39

Dale fue el primero en subir la escalera hacia el primer piso, deteniéndose en el descansillo para iluminar la esquina. Más fluido oscuro chorreaba en los peldaños. Los balaustres, las barandillas y la parte inferior de las verdes paredes estaban embadurnados con el material ceroso y quitinoso que había visto en el sótano. Los dos muchachos permanecían cerca del centro de la escalera, con las armas levantadas.

Había habido dos puertas de batiente en lo alto de la escalera del norte, pero habían sido desprendidas de sus goznes. Dale se detuvo allí, observó el espeso fluido que se filtraba por debajo de la madera roja y entonces se inclinó hacia delante e iluminó con la linterna el vestíbulo principal de Old Central.

La luz rebotó en una masa confusa de pilares y paredes goteantes que Dale no recordaba que estuviesen allí. Harlen había murmurado algo. Dale volvió la cabeza.

– ¿Qué?

– He dicho -repitió el muchacho más pequeño, pronunciando cuidadosamente las palabras- que algo se mueve en el sótano.

– Tal vez es Mike.

– No lo creo -murmuró Harlen. Dirigió hacia atrás la luz de la linterna-. Escucha.

Dale escuchó. Era un ruido de raspadura, de deslizamiento, como si algo grande y blando hubiese llenado todo el pasillo debajo de ellos y estuviese empujando pupitres, pizarras y todos los otros restos que había allá abajo.

– Vamos -dijo Dale, y cruzó la manchada y maltrecha puerta.

Sintió que Harlen entraba detrás de él y se le acercaba, pero no se volvió a mirar. Bastante trabajo tenía con observar lo que había delante de él.

El interior de Old Central no se parecía en nada al edificio que Dale había dejado por última vez hacía siete semanas. Primero dobló el cuello para captar el escenario y luego lo arqueó para mirar hacia arriba por la escalera central.

El suelo estaba inundado de espeso y casi seco fluido pardo que cubría las bambas de Dale, como si se hubiese derramado un gran depósito de melaza. Las paredes estaban revestidas de una fina capa de un material rosado y vagamente translúcido que a Dale le recordó la carne desnuda y temblorosa en un nido de ratas recién nacidas que había encontrado una vez. Aquella materia de aspecto orgánico goteaba de los balaustres y las barandillas, pendía en hilos como de grandes telarañas de los retratos de George Washington y Abraham Lincoln; goteaba también, pero más espesa, de los ganchos de los guardarropas; pendía de los tiradores, los dinteles de las puertas y las esquinas de las ventanas cerradas con tablas, como grandes marcos irregulares de cuadros, hechos de carne pulsátil, y se elevaba hacia el entresuelo y la oscura escalera de encima de él, en una enorme y horrible masa de fibras y riachuelos.

Pero fue encima de ellos donde la pesadilla se volvió obscena.

Dale se echó más atrás, viendo que la linterna de Harlen proyectaba su luz junto a la suya.

Los balcones del segundo y del tercer piso estaban casi cubiertos de hebras grises y de color rosa, filamentos que se hacían más gruesos al ascender hacia el campanario central, trazando arcos y entrecruzándose en el oscuro espacio de allá arriba, como contrafuertes voladizos y de color carne en una catedral diseñada por un lunático. Por todas partes había estalactitas y estalagmitas de un epóxido grisáceo, goteando de lámparas apagadas, elevándose sobre las barandillas y las balaustradas, colgando a través del gran espacio central como cuerdas de tender la ropa hechas de carne desgarrada y cartílagos acanalados.

Y de estas «cuerdas de tender la ropa» pendía una fétida multitud de lo que parecía pulsátiles bolsas rojas de huevos. Dale detuvo en una de ellas la luz de su linterna y vio docenas de oscuras sombras en el interior. Se estaban moviendo. Toda la bolsa latía y palpitaba como un corazón humano colgado de un hilo ensangrentado. Y había docenas de ellas. Se movieron sombras en el entresuelo. Goteó líquido de la oscura ventana de cristales de colores. Pero Dale no tenía ojos para nada de esto. Estaba mirando el campanario.

Encima del rellano del tercer piso, el «piso del instituto» que había estado cerrado durante tantos años, alguien había arrancado el suelo de tablas del campanario. Y de allí procedía el resplandor.

«Resplandor» no era la palabra adecuada, pensó Dale al contemplar boquiabierto los destellos verde azulados, la falsa luz radiactiva de la red de tendones carnosos que llenaba el campanario, y la cosa rojiza y resplandeciente centrada allí.

Habría podido llamarla araña porque parecía tener muchas patas y más ojos; habría podido describirla como la bolsa de un huevo porque Dale había visto en la granja del tío Henry el corazón medio formado y el ojo rojizo de una de estas cosas en la yema de un huevo fecundado; habría podido decir que era una cara o un corazón gigantesco porque se parecía a ambas cosas de una manera asombrosa…, pero incluso viéndola desde una distancia de doce metros y con una creciente sensación de desesperación y mareo al mirar hacia arriba, Dale supo que no era ninguna de aquellas cosas.

Harlen le tiró del brazo. De mala gana, casi contra su voluntad, Dale Stewart apartó la mirada del centro de aquella red de carne en lo alto.

Aquí la primera planta, lejos del resplandor enfermizo del campanario, estaba muy oscura, era una complicada plegadura de sombras sobre sombras. Ahora una de aquellas sombras se movió, separándose del enredado túnel de un guardarropa de alumnos del primer curso, y avanzó sin ruido hacia los muchachos.

Al destacarse la cara pálida sobre la sombra de un cuerpo, Dale levantó la escopeta, con brazos temblorosos.

El doctor Roon se detuvo a tres metros de ellos. Su traje negro se confundía con la oscuridad; su cara y sus manos brillaron suavemente al ser enfocadas por la linterna de Harlen. Sonaban otros ruidos detrás de él, y ruidos más apagados en el sótano, detrás de los chicos.

El doctor Roon sonrió como Dale nunca le había visto sonreír.

– Bienvenidos -murmuró, pestañeando para protegerse de la luz. Sus dientes parecían lisos y húmedos-. ¿Por qué no miráis de nuevo hacia arriba?

Dale así lo hizo, pero apartando sólo un segundo la mirada de aquel hombre. Lo que vio hizo que se olvidase del doctor Roon y mirase de nuevo hacia arriba, bajando la escopeta para sostener con más firmeza la linterna.

Lawrence estaba allá arriba.


Mike pensó que seguir el túnel no había sido uno de sus mayores aciertos. Le sangraban copiosamente las manos y las rodillas, le dolía muchísimo la espalda, se había extraviado, tenía la impresión de que habían pasado varias horas y estaba casi seguro de perderse todo lo que debía de estar pasando en el colegio; las lampreas volverían, casi había agotado las municiones, la linterna se estaba debilitando y él acababa de descubrir que padecía claustrofobia. «Aparte de esto -pensó-, todo marcha bien.»

Había muchas ramificaciones y revueltas en el túnel, y estaba seguro de que se había perdido. Al principio había sido fácil distinguir la rama principal de las secundarias porque el túnel primario tenía las paredes mas compactas y olía todavía al enorme gusano que había pasado por él; pero ahora todos los túneles eran parecidos. Había tenido que decidir doce veces entre múltiples ramas durante los últimos quince minutos, y estaba convencido de que había elegido mal. Probablemente estaba en alguna parte de más allá del elevador de grano destruido por el fuego y seguía dirigiéndose hacia el norte.

«Joder!», exclamó Mike para sus adentros, y entonces añadió un acto de contrición a su rosario mental de padrenuestros y avemarías.

Dos veces había estado a punto de atraparle la lamprea. La primera la había oído acercarse desde atrás, y se había vuelto en el estrecho túnel para enfocarla con la debilitada linterna y apuntar con la escopeta de Memo en la dirección debida sin alcanzarse el pie o el tobillo. Había visto los zarcillos de la boca oscilando como pulposas algas blancas antes de disparar por primera vez, y no se había echado atrás con el ruido sino que había vuelto a cargar y disparar el arma. Aquella cosa se había hundido en el suelo del túnel, permitiendo a Mike disparar un último tiro contra la espalda. Pero fue como arrojar piedras contra un objeto blindado.

Al cabo de un minuto aproximadamente, aquella lamprea o su gemela había aparecido a través del techo del túnel a menos de un metro y medio delante de su cara al arrastrarse él hacia delante, temblando y retorciéndose ciegamente, como buscándole. Mike se había olvidado de que aquellas cosas no tenían que permanecer en sus viejos túneles, y este descuido había estado a punto de costarle la vida

Había arrojado la ya inútil pistola de agua en las fauces de aquella cosa y había visto claramente el conducto revestido de dientes al tragársela, y entonces había disparado, cargado, disparado y cargado de nuevo.

La cosa se había ido cuando él se puso a pestañear.

Entonces se había lanzado desaforadamente hacia delante, presa de pánico, mirando al techo del túnel y abajo entre las manos, esperando que emergiese aquella boca y se apoderase de él.

Y había aparecido un momento después, a varios metros delante de él, pero se había hundido de nuevo, como aterrorizada a su vez por algo en la superficie. El túnel se había llenado de un olor a gasolina.

Mike se había detenido un momento, aturdido por las implicaciones de aquel olor. «Dios mío, ha llegado el camión cisterna de Kev.» Lamentó no tener una de las radios. «¿Funcionan las radios bajo tierra?» Kev o Duane lo sabrían. Entonces recordó: Duane estaba muerto; Kevin también podía estarlo.

Mike continuó arrastrándose, con el cuerpo reducido a un simple órgano destinado a transmitir el dolor de las extremidades al agotado cerebro. Aquí abajo se estaba fresco. Sería estupendo acurrucarse y echarse a dormir, dejar que se agotasen las baterías y se apagase la luz…, y dormir sin soñar en nada.

Siguió arrastrándose hacia delante, con la escopeta cargada pero introducida en el cinto y junto a la pierna derecha, con las palmas de las manos dejando huellas de sangre en el suelo ondulado del túnel.

El ruido que oyó entonces fue más fuerte que el que habían hecho las lampreas antes de sus anteriores ataques. Era como si ambas criaturas bajasen tras él por el túnel. Desde atrás. Muy rápidamente a juzgar por el súbito aumento de las vibraciones y el ruido.

Mike se arrastró más deprisa, con la linterna entre los dientes, golpeándose la cabeza con las piedras y el techo del túnel.

El ruido aumentó en intensidad detrás de él. Ahora podía oler aquellas cosas, el hedor a basura podrida y a carne muerta, y sobre todo aquel otro olor, fuerte y terrible. Miró hacia atrás y vio una potente luz que se acercaba en una revuelta del túnel detrás de él.

Mike se lanzó hacia delante, perdiendo una de las pistolas de agua sin darse cuenta. La linterna se apagó y él la arrojó a un lado; el túnel, ahora más ancho, estaba perfectamente iluminado por el resplandor del paso de la lamprea a su espalda.

Algo grande, ruidoso y brillante llenaba el espacio detrás de él. Sintió su calor, como si la boca y el intestino de la lamprea se hubiesen convertido en un horno.

El suelo del túnel se hundió de pronto debajo de él, y Mike rodó y resbaló sobre las piedras sueltas y una roca fría y lisa. Ahora se hallaba en una especie de cueva, oscura como el túnel pero mucho más ancha, y Mike sacó la escopeta de Memo y la amartilló, mientras andaba de lado e iba por fin a chocar contra un bloque de piedra vertical.

La luz del túnel se hizo más brillante, la tierra retembló y la lamprea apareció de pronto, con los zarcillos y las fauces pulsando furiosamente.

Pasó zumbando junto a Mike, como un tren de mercancías rápido que no iba a detenerse en una estación tan poco importante, con su carne resplandeciente y ardiente pasando a menos de tres palmos de los zapatos de Mike, cuando éste trató en vano de introducirse en la sólida pared a su espalda.

La cosa había pasado, chocando con más piedras y hundiéndose en la oscuridad, dejando un rastro de lodo y de carne ardiente antes de que Mike se diese cuenta de dos cosas: la lamprea se estaba quemando y él no se hallaba ya en el túnel.

Estaba en los aseos de chicos de los sótanos de Old Central.


Kevin fue en una dirección y Cordie en la otra, balanceándose ambos en la línea curva de la cuba de acero. Las lampreas chocaron contra el centro donde habían estado Cordie y Kevin, golpeando el acero inoxidable y resbalando al suelo con un chirrido de dientes sobre metal. Una de aquellas cosas se enredó con la manguera al pasar, haciendo que se soltase del tubo de llenado. La gasolina fluyó cuesta abajo y mojó la hierba.

– ¡Mierda! -exclamó Kevin.

Se abalanzó y miró hacia abajo y a través de la tapa abierta de la cuba: ésta se había llenado hasta más de la mitad, pero no lo bastante.

Las lampreas trazaban círculos en el blando suelo, con las espaldas grises y sonrosadas, formando arcos como caricaturas del monstruo de Loch Ness.

Kevin oyó que una puerta se cerraba de golpe y se preguntó si su padre o su madre se habrían asomado a la de la esquina sudeste de la casa para mirar la tormenta por encima de las agitadas copas de los árboles. Esperó que no fuese así. Si daban dos pasos sobre el césped verían aquellas cosas como lampreas dando vueltas; otros dos pasos y verían el camión encima del camino de entrada.

– Quédate aquí -gritó. Resbaló sobre el lado curvo de la cuba, y saltó lo más lejos que pudo desde el estribo metálico de encima del guardabarros izquierdo de atrás.

Al caer rodó cerca del extremo desprendido de la manguera. Ahora estaba absorbiendo aire, pues la bomba centrífuga seguía funcionando. Kevin empezó a introducirla de nuevo en el depósito subterráneo de gasolina.

– ¡Cuidado!

Se volvió a la derecha y vio que las dos lampreas avanzaban en su dirección sobre el suelo, con la máxima velocidad que podría alcanzar un hombre al correr.

Kevin se metió detrás del camión, haciendo girar instintivamente la manguera.

Pero el movimiento de la mano derecha sobre la llave no fue instintivo sino simplemente una pura acción que pareció adelantarse a la orden del cerebro.

La primera lamprea estaba a dos metros de los pies de Kevin cuando se invirtió la bomba y la gasolina pasó de la cuba a la boca abierta de aquella cosa. Esta se hundió en el suelo. Kevin le roció la espalda y vertió más gasolina en el agujero cuando hubo pasado.

La segunda lamprea había torcido a la derecha y había trazado un círculo, y ahora avanzó. Cordie se puso a gritar en el momento en que Kevin alzaba el arco de gasolina hasta cinco metros sobre el césped, empapando la parte de delante de la criatura.

Un olor a gasolina le advirtió que la primera lamprea había surgido del suelo detrás de él. Kevin saltó hacia el guardabarros de atrás cuando aquélla pasó ciegamente, mordiendo los neumáticos traseros. El muchacho la empapó, y luego vertió más gasolina en el agujero que dejó en el suelo.

Envuelto en los vapores de la gasolina, Kevin saltó sobre la parte de atrás del camión, alargó un brazo para invertir de nuevo la succión y se arriesgó a correr hasta la abertura del depósito subterráneo e introducir de nuevo la manguera en ella. Empezó a fluir el carburante. «Otros tres o cuatro minutos. Tal vez menos.»

Saltó hacia el guardabarros desde un metro y medio de distancia sabiendo que era demasiado pero viendo que la espalda de la lamprea se alzaba debajo del camión. Sus pies chocaron con metal y resbalaron, recibió un fuerte golpe en las rodillas y clavó los dedos en la curva casi lisa de la cuba. Estaba cayendo hacia atrás, hacia la masa hirviente de carne de debajo de él.

Cordie se abalanzó, con la mano derecha todavía en la tapa levantada de la cuba, y agarró a Kevin por la muñeca con la izquierda. El peso de él casi la hizo caer.

– Vamos, Grumbelly -gruñó-, sube, ¡maldito seas!

Kevin pataleó. Encontró un sitio donde apoyar el pie en el neumático mordido y se encaramó en el momento mismo en que la lamprea se lanzaba de nuevo contra la rueda.

Se tumbó sobre la cisterna, jadeando y resoplando. Si aquellas criaturas se alzaban y atacaban de nuevo a esta altura, se apoderarían de él. Estaba demasiado cansado y aterrorizado para moverse enseguida.

– Están empapadas -farfulló-. Lo único que hemos de hacer es prenderles fuego.

Cordie estaba sentada con las piernas cruzadas, observando aquellas cosas que trazaban círculos debajo del césped.

– Magnífico -dijo-. ¿Tienes una cerilla?

Kevin se palpó los bolsillos en busca del encendedor de oro de su padre. Se encogió, todavía aferrado a la tapa de la cuba.

– Está en mi bolsa de gimnasio -dijo, señalando la pequeña bolsa de lona que había dejado cuidadosamente sobre la bomba de la gasolina, a tres metros de distancia.


La luz de la linterna de Harlen se juntó con la de Dale.

Casi a doce metros por encima de ellos, Lawrence estaba sentado en una silla de madera colocada sobre la barandilla del tercer piso, pero con dos patas balanceándose en el vacío. El hermano de Dale parecía estar atado a la silla, pero las «cuerdas» eran más bien gruesos cordones de aquel material parecido a carne que colgaba en todas partes como tendones arrancados. Uno de ellos pasaba alrededor de la boca de Lawrence y desaparecía detrás de su cabeza.

Otro cordón, todavía más grueso, formaba un nudo corredizo alrededor de su cuello y ascendía dentro del campanario… y de la roja bolsa pulsátil que allí había.

La silla se balanceaba sobre la barandilla cubierta de aquella materia extraña. Un personaje adulto sujetaba la silla con brazos blancos aunque no con demasiada firmeza.

– Dejad las armas en el suelo -ordenó el doctor Roon con una voz tan imperativa como un latigazo-. Ahora mismo.

– Nos mataría -dijo Dale entre los entumecidos labios.

Se obligó a enfocar con la linterna al doctor Roon. Había otras sombras del tamaño de hombres moviéndose en el guardarropa y en la pringosa clase de primero, detrás del director.

El doctor Roon sonrió de nuevo.

– Tal vez. Pero si no dejáis las armas ahora mismo, colgaremos a tu hermano en este mismo instante. El Maestro recibirá de buen grado otro sacrificio.

Dale miró hacia arriba. El rellano del tercer piso parecía estar a kilómetros de distancia. Lawrence se retorcía, como tratando de liberarse, con los ojos desorbitados. Bajo el rojo y verde resplandor del campanario, Dale pudo ver la chaqueta del pijama estampado con dibujos de cowboys. Quería gritarle que no se moviese.

– No lo hagas -murmuró Harlen, apuntando la 38 a la cara larga de Roon-. Matemos a este hijo de puta.

El corazón de Dale latía con tal fuerza en sus oídos que apenas oyó a su amigo.

– Le matará, Jim. Le matará.

– Nos matará a nosotros -silbó Harlen-. ¡No!

Pero Dale había dejado ya la Savage en el suelo.

Roon se acercó más, casi hasta poder tocarles con la mano.

– Tu arma -dijo a Harlen-. Ahora mismo.

Harlen hizo una pausa, lanzó una maldición, miró hacia arriba y dejó la pistola sobre el pegajoso suelo.

– Los juguetes -dijo Roon, señalando con impaciencia las pistolas de agua que llevaban en el cinturón.

Dale empezó a bajar el arma de plástico, levantó el cañón en el último segundo y lanzó un largo chorro de agua bendita a la cara del doctor Roon.

El ex director sacudió lentamente la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo superior de la americana, se secó la cara y se quitó las gafas para enjugarlas.

– Tonto, tonto. Sólo porque el Maestro pasó mil años en el centro de esta creencia y todavía reacciona a los antiguos hábitos, no todos nosotros nos criamos en la tierra del Pontificado. -Volvió a calarse las gafas-. A fin de cuentas, tú no crees en esa agua milagrosamente cambiada, ¿verdad?

Sonrió, y sin previo aviso dio una fuerte bofetada a Dale. Un anillo que llevaba el director le surcó la cara desde la mejilla hasta la mandíbula.

Harlen gritó algo y se agachó para coger su pistola, pero el hombre del traje negro fue más rápido y golpeó la cabeza del muchacho con tal fuerza que el ruido resonó en la caja de la escalera. Roon se inclinó y cogió la pistola cuando Harlen cayó de rodillas.

Dale se enjugó la sangre de la mejilla y vio que el Soldado se deslizaba en la oscuridad de detrás de la ventana de cristales de colores. Y otra cosa, algo más alto y más negro, se movía en la galería de arriba, donde estaba la biblioteca. Los truenos apenas eran audibles a través de las gruesas paredes y de las ventanas cerradas con tablas.

El doctor Roon llevó la manaza a la cara de Dale, hundiendo los dedos en la mejilla del muchacho, debajo mismo de los ojos.

– Deja el otro juguete, esa radio, en el suelo… Despacio…, así está bien.

Ahora agarró a Dale del cogote y le empujó hacia delante, encima de la escopeta, de la pistola de agua y del walkie-talkie, que permanecían en el espeso jarabe que había sido el suelo. Roon arrastró a Harlen con ellos, aplastando la pistola de agua al pasar y lanzando la radio al sótano, de una patada.

Tambaleándose para mantenerse en pie, sintiendo las manos de Roon como tornillos en el cuello, Dale y Harlen fueron empujados escalera arriba hasta el segundo piso.

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