5

Dale olió la Muerte antes de verla.

Era el viernes, tres de junio, el segundo día de verano de los chicos, y todos éstos habían estado jugando a béisbol desde después del desayuno -a media tarde estaban cubiertos de polvo, que se había puesto fangoso por el sudor-, cuando Dale olió la Muerte que venía.

– ¡Dios mío! -exclamó Jim Harlen desde su sitio entre la primera base y la segunda-. ¿Qué es aquello?

Dale estaba acercándose a la base del bateador, pero retrocedió y señaló.

El olor venía del este, junto con la brisa que soplaba en el camino de tierra que conectaba el campo de béisbol de la ciudad con la Primera Avenida. Era un olor de muerte, de corrupción, el hedor de animales muertos en la carretera, de gases producidos por las bacterias en hinchados vientres muertos, y se estaba acercando.

– ¡Uffff! -dijo Donna Lou Perry desde el montículo del pitcher.

Retuvo la pelota en la mano derecha, se llevó el guante a la boca y la nariz, y se volvió a mirar en la dirección que indicaba Dale.

El camión de recogida de animales muertos giró lentamente desde la Primera Avenida y rodó por los cien metros de camino de tierra en dirección a ellos. La cabina era de un rojo escandaloso y el suelo del camión detrás de aquélla estaba resguardado por sólidos listones. Dale pudo ver cuatro patas sobresaliendo rígidas hacia arriba -tal vez de una vaca o de un caballo, era difícil saberlo a aquella distancia-, con el cuerpo arrojado evidentemente entre otros y las pezuñas señalando hacia el cielo como una caricatura de un animal muerto.

Pero esto no era una caricatura.

– Huy, descansemos un poco -dijo Mike desde su posición de catcher detrás de la base del bateador. Se tapó la boca y la nariz con la camiseta al hacerse más fuerte el hedor.

Dale se alejó otro paso de la base, con los ojos húmedos y el estómago revuelto. El camión llegó al final del camino de tierra y se detuvo en la herbosa zona de aparcamiento detrás de las gradas a su derecha. El aire pareció espesarse alrededor de los muchachos, y el hedor de animales muertos se cerró sobre la cara de Dale como una mano.

Kevin llegó corriendo desde la tercera base.

– ¿Es Van Syke?

Lawrence se levantó del banco y se acercó a Dale, y los dos miraron bizqueando hacia el camión, con las viseras de sus gorras de béisbol bajadas.

– No lo sé -dijo Dale-. No puedo ver lo que hay en la cabina, con este maldito resplandor. Pero Van Syke suele conducir ese camión en verano, ¿no?

Gerry Daysinger había estado esperando detrás de Dale. Ahora sostuvo el bate como un fusil e hizo una mueca.

– Sí, casi siempre lo conduce Van Syke.

Dale miró al muchacho bajito. Todos sabían que el padre de Gerry conducía a veces aquel camión o segaba la hierba del cementerio, pequeños trabajos de los que se solía cuidar Van Syke. Nadie había visto nunca al señor Van Syke con un amigo, pero el padre de Gerry iba algunas veces con él.

Como si leyese sus pensamientos, Daysinger dijo:

– Es Van Syke. Mi viejo está hoy en Oak Hill, trabajando en una obra.

Donna Lou vino del montículo, tapándose todavía con el guante la parte inferior de la cara.

– ¡Qué querrá?

Mike O'Rourke, se encogió de hombros.

– No veo nada muerto por aquí, ¿y vosotros?

– Sólo a Harlen -dijo Gerry, arrojando un terrón a Jim cuando éste vino para incorporarse al grupo.

El camión permanecía allí, a diez metros de distancia, con el parabrisas opaco a causa del reflejo de la luz, y las gruesas capas de pintura de la cabina como sangre coagulada. Entre los listones del lado, Dale podía ver pellejos grises y negros, otra pezuña cerca de la puerta de atrás del vehículo, y algo grande, castaño e hinchado precisamente detrás de la cabina. Las cuatro patas levantadas hacia el cielo pertenecían a una vaca. Dale bajó más la visera de su gorra y pudo ver huesos blancos asomando en la corrompida piel. Había en el aire un zumbido de moscas que revoloteaban sobre el camión como una nube azul.

– ¿Qué querrá? -volvió a preguntar Donna Lou.

Hacía años que la alumna de sexto andaba por ahí con los muchachos de la Patrulla de la Bici -era la mejor pitcher de sus equipos-, pero este verano Dale había advertido que era mucho más alta… y que tenía curvas debajo de la camiseta de manga corta.

– Vayamos a preguntárselo -dijo Mike.

Tiró su guante y echó a andar en dirección a la abertura de la valla.

Dale sintió que le daba un salto el corazón. No le gustaba Van Syke. Cuando pensaba en él -incluso en el contexto de la escuela, con los profesores o el doctor Roon gritando a lo lejos-, se imaginaba los largos dedos como patas de araña y con las uñas sucias, las arrugas del cogote colorado también sucias de polvo, y aquellos enormes dientes amarillos como los de las ratas del vertedero.

Y la idea de acercarse más a aquel camión, a aquel olor, hizo que se le revolviese de nuevo el estómago.

Mike llegó a la valla y pasó por la estrecha abertura.

– ¡Eh, esperad un momento! -gritó Harlen-. ¡Mirad!

Alguien bajaba en bicicleta por el camino de tierra; la bici entró en el campo de la derecha y cruzó el cuadro interior, levantando terrones. Dale vio que era una bicicleta de muchacha y que la montaba Sandra Whittaker, la amiga de Donna Lou.

– ¡Uffff! -dijo Sandy, deteniendo la bici cerca del grupo de muchachos-. ¿Quién se ha muerto?

– Acaban de llegar los primos muertos de Mike -dijo Harlen-. Precisamente él iba ahora a darles un abrazo.

Sandy miró de arriba abajo a Harlen y le hizo un gesto de rechazo, sacudiendo las trenzas.

– Traigo noticias. ¡Ocurre algo raro!

– ¿Qué? -dijo Lawrence, y se ajustó las gafas.

La voz del alumno de tercero era tensa.

– J. P., Barney y todos están en Old Central. También están Cordie y la estrafalaria de su mamaíta. Y Roon. Todo el mundo. Están buscando al estúpido hermano de Cordie.

– ¿A Tubby? -dijo Gerry Daysinger. Se frotó la mocosa nariz con la mano y se enjugó ésta en la camiseta gris-. Yo creía que se había escapado el miércoles.

– Sí -dijo jadeando Sandy, dirigiéndose ahora a Donna Lou-, pero Cordie cree que todavía está en la escuela. Extraño, ¿no?

– Vayamos allá -dijo Harlen, corriendo hacia la hilera de bicicletas, cerca de la primera base.

Los otros le siguieron, apartando las bicis de la valla, colgando los guantes de béisbol de los manillares o de los bates colocados sobre el hombro.

– ¡Eh! -gritó Mike desde el otro lado de la valla-. ¿Y qué hay de Van Syke?

– Le das un beso de nuestra parte -gritó Harlen, y empezó a pedalear por el camino de tierra.

Dale, Lawrence y Kevin lo siguieron. Dale pedaleaba con fuerza, fingiéndose excitado por la noticia de Sandy. Era capaz de cualquier cosa con tal de alejarse de aquel olor a muerte y del silencioso camión.

Mike esperó un momento, mientras los demás huían levantando polvo. Daysinger no tenía bicicleta, pero había montado en la barra de la de Grumbacher, y las largas piernas de Kevin subían y bajaban al pedalear con fuerza. Donna Lou miró hacia Mike, y después montó en su bici blanca y verde mar, arrojó el guante en la cesta y salió de allí con Sandy.

Mike se quedó solo en el campo de béisbol, con el terrible hedor de animales muertos y el silencioso camión. Se quedó plantado allí, justo detrás de la valla, y miró fijamente hacia el vehículo. El termómetro alcanzaría por lo menos los treinta y tres grados, y el sol era tan fuerte que el sudor se deslizaba por su cuello polvoriento y sus mejillas. ¿Cómo podía soportarlo Van Syke dentro de aquella cabina y con las ventanillas cerradas?

Mike se quedó allí, mientras la pandilla de muchachos llegaba a la Primera Avenida y torcía a la derecha por la calle asfaltada. Sandy y Donna Lou fueron las últimas en perderse de vista detrás de la hilera de olmos.

Zumbaban las moscas. Algo en la parte de atrás del camión se movió con un ruido suave y líquido, y el hedor se hizo casi visible en el aire espeso. Mike sintió que le empezaba a crecer el pánico, como le ocurría a altas horas de la noche cuando oía ruidos en la habitación de su abuela, debajo de la de él, y pensaba que era su alma que rascaba por liberarse, o cuando estaba demasiado tiempo arrodillado en la misa solemne, medio hipnotizado por el incienso, la letanía y su propia somnolencia, pensando en sus pecados, en el terrible fuego del infierno y en las cosas viscosas que le esperaban allí…

Dio cinco pasos más en dirección al camión. Unos saltamontes se alejaron dando brincos sobre la hierba seca. A través del resplandeciente parabrisas apenas se divisaba una sombra.

Mike se detuvo e hizo una higa al camión y a sus ocupantes, vivos y muertos.

Después se volvió despacio y pasó de nuevo por la abertura de la valla de estacas y alambre, haciendo esfuerzos por no echar a correr, aunque esperando oír la portezuela de la cabina al cerrarse de golpe y unas pisadas rápidas y fuertes detrás de él.

Pero sólo sonaba el zumbido de las moscas. Después, suavemente, inconfundiblemente, brotó de la caja del camión un débil maullido que se convirtió en un gemido infantil. Mike se quedó paralizado cuando deslizaba su guante sobre el manillar.

No había error posible. Una criatura estaba llorando en aquella cuna de muerte, llena de víctimas de la carretera recogidas del asfalto; perros muertos y destripados, reses hinchadas y caballos de ojos blancos, cerditos aplastados, y despojos putrefactos de una docena de granjas.

El llanto creció en intensidad y en estridencia y se convirtió en un quejido que justificaba perfectamente la súbita punzada de terror de Mike; después se fue extinguiendo en una especie de gorgoteo, como si algo estuviese allí alimentándose. Mamando.

Mike apartó con piernas temblorosas su bicicleta de la valla. Pedaleó por delante de la primera base, entró en el camino de tierra y se dirigió a la Primera Avenida.

No se detuvo.

No miró atrás.


Vieron los coches y la agitación desde una manzana de distancia. El Chevy negro mate de J. P. Congden estaba aparcado delante de la escuela, junto al coche de la policía y a un viejo trasto azul que Dale supuso que pertenecía a la madre de Cordie Cooke. Cordie estaba allí, con el mismo vestido sin forma que había usado durante todo el último mes en la escuela, y la mujer gorda y de cara de luna que estaba junto a ella tenía que ser su madre.

El doctor Roon y la señora Doubbet se hallaban al pie de la escalera de la entrada norte, como cerrando el paso. El juez de paz y el policía del pueblo, Barney, estaban plantados entre los dos grupos como árbitros.

Dale y los otros se detuvieron en el campo herboso, a unos ocho metros del grupo de adultos, ni demasiado cerca para que pudiesen echarles de allí, ni demasiado lejos para poder oír. Dale miró a Mike cuando éste llegó pedaleando y se detuvo. El rostro de su amigo estaba pálido.

– ¡Y yo digo que Terence no vino a casa el miércoles! -gritó la señora Cooke.

La cara gorda de la mujer tenía un color marrón y unas arrugas que a Dale le hicieron pensar en el guante de catcher de Mike. Sus ojos tenían la misma mirada gris, desvaída, desesperanzada de su condiscípula Cordie.

– ¿Terence? -murmuró Jim Harlen, e hizo una mueca.

– Sí, señora -dijo Barney, plantado todavía entre la gorda y el director y maestro del colegio-. El doctor Roon lo comprende. Pero ellos están seguros de que salió de la escuela. Tenemos que descubrir adónde fue después.

– ¡Tonterías! -gritó la señora Cooke -. Mi Cordelia dice que no le vio cruzar el patio, y mi Terence no se habría marchado de la escuela sin permiso. Es un buen chico. Y yo le habría zurrado la badana si lo hubiese hecho.

Kevin se volvió hacia Dale y arqueó una ceja. Dale no apartó la vista del grupo de excitados adultos.

– Bueno, señora Cooke -le dijo el bajo, calvo y mezquino juez de paz-, todos sabemos que Tubby… hum… Terence tenía malos modales y…

La señora Cooke se volvió contra el hombrecillo.

– Cállese, J. P. Congden. Todo el mundo sabe que su chico C. J. es el más pequeño y ruin imbécil que se ha visto por aquí con una navaja. No me hable de los modales de mi Terence. -Volvió la cabeza para mirar al flaco policía a quien todos llamaban Barney, y señaló con uno de sus dedos romos al doctor Roon y a la vieja Double-Butt -. Agente, esas personas están ocultando algo.

Barney hizo un ademán con las manos, extendiendo las palmas hacia fuera.

– Vamos, vamos, señora Cooke. Usted sabe que han buscado en todas partes. La señora Doubbet vio salir a Terence del colegio aquella tarde, antes de que despidieran a los niños y…

– ¡Y yo digo que una mierda! -gritó la madre de Cordie.

Cordie miró por encima del hombro, vio al grupo de muchachos y se los quedó mirando sin expresión en el semblante.

La señora Doubbet pareció salir de su atolondramiento.

– Nadie puede hablarme así. He sido maestra en este distrito desde hace casi cuarenta años y…

– ¡Me importa un bledo el tiempo que lleve usted enseñando! -gritó la señora Cooke.

– Mamá, está mintiendo -dijo Cordie, tirando del vestido tosco de su madre-. Yo miraba por la ventana y no vi a Tubby en ninguna parte. La vieja Double-Butt ni siquiera estaba mirando.

– Un momento, jovencita -empezó a decir el doctor Roon. Sus largos dedos jugaron con la cadena del reloj cruzada en su chaleco-. Comprendemos que estés trastornada por la… ausencia temporal de tu hermano, pero no podemos permitir que…

– ¡Díganme dónde está mi chico! -gritó la señora Cooke, adelantándose al juez de paz, como tratando de poner las pequeñas y gordas manos sobre el director.

– ¡Eh, eh! -exclamó J. P. Congden, dando un paso atrás.

Barney se plantó de nuevo entre los dos, dijo rápidamente algo a la madre de Cordie, en un tono que los chicos no pudieron oír, y después se dirigió en voz baja al doctor Roon.

– Estoy de acuerdo en que deberíamos continuar la discusión… en… en privado -fue la respuesta en tono sepulcral del doctor Roon.

Barney asintió con la cabeza, dijo algo más, y el grupo entró en Old Central. Cordie miró por encima del hombro a Dale y a los otros, pero ahora no había hostilidad en su cara; sólo tristeza y algo que podía ser miedo.

– Convendría que… que el señor Cooke se reuniese con nosotros -dijo el doctor Roon al entrar en el edificio.

– Se ha encontrado mal durante toda la semana -dijo la madre de Cordie, en voz monótona y cansada.

– Ha estado borracho como una cuba durante toda la semana -dijo Jim Harlen, en una aceptable imitación del acento de Oklahoma de la señora Cooke. Entrecerró los ojos, mirando el sol y el ahora vacío aparcamiento-. Bueno, se está haciendo tarde y le prometí a mi madre que segaría el césped. Me parece que aquí la diversión ha terminado.

Lawrence se volvió a subir las gafas sobre la nariz.

– ¿Dónde creéis que fue Tubby?

Harlen se inclinó sobre el alumno de tercero, torció la cara en una horrorosa mueca y dobló los dedos como garras.

– Alguien lo pilló, cabezota. ¡Y esta noche te pillará a ti!

Y se inclinó más, goteando saliva en su mentón.

– ¡Basta ya! -dijo Dale, poniéndose entre Harlen y su hermano.

– ¡Basta ya! -le imitó Harlen, con voz de falsete-. ¡No molestes a mi hermanito! -dijo con tono remilgado, haciendo una pirueta y moviendo las muñecas y los dedos.

Dale no dijo nada.

– Sería mejor que fueses a segar el césped -dijo Mike en tono un poco cortante.

Harlen miró a O'Rourke, vaciló y dijo:

– Sí. Hasta la vista, bobos.

Y se alejó pedaleando por Depot Street.

– ¿Lo habéis visto? Ya os dije que era extraño -dijo Sandy, y se marchó con Donna Lou.

– ¡Hasta mañana! -gritó Donna por encima del hombro cuando llegaron a la hilera de olmos centinelas del lado sudeste del patio de recreo.

Dale agitó la mano.

– Bah, no va a ocurrir nada -dijo Gerry Daysinger-. Me voy a casa a beber una limonada.

Y salió corriendo en dirección a su casa de madera y cartón alquitranado sobre bloques de escoria al otro lado de School Street.

– ¡Ke-VIIINNN!

La estridente llamada sonó como el grito de Johnny Weissmuller en el papel de Tarzán. La cabeza y los hombros de la señora Grumbacher apenas eran visibles en la puerta de la entrada.

Kevin no perdió tiempo en despedirse. Hizo girar su bici y se largó.

La sombra de Old Central se extendía casi hasta la Segunda Avenida, amortiguando el color de los campos de juegos, que eran verdes donde tocaba el sol, y sombreando los troncos de tres grandes olmos.

J. P. Congden salió unos minutos después, gritó algo ofensivo a los muchachos y arrancó, levantando una nube de gravilla.

– Mi papá dice que utiliza ese Chevy como trampa para multar a la gente por exceso de velocidad -dijo Mike.

– ¿Cómo? -dijo Lawrence.

Mike se sentó en la hierba y arrancó un tallo.

– J. P. se esconde en el camino de la vaquería de la colina, donde la Hard Road desciende para cruzar el río Spoon. Cuando pasa algún coche, sale zumbando tras él. Si el conductor acelera, enciende la luz de encima de su coche y le detiene por exceso de velocidad. Le lleva a su casa y le pone una multa de veinticinco dólares. Y si por el contrario no acelera…

– ¿Qué?

– Se pone delante de él antes de llegar al puente, reduce la marcha y le detiene por adelantarle a menos de treinta metros del puente.

Lawrence chupó una hierba y sacudió la cabeza.

– ¡Qué cabrón!

– ¡Eh! -dijo Dale-. Cuidado con lo que dices. Si mamá te oye hablar de esta manera…

– ¡Mirad! -dijo Lawrence, levantándose de un salto y corriendo hacia una ondulación de tierra en el suelo-. ¿Qué es eso?

Los otros dos muchachos se acercaron a mirar.

– Una topera -dijo Dale.

Mike sacudió la cabeza.

– Demasiado grande.

– Seguramente cavaron una zanja para instalar una nueva tubería de desagüe o algo así, y ha quedado esa elevación -dijo Dale. Señaló-. Mirad. Allí hay otra. Las dos van hacia la escuela.

Mike se acercó a la otra ondulación de tierra y la siguió hasta que desapareció debajo de la acera, cerca del colegio. Chupó la brizna de hierba.

– Es muy raro que pongan tuberías nuevas.

– ¿Por qué? -dijo Lawrence.

Mike señaló hacia el lado sombreado de la escuela.

– Van a echarla abajo. Dentro de un par de días, cuando hayan sacado todos los trastos, entablarán las ventanas. Y si…

Mike se interrumpió, miró hacia los aleros, entrecerrando los ojos, y se echó atrás.

Dale se acercó a él.

– ¿Qué es?

Mike señaló.

– Allá arriba. ¿Ves la ventana del centro del piso donde tenía que ir el instituto?

Dale se protegió los ojos con la mano.

– Sí. ¿Qué?

– Alguien estaba mirando -dijo Lawrence-. Vi una cara blanca, pero se fue.

– Era Van Syke -dijo Mike.

Dale miró por encima del hombro, más allá de su casa, hacia los campos de detrás de ella. La sombra de los árboles y la distancia le impedían ver si el camión de recogida de animales estaba todavía junto al campo de béisbol.

Al fin salieron la señora Cooke, Cordie, Barney y la vieja Double-Butt. Intercambiaron unas palabras, que los chicos no pudieron oír, y se marcharon en diferentes direcciones. Sólo permaneció allí el coche del doctor Roon, y antes de que se hiciese de noche, exactamente antes de que a Dale y Lawrence les llamaran para la cena, salió el doctor Roon, cerró la puerta del colegio y se alejó en su Buick, que parecía un coche fúnebre.

Dale siguió observando desde la puerta de su casa hasta que su madre lo llamó para la cena; pero Van Syke no salió.

Volvió a mirar después de cenar. La luz de la tarde sólo tocaba las copas de los árboles y la oxidada cúpula verde. Todo lo demás estaba a oscuras.

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