír, divertido.

– Y un gargajo -dijo, en voz de falsete.

– No me gusta lo del camping -dijo Kevin, en tono práctico-. Todos nosotros juntos, de esa manera.

Mike sonrió.

– Tú y yo no estaremos Juntos.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Kevin parecía seriamente preocupado.

Mike sabía lo que quería decir.

– Por esto creo que saldrá bien -dijo suavemente, trazando todavía círculos y flechas en el suelo-. No hemos estado juntos muy a menudo sin nuestros padres y todos los demás. -Levantó la mirada-. Pero puede que no tengamos que hacerlo si Dale… y Jim… consiguen de Ashley-Montague una información que haga que aquello no valga la pena

Dale estaba mirando todavía hacia los campos lejanos, visiblemente preocupado.

– El problema es que no sé cómo puedo ir hoy a Peoria. Mi madre no me llevará… El viejo Buick no respondería aunque ella quisiera llevarme. Y mi padre está de viaje hasta el domingo.

Kevin se volvió y escupió por encima del hombro el chicle que estaba mascando.

– Nosotros no vamos a Peoria con mucha frecuencia. El día de Acción de Gracias, o para ver el desfile de Santa Claus. Me imagino que no querréis esperar tanto tiempo.

Harlen hizo una mueca.

– Yo hice que mi madre se quedase en casa y no fuese a Peoria. Si ahora le pidiese que nos llevase a la casa de un ricachón en Grand View Drive, probablemente me daría una paliza.

– Sí -dijo Mike-, ¿pero te llevaría después?

Harlen le lanzó una mirada de disgusto.

– Oye, Mike, tu padre trabaja en la fábrica de cerveza Pabst, ¿no? ¿No podría llevarnos a Dale y a mí?

– Sí, si queréis salir a las ocho y media de la tarde para llegar allí cuando empieza el turno de la noche. Y la fábrica de cerveza está a kilómetros al sur de Grand View Drive… Tendríais que hacer autoestop en la oscuridad, visitar al señor A.-M. durante la noche y esperar el regreso de papá a las siete de la mañana.

Harlen se encogió de hombros. Entonces chascó los dedos.

– Yo tengo un medio de transporte, Dale. ¿Cuánto dinero tienes?

– ¿En total?

– No me refiero a los bonos de tu tía Millie ni a los dólares de plata de tu tío Paul, idiota. Me refiero a dinero del que puedas disponer inmediatamente.

– Unos veintinueve dólares en mi calcetín -dijo Dale-. Pero el autobús no pasa hasta el viernes, y no nos llevaría a…

Harlen sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír.

– No me refiero al puto autobús, amigo. Estoy hablando de nuestro taxi personal. Creo que con veintinueve dólares tendremos suficiente, pero pondré uno de mi bolsillo para rodear la cifra en treinta. Podremos ir hoy. Probablemente ahora mismo.

Dale sintió que empezaba a palpitarle el corazón. En realidad no deseaba encontrarse con el señor Dennis Ashley-Montague, y Peoria parecía a años luz de distancia.

– ¿Ahora mismo? ¿Hablas en serio?

– Sí.

Dale miró a Mike y vio seriedad en los ojos grises de su amigo cuando éste asintió con la cabeza, como diciéndole: «Hazlo.»

– Muy bien -dijo Dale, y tocó con un nudillo el pecho de Lawrence-. Tú te quedarás en casa con mamá, a menos que Mike te encargue alguna misión. -Harlen había empezado ya a pedalear hacia la Primera Avenida. Dale miró a los otros-. Es una locura -dijo sinceramente.

Nadie se lo discutió.

Dale montó en su bicicleta y pedaleó con fuerza para alcanzar a Harlen.


C. J. Congden les miró con incredulidad. El granujiento muchacho de dieciséis años estaba apoyado en el guardabarros delantero izquierdo del Chevy negro de su padre. Tenía una lata de cerveza en la mano izquierda, llevaba su acostumbrada chaqueta de cuero negro, tejanos sucios y botas de mecánico, y un cigarrillo pendía de su labio inferior mientras hablaba.

– ¿Qué coño queréis que haga?

– Que nos lleves a Peoria -dijo Harlen.

– ¿A ti y a este marica? -se burló C. J.

Jim miró a Dale.

– Sí -dijo-. A mí y a este marica.

– ¿Y cuánto vais a pagar?

Harlen dirigió una mirada ligeramente desesperada a Dale, como diciéndole: «¿No te dije que tendríamos que habérnoslas con el asno calculador?»

– Quince pavos -dijo.

– No me digas… -se burló el adolescente, y echó un largo trago de Pabst.

Harlen se encogió ligeramente de hombros.

– Podríamos llegar hasta dieciocho dólares…

– Veinticinco o nada -dijo Congden, sacudiendo la ceniza del cigarrillo

Harlen meneó la cabeza, como si se tratase de una suma astronómica. Miró a Dale y extendió los brazos, como renunciando a seguir regateando.

– Bueno, de acuerdo.

Congden pareció sorprendido.

– Por anticipado -dijo, en un tono que mostraba que había aprendido la frase en películas de gángsters.

– La mitad ahora y la mitad después -dijo Harlen, en el mismo tono de Humphrey Bogart.

Congden les miró fijamente a través del humo de su cigarrillo, pero sabía que los hombres de acción de las películas siempre se avenían a aquellas condiciones, por lo que no tenía alternativa.

– Soltadme la primera mitad -ordenó.

Dale contó doce dólares y cincuenta centavos de sus ahorros y se los entregó.

– Subid -dijo Congden.

Tiró el cigarrillo, escupió, se subió los pantalones y miró de soslayo a los dos chicos cuando se sentaron en el asiento de atrás del negro Chevy.

– Esto no es un taxi -gruñó Congden-. Uno de vosotros tiene que ir en el asiento de delante.

Dale esperó a que lo hiciese Harlen, pero éste movió el brazo en cabestrillo, como diciendo «Necesito espacio para esto», y Dale se apeó, contrariado, y se trasladó al asiento de delante. C. J. Congden tiró la lata de cerveza, subió al Chevy y cerró de golpe la portezuela. Puso la llave de contacto y el gran motor cobró vida.

– ¿Seguro que tu padre te deja conducir esto? -preguntó Harlen desde la relativa seguridad del asiento de atrás.

– Cierra el pico antes de que te dé un par de hostias -dijo Congden, con el zumbido del motor de fondo.

El adolescente metió la marcha a la izquierda y a fondo, y las grandes ruedas de atrás del automóvil arrojaron polvo y gravilla contra la fachada de la casa al arrancar a toda velocidad. El coche derrapó sobre el asfalto de Depot Street con un fuerte chirrido de neumáticos, giró a la izquierda sin dejar de derrapar, en un ángulo de noventa grados, y después rodó zumbando hacia el este por Depot hasta llegar a Broad. El viraje fue todavía más alocado, y el coche ocupó toda la anchura de la avenida hasta que Congden pudo dominarlo, imprimiendo un giro máximo al volante y proyectando una nube de humo azul detrás de ellos. Iban a casi cien kilómetros por hora al llegar a Church Street, y Congden tuvo que pisar a fondo el freno para detenerse sobre la gravilla del cruce De Broad y Main. El delgado y granujiento personaje de detrás del volante sacó el paquete de Pall Mall de la manga arremangada de su camiseta, cogió un cigarrillo y lo encendió con el mechero del tablero, mientras arrancaba delante de un semirremolque que se dirigía al este por Hard Road. Dale cerró los ojos cuando los cláxons sonaron con fuerza. Congden hizo una higa al conductor del camión por el espejo retrovisor y cambió rápidamente de marcha.

Un rótulo, delante del Parkside Café, decía: VELOCIDAD 40 KILOMETROS POR HORA ELÉCTRICAMENTE CONTROLADA. Congden iba a cien y siguió acelerando al pasar por delante. Chirrió en la ancha curva de más allá de Texaco y de la última casa de ladrillos a la izquierda, salieron de la ciudad, adquiriendo velocidad, con el rugido del doble tubo de escape del Chevy chocando contra las paredes de maíz a ambos lados de Hard Road y rebotando detrás de ellos.

Dale había detenido su bici cuando Harlen les había dicho adónde iban.

– ¿Congden? ¿Es una broma? -Estaba sinceramente horrorizado. Lo único que podía recordar era el agujero negro del cañón del 22 que el matón de la ciudad había apuntado contra su cara-. Olvídalo -había dicho Dale, haciendo girar su bici y disponiéndose a volver a casa.

Harlen le había agarrado la muñeca.

– Piénsalo, Dale. Nadie más va a llevarnos hasta Grand View Drive en Peoria… Tus padres creerían que estás loco. El autobús no pasa hasta el viernes. No conocemos a nadie más que tenga permiso de conducir.

– Peg, la hermana de Mike… -empezó a decir Dale.

– La han suspendido cuatro veces -le interrumpió Harlen-. Sus padres no la dejarían acercarse a un coche. Además, los O'Rourke sólo tienen un cacharro y el padre de Mike lo utiliza para ir al trabajo cada noche. No puede perderlo de vista.

– Yo encontraré otra manera -insistió Dale, soltando la muñeca.

– Sí, claro. -Harlen había cruzado los brazos, sentándose sobre la barra de la bici y mirando fijamente a Dale-. Eres un poco marica, ¿verdad, Stewart?

A Dale se le encendió el rostro de rabia, y de buena gana habría desmontado de su bicicleta y le habría dado una paliza -lo había hecho en años pasados, y aunque el chico más pequeño luchaba sucio, Dale sabía que podía con él-, pero hizo un esfuerzo, se agarró al manillar y se puso a pensar.

– Piensa -dijo Harlen, expresando las ideas de Dale-. Tenemos que hacer esto hoy. Y no tenemos a nadie más. Congden es tan estúpido que lo hará por dinero, sin preguntarse qué nos proponemos. Y probablemente es la manera más rápida de llegar allí, salvo que fuésemos en un F-86.

Dale hizo una mueca al comprender que tenía razón.

– Su viejo no le deja conducir -dijo, pensando que sólo con tipos como Congden empleaba la expresión «viejo», en vez de «papá» o «padre», y entonces recordó lo que había dicho el señor McBride.

– A su viejo no se le ha visto por aquí desde hace varios días -dijo Harlen. Se meció sobre el sillín de su bici-. Se rumorea que él y Van Syke, o el señor Daysinger, o alguno de esos mamones fueron a Chicago, en una excursión de una semana, después de timar a algún estúpido turista, multándole por «exceso de velocidad». De todos modos, el viejo bombardero negro de J. P. está aquí, y C. J. lo ha estado conduciendo de día y de noche.

Dale se había tocado el bolsillo donde guardaba el dinero de su calcetín. Era todo lo que tenía, salvo los bonos de ahorro y los dólares de plata del tío Paul, que sabía que no gastaría nunca.

– Está bien -había dicho, volviéndose hacia el oeste y pedaleando despacio por Depot Street, como si se dirigiese al cadalso-. Pero ¿cómo es posible que un imbécil como C. J. consiga un permiso de conducir, si Peg O'Rourke es demasiado torpe para aprobar el examen?

Harlen había esperado hasta que vieron la casa de Congden, con el gamberro apoyado en el vehículo que había elegido, y entonces murmuró, de manera que sólo Dale pudiese oírle:

– ¿Quién ha dicho que C. J. tiene permiso de conducir?


Era una carretera del Estado la que conducía a la autopista 150 A, a veinte kilómetros al sudeste, y no era apta para velocidades como aquella, ni siquiera cuando no tenía grandes baches ni parches cada seis metros. El Chevy negro avanzó zumbando hacia el valle del río Spoon y pareció que levitara al coronar la cima de la cuesta.

Dale sintió la fuerte sacudida de la suspensión, vio que Congden entrecerraba los ojos detrás del humo de su cigarrillo, luchando con el volante, y entonces también Dale entrecerró los ojos y miró entre los dedos al ocupar el coche la mayor parte de la carretera para esquivar algo, antes de descender a todo gas por la empinada pendiente. Si hubiese venido un vehículo en dirección contraria -acababan de pasar varios camiones hacia el noroeste-, todos habrían muerto. Dale decidió que, aunque la cosa acabase bien, iba a darle una paliza a Harlen cuando volviesen.

De pronto Congden empezó a reducir la marcha y detuvo el Chevy en el arcén, antes de cruzar el puente del río Spoon. Estaban solamente a un tercio del trayecto hasta Peoria.

– Baja -dijo Congden a Dale.

– ¿Por qué tengo que…?

Congden empujó violentamente a Dale, que se dio de cabeza contra el marco de la portezuela.

– ¡Fuera, caraculo!

Dale se apeó. Miró suplicante a Harlen, que iba en el asiento de atrás, pero el otro muchacho habría podido ser un desconocido a juzgar por el apoyo que le prestó. Harlen se encogió de hombros y observó la tapicería del asiento.

Congden hizo caso omiso de Harlen. Empujó de nuevo a Dale casi hasta la baranda del extremo del puente. La carretera era aquí elevada de modo que se hallaban casi a la altura de las copas de los achaparrados robles y de los sauces que crecían a lo largo de las riberas. Esto representaba al menos una altura de diez metros sobre el río.

Dale se echó atrás, sintiendo la baranda detrás de las piernas y apretando los puños, desesperado. Tenía mucho miedo.

– ¿Qué diablos…? -empezó a decir.

C. J. Congden se llevó una mano a la espalda y la sacó con una navaja de mango negro. Centelleó una hoja de veinte centímetros, reflejando la brillante luz del sol.

– Cierra el pico y dame el resto de la pasta.

– ¡Maldito seas! -dijo Dale, levantando los puños y sintiendo que todo su cuerpo palpitaba al fiero impulso de su corazón. «¿He dicho realmente esto?»

Congden se movió muy deprisa. Hacía tiempo que Dale había aprendido para su pesar que, al menos en lo tocante a los matones, el consejo de su padre era una estupidez. No eran cobardes, al menos según su propia experiencia. No se echaban atrás si uno les plantaba cara, y desde luego no se limitaban a fanfarronear. Al menos C. J. Congden y su compinche Archie Kreck no eran así: eran unos malditos hijos de puta a quienes les encantaba hacer daño.

Congden actuó rápidamente con este fin. Apartó a un lado los delgados brazos de Dale, lanzó a éste contra la baranda, de modo que casi cayó hacia atrás, y levantó la navaja hasta debajo de la barbilla de Dale. Éste sintió la sangre.

– ¡Imbécil! -silbó Congden, con sus dientes amarillos a pocos centímetros de la cara de Dale-. Sólo iba a quitarte tus miserables ahorros y dejar que volvieses a pie a tu casa. ¿Sabes lo que voy a hacer ahora, caraculo?

Dale no podía sacudir la cabeza; la hoja se habría hundido en la carne blanda de debajo del mentón. Pestañeó.

Congden sonrió ampliamente.

– ¿Ves aquella cosa de metal de allí? -dijo señalando con su mano libre hacia la torre de hierro ondulado que subía hasta una pasarela que sobresalía unos ocho metros en el lado derecho del puente-. Ahora, porque te has mostrado insolente, voy a llevarte a aquella pasarela y te colgaré boca abajo y te dejaré caer en el maldito río. ¿Qué te parece, imbécil?

A Dale no le parecía muy bien, pero la hoja se estaba hundiendo más y le pareció mejor no hacer comentarios. Podía sentir el olor a sudor y a cerveza de Congden y estaba seguro, por el tono del estúpido gamberro, que aquello era lo que se proponía hacer. Sin mover la cabeza, Dale miró hacia la torre y la pasarela… y su gran altura sobre el agua.

Congden bajó la navaja pero agarró a Dale por el cogote y le empujó hacia la calzada de la carretera, el puente y la pasarela. No se veía ningún coche. No había casas de campo cerca de allí. El plan de Dale era sencillo: si tenía oportunidad de echar a correr lo haría. Y si le llevaba hasta la pasarela, como era lo más probable, saltaría y empujaría al mismo tiempo al gamberro, de manera que cayesen los dos al agua. La altura era grande y el río Spoon no era muy profundo, ni siquiera en primavera, y mucho menos en los días más cálidos de julio; pero esto era lo que Dale pensaba hacer. Tal vez podría tratar de caer encima del granujiento imbécil, hundiéndole en el limo del río… Congden le empujó hacia la pasarela, sin soltarle. De alguna manera había conseguido coger el dinero de Dale y metérselo en el bolsillo. Llegaron a la pasarela. Congden sonrió y levantó el cuchillo, acercándolo al ojo izquierdo de Dale.

– Suéltalo -dijo Jim Harlen.

Se había apeado del coche pero sin acercarse. Su voz era tan tranquila como siempre.

– ¡Vete a la mierda! -Congden hizo una mueca-. Tú serás el siguiente, cabezota. No creas que no voy a…

Miró hacia Harlen y ahora se quedó inmóvil, con la navaja todavía en el aire.

Jim Harlen estaba plantado junto a la portezuela abierta de atrás, con su cabestrillo dándole el aire tan vulnerable de siempre. Pero la pistola de acero azul que empuñaba con la diestra no parecía tan inofensiva.

– Suéltale, C. J. -repitió.

Congden sólo le observó durante un segundo. Después hizo una presa con el antebrazo en el cuello de Dale, le hizo girar para colocarlo entre él y el arma y emplearlo como escudo, con la navaja levantada.

«También como en las películas», comentó una parte extrañamente aislada de la mente de Dale. «Este pobre idiota debe pensar que su vida es parte de alguna estúpida película.» Entonces, concentró toda su atención en respirar, a pesar de la fuerte presión sobre la tráquea.

Congden gritaba, salpicando de saliva la mejilla derecha de Dale.

– Harlen, imbécil, no podrías darle ni a un granero con ese trasto desde esta distancia, y mucho menos a mí, estúpido. Vamos, dispara. Vamos.

Movía a Dale como un escudo.

A Dale le hubiese gustado darle una patada en los huevos, o al menos en la espinilla, pero su posición no se lo permitía. El gamberro era tan alto que casi levantaba a Dale del suelo con su presa. Dale tenía que bailar sobre las puntas de los pies para que el otro no le estrangulase. Y para empeorar las cosas, estaba seguro de que Harlen iba a disparar… y de que le daría a él.

Pero Harlen miró el arma como si no se hubiese dado cuenta de que la empuñaba.

– ¿Quieres que dispare? -preguntó en tono inocente y curioso.

Congden estaba fuera de sí, de rabia y adrenalina.

– Adelante, maricón, hijo de puta, chupapollas, dispara ese cacharro…

Harlen se encogió de hombros, levantó la pistola de cañón corto, apuntó dentro del Chevy y apretó el gatillo. El estampido fue muy fuerte, incluso en un espacio abierto como el de aquel valle.

Congden perdió la cabeza.

Empujó a un lado a Dale, que se balanceó contra la baranda, y contempló el agua a diez metros debajo de él antes de agarrarse a una barra de acero y recobrar el equilibrio, y empezó a cruzar el puente, escupiendo saliva y obscenidades.

Harlen avanzó un paso, apuntó contra el parabrisas del Chevy y dijo:

– ¡Alto!

C. J. Congden se detuvo, con los clavos de acero de sus botas levantando chispas en el aire. Estaba todavía a diez pasos de Jim Harlen.

– Te mataré -dijo, a través de los dientes apretados-. Juro que te mataré.

– Tal vez sí -convino Harlen-, pero el coche de tu padre tendrá cinco agujeros antes de que lo hagas.

Apuntó al capó. Congden se echó atrás como si la pistola le estuviese apuntando a él.

– Eh, por favor, Jimmy, yo no… -dijo en un tono lastimero que era mucho más repugnante que su voz de loco matón.

– ¡Cállate! -dijo Harlen-. Dale, ven aquí, ¿quieres?

Dale salió de su ensimismamiento y fue adonde le decía, dando un amplio rodeo al petrificado Congden. Después se quedó detrás de Harlen, junto a la abierta portezuela de atrás.

– Arroja la navaja por encima de la baranda -dijo Harlen y, cuando el gamberro empezaba a hablar, añadió-: ¡Ahora mismo!

Congden tiró la navaja por encima de la baranda, hacia los árboles de la ribera.

Harlen indicó a Dale con la cabeza que se sentase en el asiento de atrás.

– ¿Por qué no arrancamos? -le dijo a Congden-. Nosotros iremos aquí atrás. Si haces alguna tontería, incluso superar el límite de velocidad, voy a hacer unos cuantos agujeros en la lujosa tapicería de tu papá, y tal vez añada incluso un nuevo detalle en el tablero de instrumentos.

Se acomodó con Dale y cerró la portezuela.

Congden ocupó el asiento del conductor. Trató de encender un cigarrillo, con la misma fanfarronería de antes, pero su mano y sus labios estaban temblando.

– Sabéis que esto significa que voy a mataros más pronto o más tarde -dijo, mirándoles por el espejo y con voz de nuevo agresiva, aunque ligeramente temblorosa-. Os esperaré a los dos, y cuando os pille…

Harlen levantó la pistola, apuntando precisamente al espejo retrovisor forrado de piel y del que pendía un dado.

– Cállate y conduce -dijo.


La puerta de la rectoría estaba abierta, y la señora McCafferty no estaba de guardia en el puente levadizo ni en el foso; Mike subió sin hacer ruido la escalera para ir a la habitación del padre C. El sonido de unas voces masculinas le hizo apretarse contra la pared y acercarse en silencio a la puerta abierta.

– Si la fiebre y los vómitos continúan -dijo la voz del doctor Staffney-, tendremos que ingresarlo en St. Francis y ponerle un gota a gota para evitar una grave deshidratación.

La voz de otro hombre, desconocida para Mike, pero que presumió que era del doctor Powell, dijo:

– No quisiera trasladarle a una distancia de sesenta y cinco kilómetros en este estado. Empecemos aquí el gota a gota y que le vigile el ama de llaves y la enfermera… Veamos si la fiebre cede o aparecen algunos síntomas secundarios antes de trasladarle.

Reinó el silencio durante un momento y después el doctor Staffney, dijo:

– Fíjate, Charles.

Mike miró por la rendija de la puerta precisamente cuando empezaba el ruido de los vómitos. El médico a quien Mike no conocía estaba sujetando una cuña -evidentemente, una tarea a la que no estaba acostumbrado-, mientras el padre C., con los ojos cerrados y la cara tan blanca como la almohada, vomitaba violentamente en el recipiente de metal.

– ¡Santo Dios! -exclamó el doctor Powell-. ¿Han tenido todos los vómitos esta consistencia?

Había repugnancia en la voz del hombre, pero también una curiosidad profesional.

Mike se agachó y acercó un ojo a la rendija. Pudo ver la cabeza del padre C. reclinada sobre la almohada, con el orinal de cama casi contra la mejilla. El vómito parecía llenar su boca y caer como melaza dentro de la cuña. Era menos líquido que una descarga parda sólida, una masa de partículas mucosas y parcialmente digeridas. La cuña estaba casi llena, y el cura no daba señales de acabar.

El doctor Staffney respondió a una pregunta del otro médico, pero Mike no oyó el comentario. Se había apartado de la rendija y estaba agachado contra la pared, luchando contra el mareo y las náuseas que le acometían.

– … y en todo caso, ¿dónde está la maldita ama de llaves? -decía el doctor Powell

– Ha ido a Oak Hill a buscar a la enfermera Billings -respondió la voz del doctor Staffney-. Tome, utilice esto.

Mike bajó la escalera de puntillas y se alegró de salir al aire libre, a pesar del terrible calor del día. El cielo había pasado del azul de la mañana al azul blanquecino del mediodía, y a un brillo metálico de media tarde. La fuerte luz del sol y el alto grado de humedad gravitaban sobre todo como mantas pesadas pero invisibles.

Las calles estaban desiertas cuando Mike pedaleaba por el centro del pueblo, evitando que pudiesen verlo desde los almacenes de Jensen y que su madre quisiese encargarle algo. Ahora tenía un encargo propio que cumplir.

Mink Harper era el borracho del pueblo. Mike le conocía como todos los chicos de la población. Mink se mostraba siempre amable y parlanchín con los chiquillos, ansioso de comunicar los pequeños hallazgos que había hecho en su interminable busca del «tesoro enterrado». Mink era un engorro para los mayores, a los que siempre pedía limosna, pero nunca molestaba a los pequeños con sus peticiones. Mink no tenía domicilio fijo: con frecuencia dormía en el quiosco de música del parque durante los días calurosos del verano, trasladándose a su cama al aire libre» de uno de los bancos del parque, cuando refrescaba por la noche. Mink tenía siempre un asiento reservado en el cine gratuito, y siempre estaba dispuesto a dejar que los muchachos se deslizasen en la fresca oscuridad de debajo del quiosco para observar con él el programa a través del roto enrejado.

En invierno se le veía menos; algunos decían que dormía en la fábrica de sebo abandonada o en el cobertizo de detrás del comercio de tractores de más allá del parque; otros decían que algunas familias bondadosas, como los Staffney o los Whittaker, le dejaban dormir en sus graneros e incluso entrar alguna vez en sus casas para comer algo caliente. Pero no era la comida lo que preocupaba a Mink; su objetivo era saber de dónde vendría la próxima botella. Los hombres de la Taberna de Carl con frecuencia le invitaban a una copa, aunque el dueño no le permitía beberla en el local; pero generalmente su amabilidad se trocaba en ruindad, haciéndole víctima de sus bromas.

A Mink no parecía importarle, mientras pudiese beber. Nadie en la población parecía conocer la edad de Mink Harper, pero había servido de ejemplo a las madres para reprender a sus hijos desde hacía al menos tres generaciones. Mike calculaba que Mink tendría, como mínimo, algo más de setenta años, que era la edad que a él le interesaba. Y si la condición de Mink como borracho del pueblo y ocasional hombre mañoso le hacía invisible para la mayor parte de la población durante casi todo el tiempo, era esta misma invisibilidad lo que Mike esperaba aprovechar ahora.

El problema era que Mike no tenía una botella como moneda: ni siquiera una lata de cerveza. A pesar de que su padre trabajaba en la fábrica de cerveza Pabst y le encantaba empinar de vez en cuando el codo con los chicos, la señora O'Rourke no permitía bebidas alcohólicas en la casa. Nunca.

Mike se detuvo delante de la barbería, entre la Quinta Avenida y la vía del ferrocarril, mirando hacia la fresca sombra del parque a través de la Hard Road, que rielaba con el calor, mientras pensaba intensamente. Sabía que si hubiese sido un poco inteligente le habría pedido a Harlen alguna botella antes de marcharse con Dale. La madre de Harlen tenía siempre muchas botellas de bebidas, y según Jim nunca parecía darse cuenta de que faltase alguna. Pero ahora Harlen estaba en otra parte con Dale, tratando de cumplir la misión que Mike les había encomendado, y éste, el impávido líder, había quedado literalmente en seco. Aunque encontrase a Mink, no podría hacer que el simpático viejo borracho hablase sin recibir algo a cambio.

Mike dejó pasar un camión, que no redujo la velocidad para no rebasar el límite eléctricamente controlado de Elm Haven, y entonces pedaleó a través de la Hard Road, atajando por la parte de atrás del comercio de tractores, rodeando el pequeño parking hacia el sur y volviendo por el estrecho callejón de detrás del Parkside Café y la Taberna de Carl.

Aparcó la bici contra la pared de ladrillos y se dirigió a la abierta puerta de atrás. Pudo oír las carcajadas de una media docena de hombres en el oscuro salón de delante y el lento giro del gran ventilador. La mayoría de los hombres del pueblo habían firmado una vez una instancia solicitando que se instalase aire acondicionado en la Taberna de Carl -habría sido el único edificio público de la ciudad que lo habría tenido además de la nueva oficina de Correos-, pero según rumores que Mike había oído, Dom Stagle se había echado a reír y había dicho que quién se imaginaban que era, que si lo habían confundido con un político o algo parecido. Mantendría fría la cerveza y quien no quisiera beber allí podía ir con viento fresco al Arbol Negro.

Mike se echó atrás cuando alguien tiró de la cadena de un retrete, se abrió una puerta a poca distancia en el callejón de atrás y entró alguien pesadamente en el salón de delante, gritando algo que hizo soltar carcajadas a los clientes habituales. Mike miró de nuevo: había allí dos lavabos, uno de ellos con el rótulo de CABALLEROS y el otro con el de SEÑORAS, y una tercera puerta con un letrero de PROHIBIDO EL PASO. Mike sabía que esta última puerta cerrada era la que conducía a bodega; él mismo había ayudado a bajar garrafas allí para ganar algún dinero.

Mike entró, abrió aquella puerta, pasó a lo alto de la escalera del sótano y volvió a cerrar sin hacer ruido. Esperaba oír gritos y pisadas, pero el ruido del salón de delante apenas si llegaba aquí, y su tono no cambió en absoluto. Bajó cuidadosamente la oscura escalera, pestañeando en la oscuridad. Había ventanas a lo largo de la alta cornisa de piedra, pero habían sido cerradas con tablas hacía decenios, y la única luz era la que se filtraba a través de las rendijas de la madera y las capas de polvo de los cristales exteriores.

Mike se detuvo al pie de la escalera, viendo los montones de cajas de cartón y los grandes barriles de metal en el fondo de la larga bodega. Más allá de un pequeño tabique de ladrillos, había unos altos estantes. Mike recordó vagamente que era donde Dom guardaba el vino. Cruzó de puntillas el amplio espacio.

Aquello no era propiamente una bodega, como las de los libros de Dale donde viejas botellas polvorientas yacían sobre pequeños soportes individuales en los estantes; aquí no había más que los estantes, donde Dom depositaba sus cajas de vino. Mike se dirigió a tientas hacia la derecha y encontró las cajas, tanto con el tacto como con la vista. Se quedó escuchando por si se abría la puerta y entraban los ricos olores de malta y de cerveza. Una telaraña se enredó en su cara y la apartó de un manotazo. «No es extraño que Dale aborrezca los sótanos.»

Encontró una caja de cartón abierta en un estante de atrás, palpó hasta agarrar una botella y entonces se detuvo. Si la cogía, sería la primera vez en su vida que hurtaba algo deliberadamente. Por alguna razón, de todos los pecados que conocía, el hurto le había parecido siempre el más grave. Nunca había hablado de esto, ni siquiera a sus padres, pero cualquiera que robase algo merecía más que desprecio por parte de Mike. Una vez Barry Fussner había sido sorprendido hurtando lápices de otros niños en el segundo curso, y sólo le había valido unos pocos minutos en el despacho del director, pero Mike nunca había vuelto a dirigir la palabra a aquel gordinflón. Mirarle le daba asco.

Pensó que tendría que confesar el hurto. Sintió que le ardía la cara de vergüenza al imaginarse la escena: él, arrodillándose en el confesionario a oscuras; la cortinilla descorriéndose a un lado, de manera que a duras penas podía ver el perfil del padre C. a través de la rejilla; después, él mismo murmurando «Me acuso, padre, porque he pecado», diciendo el tiempo que había transcurrido desde su última confesión y empezando su relato. Pero de pronto la cabeza inclinada y atenta del padre Cavanaugh se apoyaría en la rejilla, y Mike vería los ojos muertos y la boca como un embudo apretados contra la madera, y entonces empezarían a salir a chorros los gusanos, cayendo sobre las manos cruzadas y los brazos levantados y las rodillas de Mike, y cubriéndole con sus formas pardas y ondulantes…

Mike cogió la maldita botella y salió de estampida.

El Bandstand Park era sombreado, pero no hacía fresco en él. El calor y la humedad acechaban tanto en las sombras como en las partes soleadas. Pero al menos el sol no le quemaba el cráneo a través de los cabellos cortados en cepillo. Había alguien o algo, debajo del gran quiosco de música. Mike se agachó ante una abertura del enrejado y miró al interior: el soporte de madera tenía menos de un metro desde el suelo elevado hasta el borde del piso de hormigón, pero el «sótano» de debajo del quiosco era de tierra, y por alguna razón había sido ahondado al menos un palmo y medio por debajo del nivel del suelo circundante. Olía a tierra mojada, a fango y a un suave hedor de descomposición. «Dale aborrece los sótanos; yo aborrezco estos espacios donde hay que andar a rastras.»

En realidad no había que arrastrarse. Mike habría podido ponerse en pie con tal de agachar la cabeza. Pero no lo hizo. Desde la abertura trató de distinguir la masa oscura que se movía ligeramente en el otro extremo del bajo espacio.

«Cordie dice que hay otras cosas que contribuyeron a matar a Duane, cosas que excavan la tierra.»

Mike pestañeó y resistió el impulso de montar en la bici y largarse de allí. El bulto del otro extremo del espacio de debajo del quiosco de música parecía un viejo envuelto en una raída trinchera -Mink había llevado aquella trinchera en invierno y en verano durante media docena de años- y además olía como Mink. Junto con el fuerte olor a vino barato y a orina se percibía un aroma almizcleño que era característico del viejo mendigo y que podía haber sido la causa de su apodo [4].

– ¿Quién está ahí? -dijo una voz cascada y gangosa.

– Soy yo… Mike.

– ¿Mike? -El tono del viejo era el de un sonámbulo que se despierta en un lugar extraño-. ¿Mike Gernold? Creía que te habían matado en Bataan…

– No, soy Mike O'Rourke. ¿Recuerdas que tú y yo trabajamos juntos en el jardín de la señora Duggan el verano pasado? Yo segaba el césped y tú podabas los arbustos.

Mike se deslizó a través del agujero del enrejado. Aquello estaba oscuro, aunque no tanto como el sótano de Carl. Pequeños diamantes de luz resplandecían sobre el suelo irregular del lado oeste del pozo circular, y Mike pudo ver ahora la cara de Mink: los ojos legañosos y las mejillas mal afeitadas, la nariz enrojecida y el cuello peculiarmente pálido, la boca del viejo…, y Mike pensó ahora en la descripción que había hecho Dale del señor McBride el día anterior.

– Mike -farfulló Mink, masticando el nombre como si fuese un trozo de carne que no pudiese triturar con tan pocos dientes-. Mike… sí, el hijo de Johnny O'Rourke.

– El mismo -dijo Mike, acercándose, pero deteniéndose a más de un metro de Mink.

Con la arrugada y desmesurada trinchera del viejo borracho, los periódicos desparramados a su alrededor, una lata de Sterno y el brillo de botellas vacías…, había un sentido territorial en aquella parte del círculo del quiosco. Mike no quería invadir el espacio del anciano.

– ¿Qué quieres, muchacho?

La voz de Mink era cansada y distraída, sin el acostumbrado humor de que solía hacer gala con los niños. «Tal vez soy demasiado mayor -pensó Mike-. A Mink le gusta bromear con los niños pequeños.»

– Te traigo algo, Mink.

Sacó la botella de detrás de la espalda. No había perdido tiempo leyendo la etiqueta a la luz del sol, y ahora no había bastante luz. Esperó que no hubiese cogido la única botella de quitamanchas que había en el sótano de Carl. «Y no es que Mink pueda notar mucho la diferencia.»

Los ojos ribeteados de rojo pestañearon rápidamente cuando vieron la forma de lo que traía Mike.

– ¿Es para mí?

– Sí -dijo Mike, sintiéndose culpable al retirar ligeramente su regalo. Era como atormentar a un perrito-. Pero tienes que darme algo a cambio.

El viejo de la raída trinchera echó vapores de alcohol y mal aliento a la cara de Mike.

– ¡Mierda! Siempre hay que dar algo. Bueno, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres que el viejo Mink vaya a comprar cigarrillos para ti en los almacenes? ¿O a buscarte una cerveza en casa de Carl?

– No -dijo Mike, poniéndose de rodillas sobre el blando suelo-. Te daré el vino si tú me hablas de una cosa.

Mink estiró un poco el cuello al mirar de soslayo a Mike. Su voz era recelosa.

– ¿De qué se trata?

– Háblame del negro a quien colgaron en Old Central después del día de Año Nuevo de 1900 -murmuró Mike.

Esperaba que el viejo le dijese que no podía recordarlo -sabe Dios que el vino había destruido suficientes células del cerebro para apoyar aquella declaración-, o que él no estaba allí y sólo debía de tener entonces unos diez años, o simplemente que no quería hablar de ello. Pero en vez de esto respiró estertorosamente durante un rato y tendió los brazos, como para recibir un bebé.

– Está bien -dijo.

Mike le dio la botella. El viejo luchó durante un minuto con el tapón («¿Qué diablos de tapón es eso?») y después se oyó un fuerte chasquido y algo golpeó el techo a un palmo por encima de la cabeza de Mike, que se arrojó a un lado sobre el blando suelo mientras Mink maldecía y después lanzaba una de sus risas peculiares, gangosas y roncas.

– Pero muchacho, ¿sabes lo que me has traído? ¡Champán! ¡Guy Lombardo auténtico!

Mike no pudo saber, por el tono de Mink, si era buena o mala cosa. Sospechó que buena cuando Mink cató la bebida, farfulló algo y empezó después a beber afanosamente.

Entre tragos y pequeños y corteses eructos fue contando su historia.


Dale y Harlen miraron, más allá de la cabeza grasienta de C. J. Congden y a través de una alta verja de hierro, la mansión del señor Dennis Ashley-Montague. Dale se dio cuenta de que era la primera mansión verdadera que había visto en su vida: en el fondo de innumerables acres de césped, flanqueada por espesos y verdes bosques que se erguían en el borde del acantilado sobre el río Illinois, la casa

Ashley-Montague era un conjunto de ladrillos, gabletes y ventanas con celosías, de estilo Tudor, sujetado todo ello por una frondosa hiedra que crecía hasta más arriba de los aleros. Detrás de la verja, el paseo circular asfaltado, en mucho mejor estado que el remendado hormigón de Grand View Drive, subía graciosamente y en ligera pendiente hasta la casa, situada a unos cien metros de distancia. Varios surtidores regaban diferentes zonas del campo de césped con un susurro adormecedor.

Había un intercomunicador y una rejilla en la columna de ladrillos del lado izquierdo de la entrada. Dale se apeó y pasó por detrás del Chevy negro. El aire cálido que les había azotado durante el viaje había sido como un papel de lija invisible rascando la piel de Dale; pero ahora que se habían detenido, el calor del aire inmóvil y el peso terrible de la luz del sol eran peores. Dale sintió que tenía empapada la camiseta. Se bajó más la gorra de béisbol, mirando de soslayo el resplandor y las manchas de las hojas en la carretera detrás de ellos.

Dale no había estado nunca en Grand View Drive. Todo el mundo de esta parte del Estado parecía conocer la carretera que serpenteaba a lo largo de los acantilados del norte de Peoria, y las grandes casas donde vivían los pocos millonarios de la región; pero la familia de Dale nunca había llegado hasta aquí. Sus viajes a la ciudad tenían por objetivo el barrio comercial, si es que se le podía llamar así, o el nuevo Sherwood Shopping Center, de seis plantas, o el primer y único McDonald's de Peoria, en Sheridan Road, cerca del War Memorial Drive. Esta empinada y frondosa calle era extraña; las colinas de estas dimensiones eran desconocidas para Dale. Él había vivido siempre en las tierras llanas entre Peoria y Chicago, y todo lo que fuese más alto que las colinas próximas al cementerio del Calvario o a Jubilee College Road -pequeñas y boscosas excepciones en un mundo que se extendía plano como una mesa- le resultaba extraño.

Y las fincas, todas ellas resguardadas por los árboles, y las más grandes encaramadas a lo largo de los acantilados, como la del señor Ashley-Montague, parecían tomadas de una novela.

Harlen gritó algo desde dentro del coche, y Dale se dio cuenta de que había estado plantado en el paseo como un idiota durante medio minuto o más. También se dio cuenta de que estaba asustado. Se acercó más a la negra rejilla del intercomunicador, sintiendo la tensión en el cuello y en el estómago, sin tener idea de cómo funcionaba aquella cosa, cuando de pronto sonó una voz:

– ¿Qué desea, joven?

Era una voz de hombre, vagamente seca, con aquel acento que Dale atribuía a los actores británicos. Recordó a George Sanders en las películas de Falcon en la tele. De pronto Dale pestañeó y miró a su alrededor. No parecía haber ninguna cámara en el pilar ni en la verja. ¿Cómo sabían quién estaba allí? Tal vez alguien observaba con unos prismáticos desde la casa grande.

– ¿Qué desea? -repitió la voz.

– Ah, sí -dijo Dale, sintiendo la boca seca-. ¿El señor Ashley-Montague?

En cuanto lo hubo dicho, se habría dado de patadas.

– El señor Ashley-Montague está ocupado -dijo la voz-. ¿Tienen algo que hacer aquí, caballeros, o he de llamar a la policía?

A Dale le dio un salto el corazón al oír la amenaza, pero una parte de su mente observó: «Dondequiera que esté ese tipo, puede vernos a todos.»

– Oh, no -dijo, sin saber a qué decía que no-. Quiero decir que tenemos que hablar de un asunto con el señor Ashley-Montague.

– Por favor, diga de qué asunto se trata -dijo la caja negra.

La puerta de hierro negro era tan alta y ancha que parecía imposible que pudiese abrirse.

Dale miró al coche, como pidiendo ayuda a Harlen. Jim estaba sentado allí, con la pistola en la mano, pero por debajo del nivel del respaldo del asiento, presumiblemente fuera del alcance de la cámara, el periscopio o el trasto que empleaba aquella voz. «¡Dios mío! ¿Y si viene la policía?»

Congden se asomó fuera del coche y gritó en dirección al intercomunicador

– Eh, diles que este hijo de puta está apuntando con una pistola a mi coche. Sí, ¡diles eso!

Dale se acercó más a la caja, tratando de interponer su cuerpo entre Congden y el micrófono. No sabía si la caja lo habría oído; la voz británica no dijo nada. Todo, la verja, el bosque, la colina, el césped, el cielo de metal, todo parecía esperar a que Dale hablase. Se preguntó por qué diablos no había ensayado lo que tenía que decir durante el loco viaje hasta aquí.

– Dígale al señor…, hum…, dígale que si estoy aquí es por la Campana Borgia -dijo Dale-. Dígale que es muy urgente que yo hable con él.

– Un momento -dijo la voz.

Dale pestañeó para quitarse el sudor de los ojos, y pensó en la escena de la película del Mago de Oz en que el hombre que estaba a la puerta de la Ciudad Esmeralda, el hombre que era realmente el Mago, a menos de que empleasen el mismo actor para ahorrar dinero…, hacía esperar a Dorothy y a los amigos de ésta, después de todos sus peligrosos viajes para llegar hasta allí.

– El señor Ashley-Montague está ocupado -dijo rotundamente la voz-. No quiere que le molesten. Buenos días.

Dale se frotó la nariz. Nadie le había dicho «Buenos días» hasta entonces. Era un día de primeras experiencias.

– ¡Eh! -gritó, golpeando la caja para llamar su atención-. ¡Dígale que es importante! ¡Dígale que tengo que verle! Dígale que he hecho un largo camino y que…

La caja guardó silencio. La puerta siguió cerrada. Nadie ni nada se movió entre la verja y la mansión.

Dale se echó atrás y miró arriba y abajo el alto muro de ladrillos que separaba el terreno de la finca del grand View Drive. Podría escalarlo si Harlen le ayudaba, pero se imaginó fieros pastores alemanes y furiosos dobermans rondando por allí, y hombres con escopetas en los árboles, y policías que aparecían y encontraban a Harlen con la pistola…

«¡Dios mío! Mamá cree que estoy jugando a béisbol o en casa de Mike, y recibirá una llamada de la policía de Peoria diciéndole que he sido detenido por allanamiento de morada, por llevar un arma oculta y por secuestro frustrado.» Pero no, pensó; la acusación de llevar un arma oculta sería contra Harlen.

Dale agarró el intercomunicador y apoyó la cara contra la rejilla del micrófono, gritando, sin saber siquiera si aquel trasto había sido desconectado o si el hombre que estaba a la escucha en el otro extremo había ido a cumplir sus deberes en la Ciudad Esmeralda.

– Escúcheme, ¡maldita sea! -gritó-. Dígale al señor Ashley-Montague que lo sé todo sobre la Campana Borgia y el hombre de color que colgaron de ella y los niños que resultaron muertos… entonces y ahora. Dígale…, dígale que mi amigo ha muerto por culpa de la maldita campana de su abuelo, y que… ¡Oh, mierda!

Dale agotó las fuerzas y se sentó en el caldeado pavimento.

La caja no volvió a hablar, pero se oyó un zumbido eléctrico y un chasquido metálico, y la ancha puerta empezó a abrirse.


No era George Sanders quien hizo pasar a Dale; el hombrecillo silencioso y de cara delgada se parecía más bien al señor Taylor, el padre de Digger, el empresario de pompas fúnebres de Elm Haven.

Harlen se quedó en el coche. Era evidente que, si los dos entraban en la casa, Congden saldría disparado, probablemente llevándose la puerta con él si tenía que hacerlo. La promesa de los otros doce dólares y medio no era suficiente para impedir que les dejase… o que les matase si tenía oportunidad de hacerlo. Sólo la presencia literal de la 38, apuntando al capó del Chevi '57, le mantenía a raya; pero la situación se hacía más delicada por momentos.

– Entra tú -dijo Harlen entre sus finos labios-, pero no te entretengas tomando el té ni te quedes a cenar. Averigua lo que quieres saber y lárgate pitando.

Dale había asentido con la cabeza y se había apartado del coche. Congden estaba amenazando con entrar y llamar a la policía, pero Harlen le dijo:

– Adelante. Todavía tengo dieciocho balas más en el bolsillo. Veremos lo que se puede hacer para que este cacharro parezca un queso suizo antes de que lleguen los polis. Entonces les diré que tú nos secuestraste. Dale y yo no hemos estado nunca en el correccional, como alguien a quien podría mencionar…

Congden había encendido otro cigarrillo, apoyándose en el marco de la portezuela y mirando furiosamente a Harlen, como si estuviese imaginando cuál sería exactamente su venganza.

– Vamos, anímate -añadió innecesariamente Harlen.

Dale siguió al hombre que le pareció un mayordomo a través de una serie de habitaciones, cada una de las cuales era tan grande como todo el primer piso de la casa Stewart. Entonces aquel hombre de traje oscuro abrió una alta puerta e introdujo a Dale en una habitación que debía de ser la biblioteca o el estudio de la mansión: paredes revestidas de paneles de caoba, con estantes empotrados, se elevaban a cuatro metros de altura hasta una galería con barandillas de cobre amarillo, y más caoba y más estantes con libros, que llegaban hasta un techo sostenido por toscas vigas. Había escaleras deslizables a lo largo de la base de las librerías inferiores y también en la galería. En el lado este de la estancia, a unos treinta pasos de la puerta por la que había entrado Dale, la larga pared tenía ventanas que derramaban luz sobre la gran mesa a la que se hallaba sentado el señor Ashley-Montague. El millonario parecía muy menudo detrás de aquella mesa, y sus estrechos hombros, el traje gris, las gafas y la corbata de lazo, no contribuían a darle un aspecto más corpulento.

No se levantó al acercarse Dale.

– ¿Qué es lo que quieres?

Dale respiró hondo. Ahora que se hallaba aquí, dentro de la casa, no tenía miedo y casi no estaba nervioso.

– Ya le he dicho lo que quiero. Algo mató a mi amigo, y sé que tiene que ver con la campana que compró su abuelo para el colegio.

– Eso es una tontería -saltó el señor Ashley-Montague-. Aquella campana fue una mera curiosidad, un trozo de metal italiano que alguien hizo creer a mi abuelo que tenía una significación histórica. Y como dije a uno de tus amiguitos, la campana fue destruida hace más de cuarenta años.

Dale sacudió la cabeza.

– Nosotros sabemos más -dijo, aunque en realidad nada sabía-. Todavía está allí. Todavía afecta a la gente, como afectó a los Borgia. Y el «amiguito» a quien se ha referido usted era Duane McBride y ahora está muerto. Lo mismo que los niños que fueron muertos hace sesenta años. Lo mismo que el negro a quien su abuelo ayudó a colgar allí.

Dale oía su propia voz, fuerte, cortante, segura, y era tan lejana como la banda sonora de una película. Parte de su mente disfrutaba con la vista que ofrecían las anchas ventanas: el río Illinois resplandeciendo, amplio y gris, entre los acantilados cubiertos de árboles, una línea férrea allá abajo; un trozo de autopista 29, serpenteando hacia el sur, en dirección a Peoria.

– No sé nada de estas cosas -dijo Dennis Ashley-Montague, arreglando unas carpetas sobre su mesa-. Lamento el accidente de tu amigo. Desde luego, me enteré por los periódicos.

– No fue un accidente -dijo Dale-. Lo mataron hombres que estuvieron demasiado tiempo cerca de aquella campana. Y hay otras cosas…, cosas que salen de noche…

El hombrecillo se levantó detrás de la mesa. Sus gafas, redondas y con montura de concha, le recordaron a Dale a un artista del cine mudo. Un actor cómico que siempre estaba colgando de los edificios.

– ¿Qué cosas?

La voz del señor Ashley-Montague era casi un murmullo. Parecía perdida en la vasta habitación.

Dale encogió los hombros. Sabía que no debía hablar tanto, pero no tenía otra manera de mostrar a aquel hombre que sabía realmente que algo estaba sucediendo. En aquel instante, Dale se imaginó que se abría un panel secreto en la pared forrada de libros, que Van Syke y el doctor Roon se deslizaban suavemente por la abertura detrás de él, y que otras cosas se movían en las sombras detrás de ellos.

Dale resistió el impulso de mirar por encima del hombro. Se preguntó si Harlen se marcharía sin él, en caso de que no saliese. Lo haría.

– Cosas como la aparición de un soldado muerto -dijo Dale-. Un hombre llamado William Campbell Phillips, para ser exacto. Una maestra muerta que vuelve a este mundo. Y otras cosas…, cosas en el suelo.

Todo esto sonaba como una locura incluso para Dale. Se alegró de haberse interrumpido antes de empezar a hablar de la sombra que había salido del armario para esconderse debajo de la cama de su hermano. De pronto, pensó: «Yo no he visto estas cosas. Estoy aceptando la palabra de Mike y de Harlen sobre esto. Lo único que yo he visto ha sido algunos agujeros en el suelo… Este hombre va a llamar al manicomio y me encerrarán en una habitación acolchonada, incluso antes de que mamá se entere de que me retraso para la cena.» Esto era lo lógico, pero Dale no lo creyó un solo instante. Creía a Mike. Creía en las libretas de Duane. Creía a sus amigos.

Pareció como si el señor Ashley-Montague fuera a derrumbarse en su sillón de alto respaldo.

– ¡Dios mío, Dios mío! -murmuró, y se inclinó hacia delante como si fuese a hundir la cara entre las manos. Pero en vez de esto se quitó las gafas y las enjugó con un pañuelo que sacó del bolsillo-. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó.

Dale resistió el impulso de suspirar profundamente.

– Quiero saber lo que pasa -dijo-. Quiero los libros que escribió el historiador del condado, el doctor Priestmann. Todo lo que pueda usted decirme sobre la campana y sus efectos. Y sobre todo… -y ahora respiró profundamente- quiero saber cómo podemos hacer que esto termine.

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