40

– No llegaré a tiempo -gritó Kevin por encima del estruendo de la tormenta.

Sólo había cinco metros desde la parte de atrás del camión hasta la bomba de gasolina y la bolsa de gimnasia, pero las lampreas se acercaban más a cada vuelta que daban. Él se había dado cuenta de lo deprisa que podían moverse.

La cara pálida de Cordie era iluminada por cada relámpago. Sonreía, con la boquita fruncida.

– A menos de que tengas una… ¿cómo se llama? -dijo-. Una diversión.

Antes de que Kevin pudiese decir algo se deslizó por el otro lado de la cuba y saltó al camino enarenado, corriendo cuesta abajo tan rápido como pudo en dirección a la calle.

Las lampreas torcieron a la izquierda y se lanzaron tras ella, como tiburones percibiendo sangre en el agua.

Kevin se deslizó también y saltó desde el guardabarros izquierdo de atrás, agarrando la bolsa y volviendo rápidamente hacia el camión, en el momento en que la manguera empezaba a aspirar aire en el depósito subterráneo vacío. En vez de encaramarse en la parte de atrás del vehículo, Kevin corrió en círculo, cogió el walkie-talkie y saltó a la cabina.

Abajo, Cordie había llegado al asfalto de Depot Street, con dos metros de ventaja sobre la primera lamprea. Ésta se hundió profundamente al llegar tambaleándose la chica al centro de la calle y detenerse, saltando y agitando los brazos a Kevin. Éste no pudo oír lo que gritaba debido a los truenos.

«Muy lista», pensó, pero en aquel instante una de las lampreas rompió la superficie en el otro lado de la calle y aprovechó el impulso para deslizarse sobre el asfalto como una marsopa amaestrada que saltase de una piscina a un suelo mojado de cemento.

Cordie se arrojó a un lado, librándose por los pelos de aquella boca, y cayó violentamente, pataleando y taconeando para alejarse de la serpenteante criatura. Al menos seis metros del cuerpo de la lamprea estaban ahora fuera del agujero.

Kevin sacó de la bolsa de gimnasia el encendedor a que se había referido y las llaves del camión, de las que nada había dicho. El motor arrancó al primer intento. Kevin tuvo una fugaz idea de toda la gasolina que había derramado a su alrededor, de los cuatro mil o cuatro mil quinientos litros que se agitaban en la cuba sin cerrar detrás de él, y en la que todavía goteaba de la manguera… y de la chispa del encendido en medio de todos aquellos gases inflamables. «¡Qué más da! -pensó, sintiendo que la adrenalina llenaba su cuerpo como un elixir extraño-; si volamos por los aires, no me enteraré.»

Cordie se arrastraba hacia atrás sobre el oscuro pavimento, empujándose con los codos y los talones, dando patadas contra aquella cosa que se retorcía y seguía buscándola, dilatando la boca hasta tener el doble de diámetro que el cuerpo.

Kevin puso el camión en marcha y descendió por el camino enarenado, rodando sobre el cuerpo de aquella cosa, sintiendo la vibración a través de la carrocería, como si hubiese pasado por encima de un grueso cable del teléfono o algo parecido. Entonces se asomó a la portezuela y tiró de Cordie para ayudarla a subir mientras la lamprea empezaba a desenroscarse para meterse en su agujero, como una manguera en un carrete de tensión, derramando fluido al retroceder sobre el pavimento.

Kevin se mantuvo en la portezuela abierta, con el encendedor en la mano, observando cómo pasaba aquella cosa a un metro de distancia, pero sabiendo que la llama del encendedor no duraría lo bastante contra el viento para prender fuego a la lamprea.

Cordie rasgó una tira de cuatro palmos de su vestido y se la entregó a Kevin. Éste se agachó e hizo una bola con la vieja tela, utilizando la portezuela del vehículo como protección contra el viento. El vestido había estado medio empapado en gasolina, y la bola se inflamó a la segunda chispa del encendedor.

Kevin se apartó rápidamente de la cuba y arrojó el material inflamado sobre la lamprea, precisamente en el momento en que las fauces de ésta se escurrían del asfalto.

La criatura sintió venir aquello y cometió el error de atraparlo entre las mandíbulas de múltiples pliegues. La parte de delante del cuerpo se convirtió en un surtidor de llamas, la gasolina se extendió por los surcos del largo cuerpo segmentado, y una llama azul se propagó a lo largo de él a una gran velocidad.

La gasolina derramada en la calle se inflamó también con un chasquido, creando una larga mecha que ardió en dirección a la parte de atrás del camión cisterna.

Cordie no había esperado aquello. En cuanto Kevin saltó de la portezuela abierta, Cordie se puso detrás del volante, pisó el acelerador a fondo, dirigiéndose al norte por Depot y apartando el camión del círculo de gasolina derramada un segundo antes de que ésta se inflamase.

Kevin se puso a gritar y a correr al lado del vehículo, encaramándose junto al asiento del pasajero y, al encontrar la puerta abollada hacia dentro y atascada, se metió de cabeza por la ventanilla, agitando las piernas.

– Tuerce a la izquierda -jadeó.

Cordie apenas podía alcanzar los pedales y manejar el volante al mismo tiempo; en realidad estaba medio levantada detrás de aquél, estirando la punta del pie hacia el acelerador y subiendo y bajando los hombros al hacer girar el gran volante. El camión rugía y avanzaba en primera.

El walkie-talkie graznó en el asiento, entre los dos. Era la voz de Mike O'Rourke.

– ¡Mike! -gritó Kevin, levantando el aparato-, ¿qué estás haciendo con el…?

– ¡Kev! -dijo la voz apremiante de Mike. Podía oírse un ruido de gritos y de disparos por encima de los parásitos que resonaban en el altavoz-. ¡Vuélala! ¡Ahora! ¡Vuela la maldita escuela!

– ¡Tienes que salir de ahí! -gritó Kevin por el walkie-talkie mientras Cordie giraba el volante hacia la izquierda, dirigiendo el chirriante camión por el largo paseo lateral hacia la puerta norte de Old Central.

Saltaron sobre piedras y losas inclinadas de la acera. A quince metros de ellos, la segunda lamprea rompió la superficie para interceptarles el camino.

– ¡Vuélala, Kev! -gritó Mike por el walkie-talkie. Su voz era más frenética de lo que jamás había oído Kevin-. ¡Vuélala ahora!

La radio enmudeció, como si el otro walkie-talkie hubiese sido destruido.

Cordie miró a Kev, y después hacia la izquierda, a aquella cosa que se arqueaba en el suelo delante de ella; asintió una vez con la cabeza, mostró los dientes grises en una mueca y pisó a fondo el acelerador.


El doctor Roon arrastró a Dale y a Harlen hacia arriba, por la escalera que parecía una cascada de cera fundida, por debajo de la ventana de cristales de colores que daba la impresión de estar cubierta por un tapiz de hongos, bajo grandes redes hechas al parecer de tendones, por delante de estalagmitas de hueso, por debajo de estalactitas de lo que parecía ser un barniz de uñas, más allá del rellano de la biblioteca, hasta el segundo piso y el interior de la que había sido su clase. La puerta tenía la mitad de su tamaño ordinario y estaba casi oculta por delgados filamentos de pelos negros que brotaban de los nudos de las paredes. Roon empujó a los muchachos a través de ella cuando estaban a punto de desmayarse a causa de la terrible presión de sus manos.

Las hileras de anticuados pupitres estaban en su sitio. La mesa de la maestra se hallaba donde la había dejado la señora Doubbet. El retrato de George Washington estaba igual que como lo recordaba Dale.

Todo lo demás era diferente.

Una gruesa alfombra de hongos había crecido en el suelo de tablas y cubría ahora los pupitres en pliegues ondulados de un verde azulado. Había bultos en la mayoría de los pupitres: curvas suaves como las cabezas de niños ocultos debajo de mantas, los ángulos rectos de los hombros, el brillo de huesos desnudos donde salían dedos de la alfombra de algas y moho. Dale sintió ahogo cuando el aire fétido llenó sus pulmones; trató de no respirar, pero finalmente tuvo que jadear en aquel miasma de podredumbre para no perder el conocimiento.

Apenas podía ver a través de la estancia debido a las redes colgantes que cubrían las ventanas, llenaban la mayor parte del espacio entre los pupitres y el alto techo y se aferraban a las paredes en grandes racimos bulbosos. Parecía un tejido de músculos vivos; Dale podía ver venas y arterias a través de la húmeda y translúcida superficie. De vez en cuando algo blando y fibroso se movía en las franjas más anchas de las redes de tendones, y unos ojos parecían pestañear, mirando a los visitantes.

La señora Doubbet y la señora Duggan se sentaban detrás de la mesa en la parte de delante de la estancia. Ambas estaban alerta, erguidas…, y muertas. La señora Duggan mostraba los efectos de meses en la tumba. Algo pequeño y furtivo se movía en la cuenca de su ojo izquierdo. La señora Doubbet parecía haber entrado viva en la habitación recientemente, pero ahora sus ojos estaban velados por las finas cataratas de la muerte, y algo parecido a ligamentos brotaba de su cuerpo en una docena de sitios, conectándola a la silla, a la mesa, a las paredes y a la red. Sus dedos se contrajeron al entrar Dale y Harlen.

La clase estaba reunida.

Harlen lanzó un gruñido y se volvió como para salir lanzado.

Karl Van Syke entró a través de las tiras de filamentos del sitio donde había estado la puerta. Dale pensó por un instante que había vuelto el negro del relato de la señora Moon: Van Syke era absolutamente negro, salvo en el blanco de los ojos, pero la negrura era de piel y carne quemadas en una escamosa caricatura de hombre. La barbilla había desaparecido; la mayor parte de los músculos de los brazos y las piernas se habían quemado; los dedos se habían transformado en garras de hueso que parecían de una escultura semiabstracta de un hombre de carbón. Líquidos pálidos brotaban del interior de aquella cosa. Volvió la cabeza hacia los dos muchachos y pareció husmear el aire como un perro de caza.

Dale agarró a Harlen y se echó atrás hasta tocar la primera hilera de pupitres. Algo rebulló en el montón de hongos a su espalda.

Tubby Cooke se levantó de un pupitre en el fondo de la clase y se quedó allí de pie. Los hinchados dedos de su única mano se retorcían como gusanos blancos. El doctor Roon entró por la puerta.

– Sentaos, niños.

Mirando fijamente, deslizándose su conciencia como un coche sobre una capa de hielo no vista, Dale se dirigió a su pupitre acostumbrado y se sentó en él. Harlen ocupó el suyo cerca de la primera fila, donde pudiesen vigilarle los profesores.

– Como veis -murmuró el doctor Roon-, el Maestro recompensa a los que cumplen sus órdenes. -Abrió una pálida mano, señalando la figura de Karl Van Syke. Éste parecía estar todavía husmeando y palpando el aire con los dedos encorvados-. La muerte no existe para aquéllos que sirven al Maestro -dijo, colocándose cerca de la mesa de los profesores.

El Soldado y lo que pudo haber sido Mink Harper entraron en la estancia, llevando la silla a la que Lawrence seguía atado por hebras carnosas. Tenía echada la cabeza atrás y parpadeaba.

Dale inició un movimiento hacia delante pero se detuvo cuando la cosa Van Syke avanzó en su dirección, husmeando, palpando el aire como un ciego. La forma blanca que había sido Tubby se movió a través de las sombras de detrás de Dale.

– Ahora estamos todos dispuestos a empezar -dijo el doctor Roon, sacando un reloj de oro del chaleco. Miró a Dale y a Harlen y sonrió por última vez-. Supongo que podría explicaros… contároslo todo acerca de la Era maravillosa que ahora empieza…, hablaros de las pequeñas molestias que nos han causado vuestras aventurillas…, entrar en detalles sobre cómo vais a servir al Maestro en vuestras nuevas formas… -Cerró el reloj y volvió a meterlo en el bolsillo del chaleco-. Pero, ¿por qué preocuparnos? El juego ha terminado y es hora de que termine también vuestra participación en él. Adiós.


Hizo una señal con la cabeza y el Soldado empezó a deslizarse hacia delante, sin mover las piernas y levantando despacio los brazos.

Dale había tratado de no mirar la cara del Soldado y las otras cosas que había en la habitación, pero ahora abrió mucho los ojos. La cara ya no era siquiera un simulacro de humanidad: el largo hocico parecía el cráter que había quedado al brotar violentamente algo del alargado cráneo. Había otras aberturas más profundas en la carne blanda de la cara, y cosas más pequeñas se movían en aquellos orificios.

El Soldado se deslizó hacia Jim Harlen mientras el negro Van Syke lo hacía en dirección a Dale. El doctor Roon y la cosa harapienta que tenía parte de la cara de Mink Harper se movieron para bloquear la puerta. Dale oyó un crujido y un gemido que parecieron brotar de las paredes y del suelo, y la red de ligamentos y nudos adquirió un color rosa más fuerte. Goteó un líquido del techo formando hilos viscosos.

– ¡Que se vaya a la porra todo esto! -dijo Harlen, levantándose de su pupitre y retrocediendo hasta juntarse con Dale. Sus labios temblaban al murmurar a su amigo-: Nunca me gustó el colegio.

Salieron juntos de la primera hilera de pupitres, andando con dificultad entre montones de hongos y hacia el fondo de la estancia. El Soldado se deslizó sin esfuerzo hacia su derecha. El cadáver de Tubby Cooke bajó la cara hacia las algas y desapareció debajo de ellas como un niño arrebujándose en su manta predilecta.

Dale y Harlen saltaron sobre los pupitres contiguos, agachando la cabeza para esquivar las pálidas bolsas de encima de ellos. El moho se pegaba a sus tejanos y a su calzado en largos hilos.

El doctor Roon se impacientó y chascó los dedos. Todo el edificio pareció contener el aliento cuando Van Syke y el Soldado se arrastraron hacia la primera hilera de pupitres.

Abajo sonó un disparo.


Mike había llegado al pasillo central del sótano y calculó sus pérdidas: la linterna estaba rota; había perdido una de las pistolas llena de agua bendita y aplastado la segunda, rodando sobre ella al salir del túnel; tenía roto el pantalón en las rodillas, y en la parte de delante y de detrás lo tenía empapado a causa de las pistolas de agua. La única ventaja de ello, según pensó, era que nada parecido a un vampiro iba a morderle en la entrepierna mojada de agua bendita.

A pesar de que no había ventanas en el sótano, descubrió que podía ver al adaptarse sus ojos al resplandor de la fosforescencia que parecía brotar de las paredes como de la lamprea que ardía en el pasillo central, y que era un resplandor aún más intenso.

Mike supuso que la lamprea estaba muerta. Su carne estaba carbonizada en mil lugares, ardían brasas donde hubiesen debido hallarse las entrañas, y las fauces habían dejado de abrirse y de cerrarse. Imaginó que estaba muerta pero no se le acercó, pasando junto a la pared y mirando con cierto espanto la masa de escombros que aquella cosa moribunda había empujado a todo lo largo del pasillo del sótano. Espesas nubes de humo y un olor a carne quemada se desprendían del cadáver.

Mike decidió estudiar sus recursos mientras subía la pegajosa escalera del primer piso. Tenía la escopeta de Memo, cargada y con cuatro cartuchos adicionales; los otros habían sido disparados o los había perdido en la rápida salida de los túneles. Estaba magullado y sangrante y temblaba de la cabeza a los pies; pero por lo demás se hallaba en buen estado. Pasó sobre la puerta derribada del salón principal del primer piso de Old Central.

Mike tuvo sólo unos segundos para pestañear, captando los cambios que unas pocas semanas de verano habían ocasionado al viejo colegio, mirando hacia arriba el rojo saco pulsátil de piernas y ojos a doce metros encima de él, en el ahora abierto campanario. Había dado un paso y puesto el pie sobre la Savage de Dale Stewart cuando un movimiento en las sombras le paralizó en el momento de agacharse.

Algo estaba avanzando hacia él desde la clase de segundo de la señora Gessler, lanzando una especie de maullidos suaves. Este sonido casi se había perdido en los súbitos crujidos del edificio al zumbar y arreciar la tormenta en el exterior.

Mike hincó una rodilla en el suelo y levantó rápidamente la Savage, sujetándola bajo el brazo izquierdo, mientras sostenía la escopeta a punto de disparar, con el cañón hacia arriba.

El padre Cavanaugh salió de la sombra, emitiendo un ruido suave que podía ser un intento de hablar. Sus labios habían desaparecido e incluso bajo la débil luz Mike pudo ver las toscas puntadas del señor Taylor, el empresario de pompas fúnebres, al coser las encías. Tal vez había tratado de decir «Michael».

Mike esperó a que estuviese a unos dos o dos metros y medio de distancia, y entonces bajó el arma y le disparó a la cara.

La detonación y su eco fueron increíbles.

Los restos del sacerdote cayeron hacia atrás sobre el suelo resinoso; el cuerpo rodó hasta chocar con la baranda de la escalera, mientras partes del cráneo volaban en otras direcciones. Prácticamente sin cabeza, aquello se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse de nuevo hacia Mike.

En un estado de calma perfecta, con el cuerpo realizando los movimientos mientras la mente se hallaba ocupada en otras cosas, Mike pasó la culata de la escopeta a la otra mano, abrió el cargador de la Savage, comprobó que la bala no había sido disparada, apoyó el cañón sobre la espalda de lo que había sido un sacerdote, en el momento en que los dedos de éste alcanzaban sus zapatos, y apretó el gatillo. Aquella cosa asquerosa que se parecía a su amigo se retorció sobre el pegajoso suelo, con la espina dorsal visiblemente partida, y Mike se echó atrás, sacó del bolsillo dos de los cuatro cartuchos que le quedaban e introdujo uno en el arma de Memo y el otro en la de Dale. Su pie tocó algo de plástico y vio la radio al mirar hacia abajo. La cogió, le quitó los hilos de sustancia pegajosa, apretó el botón de transmisión, oyó los esperados parásitos y gritó.

Kevin respondió a la tercera llamada.

«Gracias, Dios mío.»

– ¡Kev! -dijo por la radio-. ¡Vuélala! ¡Ahora mismo! ¡Vuela la maldita escuela!

Repitió la orden y entonces dejó caer la radio al oír gritar a Dale en el segundo piso. Prefirió las armas al walkie-talkie y subió corriendo la escalera.

Las redes y racimos de nudos y las propias paredes se estremecían y temblaban a su alrededor, como si el colegio fuese una cosa viva a punto de despertar.

Mike estuvo a punto de perder pie y rodar por la pegajosa y sucia escalera, pero recobró el equilibrio y saltó al rellano del segundo piso. La luz roja de arriba se hacía más fuerte por momentos.

– ¡Mike! ¡Aquí! -gritó Dale desde detrás de una cortina de fibras negras donde había estado un día la clase de la señorita Doubbet.

Se oyeron de pronto unos gruñidos, como si hubiesen soltado una jauría de perros hambrientos.

Mike comprendió que si vacilaba dos segundos nunca tendría valor para entrar allí. Amartilló las dos armas y entró agachado por la abertura.

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