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Pocos acontecimientos en la vida del ser humano, al menos del ser humano varón, son tan libres, tan exuberantes, tan infinitamente expansivos y tan llenos de posibilidades como el primer día de verano, cuando se tienen once años. El verano se presenta como un gran banquete, y los días están llenos de un tiempo rico y lento en el que paladear cada uno de los platos.

Al despertar en aquella primera y deliciosa mañana de verano, Dale Stewart permaneció en la cama durante un momento en aquel breve crepúsculo de conciencia, saboreando ya la diferencia incluso antes de darse cuenta de lo que era: ningún despertador ni grito de la madre para despertarles, a él y a su hermano Lawrence; ninguna niebla gris y fría al otro lado de las ventanas, y ningún colegio, más gris y más frío, esperándoles a las ocho y media; ningún fuerte coro de voces adultas diciéndoles lo que tenían que hacer, las páginas del libro que tenían que abrir y las cosas que tenían que pensar. No; esta mañana cantaban los pájaros, el aire cálido y delicioso del verano penetraba a través de las persianas; se oía el ruido de un cortacésped calle abajo, de algún jubilado madrugador que empezaba las tareas cotidianas en el jardín, y ya era visible, a través de las cortinas, la cálida y deliciosa bendición del sol que se proyectaba sobre la cama de Dale y de Lawrence, como si se hubiese levantado la barrera del gris año escolar y el mundo se hubiese llenado nuevamente de colores.

Dale se volvió a un lado y vio que su hermano tenía los ojos abiertos y miraba fijamente las negras pupilas de cristal de su oso de felpa. Lawrence esbozó una de sus amplias y alegres sonrisas, y los dos chicos se levantaron, despojándose a toda prisa de los pijamas. Luego se pusieron los tejanos y las camisetas de manga corta que esperaban en sillas próximas, se calzaron calcetines blancos y limpios, y las bambas menos limpias. Bajaron a saltos la escalera para tomar un ligero desayuno, riendo con su madre sobre tonterías, salieron en busca de sus bicicletas, rodaron calle abajo y se alejaron, adentrándose en el verano.


Tres horas más tarde los hermanos estaban en el cuarto trastero de Mike O'Rourke, tumbados con sus amigos en el sofá reventado y sin patas, en los sillones de tapicería desgarrada y en el atestado suelo de su club extraoficial. Estaban allí Mike, Kevin, Jim Harlen e incluso Duane McBride, que había venido de su granja mientras su padre hacía compras en el almacén de la cooperativa, y todos parecían incapaces de elegir entre la asombrosa gama de alternativas que se les ofrecían.

– Podríamos ir al río Stone o al estanque de Hartley's -dijo Kevin-. Y nadar.

– ¡Huy! -dijo Mike.

Estaba tumbado en el sofá, con las piernas encima del respaldo, la espalda sobre los cojines de muelles y apoyando la cabeza en un guante de catcher tirado en el suelo. Disparaba contra un segador que estaba en el techo, con una cinta de goma que recobraba después de cada rebote. Hasta ahora había tenido buen cuidado de no alcanzar al insecto, pero éste corría de un lado a otro con cierta agitación. Cada vez que llegaba cerca de una grieta o de un madero estrecho donde podía esconderse, Mike disparaba la cinta de goma y hacía que corriese en dirección contraria.

– No quiero ir a nadar -dijo-. Las serpientes de agua estarán inquietas por la tormenta que cayó anoche.

Dale y Lawrence intercambiaron una mirada. Mike tenía miedo de las serpientes; que ellos supiesen, eran lo único que temía su amigo.

– Juguemos a béisbol -dijo Kevin.

– No -dijo Harlen desde el sillón donde estaba leyendo un cómic de Superman-. No me he traído el guante y tendría que ir a buscarlo a casa.

Así como el resto de los muchachos, a excepción de Duane, vivían a poca distancia los unos de los otros, Jim Harlen habitaba en el extremo más lejano de Depot Street, cerca de las vías que conducían al vertedero y a las míseras chabolas donde vivía Cordie Cooke. La casa de Harlen estaba muy bien, era una vieja y blanca casa de campo que había sido engullida por el pueblo hacía decenios; pero muchos de sus vecinos eran extraños. J. P. Congden, el chiflado juez de paz, vivía a sólo dos casas de distancia de Harlen, y el hijo de J. P., C. J., era el peor bruto del pueblo. A los muchachos no les gustaba jugar en la casa de Harlen, ni siquiera pasar por allí si podían evitarlo, y comprendían que Jim no quisiera volver allí en busca de sus cosas.

– Vayamos al bosque -sugirió Dale-. Podríamos explorar Gipsy Lane.

Todos se agitaron inquietos. No había ningún motivo especial para vetar la sugerencia, pero la pereza había hecho presa en ellos. Mike disparó la cinta de goma y el segador se escurrió del lugar del impacto.

– Nos llevaría mucho tiempo -dijo Kevin-. Yo tengo que estar en casa a la hora de comer.

Todos sonrieron pero no dijeron nada. Conocían perfectamente la voz de la madre de Kevin cuando abría la puerta y gritaba «¡KeVIIIN!», con voz de falsete. Y conocían también la rapidez con que Kevin dejaba lo que estaba haciendo y corría hacia la casa blanca de encima de la colina baja, cerca de la vivienda más antigua de Dale y Lawrence.

– ¿Qué quieres hacer tú, Duane? -preguntó Mike.

O'Rourke era el líder nato, que siempre sondeaba a todos antes de decidir.

El niño campesino grandullón, con su extraño corte de pelo, sus holgados pantalones de pana y su plácido aspecto, estaba mascando algo que no era chicle, y su expresión era casi la de un niño retrasado. Dale sabía lo engañosa que era su torpe apariencia, y todos los muchachos también se daban cuenta, porque Duane McBride era tan listo que los otros sólo podían intuir lo que pensaba. Era tan listo que ni siquiera tenía que mostrarlo en el colegio; prefería que los maestros se retorciesen contrariados ante las correctas pero sencillas respuestas del corpulento muchacho, o se rascasen la cabeza ante sus irónicas contestaciones que lindaban con la impertinencia.

A Duane no le interesaba el colegio. Le interesaban cosas que los otros chicos no comprendían.

Duane dejó de masticar y señaló con la cabeza hacia la vieja radio RCA Victor que estaba en el rincón.

– Me gustaría escuchar la radio.

Dio tres pasos vacilantes en dirección al aparato, se puso torpemente en cuclillas delante de él y empezó a girar el disco.

Dale le miró fijamente. La radio era muy grande, de más de un metro de altura, e imponente con sus diferentes esferas selectoras. La de arriba estaba marcada como NACIONAL y comprendía Ciudad de México a 49 megahertzios, Hong Kong, Londres, Madrid, Río y otras ciudades a 40 Mh, las siniestras ciudades de Berlín, Tokio y Pittsburg a 31 Mh, y París, sola y misteriosa en la parte baja del dial, a 19 Mh Pero la caja estaba vacía, no quedaba nada dentro de ella. Duane se agachó y manejó cuidadosamente los discos, con la cabeza ladeada y alerta al menor sonido.

Jim Harlen fue el primero en captar su intención. Se deslizó detrás del aparato y tiró de él hacia el rincón. de manera que quedó completamente escondido.

– Probaré la banda doméstica. -Hizo girar el disco de en medio, entre INTERNACIONAL y SIRVICIO ESPECIAL-. Aquí abajo pone Chicago -dijo como para sí.

Sonó un zumbido dentro del aparato, como si las lámparas se estuviesen calentando, y después unos parásitos al mover el disco. Unas breves notas de barítono fueron interrumpidas por el locutor a media frase; sonaron fragmentos de música de rock and roll, y después más parásitos, zumbidos y un partido de béisbol: ¡el Chicago White Sox!

– ¡Vuelve atrás! ¡Atrás! ¡Atrás contra la pared derecha de Comiskey Park! ¡Salta para pillar la pelota! ¡Sube por la pared! Ve a…

– Bah, aquí no hay nada -murmuró Duane-. Probaré la banda Internacional. Ta-ta -ta…, ya lo tengo… Berlín.

– Ach du lieber der fershtugginer bola ist op und fuera -dijo la voz de Harlen, cambiando instantáneamente del acento excitado de Chicago a un gutural conjunto de sílabas teutónicas-. Der Furhcr ist nicht satisfecho. Nein! Nein! Er ist gerflugt und vertunken und der veilige plsstolfen!

– Aquí no hay nada -murmuró Duane-. Probaré París.

Pero la voz de falsete y el francés estrafalario de dentro del aparato se perdieron entre las risas y las carcajadas del gallinero. El último disparo de Mike O'Rourke con la cinta de goma erró la puntería y el segador se metió en una rendija del techo. Dale se arrastró hacia la radio, dispuesto a probar algunas emisoras, mientras Lawrence se revolcaba por el suelo. Kevin cruzó los brazos y frunció los labios, mientras Mike le golpeaba en las costillas con la bamba.

Se había roto el encanto. Los muchachos podían hacer todo lo que quisieran.


Horas más tarde, después de la comida, en el largo y dulce crepúsculo de una tarde de verano, Dale, Lawrence, Kevin y Harlen detuvieron sus bicicletas en la esquina próxima a la casa de mike.

– ¡Y-oh-ki! -gritó Lawrence.

– ¡Ki-oh-y!

La respuesta llegó desde las sombras de debajo de los olmos, y Mike rodó, yendo a su encuentro, haciendo resbalar el neumático de atrás en la gravilla y girando en la misma dirección en la que miraban todos.

Era la Patrulla de la Bici, constituida dos años antes por los cinco muchachos, cuando los mayores estaban en el cuarto curso y los más pequeños creían todavía en Santa Claus. Ahora ya no la llamaban Patrulla de la Bici, porque les cohibía el nombre y eran demasiado mayores para simular que patrullaban por Elm Haven para ayudar a los afligidos y proteger a los inocentes de los malhechores, pero todavía creían en la Patrulla de la Bici. Creían con la simple aceptación de la realidad del ahora que antaño les había mantenido despiertos en la víspera de Navidad, con el pulso acelerado y la boca seca.

Se detuvieron un momento allí, en la calle tranquila. La Primera Avenida continuaba más allá de la casa de Mike, hacia el campo, hacia el norte, donde estaba la torre del agua a menos de medio kilómetro, y giraba después hacia el este, hasta que desaparecía en la bruma de la tarde sobre los campos, cerca del horizonte donde los bosques, Gipsy Lane y la Taberna del Arbol Negro esperaban invisibles.

El cielo era una suave y bruñida capa gris que se desvanecía entre la puesta de sol y la noche, y el trigo de los campos no había alcanzado todavía la altura de las rodillas de un niño de once años. Dale contempló los campos que se extendían hacia el este, más allá de los horizontes de árboles diluidos por la distancia, y se imaginó a Peoria allí, a sesenta kilómetros más allá de los montes, valles y bosques, reposando en su propio valle fluvial y resplandeciendo con mil luces. Pero allí no había resplandor sino sólo un horizonte cada vez más oscuro, y en realidad no podía imaginarse la ciudad. Oía en cambio el suave susurro y murmullo del maíz. No soplaba viento. Tal vez era el sonido que hacía el maíz al crecer, abriéndose paso hacia arriba para convertirse en la muralla que pronto rodearía Elm Haven y la aislaría del mundo.

– Vamos -dijo Mike a media voz, levantándose sobre los pedales, inclinándose encima del manillar y levantando un surtidor de gravilla al arrancar.

Dale, Lawrence, Kevin y Harlen le siguieron.

Pedalearon hacia el sur por la Primera Avenida, bajo la luz suave y gris, a la sombra de los olmos, y salieron rápidamente al despejado crepúsculo, con los campos bajos a su izquierda y las casas oscuras a su derecha. Dejaron atrás School Street, la silueta de la casa de Donna Lou Perry, que resplandecía a una manzana hacia el oeste, y Church Street y su largo paseo de olmos y robles. Y entonces se hallaron en Hard Road, la carretera 151A y, reduciendo la velocidad por la fuerza de la costumbre, torcieron a la derecha y entraron en la vacía pero aún caliente calzada de la calle mayor, de dos direcciones.

Pedalearon furiosamente, subiendo a la acera después de la primera manzana para dejar pasar un viejo Buick. Ahora iban hacia el oeste, en dirección al resplandor del cielo, y las fachadas de las casas, en las dos manzanas de Main Street, brillaban bajo la luz menguante. Una camioneta de reparto salió del aparcamiento en diagonal de delante de la Taberna de Carl, en el lado sur de la calle, y zigzagueó en su dirección por la Hard Road. Dale reconoció al conductor de la vieja GM como el padre de Duane McBride. El conductor estaba borracho.

– ¡Luces! -gritaron los cinco muchachos al cruzarse con él.

Pero la camioneta continuó con las luces de delante y de atrás apagadas, y describió una amplia curva hacia la Primera Avenida detrás de ellos.

Los chicos saltaron de la acera elevada a la vacía Hard Road y continuaron hacia el oeste, más allá de la Segunda Avenida y de la Tercera, más allá del banco y de la cooperativa a su derecha, y del Parkside Café y el Bandstand Park, ahora oscuros y tranquilos bajo los olmos, a su izquierda. Parecía una noche de sábado pero era jueves. Ningún espectáculo gratuito llenaba de luz y de ruido el parque. Todavía no. Pero sería pronto.

Mike aulló y giró a la izquierda por Broad Avenue a lo largo de la orilla norte del pequeño parque, dejando atrás el comercio de tractores y las pequeñas casas arracimadas allí. Estaba oscureciendo rápidamente. Detrás de ellos, las altas farolas parpadeaban a lo largo de Main Street, iluminando las dos manzanas del centro de la ciudad. Broad

Avenue era un túnel que se oscurecía rápidamente bajo los olmos, a sus espaldas, y un túnel todavía más oscuro delante de ellos.

– ¡Tocad la escalera! -gritó Mike.

– ¡No! -chilló Kevin.

Mike lo proponía siempre; Kevin siempre se oponía. Y siempre lo hacían.

Otra manzana hacia el sur, en una parte del pueblo que los muchachos sólo visitaban durante estas patrullas crepusculares. Más allá de la larga calle sin salida, de casas nuevas, donde vivían Digger Taylor y Chuck Sperling. Más allá del final oficial de Broad Avenue. Subiendo por el camino particular de Ashley Mansion.

Los matojos proliferaban en la calzada llena de baches. Ramas sin podar pendían bajas o salían de la espesura a ambos lados, con grave peligro para el ciclista distraído. Y había mucha oscuridad en aquel paseo que era más bien un túnel.

Como siempre, Dale bajó la cabeza y pedaleó furiosamente para permanecer cerca de Mike. Lawrence jadeaba para no perder terreno con su bici más pequeña, y aguantaba, como siempre. Harlen y Kevin sólo se daban a conocer por el ruido de las ruedas sobre la grava detrás de ellos.

Salieron a una zona despejada próxima a las ruinas de la vieja casa. Un pilar captaba la luz gris sobre las zarzas y los matorrales. Las piedras de los quemados cimientos estaban negras. Mike rodó por el paseo circular, giró a la derecha, como si fuese a trepar por la escalinata cubierta de hierbajos y saltar dentro del arruinado sótano, y entonces dio una palmada a la piedra plana del porche y siguió pedaleando.

Dale hizo lo mismo. Lawrence lo intentó y falló, pero no volvió atrás. Kevin y Harlen pasaron de largo, levantando gravilla.

Alrededor del amplio círculo del paseo cubierto de hierba, las ruedas crujían y resbalaban en los baches y sobre la grava. Dale advirtió que la oscuridad era mucho mayor cuando la fronda de verano cerraba el paso a la luz. Detrás de él, la Ashley Mansion se convirtió en un oscuro revoltijo, en un lugar secreto de vigas quemadas y suelos hundidos. Le gustaba más de esta manera, misteriosa y ligeramente amenazadora como ahora, que triste y abandonada como a la luz del día.

Salieron de aquel camino negro como la noche, formaron en fila de a cinco en Broad Street y rodaron cuesta abajo, dejando atrás la nueva sección de Bandstand Park. Recobraron aliento y pedalearon rápidamente para cruzar Hard Road entre un camión que se dirigía al oeste y otro que iba hacia el este. Los faros del que marchaba hacia el oeste deslumbraron a Harlen y a Kevin, y Dale miró atrás a tiempo de ver cómo Jim le hacía una higa al camionero.

Un claxon sonó detrás de ellos cuando subían por Broad Avenue, con las bicis casi silenciosas sobre el asfalto y bajo los frondosos olmos, aspirando el aroma de la hierba recién segada en los anchos prados de césped que se extendían desde la calle hasta las grandes casas. Rodando hacia el norte, pasaron por delante de la oficina de Correos, de la pequeña biblioteca blanca y del edificio, también blanco pero más grande, de la iglesia presbiteriana a la que iban Dale y Lawrence. Más al norte pasaron por delante de una larga manzana de casas altas. La sombra de las hojas oscilaba encima y debajo de las farolas. La vieja casa de la señora Doubbet tenía una sola luz encendida en la segunda planta, y la de la señora Duggan no tenía ninguna.

Llegaron a Depot Street y se detuvieron en el cruce lleno de grava, respirando suavemente. Era noche cerrada. Volaban murciélagos sobre sus cabezas. El cielo proyectaba pálidos dibujos a través del oscuro follaje encima de ellos. Dale entrecerró los ojos y vio la primera estrella en el este.

– Hasta mañana -dijo Harlen, e hizo girar la bici hacia el oeste para subir por Depot Street.

Los demás se quedaron mirando hasta que se hubo perdido de vista bajo los robles y los álamos que oscurecían la calle y se hubo extinguido el ruido de su pedaleo.

– Vamos -murmuró Kevin-. Mi madre estará furiosa.

Mike hizo un guiño a Dale bajo la pálida luz, y Dale pudo sentir la ligereza y la energía de sus brazos y piernas, una carga casi eléctrica de potencial en su cuerpo. Verano. Dio un golpe afectuoso en el hombro de su hermano.

– Déjate de tonterías -dijo Lawrence.

Mike arrancó y pedaleó hacia el este por Depot. La calle no tenía luces, y el último resplandor del cielo pintaba pálidas formas en la calzada, unas sombras que eran rápidamente borradas por las de las hojas movedizas.

Pasaron a toda prisa por delante de Old Central, sin hablar, pero todos miraron hacia la derecha para observar la escuela, un tanto escondida por los olmos moribundos, y con la masa del viejo edificio oscureciendo el cielo.

Kevin fue el primero en separarse de los demás, girando a la izquierda y subiendo por el camino de entrada de su casa. No se veía a su madre, pero la puerta interior estaba abierta, señal inequívoca de que le había estado llamando.

Mike se detuvo en el cruce de Depot y la Segunda Avenida, con el oscuro patio de recreo de la escuela abarcando toda una manzana detrás de ellos.

– ¿Mañana? -preguntó.

– Sí -dijeron Dale y Lawrence al unísono.

Mike asintió con la cabeza y se marchó.

Dale y Lawrence dejaron sus bicicletas en el pequeño porche abierto. Podían ver a su madre trajinando en la cocina iluminada. Estaba cocinando algo y tenía el rostro colorado.

– Escucha -dijo Lawrence, agarrando fuertemente la mano de su hermano mayor.

Al otro lado de la calle, en la oscuridad que envolvía Old Central, sonaba un rumor sibilante, como de voces que hablasen apresuradamente en una habitación contigua.

– Seguro que es alguna tele que… -empezó a decir Dale; pero entonces oyó un ruido de cristales al romperse y un grito rápidamente sofocado.

Permanecieron un minuto allí, pero se había levantado viento y el susurro de las hojas del frondoso roble del camino de entrada no permitió oír nada más.

– Vamos -dijo Dale, cogiendo la mano de su hermano.

Y los dos salieron a la luz.

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