20

Dale estaba jugando al béisbol con los muchachos el sábado por la mañana cuando se enteró de la noticia. Chuck Sperling y algunos de sus amigos acababan de llegar en sus lujosas bicicletas.

– ¡Eh! Tu amigo Duane ha muerto -gritó Sperling a Dale al plantarse éste en el montículo del pitcher.

Dale le miró fijamente.

– Tú estás chiflado -dijo al fin, sintiendo que de pronto le había quedado la boca seca. Entonces pensó que le había entendido mal-. ¿Te refieres al tío de Duane?

– No -dijo Sperling-. No, no me refiero a su tío. Esto fue el lunes pasado, ¿no? Estoy hablando de Duane McBride. Está muerto, como si le hubiesen atropellado en la carretera.

Dale abrió la boca, pero no supo qué decir. Trató de escupir. Tenía la boca demasiado seca.

– Eres un maldito embustero -consiguió farfullar.

– No -dijo Digger Taylor, el hijo del empresario de pompas fúnebres-. Dice la verdad.

Dale pestañeó y miró de nuevo a Sperling, como si éste fuese el único que pudiese poner fin a aquella broma.

– No es mentira -dijo Sperling, lanzando la pelota al aire y agarrándola-. Esta mañana llamaron al padre de Digger a la casa de campo de McBride. El gordinflón se cayó dentro de una cosechadora, nada menos que una máquina cosechadora. Tardaron más de una hora en sacar su cuerpo de entre los engranajes. Estaba hecho papilla. Tu padre ha dicho que no se podrán celebrar unas exequias con el ataúd abierto, ¿verdad, Digger?

Digger no dijo nada. Estaba mirando a Dale con sus claros ojos inexpresivos. Chuck Sperling siguió arrojando la pelota al aire.

– Retira eso.

Dale había dejado caer el guante y su pelota y avanzaba despacio hacia el chico más alto.

Sperling frunció el entrecejo.

– ¿Pero qué diablos te pasa, Stewart? Pensé que querrías saber lo que…

– Retíralo -dijo Dale, pero no esperó respuesta.

Se lanzó contra Chuck Sperling, atacándole con la cabeza baja. Sperling levantó los brazos y descargó un golpe sobre la cabeza de Dale cuando éste se puso a su alcance, y empezó a balancearse. Dale le golpeó en el vientre, oyó que el otro resollaba y le propinó tres o cuatro puñetazos en las costillas y uno exactamente encima del corazón.

Sperling exhaló profundamente y fue a dar de espaldas contra la pared de tela metálica. Cuando bajó los brazos, Dale empezó a darle puñetazos en la cara. El segundo hizo brotar sangre de la nariz de Sperling; el tercero le rompió algunos dientes, pero Dale no sintió dolor en los nudillos despellejados. Sperling empezó a doblarse, gimiendo y tapándose la cara con los antebrazos, y la cabeza con las manos.

Dale le dio dos patadas muy fuertes en el costado. Y cuando Sperling bajó los brazos, le agarró del cuello y le arrastró hacia la alambrada. Le asfixiaba con la mano izquierda y empleaba la derecha, que tenía libre, para golpearle de nuevo, en la oreja, en la frente, en la boca…

Sonaron gritos muy lejos. Varias manos agarraron y tiraron de la camiseta de Dale. Éste no les hizo caso. Sperling agitaba furiosamente los brazos, golpeando la cara de Dale con las manos abiertas. Dale descargó un puñetazo tan fuerte como pudo en el ojo izquierdo del muchacho más alto.

De pronto sintió Dale un terrible dolor en los riñones; una mano le agarró por debajo de la barbilla y le separó del otro.

Digger Taylor se interpuso entre él y Sperling. Dale gritó algo y empezó a cargar sobre el chico más bajo. Digger bajó el hombro y golpeó una vez a Dale, muy fuerte, en el pecho.

Dale cayó al suelo, jadeando y vomitando. Rodó hasta la alambrada y trató de levantarse. Sus pulmones no podían aspirar el aire y creyó que el corazón se le había detenido.

Lawrence vino chillando desde el viejo banco junto a la valla, saltando casi dos metros en el aire y cayendo sobre la espalda de Digger. Este lanzó al chiquillo de ocho años contra los alambres.

Lawrence rebotó y cayó de pie, como si la valla fuese un trampolín vertical. Tenía la cabeza baja y los brazos eran como un molinillo cuando arremetió contra Taylor. Digger se echó atrás, tratando de esquivar la cabeza de Lawrence. Ambos tropezaron con Chuck Sperling y cayeron en un montón, con Lawrence todavía golpeando y arrojando fango. Barry Fussner intervino, saltando alrededor del grupo y trató de dar una patada afeminada a la cabeza de Lawrence.

– ¡Eh! -gritó Kevin, acercándose por primera vez.

Empujó a Fussner a un lado. Barry trató de dar una patada a Kevin, pero éste agarró el pie del corpulento muchacho y le hizo caer detrás de la base del bateador. Bill Fussner gritó algo y saltó hacia delante, pero se echó atrás cuando Kevin se volvió para enfrentarse a él. Bob McKown y Gerry Daysinger lanzaron gritos de ánimo. Tom Castanatti se había quedado donde estaba en el campo.

Digger agarró a Lawrence por la camiseta y lo lanzó al aire, y el chico fue a caer sobre el largo banco. Después levantó a Sperling y los dos empezaron a retroceder hacia sus bicicletas. Lawrence se puso en pie de un salto, cerrando los puños.

Dale se apartó tambaleándose de la valla, todavía incapaz de recobrar el aliento, pero sin dejar que esto le detuviese, y levantó los puños. Dio tres pasos en dirección a Taylor y Sperling, sabiendo que esta vez no cejaría hasta que lo matasen o retirase Sperling su mentira.

Unas manos pesadas se cerraron sobre los hombros de Dale desde atrás. Trató de desprenderse, pero no pudo. Lanzó una maldición y dio una patada hacia atrás, volviéndose para librarse de aquel estorbo y poder lanzarse contra Sperling.

– ¡Dale! ¡Basta, Dale!

Su padre se erguía ante él, sujetándole ahora por la cintura con un brazo.

Dale se debatió durante un segundo, pero entonces miró a su padre, vio sus ojos y comprendió. Cayó de rodillas sobre el polvo y sólo los brazos de su padre impidieron que se cayera de bruces.

Digger Taylor y Chuck Sperling se alejaron pedaleando, con la bici de Sperling tambaleándose, al tratar el chico de montarla mientras estaba doblado por la cintura y llorando. Los Fussner corrieron detrás de ellos. Lawrence se quedó en el borde de la zona de aparcamiento, arrojándoles piedras, hasta que su padre le ordenó que no lo hiciese.

Dale no recordó nunca el camino de vuelta a su casa. Tal vez se apoyó en el brazo de su padre. Tal vez caminó solo. Lo único que recordaba era que entonces no lloró. Todavía no.


Mike se estaba preparando para hacer de monaguillo en la misa de difuntos de una anciana cuando se enteró de lo de Duane. Acababa de ponerse el sobrepelliz cuando Rusty Ramírez, el otro monaguillo que compareció aquel día, dijo:

– Oye, ¿te has enterado de que un muchacho ha resultado muerto en una finca esta mañana?

Mike se quedó helado. Por alguna razón, supo inmediatamente de que finca y de qué muchacho se trataba. Pero preguntó:

– ¿Ha sido Duane McBride?

Ramírez se lo contó.

– Dicen que se cayó dentro de una cosechadora. Tal vez a primeras horas de esta mañana. Mi padre pertenece al servicio voluntario de bomberos, y les llamaron para que fuesen allí. No pudieron hacer nada por el chico… Estaba muerto, pero tardaron mucho tiempo en sacarle de la máquina.

Mike se sentó en el banco más próximo. Le flaqueaban las piernas y los brazos. Los bordes de su visión se oscurecieron; agachó la cabeza y apoyó los codos en las rodillas.

– ¿Estás seguro de que era Duane McBride? -preguntó.

– Oh, sí. Mi padre conoce al suyo. Le vio en el Arbol Negro la noche pasada. Mi padre dice que el chico debía de estar conduciendo la cosechadora, preparada para desgranar el maíz, ¿sabes? Como si estuviese loco o algo así. ¡Mira que cosechar en junio! Y debió de caerse e ir a parar a la parte que recoge las mazorcas, donde además están las trituradoras. Papá no quiso contármelo todo, pero dijo que no pudieron sacar al muchacho de una pieza y que cuando trataron de tirar del brazo…

– ¡Basta! -gritó el padre Cavanaugh desde la puerta-. Rusty, vete a preparar el vino y el agua. ¡Ahora mismo!

Cuando el chico hubo salido, el cura se acercó a Mike y apoyó afectuosamente una mano en su hombro. La visión de Mike se había aclarado ahora, pero por alguna razón estaba temblando. Se agarró los muslos fuertemente, para dejar de temblar, pero fue inútil.

– ¿Le conocías, Michael?

Mike asintió con la cabeza.

– ¿Erais muy amigos?

Mike respiró hondo. Encogió los hombros y después hizo con la cabeza una señal afirmativa. Ahora parecía que el temblor se había contagiado a los huesos.

– ¿Era católico? -preguntó el padre C.

Mike bajó de nuevo la cabeza. Estuvo a punto de decir: ¿Y eso qué importa?

– No -dijo- Creo que no. Aquí no venía nunca a la iglesia. No creo que ni él ni su padre profesasen ninguna religión.

El padre C. suspiró.

– Es igual. Iré a visitarlo después de la misa.

– No puede ir a ver al señor McBride, padre -dijo Rusty desde la puerta. Tenía las botellitas de vino y de agua en las manos-. La policía se ha llevado al padre del chico a Oak Hill. Dicen que tal vez él le mató.

– ¡Ya basta, Rusty! -dijo el padre C., en un tono muy duro que Mike no le había oído emplear jamás-. Ahora mueve el culo, sal de aquí y espéranos a Mike y a mí.

Rusty se quedó boquiabierto y miró fijamente al padre C. Durante un segundo; después corrió hacia el altar.

Mike pudo oír que empezaban a entrar los asistentes al funeral de la señora Sarranza.

– Pensaremos en tu amigo Duane durante la misa y pediremos a Dios que se apiade de él -dijo suavemente el padre Cavanaugh, tocando por última vez el hombro de Mike-. ¿Listo?

Mike asintió con la cabeza, levantó el alto crucifijo que estaba apoyado en la pared y siguió al sacerdote hacia el altar en solemne procesión.


A última hora de la tarde, el padre de Dale subió a hablar con éste. Dale estaba tumbado en la cama, escuchando los gritos de los niños más pequeños que jugaban en el patio de recreo de la escuela, al otro lado de la calle. Las expresiones de júbilo sonaban muy lejos.

– ¿Cómo estás, fiera?

– Bien.

– Lawrence está cenando un poco. ¿Por qué no vienes?

– No. Gracias.

Su padre carraspeó y se sentó en la cama de Lawrence. Dale estaba tumbado boca arriba, con los dedos entrelazados sobre la frente, contemplando las pequeñas grietas del techo.

Cuando se sentó su padre, escuchó, casi esperando oír algún movimiento debajo de la cama. Pero no se oía más ruido que el de fuera, filtrándose a través de las persianas como el aire pesado. El día era gris y denso de humedad.

– He telefoneado de nuevo al agente Sills -dijo su padre-. Por fin he podido comunicar con él.

Dale esperó.

– Es verdad lo del accidente -dijo su padre, y su voz sonaba ronca, tensa-. Hubo un terrible accidente con la máquina que usaban para recolectar el maíz. Duane… Bueno, Barney cree que todo fue muy rápido. Probablemente, Duane no sufrió…

Dale se encogió ligeramente, centrando su atención en el techo, como buscando un dibujo en las grietas.

– La policía ha estado allí toda la mañana -siguió diciendo su padre, pensando evidentemente que por muy terribles que fuesen los hechos Dale necesitaba saberlos-. Van a continuar la investigación, pero están casi seguros de que fue un accidente.

– ¿Y qué hay de su padre? -preguntó Dale, con voz ronca.

– ¿Qué?

– El padre de Duane. ¿No le ha detenido la policía?

El hombre se rascó el labio superior.

– ¿Quién te ha dicho esto?

– Mike ha pasado por aquí. Él lo sabía por otro chico. Dijeron que el padre de Duane había sido detenido por asesinato.

Su padre sacudió la cabeza.

– Darren McBride fue interrogado, según dijo el agente. Había estado bebiendo hasta muy tarde la noche pasada y no podía recordar lo que había hecho a primeras horas de la mañana. Pero según el señor Taylor y el informe del juez de instrucción… Pero tal vez prefieras no oír esto, Dale…

– Sí -le pidió éste.

– Bueno, creo que tienen maneras de saber el tiempo que ha pasado desde… desde que alguien ha fallecido. Al principio creyeron que el accidente se había producido esta mañana, después de que el señor McBride volviera a casa… y se fuera a dormir…

– Inconsciente -dijo Dale.

– Sí. Bueno, al principio creyeron que el accidente se había producido esta mañana, pero después, el juez de instrucción tuvo la seguridad de que había ocurrido la noche pasada, alrededor de las doce. El señor McBride estuvo en el Arbol Negro hasta mucho después de medianoche. Había testigos de ello. Además, Barney dice que el hombre está fuera de sí, que casi ha perdido la razón.

Dale asintió de nuevo. Sí, lo de la medianoche era correcto. Recordó el tañido de la campana a eso de las doce. La campana que no existía en Elm Haven.

– Quiero ir allí -dijo.

Su padre se inclinó hacia delante. Dale pudo percibir el olor del jabón y del tabaco en sus manos y antebrazos.

– ¿A la finca?

Dale asintió con la cabeza. Ahora le pareció ver un dibujo en las grietas del techo. El dibujo de un signo de interrogación muy grande, hecho con líneas en zigzag.

– No creo que sea una buena idea ir hoy -dijo su padre suavemente-. Telefonearé más tarde. Veré cómo está el señor McBride, si se celebrarán exequias o un entierro. Después llevaremos un poco de comida. Tal vez mañana.

– Voy a ir -dijo Dale.

Su padre pensó que se refería al entierro. Asintió, acarició la cabeza de su hijo y bajó la escalera.

Dale siguió tumbado allí, pensando. Posiblemente se durmió porque cuando abrió de nuevo los ojos, la luz menguante teñía de gris la habitación, los gritos de los niños habían dado paso al canto de los grillos y los sonidos nocturnos y la oscuridad se había extendido desde los rincones. Dale permaneció tumbado, absolutamente inmóvil, respirando apenas, esperando un sonido debajo de la cama de Lawrence, el tañido de una campana, algo…

Cuando empezó a caer una fuerte lluvia, como si se hubiese abierto un grifo, Dale se sentó junto a la ventana y observó cómo se perfilaban las hojas contra el resplandor de los silenciosos relámpagos, oyó el gorgoteo del agua en las tuberías y el repiqueteo de la lluvia sobre las hojas y el camino de entrada al amainar el chaparrón. Un centelleo iluminó Depot Street, mojada y negra en la noche, y el campanario de Old Central alzándose sobre los olmos centinelas al otro lado de la calle.

El viento que entraba a través de la persiana era ahora muy frío. Dale tembló ligeramente, pero no se metió en la cama. Todavía no. Tenía que pensar.


Él y Mike salieron después de que cada uno de ellos hubiese ido a su respectiva iglesia al día siguiente. El sermón del reverendo Miller le había parecido a Dale un zumbido lejano; más tarde, al volver a casa, su madre había comentado lo discretos que habían sido los comentarios del pastor sobre la tragedia de McBride, pero Dale no los había oído.

Dijo a su madre que iba al gallinero de Mike; no sabía lo que había dicho éste a su familia, si es que había dicho algo. Dale no tuvo que llamarle: Mike le estaba esperando al pie del alto olmo donde se habían visto por primera vez. Mike llevaba un poncho impermeable que el Peoria Journal-Star le había dado para que fuese a repartir los periódicos.

– Te vas a calar hasta los huesos -dijo Mike, cuando Dale se detuvo en la acera.

Dale miró hacia arriba, a través de las ramas. Todavía llovía con fuerza; en realidad no lo había advertido, aunque se dio cuenta de que se había puesto una cazadora. La visera de su gorra de lana estaba ya goteando. Se encogió de hombros.

– Vamos.

La lluvia repicaba sobre el maíz cuando pedalearon por delante de la torre del agua y se dirigieron hacia el este por Jubilee College Road, y de nuevo hacia el norte por la Seis del condado. Escondieron las bicis entre los altos matorrales de la colina donde estaba la casa del tío Henry. La lluvia era ahora más fuerte y a Mike le preocupaba que se mojase la bicicleta.

– Vamos -murmuró Dale.

Se encaramaron en la valla y entraron en el bosque del señor Jonson. Podían ver el cementerio en la colina próxima detrás de ellos, Y la negra verja de hierro les causó una impresión glacial al recortarse sobre el cielo gris. Los árboles goteaban, y Dale sintió que sus bambas se iban empapando cada vez más al subir con Mike entre las mojadas juncias y los hierbajos altos hasta las rodillas. La ladera estaba resbaladiza, y en las partes más empinadas tenían que agarrarse a los árboles o a los matorrales para mantenerse en pie.

Llegaron al estrecho pasto del lado sur de la finca de McBride y Mike se dirigió al oeste, hacia el campo de atrás. La casa de Duane apenas era visible al otro lado del campo de maíz de casi un kilómetro y medio. El cielo estaba moteado de tonos grises que hacían que pareciese bajo como un techo encima de ellos. Se detuvieron en la valla.

– Creo que esto es ilegal -murmuró Mike.

Dale se encogió de hombros.

– No es sólo entrar en una propiedad ajena -dijo Mike. Se ajustó la capucha del poncho y manó agua de ella-. Es irrumpir en el lugar del crimen, o algo parecido.

– Ellos dijeron que fue un accidente. -Dale advirtió que hablaba en voz baja, aunque no había nadie a más de un kilómetro de ellos-. ¿Cómo puede ser el lugar del crimen, si fue un accidente?

– Ya sabes lo que quiero decir.

Mike se quitó la capucha y miró por encima del campo. No había señales de la cosechadora. No había señales de nada en absoluto. El granero de McBride estaba muy lejos y en nada se distinguía de los demás.

– ¿Vamos a hacerlo o no? -preguntó Dale.

Mike volvió a ponerse la capucha y ambos saltaron por encima de la valla. Empezaron a cruzar el campo agachados. La carretera estaba a varios cientos de metros de distancia, pero se sentían descubiertos entre el bajo maíz. Dale tuvo la impresión de que estaba jugando a soldados, corriendo velozmente hacia delante, encogiéndose y haciendo ademanes a Mike para que le siguiese. De esta manera fueron cruzando el campo.

Estaban a más de la mitad cuando vieron la franja de maíz aplastada. Era como si alguien hubiese llevado allí una máquina segadora y abierto un camino serpenteante entre las plantas verdes. Entonces vieron la cinta amarilla.

Anduvieron los últimos veinte metros casi arrastrándose y ensuciándose de barro las rodillas y las manos.

– ¡Dios mío! -murmuró Mike.

En la cinta amarilla podía leerse: CERCADO POR LA POLICIA. PROHIBIDO EL PASO, y la orden se repetía indefinidamente a lo largo de un tosco rectángulo de plástico de al menos setenta y cinco metros de lado. Dentro de aquel rectángulo, terminaba la franja de maíz aplastado y había una zona que había sido pisoteada por muchos pies.

Dale se detuvo un segundo donde la cinta colgaba sobre los tallos del maíz, y entonces pasó rápidamente a la zona despejada. Mike le siguió.

– ¡Dios mío! -murmuró de nuevo.

Dale no sabía lo que esperaba; tal vez que la cosechadora estuviese todavía allí o que hubiese una silueta humana trazada con yeso sobre el suelo, como en las películas que veía por la tele. Sólo había plantas de maíz pisoteadas…, podía ver donde había dado la vuelta la enorme máquina y donde habían abierto las ruedas profundos surcos en la tierra convertida ahora en barro. Parecía el campo donde se celebraba el carnaval de los Viejos Colonizadores cada agosto, pisoteado por miles de pies. Dale vio cigarrillos tirados sobre los mojados y aplastados tallos, una bolsa de tabaco Red Pouch, trozos de papel, algunas envolturas de plástico. Era difícil saber exactamente dónde había estado la máquina y dónde había ocurrido el accidente.

– Ven -dijo Mike.

Dale se acercó a él, caminando agachado, para el caso de que el señor McBride o alguien de la casa estuviesen mirando en aquella dirección. No podía ver la camioneta en el patio o en el camino de entrada, pero la casa y el granero privaban de mucha vista.

– ¿Qué? -dijo.

Mike señaló. Algunas de las plantas pisoteadas aquí parecían haber sido rociadas con un líquido castaño rojizo. Parte del color se había disipado a causa de la lluvia, pero las hojas estaban todavía fuertemente teñidas por debajo.

Dale se agachó, tocó una planta y levantó los dedos. Un débil color de hollín permaneció unos segundos en sus dedos hasta ser lavado por la lluvia.

«¿Sangre de Duane?» La idea resultaba insufrible. Se levantó y empezó a moverse alrededor del círculo de plantas aplastadas, viendo confusión en todas partes, recordando haber oído a su padre decir a su madre que, según Barney, la Policía Montada del Estado y los bomberos voluntarios habían estropeado tanto el lugar del suceso que la policía de Oak Hill no había podido reconstruir gran cosa. «Reconstruir -murmuró Dale-. Extraña palabra para definir la manera en que algo o alguien ha sido destruido.»

– ¿Qué estamos buscando? -susurró Mike, desde seis metros de distancia-. Aquí no hay más que un montón de porquería.

– Sigue buscando -susurró Dale-. Lo sabremos cuando lo encontremos.

Se metió entre el maíz, más allá de la cinta de la policía, agachándose al pasar entre las plantas.

A los cinco minutos lo encontró, a menos de diez metros de la zona devastada. Era difícil verlo debajo de las hojas del maíz en crecimiento, pero su zapato se había torcido por alguna causa, y Dale se inclinó para investigar lo que era. Mike se le acercó corriendo, al ver que lo llamaba con la mano. Los dos se pusieron de rodillas, con la lluvia repicando en las plantas cerca de sus oídos.

– Un agujero -murmuró Dale.

Lo midió con las dos manos. Tenía menos de un palmo y medio de diámetro, pero la tierra parecía apretujada y extraña a su alrededor. Metió la mano, pero Mike se la agarró rápidamente y tiró de ella.

– No hagas eso.

– ¿Por qué? -dijo Dale-. Sólo quería saber si es más ancho por dentro. Y lo es. Toca.

Mike sacudió la cabeza.

– Los lados también parecen raros -dijo Dale-. Como rígidos. Y el agujero tiene surcos. -Levantó la cabeza. No había movimiento en la casa de campo de McBride, pero tuvo la clara impresión de que les estaban observando-. Veamos si hay alguno más.

Encontraron seis más. El mayor tenía más de cuarenta y cinco centímetros de diámetro, y el menor era apenas más ancho que el de la madriguera de una ardilla terrestre. No seguían un orden determinado, aunque la mayoría de ellos estaban más cerca de la casa, en uno u otro lado de la franja de plantas aplastadas.

Dale quería ir hasta el granero, para ver si la cosechadora estaba allí.

– ¿Por qué diablos quieres saberlo? -murmuró Mike, tirando de su amigo hacia abajo.

Estaban demasiado cerca. Los muchachos podían leer los números en las etiquetas prendidas en las orejas de las pocas vacas que se encontraban detrás del corral.

– Sólo quiero…, necesito…

Dale suspiró profundamente.

El ruido de una puerta al cerrarse de golpe hizo que los dos muchachos se tumbasen sobre el barro entre las plantas. Tumbados allí, oyendo cómo se ponía en marcha el motor de un camión, Dale se dio cuenta de que casi había parado de llover. Todavía caía una fina llovizna, pero había cesado el aguacero.

– Se ha ido por el camino de entrada -murmuró Mike-. Pero creo que todavía hay alguien allí. Volvamos al bosque.

– Sólo echar un vistazo al cobertizo -susurró Dale, y empezó a levantarse.

Mike tiró de él hacia abajo.

– Yo he visto antes esas cosas.

Dale se agachó y miró de soslayo a Mike, envuelto en su gran poncho.

– ¿Qué cosas?

– Los agujeros. Esos túneles.

– ¿Dónde?

Mike se volvió y empezó a alejarse de la casa.

– Ven conmigo y te lo diré.

Y se alejó, metiéndose agachado en la siguiente hilera de plantas.

Dale vaciló. Estaba sólo a unos treinta metros del cobertizo. La impresión de que les vigilaban…, les observaban…, era todavía fuerte; pero también lo era su deseo de ver la máquina. Este deseo tenía poco o nada de curiosidad morbosa; la idea de ver las hojas o los engranajes, o lo que había matado a su amigo, le daba náuseas, pero tenía que saber, tenía que empezar a comprender.

La lluvia había empezado de nuevo. Dale miró hacia el sur, tuvo una visión fugaz del poncho de Mike moviéndose por encima del maíz, y entonces se volvió y le siguió.

Ya habría tiempo.

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