11

El martes, después del trabajo de la mañana, Duane McBride decidió ir a la biblioteca. El viejo estaba despierto y sereno, y con el malhumor que solía traer consigo aquella combinación. Duane entró en su taller para decirle que iba a salir.

– ¿Has hecho todas las tareas? -gruñó su padre.

Estaba trabajando en el modelo más nuevo de su «máquina de aprender». El taller del viejo había sido años atrás el comedor de la familia; pero desde que Duane y su padre comían en la cocina -cuando lo hacían juntos, que era en raras ocasiones-, el viejo había convertido el comedor en taller. Media docena de puertas sobre caballetes hacían las veces de mesas macizas, la mayoría de las cuales estaban llenas de variaciones sobre la máquina de aprender u otros prototipos.

El viejo era un verdadero inventor; tenía cinco patentes registradas, aunque sólo una de ellas, la alarma automática del buzón de correo, le había proporcionado algún dinero. La mayoría de sus inventos eran tan poco prácticos como la máquina de aprender en la que ahora estaba trabajando: una maciza caja de metal con manivelas, una pantalla, botones, rendijas para introducir tarjetas, y luces variadas. Aquel aparato revolucionaría la educación. Cuando estuviese debidamente programado con rollos del adecuado material de preguntas y las necesarias tarjetas perforadas de respuestas, la máquina podría proporcionar horas de instrucción sobre materias a elegir y de enseñanza privada. El problema, según había observado repetidamente Duane, estaba en que cada máquina de aprender costaría casi mil dólares, con el necesario material impreso, y en que era un procedimiento mecánico.

Duane había argüido largamente que los ordenadores harían algún día este trabajo, pero su padre aborrecía la electrónica tanto como la adoraba él. «¿Sabes lo grande que tendría que ser un ordenador para realizar las más sencillas tareas de enseñanza autónoma?», preguntaba su padre. «Tan grande como Texas», respondía Duane. «Y cada hora se necesitarían todas las Cataratas del Niágara para enfriarlo.» Aunque enseguida añadía: «Pero esto se hará con tubos al vacío, papá. Ahora se hacen cosas extraordinarias con los transistores y los resistores.»

El viejo gruñía y volvía a su trabajo sobre un nuevo modelo de máquina de aprender. Duane tenía que admitir que estas máquinas eran divertidas -había seguido todo un curso de ciencia política en una de ellas cuando tenía ocho años-, pero eran feas e imponentes. Sólo se había vendido una, hacía casi cuatro años, al Distrito Escolar de Primfield, y el tío Art conocía al encargado de compras. Mientras tanto, los modelos seguían llenando las mesas del taller y ocupando espacio en los pasillos y en las habitaciones vacías del piso de arriba.

Duane se imaginaba esto como un pasatiempo; el proyecto de máquina de aprender de movimiento continuo no era tan nocivo como el centro comercial rural de servicio en las veinticuatro horas del día que había tratado de explotar el viejo a mediados de los años cincuenta. Había habido dos tiendas en el «centro comercial»: una quincallería y el múltiple OmniMart del viejo, que vendía principalmente pan y leche; pero el viejo había sido el único encargado de las entregas, recibiendo llamadas en su casa a altas horas de la noche y viajando en cualquier momento por carreteras de tierra y de grava, para llevar una hogaza de pan a las cuatro de la mañana a alguna vieja dama de Knox County que quería que cargase el importe en la tarjeta de crédito de OmniMart.

El tío Art, que había dirigido la quincallería, se alegró tanto como Duane de la extinción de aquella empresa. El viejo aún sostenía que había tenido razón en lo referente a los «centros comerciales» -¡sólo había que mirar el Centro Sherwood de nueve pisos, en Peoria!-, pero se había adelantado a su tiempo. El viejo predecía que, algún día, los centros comerciales serían enormes establecimientos, docenas de tiendas especializadas bajo un solo techo de cristal, como las galerías que había visto en Italia después de la guerra. La mayoría de la gente le escuchaba y preguntaba «¿Por qué?», con expresión desconcertada; pero Duane y el tío Art habían aprendido a asentir con la cabeza y a guardar silencio.

– ¿Has hecho las tareas? -repitió el viejo.

Duane se distrajo por un momento de su contemplación de las máquinas de aprender.

– Sí. Pensaba ir a la biblioteca.

El viejo le miró y dejó que sus gafas de trabajo resbalasen sobre la nariz.

– ¿A la biblioteca? ¿Por qué hoy? ¿No fuiste el sábado?

– Sí. Pero me olvidé de mirar si tenían un manual de reparaciones de motores pequeños.

El viejo frunció el entrecejo. La bomba del viejo molino necesitaba una reparación.

– Creí que ya lo sabías todo sobre esta materia.

Duane se encogió de hombros.

– Aquel motor es viejo. Lo instalaron antes de la electrificación rural. Si he de hacer algo que no sea cambiar las correas y los cepillos, voy a necesitar un manual.

El viejo desenfocó la mirada y Duane pudo imaginar lo que estaba pensando: le había impresionado que el camión tratase de matar a su chico el día anterior -cuando había enterrado a Witt por la tarde, a Duane le había parecido ver lágrimas en los ojos del viejo…, aunque el viento soplaba fuerte y levantaba arena que podía haberlos irritado-, pero por otra parte no podía tener encerrado a Duane en casa durante todo el verano, ni hacer que le acompañase siempre en la camioneta.

– ¿Puedes ir allí sin seguir la carretera?

– Sí, es fácil -dijo Duane-. Atajaré a través de los pastos del sur y caminaré por la orilla de los campos de Johnson.

El viejo volvió a mirar la serie de mecanismos y poleas que estaba montando.

– Está bien. Pero vuelve a casa antes de la hora de cenar, ¿entendido?

Duane asintió con la cabeza. Preparó un par de bocadillos de morcilla ahumada en la cocina y los metió en una bolsa grasienta. Se colgó del cinturón un termo de café por el asa de la taza, se aseguró de que llevaba la libreta y la pluma en el bolsillo, y salió rápidamente. Había dado cuatro pasos en dirección al granero para despedirse de Witt, cuando recordó lo sucedido. Se ajustó las gafas y cruzó la verja, encaminándose hacia el pasto del sur, tal como había dicho al viejo.

Iría por los campos de Johnson hacia el oeste, hasta la vía del ferrocarril. En esto no había engañado a su padre. Pero tampoco le había dicho exactamente la verdad: la biblioteca a la que se encaminaba no era la pequeña de Elm Haven, que estaba a menos de tres kilómetros y medio de distancia, sino la de Oak Hill, que estaba a más de trece yendo por caminos vecinales y a más de dieciséis si iba por donde pensaba ir.

Duane caminó contoneándose, como solía hacer para andar largas distancias, con el termo golpeando su pierna izquierda a cada dos pasos y con las bambas negras asustando a los saltamontes entre las altas hierbas.

Brillaba el sol y hasta ahora era la mañana más caliente del verano. Duane desabrochó los dos botones de arriba de su camisa de franela y pensó en silbar una tonadilla mientras andaba.

Decidió no hacerlo.

La mejor manera de ir a Oak Hill desde la casa de Duane habría sido dirigirse hacia el norte por la Seis del condado, hasta el cruce con la carretera sin número y cubierta de grava que pasaba por el norte de la finca Barminton, y seguir por ésta hacia el oeste hasta su confluencia con la 626, mas conocida como Oak Hill Road, y entonces caminar por ella siete kilómetros hasta la ciudad. Pero esto significaba ir por carreteras.

Cruzó rápidamente la primera al norte de Elm Haven -era la carretera de grava que se dirigía al sur para convertirse en la Primera Avenida – y entonces atajó a través del bosque de silos de metal que se alzaba al norte de los campos de deportes de la población. Una hilera de pinos que se extendía hacia el oeste desde la torre del agua le tapaba la vista, de manera que no pudo saber si sus amigos estaban jugando a béisbol aquel día.

Al oeste de allí, anduvo de nuevo hacia el norte, para evitar la ciudad y la parte alta de Broad Avenue.

Al terminar Catton Road tenía que seguir un estrecho camino entre arbustos hasta la vía del ferrocarril pero no podía imaginarse al camión de la basura abriéndose paso entre las ramas y los matorrales que allí había. Se dio cuenta de que estaba a sólo unos pocos cientos de metros de la fábrica de sebo, que era el sitio del que había dicho Congden que había sido «robado» el camión, pero el bosque era aquí tan espeso que Duane no podía ver siquiera el tejado metálico (el terraplén del ferrocarril era un alivio después de todo aquello) y Duane redujo el paso para descolgar el termo y tomar café. No se detuvo para beber, y se salpicó la camisa y los pantalones. Bueno, los pantalones eran casi del mismo color.

Olió el aroma fétido del basurero antes de verlo, y en el mismo instante vio el sórdido apiñamiento de casas junto a la entrada sur de aquél. Cordie vivía en una ellas, si se podía llamar casas a aquella serie de barracones de escoria y cartón alquitranado, pero Duane sabía que una de ellas era. Algo se movió entre los matorrales de la línea férrea; pero aunque Duane miró por encima no vio nada.

Podía ser un animal.

Caminó rápido, con las montañas de basura y los montones de desperdicio claramente visibles a través de la línea de los árboles, y cruzando después el bajo puente sobre lo que a cinco kilómetros de allí, se convertiría en el Arroyo de los Cadáveres. Tuvo suerte; el viento soplaba desde el norte, de manera que, una vez dejado atrás el vertedero, era como si no hubiese existido.

Desde allí sólo tenía que andar once kilómetros a través de los campos y bosques de Creve Coeur County, y Duane los hizo en poco más de dos horas.

Oak Hill era más de tres veces mayor que Elm Haven, con una población de casi 5.500 habitantes. Tenía un pequeño hospital y también una biblioteca mayor que un gallinero, una pequeña fábrica en las afueras, un juzgado de condado y un barrio suburbano: tenía de todo.

Duane se apartó de la vía al torcer el terraplén del ferrocarril hacia el este para esquivar la población. No le importó caminar por las calles flanqueadas de árboles de Oak Hill, aunque cada vez que un coche o un camión doblaba una esquina detrás de él miraba rápidamente por encima del hombro y echaba también una ojeada a los portales de los que pudiese alejarse corriendo.

Se detuvo en el jardín de delante del juzgado, a la sombra de un roble y de un cañón de bronce, para comer sus bocadillos de morcilla y terminar el café. Tenía calor. La temperatura no bajaría de los treinta y cinco grados, pero la camisa de franela no se pegaba a su cuerpo.

Cuando hubo terminado, se colgó el termo del cinturón y se dirigió al hospital, que estaba en el lado sur de la plaza.

La señora se apellidaba Alnutt, según la placa verde distintiva, y su mesa estaba plantada firmemente en medio del único pasillo que conducía a las salas, y la mujer era implacable.

– No puedes entrar -dijo en su tono áspero de vieja solterona. El olor a polvos de talco y a piel vieja llegó hasta Duane impulsado por el ventilador del techo-. Eres demasiado pequeño.

Duane asintió con la cabeza.

– Sí, señora. Pero Jimmy es mi único primo y su mamá dijo que podía venir a verle.

La señorita Alnutt sacudió la cabeza en lo que podía ser un gesto de despedida.

– Eres demasiado pequeño. Nadie de menos de dieciséis años puede entrar en el ala de los pacientes. Sin excepción. -Le miró a través de las gafas de media luna-. Además, no se permite entrar comida ni bebida de fuera en las habitaciones de los enfermos.

Duane miró su termo y lo soltó rápidamente del cinturón.

– Sí, señora. Puedo dejarlo aquí. Yo sólo quiero ver a mi primo durante un minuto o dos; le prometo que sólo le echaré una mirada y volveré enseguida.

La señorita Alnutt hizo un vivo movimiento con la muñeca surcada de arrugas.

La primera vez había preguntado por Harlen. Ahora dijo a la mujer si podía ocupar el teléfono. Se lo señaló.

– Gracias, señora -y se volvió para dirigirse al vestíbulo. El único teléfono de pago estaba en el pasillo de la sala de espera. El único teléfono que había visto en el vestíbulo estaba sobre la mesa de recepción, a veinte pasos más allá de aquel pasillo y al otro lado de la mujer.

No la mandaron llamar por un botones. Una de las enfermeras del vestíbulo se acercó a la señorita Alnutt, le murmuró algo al oído y la acompañó cuando ésta salió corriendo a otra parte.

Duane pasó junto a la mesa ahora vacía, entró en la sala de pacientes, y por segunda vez aquel día resistió el impulso de silbar.


Después de desayunar, Dale Stewart cogió los prismáticos de su Padre y salió por Depot Street hacia la estación y después siguiendo la línea férrea.

Dale sentía que todo aquel lado del pueblo le ponía los pelos de punta: Congden vivía por ahí, cerca de la casa de Harlen. Los bosques próximos al vertedero aún eran peores.

La destartalada casa de J. P. Congden estaba en la misma manzana que la de arlen, pero el Chevy negro no se hallaba donde solía estar aparcado, ~ nada se movía en el herboso patio de atrás. Dale no tenía miedo al juez de paz, aunque el viejo tipo le había atemorizado bastante ayer; pero temía al hijo delincuente juvenil de J. P… C. J. Todos los muchachos de la población tenían miedo a C. J. y la mayoría de los chicos podía reprochárselo.

Congden era como un prototipo de historieta de lo que tenía que ser el matón de una ciudad pequeña: corte de pelo a un estilo que parecía como si una enfermedad tropical estuviese royéndolo, camiseta con una quemadura de cigarrillo en la manga corta, delgado pero musculoso, con manos grandes y ruines; pantalón mugriento, ceñido tan abajo que los muchachos que le veían caminar casi esperaban que asomase en cualquier momento el miembro por encima del cinturón; botas de mecánico gruesas y claveteadas, que arrancaban chispas del cemento cuando caminaba arrastrando los pies. Una cajita de rapé en el bolsillo de atrás y una navaja plegada en el de delante… En una ocasión, Dale había comentado a Kevin que C. J. Congden debía de tener algún Manual de Matón por el que guiarse.

Pero Dale no gastaba bromas sobre C. J. cuando podían oírle o repetirlas. Cuando los Stewart se trasladaron a Elm Haven desde Peoria, hacía cuatro años, Dale ingresó en el tercer curso y Lawrence en el primero. Dale cometió el error de llamar la atención a C. J. Congden tenía entonces doce años y todavía estudiaba quinto, pero rondaba por los patios de recreo de los niños como un tiburón entre bancos de peces

Después de la segunda paliza en el patio de recreo, Dale había pedido ayuda a su padre. Su padre le había dicho que todos los matones eran cobardes; que si se les plantaba cara se echaban atrás. Al día Siguiente, Dale le había plantado cara a C. J.

Aquel día, Dale había perdido dos de sus dientes de leche y se le habían aflojado varios de los permanentes. Durante tres días le sangró a ratos la nariz, y aún tenía una cicatriz en la cadera, donde C. J. le había dado una patada después de caer él y retorcerse en el suelo. Desde aquel día, Dale no había confiado tanto en los consejos de su padre.

Dale probó el soborno. Congden aceptaba los dulces y el dinero del almuerzo, y seguía atizándole. Entonces trató de ser uno de sus partidarios, llegando al extremo de pavonearse en el patio de recreo como uno más de su pandilla de aduladores. Congden le daba una paliza al menos una vez a la semana, por cuestión de principios.

Para empeorar las cosas, el único auténtico amigo de Congden, Archie Kreck, iba a la clase de Dale. Archie habría sido el matón del pueblo si Congden no hubiese existido: vestía igual que éste, llevaba las botas claveteadas, era bajo, vigoroso y ruin; parecía un poco el hermano gemelo malo de Mickey Rooney, y tenía un ojo de cristal.

Nadie sabía cómo había perdido Archie su ojo natural. En el patio de recreo circulaba el rumor de que C. J. Congden se lo había saltado con una navaja, como parte de una extraña iniciación, cuando Archie tenía sólo seis o siete años… Pero el ojo de cristal, que era el izquierdo, se empleaba sólo para producir efecto. A veces, cuando la señora Howe recitaba una lección de geografía, Archie se sacaba aquel ojo, lo colocaba en la ranura de los lápices, en la parte delantera de su pupitre, y fingía dormitar mientras su ojo vigilaba.

Dale se había reído la primera vez que había visto esto, pero Archie había esperado a que el director terminase con él, y cuando Dale se dirigía al retrete de los chicos (o BOY'S, según el rótulo de Old Central), había saltado sobre él. Archie había sujetado la cara de Dale dentro del urinario mientras fluía el agua cinco veces, invitándole a que se riese de nuevo. Aquel día, al terminar las clases, Archie y C. J. le estaban esperando juntos en la orilla del patio de recreo. Dale nunca había corrido tan rápido, volando por el callejón de detrás de la casa de la señora Moon, cruzando el gallinero de Mike, volviendo atrás por el jardín de Grayson, atravesando después la calle a toda velocidad hasta su casa, y llegando a la puerta dos segundos antes que los dos dobermans humanos con botas de mecánico

Le habían atrapado dos días más tarde y molido a patadas. A pesar de lo que dicen los padres y las madres no comprenden, no hay manera de librarse de los brutos. Y éstos dos eran de primera clase.

Dale se alegró de haber dejado atrás la casa de Congden: C. J. no tenía coche propio y su padre no le dejaba conducir el potente Chevy, pero Dale le había visto conducir muchos coches de sus «amigos». Fue maravilloso cuando el matón del pueblo empezó a conducir; de este modo no andaba por las calles.

La casa de Harlen estaba tres puertas más abajo, exactamente a cien metros de la vieja estación. Dale detuvo su bici delante del pórtico y llamó a la puerta; pero la casa parecía cerrada y silenciosa, y nadie acudió a abrir. Todavía mirando calle abajo, para asegurarse de que no apareciesen de pronto C. J. y Archie, Dale remolcó su bici calle abajo. El estuche de cuero de los prismáticos de su padre rebotaba sobre su pecho al caminar.

Había dos maneras de llegar a la casa de Cordie Cooke: empujar la bicicleta sobre el terraplén del ferrocarril y a través de los matorrales hasta la carretera cubierta de grava que conducía al vertedero, o dejar la bici en alguna parte y caminar por la vía.

A Dale no le gustaba dejar su bici en esta parte de la población (una vez Lawrence había echado la suya en falta durante dos semanas, hasta que Harlen la había encontrado en el huerto de detrás de la casa de Congden), pero también recordaba el juego de pillapilla de Duane con el camión.

Dale dejó la bicicleta entre los matorrales de detrás de la estación, cubriéndola con ramas para ocultarla completamente. Miró con los prismáticos para asegurarse de que C. J. no estaba acechando en alguna parte, y caminó cautelosamente por el oeste del terraplén hasta que hubo pasado por delante del elevador de grano. Entonces cogió una rama y caminó por la vía de la derecha, silbando y arrojando piedras a los campos. No le preocupaban los trenes: aquella línea se utilizaba raras veces; en ocasiones transcurrían semanas entre el paso de dos trenes de mercancías, según Harlen, que vivía cerca de la vía férrea. Más allá de Catton Road desaparecían los árboles, a excepción de los álamos de la orilla del riachuelo, y de ocasionales arboledas entre los campos. Dale empezó a preguntarse qué iba a hacer. ¿Y si alguien le sorprendía observando la casa de los Cooke con los gemelos? ¿Estaba esto prohibido por la ley? ¿Y si le pillaba el padre borracho de Cordie, o se daba de manos a boca con uno de los otros tiparracos que vivían cerca del vertedero? ¿Y si rompía los prismáticos?

Dale sacudió los matojos con el palo y siguió andando, sujetando el estuche de cuero con una mano.

«Esto es una locura.»

Vio el tejado de la fábrica de sebo a la izquierda, pero ningún camión de la basura rojo salió de entre los arbustos para atropellarle. Entonces percibió el olor del vertedero y vio la barraca de Cordie entre los árboles.

Dale se apartó del terraplén y descendió por un terreno fangoso cubierto de hierba, adentrándose en el arbolado más espeso. La casa distaba casi cien metros, por lo que se sentía bastante seguro en el bosque. Nadie podía verle desde la carretera del vertedero o desde la vía férrea a su espalda. Sería difícil que alguien se le echase encima sin que él lo advirtiese debido a las ramas secas de su alrededor. Se instaló en un sector cerrado, entre dos árboles y un frondoso arbusto, enfocó los gemelos a la casa de Cordie, y esperó.

La casa de Cordie era una porquería. Era tan pequeña que costaba creer que cuatro adultos (dos tíos de ella vivían allí) y un puñado de chiquillos pudiesen habitar en ella. La casa hacía que la choza de Daysinger y la ratonera de Congden pareciesen palacios.

Tres viejas barracas estaban en la hondonada próxima a la verja del vertedero. La de Cordie era la peor, y todas eran horribles. Se alzaban sobre bloques de escoria, pero la de ella parecía haberse caído y la parte de atrás estaba inclinada de lado como una barca varada después de una tormenta. La hierba crecía espesa y verde en la orilla del bosque y junto al riachuelo, a treinta metros detrás de la casa, pero el patio era de tierra apisonada humedecida sólo por unos hondos charcos de fango. Había chatarra desparramada por todas partes.

Como a la mayoría de los chicos, a Dale le gustaba la chatarra. Si el vertedero no hubiese tenido tantas ratas y vecinos como los Cooke y los Congden, él y los otros muchachos habrían frecuentado este lugar para jugar, cavar, explorar y recoger trastos viejos. Tal como estaba la situación, la Patrulla de la Bici pasaba más tiempo buscando cosas tiradas en las calles y callejones de la población los días de recogida que en cualquier otra actividad. Los trastos viejos estaban limpios. La gente siempre tiraba las cosas más limpias. Una vez, Dale y Lawrence habían encontrado un casco de tanquista, almohadillado, de cuero auténtico y con una inscripción en alemán en su interior, y Lawrence lo había empleado desde entonces en los partidos de fútbol. En otra ocasión, Dale y Mike habían encontrado un gran lavabo que habían llevado al gallinero de Mike, antes de que la señora O'Rourke les ordenase a gritos que se lo llevasen de allí.

Los trastos viejos eran limpios. Pero no éstos. Detrás de la casa de Cordie había muelles oxidados, retretes rotos -aunque Dale estaba seguro de que Cordie había dicho una vez que tenían un retrete exterior-; parabrisas de automóvil con trozos de cristal roto asomando entre las matas; herrumbrosos accesorios de automóvil, que parecían órganos de algún robot monstruoso; cientos de botes de hojalata, con las afiladas tapas levantadas como hojas de sierras circulares; triciclos rotos que parecían haber sido aplastados por un camión al pasar varias veces por encima de ellos; muñecas tiradas, con moho en la sonrosada carne de plástico y ojos muertos mirando al cielo. Dale pasó al menos diez minutos inspeccionando el terreno lleno de trastos de detrás de la casa de Cordie, antes de bajar los prismáticos y frotarse los ojos. «¡Qué diablos hacen con toda esa basura!»

Dale descubrió que espiar era un trabajo muy aburrido. Al cabo de media hora tenía las piernas entumecidas, se deslizaban insectos sobre él, el calor le producía dolor de cabeza, y lo único que había visto era la madre de Cordie descolgando la ropa lavada de la cuerda -las sábanas parecían grises y manchadas- y gritando a los dos pequeños y mugrientos Cooke, que se estaban salpicando el uno al otro en el charco de barro más hondo, mientras se pellizcaban la nariz y enjugaban los dedos con los pantalones cortos.

No había señal de Cordie. Ni de nada de lo que estaba buscando. Pero ¿qué estaba buscando? Bueno, Mike podía encargarse de esto, si quería vigilar a Cordie Cooke.

Dale estaba a punto de dar por terminada su tarea cuando oyó pisadas en el terraplén de la vía férrea. Se agachó y cubrió los prismáticos con una mano, para que no brillase el sol en las lentes, y trató de ver de quien se trataba. Vio unos pantalones de pana entre las hojas, y unas piernas que caminaban con un contoneo que le era familiar.

«¿Qué diablos está haciendo Duane aquí?»

Dale corrió para cambiar de posición, haciendo ruido en los matorrales, pero la vía férrea trazaba una curva y se perdía de vista a treinta metros hacia el norte, y cuando Dale llegó a un lugar desde el que podía ver algo, no había ya nada que ver

Empezó a retroceder hacia su puesto de observación, pero un movimiento de algo gris entre los árboles de delante de él hizo que se pusiese a cubierto y utilizase los gemelos.

Cordie caminaba resueltamente entre los árboles, en dirección a la vía férrea. Llevaba una escopeta de dos cañones.

Dale sintió que le flaqueaban las rodillas. ¿Y si ella le había visto? Cordie estaba loca; esto no era un insulto, sino solamente un hecho. El año anterior, en el quinto curso, había un nuevo profesor de música, un tal señor Aleo de Chicago, que a ella no le gustaba, y Cordie le escribió una carta diciendo que iba a azuzar a sus perros contra él y que le arrancaría los brazos y las piernas y otras cosas. Había leído la carta a los de su clase en el patio de recreo, antes de entrar para dársela a él.

Probablemente fue lo de las «otras cosas» que serían arrancadas lo que le valió el suspenso. El señor Aleo dimitió de Elm Haven y volvió a Evansville antes de que terminase el año escolar.

Cordie estaba loca. Esto era cierto. Si había visto a Dale, podía darle fácilmente caza para asesinarle.

Dale se tumbó de bruces entre las hierbas, tratando de no respirar, tratando de no pensar siquiera, ya que creía que los locos eran telepáticos.

Cordie no miró hacia la derecha ni hacia la izquierda al caminar entre los árboles y subir al terraplén, a unos quince metros más al sur del sitio por el que había bajado Dale, y empezó a andar en dirección a la ciudad. La escopeta era mayor que ella, y la llevaba sobre un hombro como hubiese podido hacerlo un soldado enano.

Dale esperó hasta que se perdió de vista, y entonces empezó a seguirla, teniendo buen cuidado de que ella no pudiese verle. Estaban a medio camino del pueblo, entre la fábrica de sebo y el elevador de grano abandonado, y Cordie caminaba todavía a unos sesenta metros delante de él, sin mirar nunca atrás ni a ningún lado, pasando de una traviesa a otra como un muñeco de cuerda con un sucio vestido gris, cuando de pronto él llegó a un recodo y ella se perdió de vista.

Dale vaciló, observó la vía férrea y el bosque de enfrente con los prismáticos, y levantó cautelosamente la cabeza para ver si ella había entrado en el bosque del lado este de la vía.

Una voz conocida dijo detrás de él:

– ¡Oh, si es el maldito niño Stewart! ¿Te has perdido, mocoso?

Dale se volvió despacio, sosteniendo todavía los gemelos de su padre.

C. J. y Archie estaban allí, a menos de tres metros de él. Había estado tan atento a que Cordie no le viese ni oyese, que nunca había mirado atrás.

Archie iba descamisado, con un pañuelo rojo atado alrededor de la frente del que sobresalían los cabellos grasientos. Tenía la cara gorda congestionada, y el ojo de cristal brillaba bajo la luz de la mañana avanzada C. J. estaba con un pie sobre la vía y el otro sobre la carbonilla del lado derecho. Su actitud le hizo pensar en un cazador blanco granujiento en un safari. A ello contribuía el rifle que sostenía sobre el antebrazo.

«¡Dios mío!», pensó Dale. Sintió de pronto tan débiles las piernas que no creyó que pudiese correr si tenía oportunidad de hacerlo. «¿Qué es esto? ¿El Día Nacional de la Caza?» Se imaginó que lo había dicho en voz alta, tan tonto sonaba aquello. Se imaginó que C. J. y Archie se reían, que tal vez uno de ellos le daba palmadas en la espalda y que los dos se volvían en redondo, dirigiéndose al vertedero para cazar ratas.

– ¿De qué coño te ríes, mocoso? -gritó C. J. Congden, hijo único del juez de paz de Elm Haven.

Levantó el rifle y apuntó directamente a la cara de Dale desde tres metros de distancia. Se oyó un chasquido, al ser soltado el seguro o tal vez levantado el percutor.

Dale trató de cerrar los ojos, pero ni siquiera esto pudo conseguir. Se dio cuenta de que estaba resguardando los prismáticos para que la bala no los rompiese al clavarse en su pecho. Sintió una necesidad tan fuerte de esconderse detrás de algo como la de orinar cuando uno va no puede aguantar más…, pero sólo podía esconderse detrás de sí mismo.

La pierna derecha de Dale empezó a vibrar ligeramente. El corazón le palpitaba con tal fuerza que parecía haberle dejado sordo; C. J. decía algo, pero no podía oírlo.

Congden avanzó dos pasos y apoyó la boca del cañón en el cuello de Dale Stewart.


Duane McBride encontró con bastante facilidad la habitación de Jim Harlen. Era una habitación doble, pero la cortina estaba descorrida y no había nadie en la segunda cama. La fuerte luz de junio entraba a raudales por la ventana y pintaba un rectángulo blanco en el suelo embaldosado.

Harlen estaba durmiendo. Duane observó el corredor vacío y cerró la puerta en el momento en que el ruido de los zapatos de una enfermera se acercó a la esquina.

Duane se acercó más y vaciló. No había estado seguro de lo que iba a ver; tal vez a Harlen en una tienda de oxígeno, con las facciones deformadas por el plástico transparente, casi rodeado enteramente de altas bombonas, tal como había estado el abuelo de Duane poco antes de morir, hacía dos años; pero Jim estaba durmiendo tranquilamente debajo de una sábana almidonada y una manta fina, sólo el brazo izquierdo escayolado y una blanca corona de vendas alrededor del cráneo, para dar testimonio de sus lesiones. Duane se quedó plantado allí hasta que se alejó el crujido de los zapatos en el pasillo, y entonces se acercó más a la cama.

Harlen abrió rápidamente los ojos, como un búho al despertar, y dijo:

– Hola, McBride.

Duane casi dio un salto atrás. Pestañeó y dijo:

– Hola, Harlen. ¿Estás bien?

Harlen trató de sonreír y Duane observó lo delgados y exangües que parecían los labios del chico.

– Sí, estoy bien -dijo Harlen-. Me despierto con un terrible dolor de cabeza y tengo el brazo hecho papilla. Por lo demás, estoy perfectamente.

Duane asintió con la cabeza.

– Creíamos que estabas… -Y se interrumpió, no queriendo decir «en coma».

– ¿Muerto? -dijo Harlen.

Duane sacudió la cabeza.

– Inconsciente.

Harlen cerró los ojos como si volviese a caer en estado comatoso. Entonces los abrió de par en par y frunció el ceño, como tratando de enfocar la mirada.

– Supongo que lo estuve. Quiero decir inconsciente. Me desperté hace unas horas, con este horrible dolor de cabeza, y vi a mi madre sentada en el borde de la cama. De momento pensé que era un domingo por la mañana. Durante unos minutos ni siquiera supe dónde me encontraba.

Miró a su alrededor, como si todavía no estuviese seguro.

– ¿Dónde está ahora tu madre, Jim?

– Ha ido al otro lado de la plaza a comer y a telefonear a su jefe.

Harlen hablaba despacio, como si cada palabra le doliese.

– Entonces, ¿estás bien? -preguntó de nuevo Duane.

– Sí, creo que sí. Esta mañana vinieron un montón de médicos, alumbrándome los ojos con linternas y haciéndome contar hasta cincuenta y cosas así. Incluso me preguntaron si podía decirles quién era.

– ¿Y pudiste?

– Claro. Les dije que era Dwight Eisenhower de la Mierda.

Harlen sonrió, a pesar del dolor.

Duane asintió con la cabeza. No tenía mucho tiempo.

– ¿Te acuerdas de cómo te hiciste daño, Jim? ¿Qué pasó?

Harlen le miró fijamente, y Duane advirtió lo grandes que eran sus pupilas. Ahora le temblaban los labios, como si se esforzase en conservar su sonrisa.

– No -dijo al fin.

– ¿No recuerdas que estuviste en Old Central?

Harlen cerró los ojos y su voz casi fue como un gemido.

– No recuerdo absolutamente nada -dijo-. Al menos de después de nuestra estúpida reunión en la Cueva.

– La Cueva -repitió Duane-. Quieres decir el sábado, en la alcantarilla.

– Sí.

– ¿Te acuerdas del sábado por la tarde? ¿Después de la reunión en la alcantarilla?

Harlen abrió los ojos, y había irritación en ellos.

– Ya te he dicho que no, gordinflón.

Duane asintió con la cabeza.

– Cuando te encontraron, el domingo por la mañana, estabas en el contenedor de basura de Old Central…

– Sí, mi madre me lo dijo. Y se echó a llorar al decírmelo, como si hubiese sido por su culpa.

– ¿Pero no sabes cómo fuiste a parar allí?

Duane oyó que llamaban a un médico por el intercomunicador del pasillo.

– No. No recuerdo nada del sábado por la noche. Por lo que yo sé, igual pudisteis tú y O'Rourke y unos cuantos de los otros cabrones sacarme a rastras de la cama, golpearme con una tabla y arrojarme allí.

Duane miró la maciza escayola del brazo de Harlen.

– La madre de Kevin dice que la tuya dice que tu bici estaba en Broad Avenue, cerca de la casa de la vieja Double-Butt.

– ¿Sí? Ella no me dijo nada de eso.

La voz de Harlen sonaba monótona, indiferente, desprovista de curiosidad.

Duane pasó los dedos por el suave borde de la manta.

– ¿No crees que pudiste dejarla allí porque estabas siguiendo a la señora Doubbet a alguna parte? ¿Quizás al colegio?

Harlen levantó la mano izquierda para taparse de nuevo los ojos. Las uñas aparecían roídas hasta la carne.

– Mira, McBride, ya te he dicho que no sé absolutamente nada. Así que déjame en paz, ¿de acuerdo? Ni siquiera tendrías que estar aquí, ¿verdad?

Duane dio unas palmadas en el hombro de Harlen, a través de la arrugada camisa de hospital.

– Todos queríamos saber cómo estabas -dijo-. Mike, Dale, y los otros quieren venir a verte cuando te encuentres mejor.

– Sí, Si.

La voz de Harlen estaba amortiguada por la palma de la mano sobre la parte inferior de su cara. Tocó las vendas con los dedos.

– Se alegrarán de saber que estás bien. -Duane miró hacia el pasillo, donde sonaban pisadas de nuevo: tal vez personal del hospital que volvía al trabajo después de la comida-. ¿Quieres que te traigamos algo?

– A Michelle Staffney desnuda -dijo Harlen, sin apartar la mano de la cara.

– Muy bien -dijo Duane, dirigiéndose a la puerta. En este momento, el pasillo estaba desierto-. Hasta pronto, gilipollas.

Esta frase había estado de moda entre los chicos cuando iban a cuarto.

Harlen suspiró.

– ¿McBride?

– Sí.

– Podrías hacer una cosa. -El intercomunicador sonó en el pasillo. Al otro lado de la ventana, alguien puso en marcha un cortacéspedes. Duane esperó-. Enciende la luz -dijo Harlen-. ¿Quieres?

Duane bizqueó bajo la brillante luz de sol que llenaba ya la habitación, pero accionó el interruptor. El resplandor adicional no se notó en la iluminada estancia.

– Gracias -dijo Harlen.

– ¿Puedes ver bien, Jim? -preguntó Duane, a media voz.

– Sí. -Harlen bajó la mano y miró a Duane con una expresión indescifrable-. Sólo es que…, bueno…, si vuelvo a dormirme, no quiero despertarme a oscuras, ¿sabes?

Duane asintió con la cabeza, esperó un momento, no se le ocurrió decir nada más, agitó la mano en dirección a Harlen y se deslizó por el pasillo, dirigiéndose a la salida.


Dale Stewart miró del cañón del rifle a la cara granujienta de C. J. Congden y pensó: «¡Voy a morir!» Era una idea nueva, que pareció congelar toda la escena a su alrededor en un solo bloque de impresiones: Congden, Archie Kreck, el calor del sol en la cara de Dale, las hojas sombreadas y el cielo azul encima y detrás de C. J., el calor reflejado por la carbonilla y los raíles, el acero azul del cañón del rifle y el ligero pero en cierto modo mareante olor a aceite que exhalaba el arma; todo esto combinado para sellar el momento en el tiempo con la misma seguridad con que el bloque de ámbar de Mike había capturado una araña un millón de años atrás.

– Te he hecho una maldita pregunta, estúpido -rugió C. J.

Dale creyó oír la voz de Congden desde muy, muy lejos. El pulso latía aún con fuerza en sus oídos. Aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para no rendirse al vértigo que le estaba asaltando, consiguió decir:

– ¿Eh?

Congden dijo, despectivamente:

– Te he preguntado de qué coño te ríes.

Se llevó la culata del rifle al hombro, sin dejar que el cañón perdiese contacto con la base del cuello de Dale.

– Yo no me río.

Dale oyó el temblor de su propia voz y se dio cuenta de que hubiese debido avergonzarse de ello, pero esto era secundario. El corazón parecía querer saltar de su pecho. Parecía como si la tierra temblase ligeramente, y Dale tenía que concentrarse en mantener el equilibrio.

– ¿Ah, no? -gritó Archie Kreck.

La cara del segundo matón estaba ligeramente vuelta de perfil, y Dale pudo ver que el ojo de cristal era ligeramente más grande que el verdadero.

– Tú calla -dijo C. J. Levantó el cañón, de manera que dejó de apretar el cuello de Dale (éste sintió dolor en el lugar donde le había apretado, e imaginó que le habría quedado allí un círculo rojo), y lo apuntó directamente a la cara del chico-. Todavía te ríes, cara de culo. ¿Te gustaría que hiciese un agujero en tu estúpida sonrisa?

Dale sacudió la cabeza, pero no pudo dejar de sonreír. Sentía aquella sonrisa, que era un rictus que no podía dominar. La pierna derecha temblaba ahora visiblemente, y sentía llena la vejiga de la orina. Se esforzó en conservar el equilibrio y en no mojarse los pantalones.

La boca del rifle estaba a poco más de un palmo de su cara. Era increíble lo grande que era. El negro agujero parecía llenar todo el cielo y apagar la luz del sol; Dale observó que el rifle era del calibre 22, de ésos que se abrían por la recámara para cargar un cartucho cada vez, bueno para disparar contra las ratas en el vertedero, que probablemente era donde se dirigían estas otras dos ratas, y se imaginó el proyectil del 22 en la base del cañón, esperando que cayese el percutor para enviar la bala de plomo a través de sus dientes, su lengua, su paladar y su cerebro. Trató de recordar el daño que causaba una bala del 22 en el cerebro de un animal, pero lo único que le vino a la memoria, de las lecciones de su padre cuando le preparaba para ir de caza juntos, fue que la bala del 22 largo tenía un alcance de un kilómetro y medio.

Contuvo su impulso de preguntar a C. J. si el rifle estaba cargado con un cartucho del 22 largo.

– ¿Te gustaría, cabezota? -preguntó de nuevo C. J., apuntando el cañón como eligiendo exactamente el diente contra el que quería disparar.

Dale sacudió de nuevo la cabeza. Tenía los brazos colgando junto a los costados y pensó que tal vez sería buena idea levantarlos; pero parecían no querer moverse.

– ¡Dispara! ¡Dispara, C. J.! -La voz de Archie temblaba de excitación o de infantilismo o de ambas cosas a la vez-. ¡Mata a este pequeño mamón!

– Cállate -dijo Congden. Miró a Dale con los ojos entrecerrados-. Tú eres ese jodido Stewart, ¿no?

Dale asintió con la cabeza. Su miedo a C. J. a lo largo de los años y su rabia y frustración después de las palizas, le habían puesto en una relación tan íntima con el bruto que pensó que era increíble que Congden no supiese su nombre.

C. J. le miró de nuevo de soslayo.

– ¿Vas a decirme por qué coño nos espiabas y te reías de nosotros, o quieres que apriete el gatillo?

La pregunta era demasiado complicada para Dale en este momento, y sacudió nuevamente la cabeza. Parecía que lo más importante era responder a la pregunta de si quería que apretase el gatillo.

– Está bien, cabezota, tú lo has querido -dijo C. J., tomando evidentemente el gesto de Dale como una negativa a hablar.

Levantó el percutor del rifle con un chasquido audible y apoyó la mejilla en la culata.

Dale dejó de respirar. Tenía el pecho paralizado. Quería taparse la cara con las manos, pero se imaginó la bala atravesando las palmas antes de destrozarle la boca. Dale comprendió por primera vez lo que era la muerte: era no andar más lejos por la vía del ferrocarril, no cenar esta noche, no ver a su madre ni Sea Hunt en la tele. Era no poder siquiera cortar el césped el domingo próximo ni ayudar a su padre a rastrillar las hojas cuando llegase el otoño.

Era no tener ninguna alternativa a yacer muerto sobre la carbonilla junto a la vía férrea, dejando que los pájaros picoteasen sus ojos como bayas y que las hormigas correteasen por su lengua. No había elección, ni toma de decisiones, ni futuro. Era como estar atascado por toda la eternidad.

– Adiós -dijo Congden.

– Tira del gatillo y haré añicos tu maldita calabaza -dijo una voz desde detrás de Dale.

Congden y Archie saltaron como si alguien les hubiese asustado en una habitación a oscuras. C. J. miró a su izquierda, pero no bajó el rifle.

Todavía sin respirar, Dale descubrió que podía mover un poco la cabeza hacia la derecha para ver quién estaba allí.

Cordie Cooke había salido del bosque y estaba plantada con un pie todavía entre los matorrales y el otro sobre la carbonilla de la vía férrea. Tenía levantada y firmemente apoyada la escopeta de dos cañones en el pequeño hombro, apuntando a C. J. Cogden.

– Cooke putilla… -empezó a decir Archie Kreck, con su voz estridente y entrecortada.

– Cállate -dijo C. J. La voz del muchacho mayor era bastante tranquila-. ¿Qué crees que estás haciendo, Cordie?

– Estoy apuntando la escopeta del doce de papá contra tu cara llena de granos, imbécil.

La voz de Cordie era estridente y áspera como siempre, como la rascadura de una tiza seca sobre una vieja pizarra, pero absolutamente firme.

– Baja la escopeta, estúpida -dijo C. J.-. Esto no tiene nada que ver contigo.

– Baja tú la tuya -dijo Cordie-. Déjala en el suelo y lárgate de aquí.

C. J. la miró de nuevo, como calculando lo que tardarían en volver su arma en dirección a ella. En aquel instante, por mucho que agradeciese la intervención de Cordie, Dale deseó fervientemente que C. J. la apuntase a ella. Cualquier cosa era mejor que tener aquel cañón delante de su propia cara.

– ¿Qué te importa a ti si mato a este pequeño mamón? -preguntó C. J., en tono dialogante.

La boca del cañón estaba todavía a un palmo de la cara de Dale

– Baja el rifle, Congden. -La voz de Cordie sonaba como en clase; pensó Dale, en las raras ocasiones en que hablaba: suave, indiferente, vagamente aburrida-. Déjala en el suelo y lárgate. Podrás volver a recogerla cuando yo me haya ido. No la tocaré.

– Voy a matarle a él y después te mataré a ti, putilla -gritó C. J.

Ahora estaba furioso.

Las pústulas y los granos de su cara flaca se pusieron lívidos, y después rojos de nuevo.

– Es un Remington de un solo disparo, Congden -dijo Cordie

Dale la miró de nuevo. Ella tenía el dedo índice doblado sobre los dos gatillos de la vieja escopeta. Parecía un arma grande y pesada, con los cañones coloreados por algo que podía ser herrumbre y con la culata astillada por los años. Pero Dale no tuvo duda de que estaba cargada. Se preguntó tontamente si las postas le alcanzarían cuando volasen la cabeza de C. J.

– Entonces te mataré primero a ti -gruñó C. J.

Pero no desvió el cañón en dirección a ella.

Dale vio que se contraían los músculos de los brazos del matón y se dio cuenta de que Congden tenía tanto miedo como él.

– Vé a por ella, Archie -ordenó C. J.

Kreck vaciló, volviendo la cabeza al emplear su único ojo para captar la situación, y entonces asintió, metió una mano en el bolsillo de los tejanos caídos, sacó una navaja, abrió la hoja de trece centímetros y empezó a deslizarse por la vía en dirección a Cordie.

– Si pasa del segundo raíl, date por muerto -le dijo ella a Congden.

– ¡Alto! -gritó C. J.

Era una orden dada en general, casi un grito; pero fue Archie el que se detuvo. Miró a su jefe, esperando instrucciones.

– Échate atrás, imbécil -dijo C. J. a su mejor amigo.

Archie retrocedió hasta el otro lado del primer raíl.

Dale se dio cuenta de que estaba respirando de nuevo. Volvía a transcurrir el tiempo, más despacio que de costumbre, pero transcurría indefectiblemente, y se preguntó qué tenía que hacer. Había visto un número infinito de películas de cowboys donde Sugarfoot o Bronco Lane u otro protagonista eran apuntados con un rifle, de esta manera, y luchaban y se lo quitaban al malo del filme. Sería bastante fácil: el cañón estaba todavía a un palmo de la cara de Dale y, ahora, Congden prestaba toda su atención a Cordie. Lo único que tenía que hacer era agarrar el arma y retorcerla. Pero se dio cuenta de que en este momento le sería más fácil andar por el aire que hacer un movimiento.

– Vamos -dijo Cordie, con su voz monótona y cansada-. Haz funcionar tu estúpida mente, Congden. Mi dedo se está cansando.

Los músculos de la mejilla de CJ. se pusieron tensos. Dale pudo ver que el sudor goteaba en la nariz y la barbilla del matón.

– Me las pagarás, Cordie. Te esperaré y te haré verdadero daño. De ésta no te librarás.

Cordie pareció encogerse de hombros, aunque los cañones de su escopeta no se movieron.

– Si me haces algo que no me mate, C. J., debes saber que iré tras de ti con la escopeta del doce de papá. El año pasado solté los perros contra el señor Aleo. No me importaría matarte.

Dale conocía el episodio del profesor de música y los perros. Todos los de la ciudad lo conocían. Cordie había sido expulsada del colegio durante diez semanas. Cuando volvió, el señor Aleo había salido para Chicago.

– ¡Maldita seas! -dijo C. J. Y bajó despacio el rifle, dejándolo cuidadosamente sobre las traviesas. Caminó hacia atrás-. Y tú, Stewart, estúpido, no creas que me olvidaré de ti.

C. J. se apartó del rifle e hizo una seña con la cabeza a Archie. Todavía empuñando la navaja, Archie se reunió con él y los dos retrocedieron por la vía férrea, se volvieron al llegar a la espesura y se metieron rápidamente entre los árboles.

Dale se quedó unos instantes allí, contemplando el rifle a sus pies, como Si éste pudiese levantarse de pronto en el aire y amenazarle de nuevo. Al ver que no lo hacía, sintió que la tierra recobraba su fuerza de gravedad acostumbrada. Estuvo a punto de caerse, recobró el equilibrio, se tambaleó unos pasos y se sentó sobre el raíl recalentado. Le temblaban las rodillas.

Cordie esperó a que C. J. y Archie hubiesen desaparecido completamente en el bosquecillo, y entonces se movió de manera que la escopeta apuntó hacia Dale. No exactamente a él, sino en su dirección

Dale no lo advirtió. Estaba demasiado atareado observando a Cordie con una percepción agudizada por grandes cantidades de adrenalina. Cordie era baja y rechoncha; llevaba el mismo vestido sucio gris y holgado con que había ido a menudo al colegio; calzaba bambas mugrientas, con el dedo gordo del pie derecho asomando a través de la puntera; las uñas y los codos estaban también sucios, los cabellos colgaban en lacios y grasientos mechones, y la cara era plana, fofa, de luna, con unos ojos menudos, unos labios finos y una nariz pequeña comprimidos en el centro de aquélla, como si hubiesen sido concebidos para una cara mucho más delgada.

Pero, en aquel momento era el ser más hermoso que jamás había visto Dale.

– ¿Por qué me estabas siguiendo, Stewart?

Dale vio que su propia voz era insegura, pero aun así trató de responder.

– Yo no…

– No quieras dármela con queso -dijo ella, y la escopeta se volvió un poco más en dirección a él-. Te he visto allí, con tus pequeños gemelos de espía, mirando hacia mi casa. Después me has seguido, como si yo no pudiese verte y oírte con toda claridad. ¡Responde!

Dale estaba demasiado aturdido para intentar mentir.

– Te estaba siguiendo porque… algunos de nosotros tratamos de encontrar a Tubby.

– ¿Qué queréis de Tubby?

Cuando Cordie entrecerraba los ojos, era como si realmente no los tuviese.

Dale se dio cuenta de que su pulso ya no llenaba completamente sus oídos.

– No queremos nada de él. Sólo pretendemos… encontrarlo. Saber si está bien.

Cordie abrió la recámara de la escopeta y apoyó ésta en el gordezuelo brazo derecho.

– ¿Y crees que yo tengo algo que ver con esto?

Dale sacudió la cabeza.

– No. Sólo quería ver lo que pasaba en tu casa.

– ¿Por qué te interesa Tubby?

«No me interesa», pensó Dale. Pero dijo:

– Bueno, creo que ocurre algo raro. El doctor Roon y la señora Doubbet y aquellos tipos no dicen la verdad.

Cordie escupió y acertó en el raíl.

– Antes has hablado en plural. ¿Quién más está tratando de encontrar a Tubby?

Dale miró la escopeta. Ahora creía más que nunca que Cordie Cooke estaba más loca que una cabra.

– Algunos amigos.

– ¡Ya! Deben de ser O'Rourke, Grumbacher, Harlen y todos esos maricas con quienes andas por ahí.

Dale pestañeó. No pensaba que Cordie se hubiese fijado nunca en los chicos con quienes iba.

La muchacha se acercó a él, levantó el Remington del suelo, abrió la recámara, extrajo un cartucho del 22, lo arrojó hacia el bosque y dejó el arma sobre la hierba.

– Vamos -dijo-, marchémonos de aquí antes de que ese par de gilipollas se den valor el uno al otro.

Dale se puso en pie y se apresuró a seguirla cuando echó a andar en dirección al pueblo. Después de caminar cincuenta metros por la vía, ella se metió entre los árboles y se dirigió hacia los campos de más allá.

– Si estáis buscando a Tubby -dijo ella, sin mirar a Dale-, ¿por qué has venido a observar mi casa, que es el único sitio donde no puede estar?

Dale se encogió de hombros.

– ¿Tú sabes dónde está?

Cordie le miró con disgusto.

– Si lo supiese, ¿tú crees que le estaría buscando como lo estoy haciendo?

Dale respiró hondo.

– ¿Tienes alguna idea de lo que le sucedió?

– Sí.

Dale esperó veinte pasos, pero ella no dijo más.

– ¿Qué? -insistió él.

– Alguien o algo de aquella maldita escuela lo mató.

Dale se sintió de nuevo sin aliento. A pesar de todo el interés de la Patrulla de la Bici por encontrar a Tubby, ninguno de ellos había pensado que el chico estuviese muerto. Probablemente se había escapado. Tal vez le habían secuestrado. Dale nunca había pensado realmente que su compañero estuviese muerto. Con el recuerdo del cañón del rifle todavía fresco en su memoria y en sus vísceras, la palabra había adquirido un nuevo significado. No dijo nada.

Llegaron a Catton Road, cerca de donde otro camino discurría hacia el sur para convertirse en la Broad Avenue.

– Será mejor que te largues -dijo Cordie-. Ni tú ni tus compañeros Boy Scouts debéis poneros en mi camino para encontrar a mi hermano, ¿entendido?

Dale asintió con la cabeza. Miró la escopeta

– ¿Vas a ir con eso a la ciudad?

Cordie consideró la pregunta con el silencioso desdén que evidentemente creía que se merecía.

– ¿Qué vas a hacer con eso? -preguntó Dale.

– Encontrar a Van Syke o a alguno de los otros puercos. Hacer que me digan donde está Tubby.

Dale tragó saliva.

– Te meterán en la cárcel.

Cordie se encogió de hombros, apartó unos mechones de cabellos grasientos de los ojos, se volvió y se dirigió al pueblo.

Dale se quedó plantado, mirándola fijamente. La personita del holgado vestido gris estaba ya casi a la sombra de los olmos del principio de Road Avenue, cuando él gritó de pronto:

– ¡Eh, gracias!

Cordie Cooke no se detuvo ni miró atrás.

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