34

El viernes, poco después de ponerse el sol, cuando Mike dormitaba en el sillón de la habitación de Memo, entró su hermana Margaret para decirle que había llegado el padre Cavanaugh.


Los muchachos habían pasado casi una hora en el largo camino desde el vertedero a casa. Se habían detenido en la de Harlen para remojarse con una manguera de jardín y empapar la ropa para quitarle el hedor a carne y caucho quemados. Mike tenía las cejas casi totalmente quemadas por la última explosión, pero se había encogido de hombros y había dicho que nada se podía hacer; sin embargo Harlen le había hecho entrar en la casa vacía y le había pintado otras cejas con el lápiz de su madre. Kevin había tratado de bromear sobre las dotes de maquillador de Jim, pero ninguno de ellos estaba para bromas.

Después de los primeros minutos de euforia por su triunfo en el vertedero, la realidad de los sucesos de la mañana les había afectado profundamente. Todos habían tenido escalofríos, incluso Lawrence, y Kevin se había metido dos veces entre los matorrales para vomitar, en el camino de vuelta al pueblo.

Los coches y camiones que salían todavía en dirección a la cooperativa de grano y al vertedero no aliviaban en modo alguno su tensión. Pero era, sobre todo, la impresión de las imágenes lo que continuaba estremeciéndoles durante la larga tarde: el hombre y el perro todavía debatiéndose, todavía moviéndose en la pira en que se había convertido la cabina del camión; los gritos de dolor del hombre y del animal, unos gritos entremezclados e indistinguibles, y el olor a carne quemada…

– No esperemos -dijo Harlen, con la cara pálida-. Esta tarde quemamos la maldita escuela.

– No podemos -dijo Kevin. Sus pecas se destacaban claramente en la súbita palidez de su semblante-. Los viernes, mi padre tiene el camión de la leche en la fábrica hasta después de las seis. Hacen inventario.

– Entonces, quemémosla esta noche -insistió Harlen.

Mike se estaba mirando al espejo de encima del fregadero de la cocina de Jim, tratando de arquear sus cejas pintadas.

– ¿Queréis realmente hacer eso cuando se haga de noche? -dijo.

Todos callaron.

– Entonces mañana -dijo Harlen-. Durante el día.

Kevin tenía la pistola del 45 de su padre sobre la mesa de la cocina y la limpiaba y engrasaba. Levantó la cabeza, sosteniendo el cargador vacío con una mano y un pequeño muelle con la otra.

– Mi padre estará haciendo su ruta hasta aproximadamente las cuatro. Pero después tengo que lavar el camión y ponerle gasolina.

Harlen dio un puñetazo sobre la mesa.

– Entonces, que se joda el camión de la leche. Empleemos esos cócteles cómo se llamen.

– Cócteles Molotov -dijo Mike desde el fregadero. Se volvió a los otros-. ¿Es que no sabéis lo gruesas que son las paredes de Old Central?

– Por lo menos tienen treinta centímetros -dijo Dale.

Estaba sentado sobre la mesa, demasiado cansado para levantar su vaso de Squirt. Sus mojados zapatos susurraban cuando movía los dedos de los pies.

– Pueden ser sesenta -dijo Mike-. Ese asqueroso edificio es como una fortaleza, con más ladrillos y piedra que madera. Con las ventanas cerradas con tablas, tendremos que entrar para arrojar los cócteles Molotov. ¿Queréis hacer esto, entrar incluso con luz de día?

Nadie respondió.

– Lo haremos el domingo por la mañana -dijo Mike, sentándose en el borde del tablero de la cocina de Harlen-. Cuando haya amanecido, pero antes de que empiece a venir gente a la ciudad para ir a la iglesia. Utilizaremos el camión cuba y las mangueras, tal como habíamos proyectado.

– Tendremos que esperar dos noches -dijo Lawrence para sí, pero dirigiéndose a todos ellos.


El día gris se había desvanecido en un pálido crepúsculo y el aire estaba cargado de humedad no despejada por el viento, cuando Mike se había adormilado en la habitación de Memo. Su padre estaba trabajando en su último turno de noche en el cementerio y su madre se había acostado, con una de sus jaquecas. Kathleen y Bonnie se habían bañado en la tina de cobre de la cocina y estaban arriba, preparándose para acostarse. Mary había salido para encontrarse con un chico, y Peggy estaba en la habitación de delante leyendo una revista cuando la llamada a la puerta sacó a Mike de su sueño.

Peg se apoyó en la jamba de la puerta, frunciendo el ceño.

– Mike, el padre Cavanaugh está aquí. Dice que tiene que hablar contigo, que es importante.

Mike acabó de despertarse, agarrándose a los brazos del sillón para no caerse. Memo tenía los ojos cerrados. Apenas podía distinguir la débil pulsación en la base del cuello de su abuela.

– ¿El padre Cavanaugh? -Durante un instante se halló tan desconcertado que casi creyó que todo había sido un sueño-. ¿El padre C.? -repitió, por fin del todo despierto-. ¿Ha… ha hablado contigo?

Peg hizo una mueca.

– Te he dicho lo que él me ha dicho.

Mike miró a su alrededor, presa de súbito pánico. El arma de Memo estaba a sus pies, en la bolsa, junto con una pistola de agua, dos de los cócteles Molotov que habían sobrado y pedazos de la Hostia cuidadosamente envueltos en un paño limpio. En el antepecho de la ventana había un frasco de agua bendita, junto a un pequeño joyero de Memo, que contenía otro trozo de hostia.

– No le habrás invitado a entrar… -empezó a decir Mike.

– Dijo que esperaría en el porche -le interrumpió su hermana-. Pero, ¿qué te pasa?

– El padre C. ha estado enfermo -dijo Mike, mirando hacia el patio y el campo del otro lado de la calle.

Era de noche; la última luz del crepúsculo se había desvanecido mientras dormía.

– ¿Y tienes miedo de contagiarte?

La voz de Peg sonó desdeñosa.

– ¿Qué aspecto tiene? -preguntó Mike, acercándose a la puerta del dormitorio.

Desde allí podía ver el cuarto de estar, donde había una lámpara encendida, pero no la puerta de tela metálica del porche principal. Nadie llamaba a aquella puerta, salvo los vendedores.

– ¿Qué aspecto? -Peggy se mordió una uña-. Me parece que está un poco pálido. La luz del porche está apagada y hay bastante oscuridad. Bueno, ¿quieres que le diga que mamá tiene una de sus jaquecas?

– No -dijo Mike, tirando bruscamente de su hermana para hacerla entrar en la habitación de Memo-. Quédate aquí. Cuida de Memo. No salgas a pesar de lo que oigas.

– Michael… -empezó a decir su hermana, levantando la voz.

– Hablo en serio -dijo Mike, en un tono que impedía toda discusión, incluso por parte de una hermana mayor-. No salgas hasta que yo vuelva. ¿Entendido?

Peg se estaba frotando un brazo.

– Sí, pero…

Mike se colocó la pistola en el cinto, por debajo de la camisa, y dejó la Hostia envuelta en el paño sobre la cama de Memo. Después, salió.


– Hola, Michael -dijo el padre Cavanaugh. Estaba sentado en el sillón de mimbre, en el extremo del porche. Extendió un brazo hacia el columpio-. Ven, siéntate.

Mike dejó que la puerta de tela metálica se cerrase detrás de él, pero no se acercó al columpio. Esto habría puesto al padre Cavanaugh entre él y la casa.

«¡No es el padre Cavanaugh!»

Pero parecía el padre C. Llevaba su chaqueta negra y el cuello de clérigo. La única luz era la de la lámpara, que se filtraba entre las cortinas; pero, aunque la cara del padre C. era pálida, casi macilenta, no había en ella señales de las cicatrices que había visto Mike la noche anterior. «Entonces estaba suspendido delante de la ventana del garaje de Michelle. Suspendido, ¿de qué?»

– ¡Creí que estaba enfermo! -dijo Mike con voz tensa.

– Ya no, Michael -dijo el sacerdote, sonriendo ligeramente-. Nunca he estado mejor.

Mike sintió que se le erizaba el pelo y se dio cuenta de que no era la voz del cura. Sonaba de manera parecida a la del verdadero padre C., pero al mismo tiempo no era normal, como si alguien hubiese metido una cinta magnetofónica con la voz del sacerdote en el estómago del hombre y sonase como a través de un altavoz en su garganta.

– Váyase -dijo Mike.

Dio gracias a todos los santos y a la Virgen de no haber dicho a Dale que se llevase el segundo walkie-talkie cuando Harlen se había querido quedar con el otro. Entonces había parecido lógico.

El padre Cavanaugh sacudió la cabeza.

– No, no hasta que hayamos hablado, Michael, hasta que hayamos llegado a algún acuerdo.

Mike apretó los labios y no dijo nada. Miró por encima del hombro al jardín de delante de la ventana de Memo; el rectángulo de luz amarilla se proyectaba allí sobre el césped vacío.

El padre Cavanaugh suspiró y se trasladó al columpio del porche, dando unas palmadas en el sillón de mimbre vacío.

– Vamos, Michael, siéntate. Tenemos que hablar.

– Hable -dijo Mike, colocándose de espaldas a la pared más próxima a la ventana iluminada.

El campo de maíz era como una pared negra en el otro lado de la calle. Podían verse unas cuantas luciérnagas en el jardín, detrás del columpio y del enrejado del porche.

El padre C. («¡no es el padre C.!») hizo un ademán con sus pálidas manos. Mike no había advertido nunca lo largos que eran los dedos del sacerdote.

– Muy bien, Michael, he venido a ofreceros a ti y a tus amiguitos, una… ¿cómo lo llamaremos? Una tregua.

– ¿Qué clase de tregua? -dijo Mike.

Tenía la impresión de que habían dado a su lengua una inyección de novocaína.

Estaba tan oscuro que el negro atuendo del sacerdote se confundía con la noche, y sólo sus manos, su cara y el círculo blanco del cuello clerical reflejaban la luz.

– Una tregua gracias a la cual podrás seguir viviendo -dijo, lisa y llanamente-. Tal vez.

Mike emitió un sonido que pretendía ser de risa.

– ¿Por qué tendríamos que firmar una tregua? Ya ha visto lo que le ha ocurrido hoy a su amigo Van Syke.

El hombre que estaba en el columpio abrió la boca y soltó una carcajada, si se puede llamar carcajada a un sonido parecido a un repiqueteo de piedras dentro de una vieja calabaza.

– Michael -dijo suavemente-, vuestras acciones de hoy no tienen la menor importancia. De todos modos nuestro amigo, como tú lo llamas, tenía que ser…, bueno…, retirado esta noche.

Mike apretó los puños.

– ¿Cómo retiraron al viejo C. J. Congden?

– Exactamente -dijo la voz grave del presunto sacerdote-. Efectivamente, había dejado de ser útil. Tenía otros…, digamos que otros servicios que ofrecer.

Mike se inclinó hacia delante.

– ¿Quién diablos es usted?

De nuevo el repiqueteo de piedras.

– Michael, todas las explicaciones del mundo no podrían hacerte comprender la complejidad de la situación en la que te has metido. Tratar de explicártelo sería como enseñar catecismo a un gato o a un perro.

– Adelante -murmuró Mike-. Haga una prueba conmigo.

– No -gruñó la cara pálida. La voz muerta no pretendía crear la ilusión de una charla normal-. Sólo te diré que si tú y tus amigos aceptáis nuestro ofrecimiento de una tregua, podréis ver el otoño.

Mike sintió que el corazón daba saltos en su pecho. Le flaquearon súbitamente las piernas al apoyarse en la pared, en una actitud que creyó que era relajada, casi normal. Una vez, durante una misa solemne con el padre Harrison, hacía años, poco después de convertirse en monaguillo, se había desmayado al cabo de veinticinco minutos de estar de rodillas. Ahora sintió un zumbido parecido en los oídos. «No, no, aguanta, presta atención.»

– ¿Quiénes son esos «nosotros» a los que se ha referido? -preguntó Mike, sorprendido al oír lo firme que sonaba su voz-. ¿Un puñado de cadáveres y una campana?

La cara blanca se movió atrás y adelante.

– Michael, Michael…

El cura se puso en pie y dio un paso en su dirección.

Mike miró disimuladamente hacia la izquierda y vio que algo del tamaño del Soldado salía del campo del otro lado de la calle y empezaba a deslizarse hacia el césped, cerca de la ventana de Memo.

– ¡Dígale que se detenga! -gritó Mike, y sacó la pistola de agua.

La cara del padre Cavanaugh sonrió. Chascó los dedos y el Soldado se detuvo debajo del tilo, a diez metros de distancia. La sonrisa del padre C. continuó ensanchándose, mostrando las muelas de atrás, hasta que pareció que la cara iba a abrirse por la mitad como sobre un gozne. Aquella boca imposible se abrió de par en par y Mike vio más dientes, hileras e hileras de dientes, unas líneas blancas interminables que parecían hundirse en el gaznate de aquella cosa.

Y aquello que parecía el padre Cavanaugh no fingió mover la boca ni la mandíbula al brotar la voz de su vientre.

– Ríndete ahora, gusanillo hijo de perra, o te arrancaremos del pecho el maldito corazón; te cortaremos los cojones y se los serviremos a nuestros secuaces; te haremos saltar los ojos de las órbitas, como hicimos con aquel estúpido amigo tuyo…

– Duane -murmuró Mike, sintiendo que se le cortaba la respiración y empezaba de nuevo, aunque de mala gana.

Le dolían el cuello y el vientre a causa de la tensión. En la sombra del jardín, el Soldado empezó a deslizarse de nuevo hacia la ventana de Memo.

– Ah, ssssí -silbó suavemente el padre Cavanaugh dando otro paso hacia Mike.

Estaba levantando los largos dedos. Su cara era como si se fundiese, pensó Mike. La carne ondeaba debajo de la piel, los cartílagos y los huesos se adaptaban de otra manera, y la larga nariz y la barbilla se juntaban para formar el hocico que Mike había visto en el Soldado, en el cementerio. «Cuando mataron al padre C.»

Todavía no pudo ver las babosas, pero la cara del sacerdote se estaba convirtiendo en un embudo. Y aquella cosa se acercó otro paso, levantando las manos.

– ¡Váyase al infierno! -gritó Mike, sacando la pistola de agua de debajo del cinto y apretando el gatillo.

El padre Cavanaugh pareció sobresaltarse durante un segundo; después se echó atrás y luego se rió, produciendo un ruido como de dientes mordiendo pizarra. Detrás de Mike, el Soldado se perdió de vista al doblar la esquina de la casa.

Mike levantó la pistola con mano firme y disparó otro chorro de agua bendita contra la cara de aquella cosa. «No sirve…, él no cree.»

Una vez, su maestra del quinto curso, la señora Shrives, había querido hacer un experimento: cogió unas gotas de ácido clorhídrico de una cubeta y utilizó un cuentagotas para verterlas sobre una naranja fresca. Pero la anciana volcó accidentalmente la cubeta, empapando la naranja y el paño de fieltro sobre el que había estado la naranja.

El mismo chisporroteo, el mismo ruido sibilante brotó ahora de la cara y de la ropa del padre Cavanaugh. Mike vio que la carne blanca del hocico se encogía y arrugaba, como si la propia piel fuese destruida por el agua bendita. El párpado izquierdo del hombre silbó y desapareció y el globo del ojo chisporroteó al mirar a Mike entre los dedos levantados. Grandes agujeros aparecieron en la chaqueta negra y el cuello del clérigo, dejando pasar un hedor a carne corrompida.

El padre Cavanaugh gritó como había hecho el perro de Cordie varias horas antes, bajó la deformada cabeza y arremetió contra el muchacho.

Mike saltó a un lado, lanzando más agua bendita sobre aquella cosa y viendo surgir vapores más espesos de la sibilante y ardiente espalda. Peg, Bonnie y Kathleen gritaban dentro de la casa. La voz de su madre llegó débilmente desde el dormitorio de atrás.

– ¡Quedaos en vuestras habitaciones! -gritó él, y saltó sobre el césped.

El Soldado había arrancado la tela metálica de su marco y se inclinaba hacia el interior de la ventana iluminada, arañando la madera con los dedos.

Mike corrió hacia él y vertió el resto del agua bendita en su cogote.

Aquella cosa no gritó. Un olor más nauseabundo que el del camión incendiado brotó de aquel ser, que se dejó caer sobre la tierra blanda del macizo de flores de debajo de la ventana, y echó a correr entre los arbustos, sumiéndose en la oscuridad.

Mike se volvió en el momento en que la figura del padre Cavanaugh saltaba del porche para agarrarlo. Mike esquivó los largos brazos, tiró la pistola vacía entre los arbustos y cogió el pequeño joyero de Memo de encima del antepecho de la ventana. Pudo ver a Peg entre las hinchadas cortinas, de pie junto a la puerta de la habitación de Memo y llevándose las manos a la boca.

– Mike, ¿qué…?

Los largos dedos del padre Cavanaugh se cerraron sobre los hombros de Mike y tiraron de él fuera de la luz, hacia la oscuridad de debajo del tilo. La alta forma del cura hizo que Mike se acercase más.

Éste olió el hedor de su cara, vio su rostro lleno de cicatrices que parecían producidas por un ácido, sintió que se retorcían cosas debajo de aquella carne y en el largo túnel de la probóscide, y entonces el padre C. se inclinó hacia delante, con el pulsátil cartílago de su hocico sobre la cara de Mike.

Éste no tenía tiempo para mirar. Abrió el joyero, cogió el trozo grande de hostia consagrada y lo introdujo en la asquerosa abertura de aquella cara, precisamente cuando la presión de las babosas que estaban dentro de ella amenazaba con reventar.

Mike había observado una vez que C. J. Congden disparaba una escopeta del calibre 13 contra una sandía colocada a sólo dos metros y medio de distancia.

Esto fue peor.

El hocico y la cara del padre Cavanaugh parecieron estallar hacia un lado, con pedazos de carne blanca y pastosa rebotando en la pared de la casa y salpicando las hojas del tilo. Sonó un chillido, esta vez audible, en el vientre de aquella cosa. ~ Mike dejó caer la Hostia cuando aquello se tambaleó hacia atrás, llevándose los dedos a lo que quedaba de su cara.

Mike saltó atrás al ver babosas de unos quince centímetros enroscándose y retorciéndose sobre la hierba, mientras la Hostia parecía desprender una radiación verde azulada. Fragmentos de la carne del padre Cavanaugh chisporroteaban y se licuaban como caracoles sorprendidos fuera de su concha por una lluvia de sal.

Peg chillaba en el dormitorio. Mike volvió tambaleándose al porche, vio a su madre acercándose a la puerta, con los ojos turbios por el dolor de la jaqueca y todavía con un paño mojado apretado sobre las sienes, y ambos observaron cómo entraba la sombra del padre Cavanaugh en la Primera Avenida, con las manos sobre la cara destrozada y emitiendo un ruido terrible, como de explosiones en una caldera.

– Mike, ¿qué…? -dijo su madre a pesar del dolor, pestañeando para ver con claridad, precisamente en el momento en que unos faros iluminaron la figura que salía de debajo del tilo.

Los coches apenas redujeron la marcha cuando entraron en el pueblo por la Primera Avenida, a pesar del rótulo emplazado a treinta metros calle arriba y que fijaba en cincuenta kilómetros el límite de velocidad. La mayoría de los coches continuaron a setenta u ochenta

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