41

La lamprea llegaría antes que ellos a la puerta principal.

Cordie Cooke hacía todo lo posible por conducir el camión cisterna en línea recta por los cuarenta metros de acera hasta la puerta principal. Uno de los neumáticos de atrás parecía destrozado y hacía que el extremo del cargado camión se inclinase y colease. Kevin alternaba entre golpear el tablero, tratar de hablar de nuevo con Mike por el walkie-talkie y dar prisa a Cordie.

La lamprea alcanzó el sitio enarenado cerca de la puerta norte, se hundió por última vez y se encabritó al bajar el camión los últimos quince metros de acera en dirección a ella.

Kevin vio las frágiles tablas que habían tendido Dale y Harlen sobre los peldaños; comprendió inmediatamente que no podrían sostener un solo instante el peso del camión, y entonces se dio cuenta de que tenía que largarse de aquí. El impacto sólo tardaría unos segundos en producirse.

Su portezuela estaba atascada.

Kevin sólo perdió un segundo en intentar abrirla antes de deslizarse sobre el asiento y empujar a Cordie contra la puerta del conductor, mientras buscaba sobre su falda el tirador de aquélla.

– ¿Qué coño estás…?

– ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta! -gritó Kevin, golpeándola.

El camión se desvió a la izquierda, pero Cordie y él agarraron el volante y rectificaron la dirección, en el momento en que la lamprea surgía del suelo delante de ellos como un muñeco gigantesco de una caja sorpresa.

Cordie abrió la portezuela y ambos saltaron y fueron a caer contra la gravilla con tanta fuerza que a Kevin se le rompió un diente y una muñeca. La muchacha rodó inconsciente sobre la hierba cuando el camión chocó con la lamprea a setenta kilómetros por hora. El parabrisas atravesó el hocico de aquella cosa como una jabalina.

Kevin se incorporó sobre la grava, torciendo el cuello de dolor al no sostenerle la muñeca derecha; se arrastró sobre las rodillas y con la otra mano empezó a tirar de Cordie hacia atrás, en el momento en que el camión y la lamprea que se desenroscaba se estrellaron contra el porche principal.

Después de todo no fue un impacto directo. El guardabarros delantero izquierdo del camión golpeó la baranda de cemento y la cabina chocó y se torció a un lado, al detener los dos primeros escalones el eje de delante, y se derrumbó lo que quedaba de ella sobre la lamprea, mientras la cuba de acero de cuatro toneladas era lanzada verticalmente contra el porche y atravesaba la entablada puerta principal.

Pero la cuba era demasiado ancha. Se arrugó como una lata gigantesca de cerveza al empujar la pared y el marco de la puerta hacia dentro, lanzando astillas de contrachapado y listones de ochenta años de antigüedad a veinte metros en el aire. El cuerpo de la lamprea fue sacado de su agujero como una serpiente con los dientes de un coyote, y Kevin tuvo una rápida visión del cuerpo segmentado al ser aplastado contra la puerta y su marco. El olor a gasolina llenó el aire al caminar Kevin, tambaleándose, hacia la hilera de olmos, con Cordie debajo del brazo derecho. No tenía idea de dónde estaban la pistola del 45 de su padre, ni el encendedor de oro.

«El encendedor.»

Kevin se detuvo, se volvió y se derrumbó sobre el césped, sin tener que preocuparse ya de la segunda lamprea.

La gasolina no había estallado. Podía ver los riachuelos que fluían de la cuba destrozada; podía ver la gasolina que había salpicado las paredes y se filtraba en el interior; podía oír el borboteo y oler los vapores. «No ha estallado.»

Maldita sea, esto no era justo. En las películas que él veía, un coche saltaba de un acantilado y estallaba en el aire sin más razón que las aficiones pirotécnicas del director. Aquí él había destruido algo que casi valía cincuenta mil dólares y que era el medio de vida de su padre, había lanzado cuatro toneladas y casi cuatro mil litros de gasolina contra un colegio que era un polvorín… ¡y nada Ni una maldita chispa!

Kevin arrastró a Cordie otros veinte metros, apartándola del lugar de la catástrofe, reclinó a la inconsciente y posiblemente muerta muchacha en el tronco de un olmo, rasgó una larga tira de tela de sus harapos y volvió atrás…, tambaleándose como un borracho, sin tener idea de dónde estaba el encendedor, ni de cómo podía producir una llama, ni de cómo escaparía con vida si la encendía. Ya se le ocurriría algo.


Dale y Harlen lanzaron gritos de advertencia al oír a Mike en la escalera. Los dos chicos saltaban de un pupitre a otro, tratando de mantenerse a una hilera de distancia del Soldado y de Van Syke. Los copiosos hongos y los cadáveres que ocupaban los asientos hacían que aquellas cosas se moviesen con dificultad entre los pupitres. Pero el bulto blanco que era Tubby surgió en forma de una mano blanca buscándoles a tientas, y de una cara blanca levantándose del moho a sus pies.

El doctor Roon y Mink Harper se colocaron a los lados de la puerta, esperando a Mike. Se echaron encima de él en el instante en que pasó por la abertura. Roon era demasiado rápido; de un manotazo apartó el cañón del arma en el instante en que Mike apretaba el gatillo. En vez de volarle la cabeza al director, el disparo cortó un trozo de red del techo, rompió una bolsa y saltó toda la masa de tendones y filamentos serpenteantes.

Mink Harper no fue tan rápido. Empleó lo que le quedaba de los dedos para agarrar la muñeca derecha de Mike y los restos de su cara se alargaron como un embudo, pero Mike tuvo tiempo de amartillar el arma, aplicar el cañón de cuarenta y cinco centímetros contra el vientre de Mink y apretar el gatillo. El cuerpo pareció levitar, envolviéndose en los hilos que colgaban entre la lámpara y el retrato de Washington por Gilbert Stuart. Inmediatamente, la red de tendones empezó a desbordarse y a introducirse en la carne de Mink. Mike hurgó en su bolsillo, tocó los dos cartuchos que le quedaban, sacó uno de ellos, tiró el casquillo vacío del cargador de la Savage y metió el nuevo en él.

El doctor Roon hizo un ruido y le arrancó la escopeta casi sin el menor esfuerzo. Dio una patada a Mike en la cabeza, al tratar el muchacho de esquivar el golpe aunque no lo hizo con la suficiente rapidez, y bajó el punto de mira de la Savage hacia la cara inconsciente de Mike.

– ¡No! -gritó Dale.

Él y Harlen estaban a sólo unos pocos pasos de Van Syke, saltando de un pupitre a otro hacia el Soldado que esperaba; pero ahora Dale saltó por encima de sus brazos estirados. Chocó con el hombro de Roon y después con el marco de la puerta, y se apartó rodando al desviarse la escopeta y disparar. El disparo alcanzó a la señora Duggan en mitad del pecho, destruyendo los últimos restos del vestido de difunta y lanzándola contra la pizarra. Poco a poco, los brazos crispados tiraron de la cosa hacia su mesa.

El cuerpo de la señora Doubbet empezó a ponerse en pie, separándose los hilos de la red carnosa con unos sonidos suaves. Sus párpados se agitaron furiosamente sobre las órbitas. Lawrence había vuelto en sí, en su silla, y empezó a tirar de sus ataduras al acercarse la maestra.

El doctor Roon levantó a Dale por la pechera de la camisa y lo sacudió.

– ¡Maldito seas! -jadeó a la cara del chico.

Lo arrojó de cabeza a través de la puerta y salió tras él.

La negra forma de Karl Van Syke se inclinó sobre Mike.

Jim Harlen había saltado a la primera hilera de pupitres, tratando de acudir en auxilio de su amigo, pero los grandes rollos de cuerda pendían todavía de sus hombros y le hicieron perder un instante el equilibrio y caer, agarrándose a una fina red pero logrando sólo arrastrarla con él al caer sobre los hongos entre los pupitres. La red era cálida al tacto y rezumaba.

Harlen lanzó un grito desafiante cuando el Soldado se inclinó sobre la hilera de pupitres hacia él.

Ya en el rellano, Dale tuvo una última visión de su hermano tratando de librarse de las ataduras que le sujetaban a la silla, y entonces se lanzó de nuevo el doctor Roon sobre él, levantándolo por el cuello y llevándolo hacia la barandilla.

Dale sintió que sus tacones golpeaban la balaustrada cuando Roon lo levantó más alto, sosteniéndolo en el vacío de ocho metros, con los dedos clavados en el cuello. Dale pataleó, dio zarpazos y arañó la cara del hombre, pero Roon parecía insensible al dolor. Pestañeó para quitarse la sangre de los ojos y redobló la presión sobre el cuello del muchacho. Dale sintió que le envolvía la oscuridad, disminuyendo su campo visual hasta reducirse a un túnel, y entonces se sacudió todo el edificio, Roon se tambaleó hacia atrás con él, al vibrar todo el rellano como una balsa en un mar embravecido, y ambos rodaron sobre las viejas tablas al llenar el aire un olor a gasolina.


Aunque aturdido y con conmoción cerebral, Kevin trataba de portarse científicamente al avanzar tambaleándose hacia el destrozado camión. Era curioso que no hubiese llegado mucha gente después del tremendo ruido al estrellarse el camión contra el colegio. Kevin pestañeó al brillar un relámpago, se detuvo a escuchar el trueno y asintió sabiamente con la cabeza.

Volvió a pensar científicamente. Necesitaba una llama, una chispa…, algo que pudiese inflamar la gasolina. El encendedor de su padre habría servido, pero lo había perdido en alguna parte. Con acero y pedernal haría saltar una chispa. Se palpó tontamente los bolsillos pero no encontró pedernal ni acero. «¿Y si golpease la cuba de acero con una piedra hasta obtener una chispa?» Algo parecía fallar en esta idea. Kevin la dejó a un lado como última posibilidad.

Se acercó otros seis metros, con los pies descalzos chapoteando ahora en charcos de gasolina. Pies descalzos. Bajó perplejo la mirada. De alguna manera había perdido los zapatos en aquel follón. La gasolina estaba fría contra la piel pero quemaba en las rascaduras. Su muñeca derecha empezaba a hincharse y la mano pendía fláccida e inútil de ella.

«Actúa científicamente», pensó Kevin Grumbacher. Retrocedió unos pasos y se sentó en un trozo de acera relativamente seco para reflexionar. Necesitaba una chispa o una llama. ¿Cómo podía conseguirla?

Miró la tormenta, entrecerrando los ojos, pero ningún rayo fue a caer sobre el camión cisterna en aquel momento, aunque las descargas eléctricas parecían muy intensas. «Tal vez más tarde.»

¿Y la electricidad? Podía meterse de nuevo en la cabina, hacer girar la llave en el encendido y ver si la batería quería darle una chispa. A juzgar por el olor, una sola chispa sería suficiente.

No, esto no servía. Incluso desde donde estaba, a veinte metros del vehículo, podía ver claramente la cabina aplastada y retorcida bajo el peso de la cuba. Y probablemente estaba llena de trozos de lamprea.

Kevin frunció el ceño. Tal vez si se tumbaba y descansaba unos minutos encontraría la solución. La acera parecía blanda y atractiva.

Apartó a un lado una piedra reluciente y bajó la cabeza sobre el cemento. Algo en aquella piedra no le había parecido normal.

Kevin se incorporó, esperó a que el próximo relámpago iluminase la noche y levantó del suelo la pistola semiautomática Colt 45 de su padre. La culata estaba rota. El acero estaba rayado y el punto de mira no parecía en su sitio.

Kevin enjugó la sangre que goteaba sobre sus ojos y miró de soslayo la cuba, que seguía perdiendo gasolina a veinte metros de distancia. «¿Por qué he hecho esto al camión de papá?» No parecía muy importante responder ahora a esta pregunta; tal vez más tarde. Primero tenía que producir una chispa o una llama.

Dio vueltas a la 45 en sus manos para asegurarse de que el cañón no estaba obstruido y quitar todo el polvo posible del acero. No podría volverla a meter en la caja de trofeos de su padre sin que éste advirtiese que algo le había ocurrido.

Kevin levantó la pistola y la bajó de nuevo. ¿Había introducido ya el primer cartucho? No lo creía; a su padre no le gustaba llevar un arma cargada y amartillada cuando iban a tirar al blanco junto al estanque de Hartley.

Kevin puso la pistola entre sus rodillas y deslizó la tapa corrediza. Un cartucho salió despedido y rodó sobre la acera, con la bala de plomo claramente visible. ¡Maldición! ¡Él había cargado una! ¿Cuántas quedaban? Veamos, un cargador de siete proyectiles menos éste… El cálculo era demasiado difícil para Kevin en aquel preciso instante. Tal vez más tarde.

Levantó la pistola con la mano izquierda y apuntó hacia la cuba. Los relámpagos hacían que la puntería fuese engañosa. «Si no puedes darle a algo más grande que la puerta de un granero, será mejor que no lo intentes.» Pero estaba bastante lejos.

Al ponerse en pie sintió que le daba vueltas la cabeza. Se sentó pesadamente. Muy bien, lo haría desde aquí.

Recordó que tenía que quitar el seguro y entonces apuntó mirando por la muesca de la mira de atrás. Al chocar una bala con algo, ¿producía una chispa o una llama? No podía recordarlo. Bueno, había una manera de saberlo.

El retroceso le produjo dolor en la muñeca ilesa. Bajó la pistola y contempló la cuba. Ninguna llama. Ninguna chispa. ¿No le había dado a aquella maldita cosa? Levantó el brazo tembloroso y disparó otras dos veces. Nada.

¿Cuántas balas le quedaban? Dos o tres como mínimo.

Apuntó cuidadosamente al círculo de acero inoxidable y apretó despacio el gatillo, tal como le había enseñado su padre. Sonó un ruido como de un martillo golpeando una caldera y Kevin esbozó una sonrisa triunfal. La sonrisa se convirtió en mueca.

Ningún fuego. Ninguna llama. Ningún fuerte estampido.

¿Cuantas balas más había allí dentro? Tal vez debería sacar el cargador, extraer los cartuchos y contarlos. No, sería mejor contar los casquillos que habían caído en el suelo. Vio dos o tres que reflejaban la luz de los relámpagos, pero ¿no había disparado más?

Bueno, al menos le quedaba uno. Tal vez dos.

Kevin levantó un brazo que ahora temblaba furiosamente y disparó de nuevo. En cuanto hubo apretado el gatillo se dio cuenta de que probablemente había disparado tan alto que no había dado en la fachada del colegio y mucho menos en el depósito de acero.

Trató de recordar por qué estaba haciendo esto. No encontraba la respuesta pero sabía que era algo importante. Algo relacionado con sus amigos.

Kevin se tumbó sobre el vientre, apoyó la pistola en la muñeca rota y apretó el gatillo, casi esperando que el percutor cayese sobre la recámara vacía.

Hubo un retroceso, un destello exactamente debajo de la tapa destrozada de la cuba, y se inflamaron tres mil litros de la gasolina restante.

El doctor Roon acababa de ponerse en pie cuando la explosión rompió la barandilla en mil pedazos y envió un hongo sólido de llamas a la caja abierta de la escalera. Roon se echó atrás contra la pared, casi tranquilamente, mirando con un interés que parecía casi académico la astilla de tres palmos de la balaustrada destrozada, que se había clavado en su pecho como una estaca. Llevó una mano indecisa al extremo de la astilla, pero no tiró de ella. En vez de esto se apoyó en la pared y se sentó despacio.

Dale había rodado contra la pared y se cubrió la cabeza con los brazos. Lo que quedaba de la barandilla estaba ardiendo, las llamas habían prendido en las estanterías de la galería inferior, los cristales de colores se habían fundido y se deslizaban por la pared norte, y todo el rellano del segundo piso humeaba y ardía debajo de él.

A dos metros de distancia, las perneras de los pantalones del doctor Roon empezaron a arder sin llama y las suelas de sus zapatos se ablandaron y deformaron.

En la caja de la escalera, a tres metros a la izquierda de Dale, las redes de carne rosa llameaban y se fundían como cuerdas de tender la ropa en unas casas de vecindad incendiadas. Los silbidos del blando material sonaban como gritos.

Dale cruzó tambaleándose la puerta humeante.

La clase estaba ardiendo. La explosión había derribado a todo el mundo, a los vivos y a los muertos, pero Harlen había ayudado a Mike a ponerse en pie y los dos chicos estaban tratando de librar a Lawrence de sus ligaduras. Dale recogió del suelo la escopeta de Mike y entonces se unió a ellos, tirando de las endurecidas hebras que sujetaban los brazos y el cuello de su hermano.

Dale puso a Lawrence en pie mientras Harlen apartaba la silla. Todavía quedaban algunos cordones, pero Lawrence pudo mantenerse en pie y hablar. Rodeó a Dale con un brazo y a Mike con el otro. Estaba llorando y riendo al mismo tiempo.

– Más tarde -gritó Dale, señalando hacia la ardiente masa de pupitres y la oscuridad donde el Soldado y Van Syke habían conseguido ponerse en pie. Tubby estaba allí, en alguna parte.

Mike se enjugó la sangre y el sudor de los ojos y sacó el último cartucho del bolsillo. Cogió la escopeta de Dale y la cargó.

– Marchaos -gritó a través del humo-. Andando. Yo os cubriré.

Dale fue llevando a su hermano hacia el rellano. Roon había desaparecido. El borde del rellano era como una pared de llamas, con pedazos de la red y de la bolsa cayendo en esferas fundidas desde lo alto.

Dale y Harlen se dirigieron tambaleándose a la escalera, con Lawrence entre ellos. La galería de la biblioteca y la escalera de debajo de ella se habían convertido en una hoguera de diez metros. Parecía como si la escalera se hubiese derrumbado hasta el sótano. Los ladrillos relucían como calentados al rojo vivo.

– Arriba -dijo Dale.

Mike salió de la clase y se reunió con ellos cuando subían rápidamente la escalera hasta el siguiente rellano, y entonces siguieron hasta el tercer piso, que había estado cerrado durante tantos años.

Sonaron silbidos y gritos en las clases «vacías» del instituto…, unas clases que habían permanecido a oscuras y llenas de telarañas durante décadas. Los muchachos no perdieron tiempo en investigar.

– Arriba.

Ahora había sido Mike quien había dicho esto, señalando hacia la estrecha escalera del campanario. Las tablas humeaban y crujían bajo sus pies al subir. Dale oyó unos ruidos abajo que podían ser producidos por la escalera central al derrumbarse en aquel infierno.

Llegaron a la estrecha pasarela del interior del campanario. Las tablas eran estrechas y estaban podridas, y Dale miró una vez hacia abajo, Vio las llamas que subían hacia él desde quince metros más abajo y no volvió a mirar.

En cambio miró fijamente la cosa que colgaba de su red en el centro del campanario.

La bolsa translúcida y bulbosa podía haber tenido antaño una bella forma. Creyó ver los soportes y elementos de una campana donde había estado sujeta aquella cosa con sus redes y zarcillos. Pero esto no importaba.

Lo que vio le miró ahora a su vez…, a todos ellos…, con mil ojos y cien bocas pulsátiles. Dale percibió la cólera de aquella cosa, la total incredulidad de que diez mil años de silencioso dominio pudiesen terminar con aquella farsa…, pero, sobre todo, percibió su rabia y su poder.

«Todavía podéis servirme. Todavía puede empezar la Edad Oscura.»

Dale, Lawrence y Harlen miraban fijamente aquella cosa. Sentían su tremendo calor, no sólo el calor de las llamas sino el más profundo de saber que podían servir al Maestro, tal vez incluso salvarle si le servían.

Juntos, moviendo las piernas como una criatura con una sola mente los tres dieron dos pasos hacia el borde de la pasarela y el Maestro.

Mike levantó la escopeta de Memo y disparó contra la bolsa desde una distancia de dos metros. La bolsa se rompió y vertió su contenido, silbando, en las crecientes llamas.

Mike empujó a sus amigos hacia atrás y utilizó el arma como martillo para hacer saltar los listones podridos del lado del campanario.


Cordie se despertó a tiempo para arrastrar al inconsciente Grumbacher lejos de la conflagración. Él tenía la ropa ennegrecida, había perdido las cejas y parecía que la explosión le había lanzado hacia atrás, a cierta distancia.

Lo llevó hasta los olmos y le dio palmadas en la cara hasta que él abrió los ojos. Y los dos observaron a unas pequeñas figuras subiendo al tejado del colegio en llamas.

– ¡Mierda! -dijo Harlen, deslizándose por la pendiente de un gablete hasta el borde del tejado-. Creo que vi esta escena en Mighty Joe Young.

Todos estaban en el borde sur del tejado del colegio, agarrándose a todo lo que podían encontrar. Había al menos una altura de cuatro pisos sobre el duro suelo enarenado y la acera de cemento del patio de recreo.

– Míralo de esta manera -resopló Dale, sujetando a Lawrence, mientras éste se agarraba a un agujero del tamaño de un puño en las tablillas del tejado-. Al menos podrás usar tus cuerdas.

Harlen había desenrollado el primero de los dos rollos de cuerda de ocho metros. Estaba chamuscado en parte y no parecía muy seguro.

– Sí -dijo, hablando consigo mismo-, pero, ¿cómo?

– ¡Oh, oh! -dijo Mike.

Había estado agarrado a la esquina de una chimenea y mirando hacia atrás por encima de las juntas de los gabletes.

Detrás de ellos, una figura alta avanzaba entre los humeantes listones del campanario.

Dale sólo podía distinguir una silueta negra.

– ¿Será el Soldado? ¿O Van Syke?

– No lo creo -dijo Mike-. Debe de ser Roon. No creo que las otras cosas puedan moverse o actuar después de muerto su Maestro. Eran parte de algo más grande. -Los muchachos observaron cómo desaparecía la oscura figura detrás de un gablete, moviéndose rápidamente hacia ellos. Mike se volvió y dijo a Harlen, a media voz-: Si vas a emplear esa cuerda, te aconsejo que te des prisa.

Harlen había hecho un nudo corredizo e hizo ahora un lazo.

– Si pudiese engancharlo en aquella rama, podríamos balancearnos y bajar.

Dale, Lawrence y Mike contemplaron las altas ramas del olmo. Estaban al menos a nueve metros de distancia y eran demasiado delgadas para sostener a uno solo de los muchachos. Detrás de ellos reapareció la figura en el centro del tejado y siguió el mismo camino que habían tomado ellos hacia el gablete del sur. Salía humo de entre las viejas tablillas, oscureciendo a medias aquella forma; pero Dale pensó que podía distinguir el traje negro y las ensangrentadas facciones del doctor Roon.

El calor del incendiado extremo norte del edificio era terrible. Los muchachos tuvieron que volver la cara al arder todo el campanario.

– ¡Eh! -dijo Lawrence-. Mirad.

A tres o cuatro kilómetros de distancia, iluminado por el fulgor intermitente de los relámpagos, un tornado había descendido de las negras nubes y giraba hacia el sudoeste, con el embudo subiendo y bajando. Durante un largo segundo, los muchachos miraron simplemente. Dale descubrió que rogaba en silencio que avanzase el torbellino, que llegase hasta ellos y pusiese fin a todo con un remolino final de destrucción.

El tornado se elevó, se sumergió detrás de los árboles y los campos muy hacia el este, descargó en alguna parte, más allá del pueblo, y se alejó en la oscuridad hacia el norte. El viento arreció de pronto al pasar el frente tormentoso, azotando a los chicos con hojas y ramas y amenazando con desprenderles de sus asideros en el alero del tejado.

– Dame eso -dijo Mike a Harlen.

Cogió la cuerda, reforzó el nudo, la pasó por encima de la chimenea de más de un metro y ató su extremo a la otra cuerda con rápidos y seguros nudos. Cuando hubo terminado, tiró de la cuerda para asegurarse de su solidez, arrojó el extremo por encima del alero y dijo a Dale:

– Tú primero.

Pudieron oír que la oscura figura gateaba sobre las tablillas al otro lado del gablete de detrás de ellos.

Dale no discutió ni vaciló. Se deslizó sobre el borde del canalón, solo Vio aire debajo de él, cruzó las piernas alrededor de la cuerda y empezó a descender. Se balanceó ligeramente bajo el saliente del tejado, sintiendo lo frágil que era la cuerda.

Harlen ayudó a Lawrence a cogerse a la cuerda y los dos hermanos iniciaron el descenso, actuando Dale de freno para el chico más pequeño. Sintió que sus manos empezaban a irritarse y excoriarse.

– Ahora tú -dijo Mike.

Estaba mirando hacia arriba del inclinado tejado, en dirección al gablete; pero Roon no había aparecido aún.

– Mi brazo -dijo Harlen en voz baja.

Mike asintió con la cabeza y se acercó al borde del alero. Dale y su hermano estaban seis metros más abajo y seguían descendiendo lentamente. La cuerda no llegaba hasta el suelo, y Mike no sabía si era mucho lo que le faltaba.

– Bajaremos juntos -dijo. Se levantó y tiró de los brazos de Harlen, que estaba detrás de él-. Agárrate fuerte a mí. Yo me ocuparé de la cuerda.

El doctor Roon salió de detrás del humeante gablete, andando a cuatro patas como una araña a la que le faltasen algunas. Un trozo de la rota barandilla sobresalía todavía de su pecho. Jadeaba y gruñía, con la boca muy abierta.

– Agárrate fuerte -dijo Mike, deslizándose con Harlen sobre el alero.

Todo el tejado ardía ahora y humeaba; el fuego había alcanzado el desván. Mike sabía que la propia chimenea debía de estar muy caliente contra la cuerda.

– No lo conseguiremos -murmuró Harlen a su oído.

– Claro que sí -dijo Mike, sabiendo que no tendrían tiempo de descender mucho antes de que Roon llegase al alero encima de ellos. «Lo único que tiene que hacer es cortar la cuerda.»

Debajo de ellos, Dale y Lawrence llegaron al extremo de aquélla. Todavía estaba a la altura de la ventana del primer piso, al menos a cuatro metros y medio del suelo.

– No es nada -murmuró Lawrence-. Suéltate.

Ambos soltaron la cuerda en el mismo instante, cayendo y rodando sobre la arena suelta del patio de recreo, cerca del tobogán. Ciertamente, no era nada.

Se pusieron en pie sobre las piernas temblorosas y corrieron para apartarse de las llamas que brotaban de las ventanas y de la puerta del sur. Dale hizo pantalla con la mano y miró hacia arriba, hacia la silueta de los dos muchachos sobre los brillantes ladrillos. Estaban a medio camino, a nueve metros del suelo, con Harlen agarrado con toda su fuerza a los hombros de Mike.

– ¡Deprisa! ¡Deprisa! -gritaron los hermanos a Mike, al aparecer el oscuro personaje en el borde del tejado.

Mike miró hacia arriba, enlazó los brazos y las piernas en la cuerda, de manera que ésta pasara por debajo del brazo y entre los tobillos, murmuró de nuevo «Agárrate fuerte» a Harlen, y se deslizó, con la cuerda zumbando entre las palmas de sus manos.

Dale y Lawrence observaron horrorizados a Roon, que parecía vacilar en el borde del tejado, miraba atrás hacia las llamas que surgían ahora del propio gablete, y después pasaba rápidamente la cuerda alrededor de su muñeca. Roon se deslizó como una araña negra sobre el alero, por encima de Mike y Harlen y empezó a descender rápidamente.

– ¡Oh, mierda! -murmuró Lawrence.

Dale señaló, y gritó a Mike. Por encima del saliente, donde no podían verlo Mike ni Roon, en su rápido descenso, el tejado estalló de pronto en mil pequeñas llamas, como un trozo de película que de pronto se fundiese y ardiese, y el alto gablete del sur se derrumbó hacia dentro, con un surtidor de chispas que llenó el cielo. La vieja chimenea se mantuvo durante un segundo, como una torre de ladrillos en un géiser de fuego, pero entonces se volcó hacia dentro.

– ¡Saltad! -gritaron Dale y Lawrence al unísono.

Mike y Harlen cayeron desde una altura de seis u ocho metros, aterrizando y rodando sobre la gruesa capa de arena.

Encima de ellos, el cuerpo descendente del doctor Roon sufrió de pronto un tirón hacia arriba al tensarse la cuerda alrededor de su muñeca. Alargó el brazo libre en el último instante antes de chocar con el ardiente alero, ser arrastrado encima de él y desaparecer en la tormenta de fuego. Durante un momento pareció un insecto agarrado a un cordel y arrojado a las llamas de una fogata.

Dale y Lawrence corrieron hacia delante, con los brazos levantados para protegerse del calor, y arrastraron a Mike y a Harlen más allá del patio de recreo para meterse en la zanja de la orilla de School Street. Los cuatro observaron a Kevin y a Cordie, que describían un amplio círculo alrededor de la escuela que ardía y se derrumbaba, para reunirse allí con ellos.

De pronto, se encendieron los faroles y las luces de las casas de Elm Haven. Los muchachos se apretujaron, y Cordie rasgó en tiras lo que quedaba de su vestido y envolvió con ellas las manos sangrantes de Mike. Ninguno de los muchachos encontró raro que estuviese allí con sus bragas grises, ni que Kevin anduviese descalzo y sangrando, ni que los otros cuatro pareciesen deshollinadores envueltos en sucios harapos. De pronto Lawrence empezó a reír tontamente y todos los demás también se echaron a reír, saltándoles las lágrimas, abrazándose y dándose palmadas en la espalda.

Entonces, al extinguirse las risas antes de convertirse en llanto, Mike murmuró algo al oído de Kevin.

– Tú oíste que alguien había robado el camión de tu padre -dijo entre accesos de tos. Había aspirado demasiado humo-. Nos llamaste por el walkie-talkie de juguete, y todos intentamos atrapar al ladrón. Nos pareció ver que lo conducía el doctor Roon. Entonces el camión se estrelló contra el colegio y comenzó el incendio.

– No -dijo torpemente Kevin, frotándose la sien-, no sucedió así…

– ¡Kevin! -gritó Mike agarrando la sucia camiseta del chico con una mano ensangrentada, y sacudiéndole.

Los ojos de Kevin se aclararon.

– Sí -dijo lentamente-. Alguien había robado el camión de papá, y salimos detrás de él.

– Y no pudimos alcanzarle -dijo Dale.

– Entonces empezó el fuego -dijo Lawrence. Miró de soslayo aquella hoguera. El tejado se había hundido completamente, el campanario había desaparecido, las ventanas se habían quemado y las paredes se estaban derrumbando-. ¡Y qué manera de empezar!

– No sabemos quién era ni por qué lo hizo -tosió Mike, tumbándose de espaldas sobre la hierba-. Tratamos de sacarle del camión y todos salimos pringados de esta manera. Pero no sabemos nada más.

Empezaron a sonar dos sirenas diferentes: la de defensa civil, en el banco, avisando de que el tornado había pasado, y la más aguda y estridente del departamento de bomberos voluntarios a media manzana hacia el sur. Brillaron faros en la Segunda Avenida y Depot Street, y los chicos oyeron que se acercaban vehículos pesados. Apareció gente en las aceras y en las esquinas de las calles.

Sosteniéndose mutuamente en grupos de dos y tres, con sus sombras proyectadas sobre el patio de recreo por las grandes llamas del edificio incendiado, los seis chiquillos volvieron hacia las luces acogedoras de las casas donde algunos de sus padres les estaban esperando.

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