25

Los muchachos salieron por la mañana hacia la finca de Duane. Todos iban en bicicleta y estaban un poco nerviosos, pero Mike sugirió una estrategia para el caso de que apareciese el camión de recogida de animales muertos: la mitad se escondería en los campos del lado norte de la carretera, y la otra mitad, en los del lado sur. Harlen había dicho:

– Duane estaba en un campo. Y lo pillaron.

Pero nadie había tenido una idea mejor.

Había sido Dale quien había propuesto ir a la finca de Duane. Habían hablado durante más de una hora en el gallinero, el domingo por la noche, y todos habían tenido algo que contar. Era norma aceptada por todos que nadie mantuviese en secreto algo que tuviese que ver con los misteriosos sucesos de aquel verano. Y cada relato pareció más extraño que el anterior, terminando con el de Mike; pero nadie desmintió a nadie ni le tachó de loco.

– Muy bien -había dicho Cordie Cooke al fin-, hemos oído lo que todo el mundo tenía que contar. Algún malvado mató a mi hermano y a vuestro amigo, y está tratando de matarnos a todos. ¿Qué vamos a hacer?

Se produjo un parloteo general sobre esta cuestión. Kevin había dicho:

– ¿Por qué no lo habéis contado a los mayores?

– ¡Yo lo hice! -dijo Dale-. Le dije a tu padre que había algo horrible en el sótano.

– Y él encontró un gato muerto.

– Sí; pero esto no fue lo que yo vi…

– Te creo -dijo Kevin-, pero ¿por qué no les dijiste a él y a tu madre que era Tubby Cooke? Quiero decir su cadáver. Perdona, Cordie.

– Yo también lo he visto -dijo Cordie.

– Entonces, ¿por qué no se lo contaste? -preguntó Kev a Dale-. O tú, Jim. ¿Por qué no mostrasteis la prueba a Barney o al doctor Staffney?

Harlen vaciló.

– Supongo que pensé que creerían que estaba chiflado y me encerrarían en alguna parte. Era absurdo. Cuando dije que no era más que un intruso, me prestaron atención.

– Sí -dijo Dale-. Mirad, yo me volví un poco loco en el sótano y mi madre estuvo a punto de enviarme a un psicólogo infantil de Oak Hill. Pensad en lo que habría hecho si yo…

– Yo se lo conté a mi madre -dijo Cordie a media voz.

Se hizo el silencio en el oscuro cobertizo, mientras todos esperaban a que continuase.

– Ella me creyó -dijo Cordie-. Y la noche siguiente, mi madre también vio el cuerpo de Tubby rondando por el patio.

– ¿Y qué hizo? -preguntó Mike.

Cordie se encogió de hombros.

– ¿Qué podía hacer? Se lo dijo a mi padre, pero él le pegó y dijo que cerrase el pico. Ella encierra ahora a los pequeños por la noche y atranca la puerta. ¿Qué más puede hacer? Cree que es el espíritu de Tubby que trata de meterse en casa. Mamá se crió en el Sur y oyó contar a los negros muchas historias de fantasmas.

Dale frunció el ceño al oír la palabra «negros». Nadie dijo nada durante un minuto. Por fin dijo Harlen:

– Mira, O'Rourke, tú lo contaste a alguien. Y ya ves de qué ha servido.

Mike suspiró.

– Al menos el padre C. sabe lo que pasa.

– Sí; si no se muere por tener gusanos en las entrañas -dijo Harlen.

– Cállate. -Mike paseó arriba y abajo-. Sé lo que queréis decir. Mi padre me creyó cuando le dije que había un tipo mirando por nuestra ventana. Si le dijese que era un antiguo amigo de Memo, que volvía del cementerio, creería que estoy chalado. No volvería a creerme.

– Necesitamos pruebas -dijo Lawrence.

Todos le miraron en la oscuridad. Lawrence no había vuelto a hablar después de describir aquella cosa que había salido del armario y se había metido debajo de su cama.

– ¿Qué sabemos? -dijo Kevin, con su voz de pequeño profesor.

– Sabemos que eres una mierda -sugirió Harlen.

– Cállate, Kevin tiene razón -dijo Mike-. Pensemos. ¿Contra quién estamos luchando?

– Contra tu soldado -dijo Dale-. A menos que lo matases con tu agua sagrada.

– Agua bendita -dijo Mike-. No, no estaba muerto… Quiero decir destruido. Estoy seguro. Él está todavía allí, en alguna parte.

Mike se levantó y miró por la ventana hacia la casa.

– Bueno -dijo suavemente Dale-. Tu madre y tus hermanas aún están levantadas. Tu abuela se encuentra bien.

Mike asintió con la cabeza.

– El Soldado -dijo, como marcando una lista.

– Roon -dijo Cordie-. Ese mequetrefe.

– ¿Estamos seguros de que Roon está metido en esto? -preguntó Harlen desde el oscuro y voluminoso sofá.

– Sí -dijo Cordie en un tono que no admitía discusión.

– El Soldado y Roon -dijo Mike-. ¿Quién más?

– Van Syke -dijo Dale-. Duane estaba convencido de que había sido Van Syke quien había tratado de atropellarlo en la carretera.

– Tal vez fue él quien por fin lo llevó a casa -dijo Harlen.

Dale lanzó un gemido de dolor desde donde se hallaba sentado contra el aparato de radio.

– Roon, el Soldado, Van Syke -dijo Mike.

– La vieja Double-Butt y la señora Duggan -dijo Harlen con voz tensa.

– Duggan es en cierta manera como Tubby -dijo Kevin-. Puede ser un objeto que está siendo utilizado. Nada sabemos de la señora Doubbet.

– Yo las vi -saltó Harlen-. Juntas.

Mike paseaba arriba y abajo.

– Está bien -dijo-. La vieja Double-Butt es una de ellos o está con ellos.

– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Kevin.

– Cállate -dijo Mike, sin dejar de pensar-. Tenemos el Soldado, Van Syke, Roon, la Duggan, la señora Doubbet… ¿Nos olvidamos de alguien?

– De Terence -dijo Cordie en voz tan baja que apenas pudieron oírle.

– ¿Quién? -preguntaron cinco voces.

– Terence Mulready Cooke -dijo ella-. Tubby.

– Ah, sí -dijo Mike. Contó los nombres con los dedos, añadiendo el de Tubby-. Son al menos seis. ¿Quién más?

– Congden -dijo Dale.

Mike interrumpió su paseo.

– ¿J. P. o su hijo C. J.?

Dale se encogió de hombros.

– Tal vez los dos.

– No lo creo -dijo Harlen-. Al menos de C. J. Es demasiado estúpido. Su padre va mucho con Van Syke, pero no creo que esté metido en esto.

– Pondremos a J. P. en la lista -dijo Mike- hasta que sepamos la verdad. Bueno, son al menos siete. Algunos de ellos, humanos. Otros…

– Muertos -dijo Dale-. Cosas que aquéllos emplean de alguna manera.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Harlen.

– ¿Qué?

– ¿Y si hacen que Duane McBride vuelva, como Tubby? ¡Y si su cadáver viene a rascar nuestras ventanas, como ha hecho el de Tubby?

– Imposible -dijo Dale, que apenas si podía hablar-. Su padre mandó incinerar los restos.

– ¿Estás seguro? -preguntó Kevin.

– Sí.

Mike pasó al centro del círculo y se puso en cuclillas.

– Entonces, ¿qué hacemos? -murmuró.

Dale rompió el silencio.

– Creo que Duane había averiguado algo. Por esto quería reunirse con nosotros aquel sábado.

Harlen carraspeó.

– Pero está…

– Sí -dijo Dale-. Pero, ¿no te acuerdas que Duane siempre estaba tomando notas?

Mike chascó los dedos.

– ¡Sus libretas! Pero, ¿cómo podemos apoderarnos de ellas?

– ¿Por qué no vamos ahora a buscarlas? -dijo Cordie-. Aún no son las diez.

Pero nadie quería ir aquella noche, por múltiples razones, todas ellas convincentes: Mike tenía que quedarse con Memo; la madre de Harlen le despellejaría si no volvía pronto a casa, después de haber hecho que ella hubiese tenido que quedarse tantas veces; Kevin se estaba retrasando, y Dale estaba aún en la lista de enfermos. Ninguno mencionó la verdadera razón que les impedía ir: era de noche.

– Gallinas -dijo Cordie.

– Iremos mañana temprano -dijo Dale-. A las ocho a lo más tardar.

– ¿Todos? -dijo Harlen.

– ¿Por qué no? Ellos se lo pensarán dos veces antes de atacarnos si estamos todos juntos. Esas cosas tratan siempre de sorprendernos a solas. Mirad lo que le ocurrió a Duane.

– Sí -dijo Harlen-. O tal vez están esperando a pillarnos juntos.

Mike puso fin al debate.

– Iremos todos juntos por la mañana. Pero sólo uno subirá a la cosechadora. El resto vigilará y acudirá en su ayuda, en caso necesario.

Cordie carraspeó y escupió en el suelo de madera.

– Hay otra cosa -dijo.

– ¿Qué?

– Quiero decir una cosa más. Al menos una.

– ¿De qué coño estás hablando, Cooke? -preguntó Harlen.

Cordie rebulló en el sillón de muelles. Los cañones de la escopeta se movieron con ella, hasta apuntar en la dirección de Jim Harlen.

– Cuida tu grosero lenguaje cuando hables conmigo -le dijo-. Quiero decir que vi algo más. Algo que se movía en el suelo, cerca de mi casa.

– El Soldado desapareció en el suelo -dijo Mike.

– No. Aquello no era grande, aunque era más largo que cualquier persona… Una especie de serpiente o algo parecido.

Los muchachos se miraron, bajo la débil luz.

– ¿Debajo del suelo? -dijo Harlen.

– Sí.

– Los agujeros… -dijo Dale, a nadie en particular.

La idea de algo más, de algo que no hubiesen visto todavía, le dio náuseas.

– Tal vez es como aquella cosa que se metió debajo de mi cama -dijo Lawrence.

Dale había oído la conversación desde lejos, como si estuviese escuchando una charla en un manicomio, y él fuese uno de los internados.

– Asunto concluido -dijo Mike-. Nos encontraremos a las ocho de la mañana para ir a casa de Duane y ver si dejó alguna nota que pueda ayudarnos.

Nadie había querido volver solo a casa en la oscuridad. Salieron en grupos, manteniéndose juntos el mayor tiempo posible, hasta que uno a uno, corrieron hacia las luces de los porches y los interiores iluminados de sus casas. Por fin sólo Cordie Cooke había seguido sola su camino en la oscuridad.


Mike pedaleó para mantenerse a la altura del grupo. Aunque era temprano hacía mucho calor, el cielo estaba despejado y pequeños espejismos y ondas de calor surgían de la carretera delante de ellos. Mike estaba cansado.

Había estado con Memo casi toda la noche; bajó junto a ella cuando su madre se hubo dormido. Había rociado el marco de la ventana con un poco de agua bendita, aunque no sabía si serviría de algo. ¿Dejaba de producir efecto cuando se secaba el agua? En todo caso, no había habido ningún visitante aquella noche, y sólo en una ocasión se había despertado sobresaltado al oír lo que pudo haber sido un ruido debajo de la casa; pero podía ser un crujido natural. El coro de los grillos y las cigarras había sonado muy fuerte a través de la tela metálica, y Mike creía recordar que, el otro día, el silencio había sido absoluto antes de que apareciese el Soldado en la ventana.

Mike había repartido puntualmente los periódicos, bostezando después de un par de horas de sueño irregular, y entonces había corrido a la rectoría para ver al padre C. antes de la misa.

Pero hoy no había habido misa. La señora McCafferty había dicho a Mike que bajase la voz y había pasado a la puerta de atrás desde la cocina de la rectoría para continuar la conversación. El sacerdote estaba muy enfermo; el doctor Staffney había recomendado un descanso total y la hospitalización si el padre C. no mejoraba el martes. Mientras tanto, dijo el ama de llaves, el padre Dinmen, coadjutor de San Buenaventura, en Oak Hill, había accedido a venir el miércoles a celebrar la misa de la mañana. Mike debía decirlo a los feligreses.

Mike arguyó que tenía que ver al padre C., que era sumamente importante; pero la señora McCafferty se mostró implacable. Tal vez por la tarde, si el padre se encontraba mejor.

Mike se quedó en la iglesia el tiempo suficiente para informar a la media docena de antiguos feligreses y reabastecerse de agua bendita -esta vez había traído la cantimplora, que llenó en una de las pilas- y después se marchó para reunirse con Dale y los demás.

Tenía sus dudas sobre volver a la finca de McBride -entre otras cosas, significaba pasar por delante del cementerio-, pero la brillante luz del sol y la presencia de los otros cuatro muchachos le impedían negarse a hacerlo. Además, Dale podía tener razón: tal vez Duane había dejado alguna clave para ellos.


Dejaron las bicis en el campo de maíz de la derecha del camino de entrada de la casa McBride y continuaron a pie, deteniéndose en la última hilera de plantas de maíz para mirar hacia la casa, que estaba a oscuras y en silencio. No se veía la camioneta del señor McBride en ningún sitio, y la cuadra donde se hallaban la cosechadora y otros instrumentos estaba herméticamente cerrada; podían ver la cadena y el pesado candado en la puerta.

– Creo que ha salido -murmuró Harlen.

El pedaleo y la carrera agachado en el maizal parecían haberle agotado; la cara de Harlen estaba pálida y cubierta de sudor. Se rascaba continuamente el cabestrillo. Había aumentado el calor, gravitando sobre los campos como un puño de hierro calentado al rojo.

– No te fíes -murmuró Mike-. ¿Me dejas mirar con eso? -preguntó a Kev, que se le había ocurrido traer los prismáticos.

– Bebamos un poco -susurró Harlen, alargando la mano hacia la cantimplora que Mike llevaba colgada del hombro.

Mike la retiró.

– Lawrence tiene una botella de agua. Pídesela a él.

– Estúpido egoísta -exclamó Harlen, haciendo señas a Lawrence.

El hermano de Dale sacudió la cabeza, pero sacó la botella de plástico de su pequeña mochila de Cub Scout.

– No veo nada -dijo Mike, tendiendo los prismáticos a Dale-. Pero lo más seguro es que esté dentro.

Dale cogió la botella de agua de manos de Harlen. Después de enjuagarse la boca y escupir en el polvoriento suelo, miró de nuevo entre las plantas de maíz.

– Voy a entrar.

Mike sacudió la cabeza.

– Iremos todos.

– No -dijo Dale-. Lo más probable es que pueda salir sin novedad. Y si hay follón, quiero que vosotros estéis aquí, preparados para ayudarme.

– Yo te ayudaré -murmuró Harlen, sacando un pequeño revólver de las profundidades de su cabestrillo.

– ¡Dios mío! -exclamó Dale-. ¿Es de verdad?

– ¡Uy! -dijo Lawrence, acercándose.

– ¡Mierda! -exclamó Kevin-. No apuntes ese trasto en mi dirección.

– Guárdala -ordenó Mike con tono terminante.

– Sórbete los mocos y muérete -dijo Harlen. Pero guardó el revólver y dijo a Dale-: Puedes apostarte el culo a que es de verdad. Todos deberíamos tener algo así. El otro bando no se anda con chiquitas. Creo que…

– Más tarde hablaremos de esto -murmuró Mike. Devolvió los prismáticos a Kevin-. Adelante, Dale. Estaremos alerta.


Había veinte metros desde el campo hasta la casa. Dale no pudo ver la camioneta en la parte ahora visible de delante del corral; pero durante todo el trayecto a través del patio y del camino de entrada tuvo la impresión de ser observado.

Llamó a la puerta de atrás, como había hecho docenas de veces en que había ido a visitar a Duane. Casi esperaba oír ladrar a Wittgenstein en el garaje, y después correr rápidamente y agitando la cola al oler a Dale. Entonces saldría Duane de la casa, subiéndose el pantalón de pana y ajustándose las gafas.

Nadie respondió. La puerta no estaba cerrada con llave. Dale vaciló un segundo y después la abrió, estremeciéndose al oírla chirriar.

La cocina estaba oscura pero no fresca; el calor llenaba el exiguo espacio. Olía a aire rancio y a basura recalentada. Pudo ver platos sucios en el fregadero, en el tablero y sobre la mesa.

Dale cruzó la estancia haciendo el menor ruido posible, caminando de puntillas. Había una atmósfera de silencio y abandono en la casa, confirmando la confianza de Dale de que el padre de Duane no estaba en ella. Se detuvo para mirar dentro del comedor, antes de bajar al sitio donde había dormido Duane.

Una figura oscura estaba sentada en una silla, cerca del banco de trabajo que había servido de mesa de comedor. Sostenía algo. Dale pudo ver un cañón de escopeta apuntado en su dirección.

Se quedó inmóvil, todavía de puntillas, y su corazón se detuvo, dio un fuerte latido y se detuvo de nuevo.

– ¿Qué quieres, muchacho?

Era la voz del señor McBride, lenta, confusa, sin el menor énfasis, aunque pareciese extraña; pero era indudablemente su voz.

– Discúlpeme -consiguió decir Dale, sintiendo que su corazón palpitaba y volvía a detenerse-. Creí que no estaba usted. Quiero decir que llamé…

Pudo ver al hombre, ahora que sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. El señor McBride estaba sentado en camiseta y pantalón oscuro de trabajo. Tenía los hombros encogidos, como si un gran peso gravitase encima de ellos. Había botellas sobre la mesa y en el suelo. El arma era una escopeta de aire comprimido y el cañón no se movía un centímetro.

– ¿Qué quieres, muchacho?

Dale consideró varias mentiras y las rechazó.

– He venido a ver si Duane dejó una libreta con notas.

– ¿Por qué?

Dale sintió un fuerte dolor en el pecho al contraerse, saltar y acelerarse su corazón. Quería levantar las manos como en las películas, pero tenía miedo de hacer cualquier movimiento.

– Creo que Duane tenía alguna información que podría ayudarnos a descubrir quién… quién lo mató -dijo.

– Has dicho ayudarnos. ¿Quiénes son los otros? -preguntó la sombra.

– Otros chicos. Amigos suyos -respondió Dale.

Ahora podía ver la cara del señor McBride. Parecía terrible, peor que cuando la familia de Dale le había traído comida hacía un par de semanas. La barba gris hacía que pareciese un viejo y las mejillas y la nariz estaban enrojecidas por las venas capilares reventadas. Los ojos estaban tan hundidos en las cuencas que casi resultaban invisibles. Dale observó que olía a sudor y a whisky.

– ¿Crees que alguien mató a mi Duane?

Era un desafío. La escopeta seguía apuntando a la cara de Dale.

– Sí -dijo éste.

Tenía una sensación extraña en las rodillas, como si no pudiesen sostenerle mucho tiempo más.

El señor McBride bajó la escopeta.

– Muchacho, aparte de mí, tú eres el único que cree esto. -Echó un trago de una de las botellas de encima de la mesa-. Se lo dije a aquel agente hijo de perra, se lo dije a la policía de Oak Hill, se lo dije a la policía del Estado, se lo dije a todos los que querían escucharme. Pero nadie me hizo caso. -Levantó la botella, la vació y la arrojó al suelo. Eructó-. Les dije que preguntasen a ese miserable de Congden. Él robó el coche de Art y arrancó la portezuela para que no pudiésemos ver la pintura…

Dale no tenía idea de lo que estaba diciendo el señor McBride, pero no tenía intención de interrumpirle para preguntárselo.

– Les dije que preguntasen a Congden quién mató a mi hijo… -El padre de Duane revolvió las botellas hasta encontrar una que no estaba vacía. Echó un largo trago-. Les dije que Congden sabe algo acerca de quién mató a mi hijo, y ellos dijeron que mi hijo no estaba en sus cabales debido a la muerte de Art… ¿Sabías que mi hermano murió, muchacho?

– Sí, señor -farfulló Dale.

– También lo mataron. Lo mataron primero. Después mataron a mi hijo. Mataron a mi Duane.

Levantó la escopeta, como si se hubiese olvidado de que la tenía sobre las rodillas; volvió a dejarla, la acarició y miró de soslayo a Dale.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

Dale se lo dijo.

– Ah, sí. Habías estado aquí otras veces para jugar con Duanie, ¿no es cierto?

– Sí, señor -dijo Dale y pensó: «¿Duanie?»

– ¿Sabes tú quién mató a mi hijo?

– No, señor -respondió Dale.

«No estoy seguro. No lo estaré hasta que vea las libretas de Duane.»

El señor McBride apuró otra botella.

– Yo les dije: preguntad a ese maldito Congden, a ese falso juez de paz. Ellos dicen que Congden desapareció el día siguiente de la muerte de mi Duanie y preguntan qué sé yo sobre esto. ¿Creen que yo lo maté? ¡Malditos hijos de puta! -Buscó sobre la mesa, derribando más botellas, pero no pudo encontrar ninguna en la que quedase algo. Se levantó, se dirigió tambaleándose a un sofá que había contra la pared, quitó algunos trastos de encima de él y se derrumbó allí, sosteniendo todavía la escopeta sobre las piernas-. Hubiese debido matarlo. Hubiese debido obligarle a decir quién hizo esto a Art y a mi hijo, y matarle después… -Se incorporó de pronto-. ¿Qué has dicho que querías, muchacho? Duane no está aquí.

Dale sintió un escalofrío en la espalda.

– Sí, señor; ya lo sé. Vine a buscar una libreta en la que escribía Duane. Tal vez más de una. Había escrito algo en ellas para mí.

El señor McBride sacudió la cabeza; después se agarró al respaldo del sofá para recobrar el equilibrio.

– No. Él sólo tomaba notas de sus ideas para relatos, muchacho. No para ti. No para mí… -Apoyó la cabeza sobre el brazo del sofá y cerró los ojos-. Tal vez no hubiese debido hacer de sus exequias una ceremonia íntima, sólo para mí -murmuró-. Era fácil olvidar que él tenía amigos.

– Sí, señor -dijo Dale en voz baja.

– No sabía dónde esparcir sus cenizas -farfulló el señor McBride, como si estuviese hablando en sueños-. Lo llaman cenizas, pero todavía hay pedazos de huesos allí. ¿Lo sabías?

– No, señor.

El hombre del sofá continuó mascullando:

– Así que arrojé parte de ellas al río donde iba con Art… Creo que a Duane le habría gustado… Y el resto en el campo donde solían jugar él y el perro. Donde está enterrado el perro. -El señor McBride abrió los ojos y los fijó en Dale-. ¿Crees que hice mal al repartirlas de esta manera?

Dale tragó saliva. Le dolía la garganta y le costaba hablar.

– No, señor -murmuró.

– Yo tampoco -susurró el padre de Duane, y volvió a cerrar los ojos.

– ¿Podría verlas, señor? -preguntó Dale.

– ¿Qué, muchacho?

Era una voz soñolienta, distraída.

– Las libretas de Duane. Ésas de que estábamos hablando.

– No pude encontrarlas -dijo el señor McBride con los ojos todavía cerrados-. Las busqué abajo, en todas partes, y no pude encontrarlas. Como la maldita puerta del Cadillac…

Su voz se extinguió.

Dale esperó más de un minuto, oyó que la respiración del hombre se convertía en un ronquido y dio un paso en dirección a la escalera del sótano.

El señor McBride amartilló la escopeta.

– Vete, muchacho -farfulló-. Vete, vete ahora mismo. Aléjate de aquí.

Dale miró la escalera, tan cerca, y dijo:

– Sí, señor -y salió por la puerta de la cocina.

La luz era muy brillante. Dale caminó treinta metros por el camino de entrada, sintiendo la camiseta de manga corta pegada a la piel, y después pasó detrás de los olmos chinos y se introdujo en el maizal. No creía que el señor McBride hubiese ido a la cocina para verle marchar. Pasó entre las apretadas hileras de plantas de maíz hasta que casi tropezó con Mike y los demás, que le seguían esperando allí.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Harlen.

Dale se lo dijo.

Mike suspiró y se tumbó de espaldas, mirando al cielo con los ojos entrecerrados, a través del maíz.

– Esto se acabó por hoy. Probablemente, no volverá al pueblo hasta que se despierte esta noche.

– No -dijo Dale-. Voy a volver allí.


La ventana había sido más traidora de lo que se había imaginado Dale, que se había rasgado la camiseta y dejado un poco de piel en ella al entrar.

Había otra mesa de trabajo debajo de la ventana -toda la maldita casa parecía llena de ellas- y Dale había colocado cuidadosamente los pies encima de ella, oyendo crujir los caballetes bajo su peso.

El sótano era mucho más fresco que el exterior y olía como debe oler un sótano: débiles olores de moho, detergente para el lavado de la ropa, cañerías de desagüe atascadas, serrín, cemento y ozono, probablemente de las radios y los aparatos electrónicos que cubrían todas las superficies.

Dale había visitado con anterioridad la habitación de Duane en el sótano y sabía que había ido a parar a la parte de atrás de éste, donde estaban la ducha y los trastos de lavar la ropa. El rincón «dormitorio» de Duane estaba cerca de la escalera. «Magnífico. El hombre de arriba puede oírme, y yo no puedo asomarme a esta ventana para llamar a los otros.»

Cruzó de puntillas la habitación de atrás, deteniéndose ante la puerta abierta para escuchar. Ningún ruido desde la escalera o las plantas superiores. Dale lamentó que la puerta de la escalera no estuviese cerrada.

Esta habitación era más oscura; no había ventanas. «Ninguna manera de escapar.» Había varias luces: un cordón en el techo del que colgaba una bombilla; una lámpara junto a una cama oscura y voluminosa, y una lámpara de artista sobre una mesa grande cerca de la cama. Pero Dale no podía encender ninguna de ellas porque la luz se habría reflejado en la escalera. «No me vería, si está durmiendo.» Una parte menos atrevida de su mente le recordó que el hombre de la escopeta lo vería, si estaba despierto. Incluso el ruido podía delatarle.

A Dale le costaba respirar al acurrucarse junto a la cama, esperando a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad casi total. «¿Y si sale algo de debajo de la cama…? Un brazo blanco… ¡Duane! La cara de Duane, muerta e hinchada, como la de Tubby, desde luego…, desgarrada y destrozada como había dicho Digger que…»

Se propuso no pensar en esto. La cama estaba hecha, y cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad pudo ver los débiles surcos y arrugas de la colcha. Nada salió de debajo del lecho.

Había libros por todas partes. Libros en librerías de confección casera; montones de libros sobre los muebles, al otro lado de la cama; hileras de libros sobre la mesa y el antepecho de la ventana, cajas de libros debajo del escritorio, incluso largas hileras de libros en rústica sobre las cornisas de cemento que se extendían alrededor del sótano. Lo único que competía con los libros eran las numerosas radios: radios con reloj y modelos de sobremesa, viejas radios en muebles de Art Deco Baketile, radios desnudas hechas con piezas sueltas, pequeñas radios de transistores y un enorme aparato Atwater Kent, de al menos un metro veinte de altura, colocado entre la cama de Duane y su mesa escritorio.

Dale empezó a mirar en los estantes, en las cajas de libros. Recordaba cómo eran las libretas de Duane: pequeñas y de hojas cambiables, algunas tan grandes como las del colegio, pero la mayoría más pequeñas. Tenían que estar en alguna parte.

Sobre la mesa había blocs de papel amarillo, vasos llenos de lápices y plumas, incluso una vieja máquina de escribir Smith Corona y fajos de papeles para ella, pero ninguna libreta. Dale se acercó de puntillas a la cama, palpó debajo del colchón, apartó las almohadas. Nada. Había pasado al sencillo armario y estaba buscando entre las pocas camisas de franela y los pantalones de pana cuidadosamente doblados de Duane, sintiéndose cada vez más violento por registrar las cosas de su amigo muerto, cuando una de sus rodillas tropezó con una de las mesas bajas próximas a la cama y un montón de libros cayó al suelo. Dale se quedó petrificado.

– ¿Quién está ahí?

La voz del señor McBride era gangosa y confusa, pero pareció sonar en lo alto de la escalera.

– ¿Quién está ahí, maldita sea?

Unas fuertes pisadas resonaron arriba, yendo desde el comedor al corto pasillo, junto a la cocina, en el lugar donde se abría la escalera. Dale miró a través de la larga estancia y de la puerta abierta hacia el destello de luz del ventanuco de la pared del fondo. No podría llegar hasta aquella ventana, y mucho menos pasar a través de ella. El señor McBride acababa de despertar de su borrachera. probablemente ni recordaba siquiera la visita de Dale- y el muchacho sólo sería para él una oscura sombra en el sótano. Se estremeció al pensar en la posta que rompería su espina dorsal y saldría por el pecho. Pisadas en el pasillo.

– Voy a bajar, ¡maldito seas! ¡Te he pillado!

Dale oyó que amartillaba la escopeta de nuevo. El proyectil que había puesto antes el señor McBride en la recámara rebotó en el suelo en el piso de arriba. Después, pisadas en los primeros escalones. «Debajo de la cama», pensó Dale. No; sería el primer sitio donde buscaría el hombre. Disponía de unos diez segundos, antes de que McBride llegase al pie de la escalera y entrase en la habitación.

Dale recordó cómo se habían metido a veces dentro del aparato de radio vacío en el gallinero de Mike. Las pisadas sonaban en mitad de la escalera cuando saltó por encima de la cama, apartó el Atwater Kent de la pared, se acurrucó detrás de él y tiró para colocarlo de nuevo en su sitio. En ese momento las fuertes pisadas llegaban al final de la escalera.

– ¡Te veo, maldito seas! -gritó furiosamente el hombre-. ¿Crees que vas a liquidarme como hiciste con mi hermano y con mi hijo?

Las pisadas llegaron al centro de la habitación. Había allí una cuerda de tender la ropa y Dale pudo oír que algo chocaba con ella, tal vez el cañón de la escopeta, y después el ruido de la cuerda al ser arrancada.

– ¡Sal de ahí, maldito seas!

La radio tenía allí sus instrumentos, pero quedaba espacio suficiente para que Dale pudiese acurrucarse en el pie del aparato. Se tapó la cara con los antebrazos, esforzándose en no gimotear, pero imaginándose la escopeta apuntando hacia él desde dos metros y medio de distancia. Dale había disparado la escopeta de aire comprimido del calibre 12 de su padre, y la suya del 41. Sabía que la delgada madera no le protegería en absoluto. Habría debido rendirse, como si fuesen dos chiquillos jugando al escondite…, pero la voz no le habría obedecido. Jadeó para no gritar.

– ¡Te veo! -gritó el padre del muchacho muerto. Pero sus pisadas se alejaron hacia el otro lado del sótano-. ¡Maldita sea! Sé que alguien está aquí abajo. ¡Sal inmediatamente!

«~ me ha visto.» Algo duro, tal vez parte de una tubería, se estaba clavando en la pierna de Dale. Elementos electrónicos arañaban su cuello doblado. Había una especie de repisa allí abajo que se hincaba en su hombro. Pero Dale no iba a moverse para estar más cómodo.

Las pisadas volvieron a la parte del sótano destinada a dormitorio. Se movieron despacio, vacilantes, hacia la pared del fondo, por delante del armario, de nuevo hacia el pie de la escalera, y después, cautelosamente, hacia la mesa escritorio, a menos de un metro del sitio donde Dale se hallaba agazapado, detrás del Atwater Kent.

Sonó un súbito ruido al agacharse el señor McBride, retirar la colcha y pasar el cañón de la escopeta por debajo de la cama. Después se levantó, casi apoyándose en la radio. Dale lo sabía, porque podía oler al hombre. «¿Puede olerme él a mí?»

Durante un largo rato, hubo un silencio tan profundo que Dale estuvo seguro de que aquel padre medio loco podía oír los latidos de su corazón dentro del aparato de radio. Entonces oyó algo que casi le hizo gritar.

– ¿Duanie? -Era la voz del señor McBride, que ya no sonaba furiosa ni amenazadora sino sólo cascada y rota-. Duanie, ¿eres tú, hijo mío?

Dale contuvo el aliento.

Después de una eternidad, las pisadas, ahora todavía más pesadas, volvieron hacia la escalera, se detuvieron y subieron. Sonó un ruido de cristales rotos en el comedor, al ser volcadas unas botellas. Más pisadas. La puerta de la cocina se abrió y se cerró de golpe. Un momento después se oyó el sonido del motor de un vehículo arrancando detrás de la casa… «Allí no podíamos verlo…» Y entonces el crujido de la grava al bajar el vehículo por el camino de entrada.

Dale esperó otros cuatro o cinco minutos, aunque le dolía terriblemente el cuello y la espalda, para asegurarse de que aquel silencio era real. Entonces apartó la radio de la pared y salió, frotándose el brazo donde había estado apretado contra la repisa o lo que fuera.

Se detuvo junto a la cama, todavía a cuatro patas, y después apartó más el aparato de radio. Apenas había luz suficiente para ver.

Las libretas de hojas cambiables de Duane estaban amontonadas sobre la repisa; había al menos media docena. Dale se dio cuenta de lo fácil que habría sido inclinarse desde la cama o la mesa escritorio para dejarlas en su sitio.

Se quitó la camiseta, desgarrada y empapada en sudor, envolvió con ella las libretas y pasó a la otra habitación, para salir por la ventana. Podía haber subido la escalera y salido por la cocina sin arañarse más el pellejo, pero no estaba seguro de que el señor McBride se hubiese marchado en el vehículo.

Se dirigía al lugar donde había dejado a los otros, cuando media docena de brazos salieron de entre el maíz de la primera hilera y tiraron de él. Se tambaleó entre las plantas. Una mano sucia le tapó la boca.

– ¡Dios mío! -murmuró Mike-. Creíamos que te había matado. Suéltale, Harlen.

Jim Harlen apartó la mano.

Dale escupió y enjugó la sangre de un labio cortado.

– ¿Por qué haces eso, imbécil?

Harlen le miró echando chispas por los ojos, pero no dijo nada.

– ¡Las tienes! -gritó Lawrence, levantando el fajo de libretas.

Los muchachos empezaron a hojearlas.

– ¡Mierda! -exclamó Harlen.

– ¡Eh! -dijo Kevin, mirando burlonamente a Dale-. ¿Entiendes tú eso?

Dale sacudió la cabeza. Las libretas estaban llenas de garabatos, extraños lazos y trazos, y florituras. Era alguna clase de jeroglífico indescifrable o caligrafía marciana.

– Nos ha jodido -dijo Harlen-. Vayamos a casa.

– Esperad -dijo Mike. Miraba con ceño una de las pequeñas libretas. De pronto sonrió-. Yo conozco esto.

– ¿Puedes leerlo? -preguntó Lawrence asombrado.

– No -dijo Mike-. No puedo leerlo, pero sé lo que es.

Dale se acercó más.

– ¿Puedes descifrar esta clave?

– No es una clave -dijo Mike, sin dejar de sonreír-. Mi estúpida hermana Peg siguió un curso de esta materia. Es taquigrafía, esa escritura rápida que hacen las secretarias.

Los muchachos aplaudieron y gritaron hasta que Kevin sugirió que se callasen. Metieron las libretas en la mochila de Lawrence tan cuidadosamente como si hubiesen sido huevos recién puestos, y después corrieron agachados hacia el sitio donde habían dejado las bicicletas.

Dale sintió que el sol le quemaba el cuello y los brazos mucho antes de llegar a Jubilee College Road, a pesar de que tenía curtida la piel. La lejana torre del agua resplandecía en las olas de calor, como si toda la ciudad fuese una ilusión, un espejismo a punto de desaparecer.

Estaban a medio camino del pueblo cuando una nube de polvo se alzó detrás de ellos, al acercarse rápidamente un camión.

Mike hizo un ademán, y Harlen, Kev y él se pusieron a un lado de la carretera, y Dale y Lawrence, al otro. Cruzaron las cunetas, soltaron las bicis y se dispusieron a encaramarse en la valla y meterse en los campos.

El camión redujo la marcha, con la oscura cabina resplandeciendo en el calor de la carretera y del motor. El conductor miró con curiosidad, detuvo el camión e hizo marcha atrás.

– ¿Qué estáis haciendo? -gritó el padre de Kevin desde la alta cabina del camión de la leche. La larga cuba remolcada tenía el resplandor del acero pulido, y deslumbraba bajo el sol del mediodía-. ¿Qué estáis tramando?

Kevin sonrió y señaló con indiferencia hacia el pueblo.

– Sólo estamos dando un paseo en bicicleta.

Su padre miró de soslayo a los muchachos encaramados en la valla de alambre, como pájaros prestos a levantar el vuelo.

– Vete enseguida a casa -dijo-. Necesito que me ayudes a limpiar la cuba. Además, tu madre quiere que quites las hierbas del jardín esta tarde.

– De acuerdo -dijo Kevin, y saludó.

Su padre frunció el ceño y el largo camión reemprendió la marcha y desapareció entre la nube de polvo.

Los chicos permanecieron un minuto en la carretera, sujetando sus bicis antes de volver a montar en ellas. Dale se preguntó si los otros tendrían entumecidas las piernas.

No encontraron más coches ni camiones antes de llegar a la sombra del pueblo. Aquí había más oscuridad, la luz se filtraba a través de una docena de capas de hojas en todas las calles, pero el día continuaba siendo cálido y bochornoso cuando se reunieron brevemente en el gallinero y se desperdigaron para ir a comer y a sus diferentes tareas.

Mike guardó las libretas. Su hermana conservaba uno de sus libros de taquigrafía y él se comprometió a buscarlo y a empezar a descifrar los textos. Dale fue a reunirse con él después de la comida para ayudarle.

Mike fue a ver cómo estaba Memo, encontró el libro de Peg en un estante, junto a su estúpido diario -ella le habría matado si le hubiese sorprendido en su habitación- y llevó todos los libros al gallinero.

Dale y él empezaron a mirar las libretas para asegurarse de que estaban en taquigrafía, decidieron descifrar un par de rayas, les resultó difícil al principio, pero después encontraron el tranquillo. Los garabatos de Duane McBride no eran iguales a los del libro de texto, pero se parecían bastante. Mike volvió a entrar en casa, encontró un bloc y dos lápices, y volvió al gallinero. Los muchachos trabajaron en silencio.

Seis horas más tarde, cuando todavía estaban leyendo, la madre de Mike lo llamó para cenar.

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