Dale fue a invitar personalmente a Harlen para la excursión del viernes a casa del tío Henry, y se dio cuenta de lo solo que había estado su amigo. La madre de Harlen, la señorita Jensen, no estaba segura de que Jim se encontrara lo suficientemente restablecido para una excursión tan larga, pero Dale había traído una nota invitándola también a ella, y cedió a las súplicas de su hijo.
El padre de Dale llegó a casa hacia las dos y todos salieron para la finca a las tres y media, con el escayolado Harlen sentado en el asiento trasero del vehículo con su madre y Kev, mientras Mike, Dale y Lawrence se apretujaban atrás. Estaban muy alegres y cantaron mientras subían y bajaban por las colinas de más allá del cementerio.
El tío Henry y la tía Lena habían colocado sillones en la parte más umbría del jardín, donde dieron la bienvenida y charlaron con los recién llegados, mientras Biff, el gran pastor alemán del tío Henry, bailaba entusiasmado a su alrededor. Los mayores se acomodaron en los anchos sillones Adirondack, y los muchachos cogieron palas del granero y se encaminaron a los pastos de atrás. Andaban más despacio que de costumbre, abriendo las puertas de las vallas para Harlen en vez de saltar por encima de ellas; pero el joven lesionado se mantenía bastante bien.
Por fin, en el último pasto antes del bosque, junto al riachuelo que venía del sur, encontraron marcas de sus excavaciones de veranos anteriores y empezaron a cavar en busca de la Cueva de los Contrabandistas.
La Cueva de los Contrabandistas había empezado como una leyenda. Años antes, tío Henry la había mejorado convirtiéndola en historia, ahora tan cierta para los muchachos como el Evangelio. Al parecer, en los años veinte, durante la Prohibición, y antes de que el tío Henry comprase la finca, el anterior propietario había permitido a los contrabandistas de licores del vecino condado utilizar una vieja cueva en el fondo de la cual ocultaban la mercancía. La cueva se convirtió en un almacén central. Se construyó un camino de tierra. Se amplió la cueva, se apuntaló la entrada y se creó una verdadera taberna ilegal subterránea.
– Muchos gangster famosos solían detenerse aquí cuando venían de Chicago -les había dicho el tío Henry-. Me han asegurado que John Dillinger estuvo una vez aquí y que tres de los muchachos de Al Capone bajaron para quitar de en medio a Mickey Shaughnessy, pero Mickey se enteró de que iban a por él y huyó a la casa de su hermana junto al río Spoon. Así que los tres muchachos de Al Capone sólo pudieron acribillar el lugar con sus metralletas y robar un poco de alcohol.
El final de la historia era lo más interesante. Según la leyenda, la Cueva de los Contrabandistas había sido asaltada por agentes del fisco poco antes de que terminase la Prohibición. En vez de llevarse la mercancía, los federales habían dinamitado la entrada. La cueva se derrumbó sobre el almacén de licor, la taberna con sus mesas, su barra de caoba y su piano, e incluso sobre tres camiones y un Modelo A que estaban allí aparcados. Después borraron el camino para que nadie pudiese volver a encontrar la cueva.
Dale y los muchachos estaban seguros de que sólo se había derrumbado la entrada. Probablemente sólo dos o tres metros de tierra separaban aquel tesoro arqueológico del mundo exterior. Si podían encontrar el lugar adecuado de la ladera del monte donde cavar…
Durante años, el tío Henry les había ayudado mucho, mostrándoles antiguas huellas de neumáticos y trozos de metal oxidado que según decía habían sido dejados cerca de la entrada. También había señalado declives en la ladera que probablemente correspondían a la entrada o al menos a salidas de emergencia, y les había recordado nuevos detalles de la historia cuando el interés de los chicos parecía flaquear después de largos días de cavar y de buscar bajo el sol ardiente.
– Henry -había dicho una vez tía Lena con voz extrañamente áspera-, deja de llenar la cabeza de esos niños con tus cuentos.
El tío Henry se había erguido, pasando el tabaco de mascar a la otra mejilla, y había dicho:
– No son cuentos, mamá. Esa cueva está ahí, en alguna parte.
A los muchachos les bastaba esta promesa. Con los años, los pastos del este de tío Henry, utilizados sólo para apacentar al toro cuando tenía alguno, empezaron a parecerse a las vertientes alrededor del Sutter's Creek, hacia 1849, mientras Dale, Lawrence y sus amigos cavaban en todas las oquedades, grietas y salientes herbosos, seguros de que por fin encontrarían la entrada. Dale había soñado a menudo sobre la impresión que causaría la última palada cuando se abriese la oscura cueva ante ellos, tal vez con una lámpara de gas todavía encendida allí y con el olor de una bañera llena de ginebra flotando en una corriente de aire que había estado inmovilizada durante treinta años.
Duane llegó a eso de las seis -su padre le había dejado en su camino hacia la taberna del Arbol Negro- y pasó media hora hablando con los adultos en el umbrío jardín, antes de pasar por el patio del granero en dirección a los pastos de atrás. Nadie lo advirtió, pero en esta ocasión le había puesto sus pantalones de pana marrón más nuevos y una camisa roja de franela que le había regalado su tío Art por Navidad.
En el último pasto encontró un grupo de muchachos sucios y cansados alrededor de un agujero que se hundía un metro en la ladera. Debajo de ellos, el suelo estaba lleno de grandes piedras que habían sacado de allí.
– Hola. -Duane se sentó sobre una de las piedras más grandes-. Qué, ¿la habéis encontrado por fin?
Las sombras se estaban alargando y envolvían toda esta parte de la Vertiente. El riachuelo era poco más que un chorrito de agua a seis metros por debajo de ellos, un poco más allá de la zona aplanada que Dale había estado siempre seguro de que era el «camino de los contrabandistas».
Dale se enjugó la frente y dejó un surco de barro.
– Creemos que sí. Mira, hemos encontrado esta vieja madera carcomida ahí, detrás de aquella piedra grande.
Duane asintió con la cabeza.
– Un viejo tronco, ¿eh?
– ¡No! -dijo Lawrence con irritación. Tenía la camiseta hecha un asco-. Es una de esas cosas de madera de encima de la entrada de la Cueva.
– El marco -dijo Mike.
Duane asintió con la cabeza y golpeó el leño con su bamba. Había rabos de ramas cortadas en él.
– ¡Hum!
– Ya les dije que eran una mierda -dijo Jim Harlen, bastante satisfecho.
Se movió para que la escayola le molestase menos. Era evidente que el brazo aún le dolía, y llevaba una venda alrededor de la cabeza que a Duane le recordó la Insignia roja del valor de Crane. Trató de imaginarse a Jim Harlen como Henry Fleming.
– ¿También has estado cavando? -le preguntó Duane.
Harlen resopló
– No lo he hecho nunca. Mi trabajo consistirá en vender el licor cuando lo encontremos.
– ¿Crees que todavía podrá beberse? -dijo Duane, en un tono inocente.
– Se hace añejo con el tiempo, ¿no? -dijo Harlen-. El vino y los licores son más caros cuando han envejecido, ¿verdad?
Mike O'Rourke hizo un guiño.
– No creemos que ocurra lo mismo con la ginebra. ¿Tú qué opinas, Duane?
Duane cogió una ramita y trazó dibujos sobre el montón de tierra blanda que habían excavado. El agujero era lo bastante profundo para que Lawrence pudiese meterse de cabeza en él y dejar sólo al descubierto las piernas hasta las rodillas. Duane advirtió que en realidad no era un túnel -no parecía que pudiese haber allí una cueva- sino simplemente un corte en la ladera, el más reciente de muchos.
– Yo creo que ganaréis más dinero vendiendo los coches viejos que hay ahí dentro -dijo, siguiendo el juego.
A fin de cuentas, ¿qué mal había en imaginarse una cueva bien abastecida a pocos metros debajo del blando suelo? ¿Había algo más fantasioso que la «investigación» que había estado haciendo él durante dos semanas?
Sólo entonces se dio cuenta Duane de que no había nada fantasioso en su búsqueda. Se tocó el bolsillo de la camisa y entonces recordó que había dejado la libreta en casa, junto con las otras, en su escondite.
– Sí -dijo Dale-. O podríamos hacer una fortuna mostrando a los turistas el lugar. El tío Henry dice que podemos instalar luces eléctricas y dejarla tal como era antes.
– Muy bien -dijo Duane-. Ah, tu madre me ordenó que os dijese que volváis a casa para lavaros. Ya han puesto la carne en la parrilla.
Los chicos vacilaron, debatiéndose entre su menguante obsesión y su hambre creciente. Triunfó el hambre.
Regresaron al paso de Harlen, con las palas sobre el hombro como fusiles, hablando y riendo. Las vacas que volvían al establo miraron curiosamente al grupo y se apartaron para dejarles pasar. Los seis muchachos estaban todavía a cien metros de la última valla cuando olieron en la brisa de la tarde el aroma de los bistecs que se estaban asando.
Comieron en el patio de piedra del lado este de la casa, mientras las sombras engullían la luz dorada sobre el césped. Brotaba humo de la barbacoa que había montado el tío Henry más allá de la bomba de agua, cerca de la valla de madera. A pesar de las protestas de Mike de que el maíz, la ensalada, los panecillos y el postre serían una cena más que suficiente, la tía Lena había frito dos bagres para él y le había preparado un bocadillo con pan crujiente. Junto con el pescado y la carne, los chicos recibieron dos grandes cestas de cebollas para acompañar las verduras que habían sido arrancadas del huerto una hora antes. La leche, ordeñada y guardada en la vaquería del tío Henry aquel mismo día, era muy fría y cremosa.
Comieron mientras se disipaba el calor del día. Se había levantado viento para aliviar la humedad y agitar las ramas encima del jardín. Los maizales infinitos del lado oeste de la carretera y hacia el norte parecían suspirar en un lenguaje sedoso.
Los muchachos estaban sentados sobre los escalones de piedra y los bordes de los macizos de flores -tía Lena había adornado una hectárea de jardín con flores en los puntos estratégicos-, mientras que los adultos formaban un círculo, con los platos sobre las rodillas o encima de los anchos brazos de sus sillones de madera. El tío Henry había traído un barrilito de su cerveza de confección casera, y las jarras habían sido enfriadas en la nevera que se hallaba en el garaje.
Las voces eran una mezcla tan familiar a los oídos de Dale que no podía imaginarse que alguna vez todas o algunas de ellas no hubiesen sonado como una música de fondo: la risa entre dientes y el tono excitado, de Kev, la lenta ironía de Harlen, que hacía que todos se mondasen de risa, los apartes a media voz de Mike, el habla rápida y estridente de Lawrence, como si tuviese que hablar deprisa para que le oyesen, y los raros comentarios de Duane. Las voces de los adultos también le resultaban familiares: la gangosa de tío Henry cuando contaba que el mes pasado había encontrado un adorno de capó de Pierce Arrow de 1928 en los pastos de atrás, señal inequívoca de que algún gángster había ido a la Cueva de los Contrabandistas donde habría tenido un mal fin; la risa ronca de tía Lena, el sonido más sensual y singularmente humano que Dale había oído jamás; las voces de su madre y de su padre, suaves como la brisa que acariciaba los árboles, la del padre más relajada que de costumbre cuando contaba historias graciosas de la vida en la carretera; la risita de adolescente de la mamá de Harlen, que brotaba excitada como si hubiese bebido demasiado o le pareciese, como a Lawrence, que tenía que darse prisa para que la escuchasen.
Los cuchillos trazaban dibujos de un rojo pálido sobre los platos de papel. Todos se levantaban para repetir, casi todos ellos por segunda vez. La gran ensaladera se estaba vaciando; las mazorcas envueltas en papel de estaño sobre la barbacoa iban desapareciendo; el tío Henry reía y bromeaba al poner más bistecs en la parrilla e irradiaba satisfacción con su delantal de «Come "N" Get It», y con un largo tenedor en la mano.
Después de la cena, los muchachos comieron los pasteles de ruibarbo y de chocolate que quisieron.
El tío Henry y la tía Lena habían ido mejorando su casa con los años, siempre pasando de un proyecto al siguiente: Dale recordaba una casa de madera de cuatro habitaciones, cuando había venido de Chicago, a los seis años, para el entierro de su abuela. Ahora la casa era de ladrillos, con cuatro dormitorios en la primera planta y un sótano completo. Tío Henry había añadido el garaje durante el primer año de estancia de los Stewart en Elm Haven; Dale recordaba que había jugado en su armazón de madera, mientras el tío Henry colocaba los bloques hasta la altura adecuada. Ahora el garaje era muy grande -cabían en él tres coches y otros vehículos- y estaba construido en el lado sur de la baja colina sobre la que se alzaba la casa, de manera que se podía pasar directamente del garaje al taller del sótano, mientras que el terrado de encima de él daba a la espaciosa habitación de invitados y al dormitorio aún más grande de los dueños.
A los chicos les gustaba el terrado por las tardes, y sabían que más pronto o más tarde los adultos se levantarían del patio de piedra y subirían allá arriba. Grande como una pista de tenis -aunque nadie del grupo, salvo Dale y Duane, había visto nunca una pista de tenis- y sobre varios niveles de plataformas, pasadizos y peldaños, el terrado tenía vistas a la carretera y a los campos del señor Jonson por el oeste; hacia el sur se podía ver el camino de entrada, la piscina que había construido el tío Henry, el bosque e incluso el cementerio del Calvario cuando los árboles empezaban a perder hojas en otoño; hacia el este se veía el granero y el corral desde el nivel del henil, y Dale se imaginaba siempre en el papel de caballero medieval, observando desde las murallas y viendo el laberinto de pocilgas, depósitos de forraje, tuberías, gallineros y corrales como las almenas de un mundo fortificado.
Había más sillones Adirondack en el terrado, muebles macizos y extrañamente cómodos hechos con tablas de madera, que cada invierno confeccionaba el tío Henry en su taller del sótano; pero los muchachos optaban siempre por las hamacas. Había tres en la plataforma del sur: dos sobre soportes de metal y otra colgada de los postes que sostenían las luces de seguridad que iluminaban el camino de entrada, cinco metros más abajo. Los primeros en llegar, Lawrence, Kev y Mike, se amontonaron en esta hamaca, balanceándose peligrosamente sobre la baranda. Las madres no querían verles allí y los padres les advertían del peligro levantando la voz; pero hasta ahora nadie se había caído… aunque el tío Henry juraba que una noche de verano se había dormido en aquella hamaca, que a la mañana siguiente le había despertado Ben, el gallo más grande, que había dado un paso hacia lo que creía que era el cuarto de baño y había ido a parar sobre unos sacos de Purina amontonados en la parte de atrás de la camioneta aparcada allí abajo.
Subieron a las hamacas y se mecieron, y charlaron y se olvidaron completamente de que habían pensado volver a trabajar un poco más en la Cueva de los Contrabandistas. En todo caso, era demasiado tarde. El cielo conservaba todavía un pálido color azul pero se veían varias estrellas, y la línea de árboles al sur del estanque se había convertido en una silueta negra. Las luciérnagas empezaban a centellear sobre aquel oscuro telón de fondo. Alrededor del estanque y más abajo, las ranas y las rubetas iniciaron su triste coro. Las golondrinas aleteaban invisibles en el granero, y en alguna parte del bosque ululó un búho.
La llegada de la noche convirtió las conversaciones de los adultos en el patio de atrás en un amigable murmullo, e incluso el parloteo de los chicos se hizo más lento y acabó por cesar del todo; sólo se oían los chasquidos de las cuerdas de las hamacas y los sonidos nocturnos en la colina, mientras el cielo se llenaba de estrellas.
El tío Henry había apagado las luces automáticas de seguridad y no había encendido las lámparas de mesa; Dale se imaginó que estaban en la cubierta de popa de un barco pirata, bajo un cielo nocturno tropical. Las hileras de plantas de maíz del otro lado de la carretera hacían un ruido suave, muy parecido al susurro de la estela de un barco. Dale lamentó no tener un sextante. Aún sentía en la piel el calor del sol; tenía las mejillas y el cuello bronceados, y le dolían los brazos y las piernas del exceso de ejercicio.
– Mirad -dijo Mike en voz baja-. Un satélite. – Todos estiraron el cuello en las hamacas. El cielo se había ennegrecido perceptiblemente en la última media hora; se distinguía fácilmente la Vía Láctea, lejos de las luces de la ciudad, y algo se movía entre las estrellas. Una luz demasiado alta y demasiado rápida para ser un avión.
– Probablemente Eco -dijo Kevin, con su tono profesional.
Les contó todo lo referente a la gran esfera reflectante que Estados Unidos iba a poner en órbita para hacer rebotar ondas de radio alrededor de la curva de la Tierra.
– No creo que ya hayan lanzado el Eco -dijo Duane con el acento tímido que usaba cuando era el único que conocía los hechos-. Me parece que proyectan lanzarlo en agosto.
– Entonces, ¿qué es? -dijo Kevin.
Duane se subió las gafas sobre la nariz y miró al cielo.
– Si es un satélite, probablemente será Tiros. Eco será muy brillante, tan brillante como una de esas estrellas. Tengo muchas ganas de verlo.
– ¿Por qué no volvemos a casa de tío Henry en agosto? -preguntó Dale-. Podríamos observar a Eco y cavar un poco en la Cueva de los Contrabandistas.
Todos estuvieron de acuerdo. Entonces dijo Lawrence:
– ¡Mirad! Está desapareciendo.
Se extinguía la luz del satélite. Durante un momento, observaron en silencio cómo se alejaba.
– Me pregunto si algún día podremos enviar gente allá arriba -dijo
– Los rusos están trabajando en ello -observó Duane desde las profundidades de la hamaca que tenía en exclusiva.
Dale y Harlen estaban sentados frente a él.
– Ah, los rusos… -gruñó Kevin-. Les daremos sopa con honda.
Duane, que parecía un oscuro bulto, cambió de posición, golpeando el suelo con las bambas.
– No lo sé. Nos sorprendieron con el Sputnik, ¿os acordáis?
Dale se acordaba. Recordaba que había estado observándolo en el patio de atrás una noche de octubre, hacía tres años. Había sacado la basura y sus padres habían salido al oír por la radio la hora en que posiblemente pasaría el satélite ruso. Lawrence, que todavía estudiaba primero en el colegio, estaba durmiendo en el piso de arriba. Dale y sus padres estuvieron mirando a través de las ramas casi desnudas, hasta que aquella lucecita se movió entre las estrellas. «Increíble», había murmurado el padre de Dale, aunque éste nunca supo si se refería a que por fin la humanidad había colocado un objeto en el espacio, o a que habían sido los rusos quienes lo habían logrado.
Observaron el cielo durante un rato. Fue Duane quien rompió el silencio.
– Vosotros habéis seguido a Van Syke, a Roon y a los otros, ¿no es cierto?
Mike, Kevin y Dale intercambiaron unas miradas. Dale se sorprendió al advertir que se sentía culpable, como si se hubiese mostrado remiso o hubiese faltado a una promesa.
– Bueno, empezamos, pero…
– Está bien -dijo Duane-. En cierto modo era una tontería. Pero yo he descubierto algunas cosas de las que quisiera hablaros. ¿Podríamos vernos mañana, a la luz del día?
– ¿Qué os parece la Cueva? -dijo Harlen.
Todos protestaron con abucheos.
– Yo no volveré allí -dijo Kev-. ¿Qué os parece el gallinero de Mike?
Mike asintió con la cabeza. Duane mostró su conformidad.
– ¿A las diez? -dijo Dale.
Entonces habrían terminado ya las películas de dibujos que Lawrence y él veían los domingos por la mañana: Heckle y Jeckle, Ruff y Reddy.
– Más tarde -dijo Duane-. Mañana por la mañana tengo que hacer algunas cosas. ¿Qué os parece a la una, después de la comida?
Todos estuvieron de acuerdo, salvo Harlen.
– Yo tengo algo mejor que hacer -dijo.
– Seguro que sí -dijo Kevin-. ¿Vas a pedirle a Michelle Staffney que te ponga un autógrafo en la escayola?
Esta vez los adultos tuvieron que acercarse para que cesaran las carcajadas y los golpes.
Duane disfrutó durante el resto de la velada. Se alegraba de haber retrasado la explicación de sus investigaciones sobre la Campana Borgia, y en especial de las revelaciones de la señora Moon, cuando los chicos y los mayores empezaron a hablar de estrellas, de viajes espaciales y de lo que sería vivir allá arriba; habían transcurrido horas mientras charlaban y contemplaban el cielo nocturno. Dale había comunicado a su padre la idea de una reunión para observar el Eco en agosto, cuando sería visible el gran satélite, y tío Henry y tía Lena lo habían aprobado inmediatamente. Kevin prometió traer un telescopio y Duane ofreció también el suyo, de confección casera.
La reunión empezó a disolverse a eso de las once, y Duane se preparó para volver andando a casa -sabía que el viejo no llegaría hasta primeras horas de la mañana-, pero el padre de Dale insistió en llevarle en su vehículo los dos kilómetros y medio hasta su casa. Fueron apretados hasta que dejaron a Duane delante de la puerta de su cocina.
– Esto está muy oscuro -dijo la señora Stewart -. ¿Crees que tu padre se habrá acostado ya?
– Probablemente -dijo Duane.
Se consideró un idiota por no haberse acordado de dejar una luz encendida.
El señor Stewart esperó a que hubiese encendido la de la cocina y saludado desde la ventana. Duane se quedó mirando cómo se alejaban las luces rojas de atrás por el camino.
Aunque pensó que se estaba comportando como un paranoico, registró la primera planta y cerró la puerta de atrás antes de bajar al sótano. Se quitó la ropa y tomó una ducha, pero en vez del pijama se puso un viejo pantalón de pana, una camisa de franela remendada pero limpia, y se calzó las zapatillas. Estaba cansado después de la larga jornada, pero su mente permanecía muy activa y pensó en escribir durante un rato. En todo caso, como la puerta estaba cerrada, tendría que esperar al viejo. Conectó la radio con WHO de Des Moines y empezó a trabajar.
O trató de trabajar. Sus notas y apuntes le parecieron infantiles y vanos. Se preguntó si no sería mejor escribir un relato completo. Pero no, no estaba preparado para esto. Con el tiempo de que disponía, no podría escribir un relato completo hasta el año próximo, lo más pronto. Duane miró sus libretas llenas de apuntes sobre personajes, ejercicios de descripción de acciones en los que imitaba los estilos de varios escritores -Hemingway, Mailer, Capote, Irwin Shaw-, sus héroes. Volvió a guardarlo todo en su escondite y se tumbó en la cama, apoyando las zapatillas en los pies de hierro. La cama le había quedado pequeña durante el pasado invierno, y tenía que dormir en diagonal, con los pies contra la pared, o encoger las piernas. Todavía no se lo había dicho al viejo. De momento, no podía permitirse comprar una cama. Duane sabía que había otra cama sin utilizar en la segunda planta, pero era la que habían usado su padre y su madre cuando ella estaba viva. No quería pedirla.
Contempló fijamente el techo y pensó en la señora Moon y la Campana, y en la increíble trama de hechos, fantasías, sugerencias e inferencias que representaba todo aquello. El tío Art lo había visto en líneas generales. ¿Qué habría pensado si hubiese conocido los sucesos de enero de 1900? Duane se preguntó si debía ocultarlo a los otros muchachos.
«No, tenían derecho a saberlo. Lo que ocurriese les ocurriría también a ellos.»
Estaba a punto de dormirse cuando oyó llegar la camioneta del viejo por el camino de entrada.
Subió soñoliento la escalera, cruzó la oscura cocina y abrió la puerta de tela metálica. Había bajado la mitad de la escalera del sótano cuando se dio cuenta de que podía oír todavía el motor de la camioneta; el ruido del cilindro que fallaba era inconfundible. Duane volvió a subir y se dirigió a la puerta.
La camioneta estaba aparcada en medio del patio, con la portezuela del conductor abierta y los faros todavía encendidos. La luz de la cabina también estaba encendida, y Duane pudo ver que la camioneta estaba vacía.
De pronto sonó un estruendo en el granero, y Duane dio un paso atrás en la cocina. Observó que la cosechadora mecánica salía zumbando por la puerta grande del sur, con su suplemento delantero de nueve metros desplegado, como la pala de un bulldozer con afiladas extensiones. Duane vio el resplandor del faro reflejándose en los rodillos y las cadenas, y se dio cuenta de que el viejo no había vuelto a colocar las rojas planchas de metal sobre las ocho unidades.
Pero había abierto la puerta de los campos del sur, advirtió Duane, cuando la enorme máquina pasó por delante del corral y se metió entre el maíz. Vio brevemente a su padre como una silueta en la cabina abierta -el viejo odiaba las cabinas cerradas con cristales y utilizaba una de las cosechadoras viejas y abiertas- y la máquina se adentró en el maizal.
Duane se puso furioso. No era la primera vez que el viejo venía borracho a casa y trataba mal la camioneta, pero nunca había estropeado una máquina agrícola. Una nueva cosechadora o una unidad de recogida para el tractor costarían una fortuna.
Duane corrió por delante del corral en zapatillas, tratando de hacerse oír sobre el zumbido de la máquina. Fue inútil. La cosechadora se metió en la primera hilera de maíz del campo y se dirigió hacia el sur. Las plantas sólo tenían medio metro de altura y todavía no había mazorcas en ellas, pero el mecanismo de recolección no lo sabía. Duane se puso aún más furioso cuando vio cómo se doblaban y rompían los tiernos tallos, guiados después por las ocho puntas de la cosechadora hacia las cadenas que los llevaban hacia los largos rodillos de metal. Las cadenas cargadas introducían los tallos entre los rodillos, que habrían desgranado las mazorcas de haber habido alguna.
El aire se llenó de polvo y de briznas de tallos de maíz al girar la cosechadora hacia la derecha y luego hacia la izquierda, y avanzar después directamente dentro del campo abriendo un camino de nueve metros de anchura entre las plantas. Duane cruzó corriendo la puerta abierta de la valla y siguió a la máquina, gritando y agitando los brazos. El viejo no se volvió a mirar atrás.
La enorme máquina estaba casi doscientos metros dentro del campo cuando se detuvo de pronto. El motor se paró. Duane hizo una pausa para recobrar aliento, imaginándose al viejo doblado sobre el volante y llorando por la frustración, cualquiera que fuese el motivo que le hubiese impulsado a hacer aquello.
Duane respiró hondo y avanzó trotando hacia la ahora silenciosa máquina.
Las luces sobre la cabina estaban apagadas y la portezuela abierta, pero la luz interior había sido rota y en la cabina no había nadie. Duane se acercó despacio, sintiendo los afilados tallos debajo de sus zapatillas; subió a la pequeña plataforma del lado izquierdo de la cabina.
Nada.
Duane miró hacia el campo. El maíz llegaba poco más arriba de la rodilla de un hombre, pero se extendía hacia los oscuros límites, más de ochocientos metros en cada dirección, salvo la del granero. El destrozo producido por la cosechadora era bastante obvio, incluso a la débil luz de las estrellas. El farol del corral parecía tan lejano como los propios astros en lo alto.
El corazón de Duane había estado palpitando durante la carrera y ahora aceleró de nuevo su ritmo. Se apoyó en la barandilla metálica de la plataforma y miró hacia abajo, casi esperando ver la forma de un hombre entre las plantas, en el sitio donde había caído el viejo.
Nada.
Las plantas estaban muy cerca unas de otras; las hileras ya no podían distinguirse, al entrecruzarse las hojas de las plantas. Duane sabía que dentro de pocas semanas el maíz llegaría a la altura del hombro y sería como un monolito.
Pero ahora tenía que poder ver al viejo. Pasó a la parte de delante de la plataforma, mirando al frente y hacia el lado derecho de la cosechadora, hasta el máximo que podía alcanzar.
– ¿Papá?
Su voz sonó muy débil. Duane llamó de nuevo.
No obtuvo respuesta. Ni siquiera un susurro de los tallos del maíz que le indicase la dirección que había seguido el viejo.
Se oyó un ruido delante del granero y Duane pasó a la parte de atrás de la plataforma y vio la camioneta. Entonces se perdió de vista detrás de la casa, reapareció delante de ésta y se alejó por el camino de entrada. Las luces seguían apagadas, y la portezuela abierta. Parecía una película proyectada a la inversa. Duane empezó a gritar, pero se dio cuenta de que era inútil; observó en silencio cómo llegaba la camioneta al final del largo camino y desaparecía por la Seis del condado, con las luces aún apagadas.
«No era el viejo.» Esta idea fue como un jarro de agua fría en la espalda.
Duane se metió en la cabina y se sentó en el alto asiento. Llevaría de nuevo la maldita máquina a la casa.
No encontró ninguna llave. Cerró los ojos, tratando de recordar todas las modificaciones que había hecho su padre en el sistema de encendido de aquella cosa. De todos modos, probó el estárter. Nada. La cosechadora no arrancaría sin la llave que guardaba el viejo colgada de un clavo en el granero.
Duane pulsó un interruptor para encender los faros; consumiría rápidamente las baterías, pero iluminaría sesenta metros del campo como en plena luz del día.
Nada. Entonces recordó; la llave tenía que estar puesta.
Volvió a la plataforma, sintiendo el sudor en el semblante, respirando lenta y profundamente para tranquilizarse. El maíz que había parecido tan corto hacía pocas horas ahora daba la impresión de que era lo bastante alto para ocultar cualquier cosa. Sólo el sendero de tallos aplastados, de nueve metros de anchura, que serpenteaba detrás de la cosechadora, ofrecía un camino claro para volver al granero.
Pero Duane no estaba todavía preparado para seguirlo.
Pasó a una cornisa de metal detrás de la cabina y se encaramó encima del vacío depósito de grano. La cubierta metálica crujió un poco bajo su peso. Duane se inclinó, encontró un agarradero y subió sobre el techo de la cabina. Desde una altura de tres metros y medio, el campo era una masa negra que se extendía hasta el fin del mundo. Los pastos del oeste estaban a ochocientos metros a su derecha; la línea negra del bosque del señor Johnson, a unos cientos de metros delante de él. A su izquierda, el maizal se extendía cuatrocientos metros hacia la carretera donde había oído desaparecer la camioneta. Pudo ver las luces de la casa de campo de tío Henry a un par de kilómetros al sudeste.
Sopló un ligero viento, y Duane se estremeció y se abrochó los botones superiores de la camisa. «Me quedaré aquí. Ellos creerán que voy a volver andando, pero me quedaré aquí.» Mientras pensaba esto, se preguntó quienes serían «ellos».
De pronto se produjo un ligerísimo movimiento en el maíz, y Duane se inclinó hacia delante para observar algo que se movía, que se deslizaba entre los bajos tallos. No había otra palabra para expresar lo que veía: algo largo y grande se deslizaba entre el maíz, haciendo poco más que un susurro sedoso. Estaba a unos quince metros de distancia, y sólo el ligero movimiento de los tallos marcaba el sitio por el que pasaba.
Si hubiese estado en el mar habría pensado que un delfín estaba nadando junto al barco, rompiendo de vez en cuando la superficie del agua con el suave brillo de su espalda.
La luz de las estrellas se reflejó en algo que se deslizaba sobre el nivel de los tallos del maíz y después debajo de él, pero el resplandor húmedo que veía Duane parecía producido por la luz de las estrellas sobre escamas, más que sobre piel.
Cualquier idea de que pudiese ser el viejo quien estaba allí, dando traspiés entre el bajo maíz, se extinguió al observar el rastro que dejaba aquella cosa, arrastrándose en un gran círculo, en sentido contrario al de las agujas de un reloj y más deprisa de lo que podía caminar un hombre. Duane tuvo la impresión de una serpiente gigantesca moviéndose a través del campo; una cosa con un cuerpo tan grueso como el suyo, pero muchos metros más largo.
Duane emitió un sonido que era como una risa ahogada. Esto era una locura.
Aquella cosa que se movía entre el maíz había trazado un cuarto de círculo alrededor de la cosechadora, cuando llegó a la zona desnuda donde la máquina había hecho su estropicio.
El surco giró tan suavemente como un pez al haber estirado todo el sedal, volvió atrás y empezó a dirigirse hacia el sur, a lo largo de la misma cuerda invisible. Duane oyó un ruido y pasó al borde opuesto del techo. Algo igualmente largo y silencioso se deslizaba entre el maíz en el lado oeste de la máquina. Y al observarlo, se dio cuenta de que aquel movimiento circular se acercaba un par de palmos cada vez que aquellas cosas llegaban al final del trayecto.
«Oh, mierda», gimió Duane con un tono que parecía de oración. Se quedaba definitivamente en la cosechadora. Si hubiese echado a andar de vuelta a la casa cuando parecía lógico, aquellas cosas ahora se estarían deslizando a su lado.
«Esto es una locura.» Intentó reprimir esta línea de pensamiento. Era una locura, algo imposible…, pero sucedía. Sintió el frío metal de la cosechadora debajo de los antebrazos y de las palmas de las manos, olió el aire fresco y el olor de la tierra húmeda, y comprendió que por imposible que fuese, aquello era real. Tenía que enfrentarse a lo que sucedía y no empeñarse en negarlo.
La luz de las estrellas resplandeció sobre algo largo y resbaladizo, al moverse adelante y atrás aquellas cosas como serpientes-babosas, en su interminable circuito. Duane pensó en una lamprea que había capturado una vez en el río Spoon, pescando con tío Art. Aquel animal había sido todo boca y círculos de dientes descendiendo hacia unas agallas rojas, esperando a poder echarse sobre algo y sorberle los fluidos vitales. Duane había tenido pesadillas durante un mes. Esperó mientras las cosas se cruzaban en su marcha de centinelas, con sólo un ligero susurro y un atisbo de movimiento indicando su situación.
«Me quedaré aquí hasta la mañana.» Y después, ¿qué? Duane sabía que aún no era medianoche. ¿Qué haría si duraba las cinco horas hasta el amanecer? Tal vez aquellas cosas se marcharían con la luz del día. En caso contrario podía plantarse sobre el techo de la máquina, emplear la camisa como bandera y hacer señales al tráfico de la Seis del condado. Alguien le vería.
Duane pasó de la cabina al depósito de grano, mirando hacia detrás de la cosechadora. No había nada cerca de allí. Si el movimiento se aproximaba a la máquina, saltaría sobre el techo en un segundo.
Sonó un ruido a lo lejos, en el camino de entrada; el ruido de un vehículo en marcha, todavía con las luces apagadas.
«¡Era el viejo que volvía!»
Duane se dio cuenta de que el sonido del motor era diferente en el mismo instante en que vio el camión bajo la luz del corral.
Rojo. Costados altos. Cabina en mal estado.
El camión de recogida de animales muertos pasó por delante del corral y cruzó cuidadosamente la puerta de la valla del campo.
Duane saltó sobre el techo de la cabina y tuvo que sentarse para que le pasaran las súbitas náuseas. «¡Oh, maldita sea!»
El camión rodó cien metros dentro del campo, siguiendo la pista del maíz aplastado, y entonces se detuvo, después de colocarse en diagonal sobre aquella franja, como para cerrar el paso. Todavía estaba a casi cien metros de distancia, pero Duane percibió el olor de los animales muertos en la caja del camión, al soplar la brisa del nordeste.
«Quédate ahí, quédate ahí», ordenó mentalmente al camión.
Y se quedó donde estaba; pero al resplandor lejano de la luz del corral, Duane pudo ver movimiento en la parte de atrás del vehículo. Unas formas pálidas descendieron de los altos costados o saltaron de detrás del camión y avanzaron en dirección a la cosechadora.
Duane golpeó el techo de la cabina con los puños. Cuando aquellas formas se colocaron entre él y la luz lejana, pudo ver que eran humanas. Pero se movían de una manera extraña, casi dando bandazos. Había una, dos…, contó seis.
Duane se metió dentro de la cabina y buscó detrás del asiento la caja de herramientas que el viejo guardaba allí. Introdujo un destornillador de un palmo debajo del cinturón y cogió la herramienta más grande y pesada que había: una llave inglesa de treinta y cinco centímetros. Con ella en la mano, volvió a la plataforma.
Aquellas cosas resbaladizas se estaban acercando; ahora se hallaban a menos de diez metros de la cosechadora. Las seis figuras avanzaban por el camino abierto por la máquina. Duane sólo podía ver cuatro pero estaban muy a oscuras sin la luz detrás de ellas. Se hallaban a menos de veinte metros.
– ¡Socorro! -gritó Duane-. ¡Auxilio! -Voceaba en dirección a la casa del tío Henry, que estaba a más de un kilómetro y medio de distancia-. Por favor, ¡ayudadme!
Calló. Su corazón palpitaba con tal fuerza que estuvo seguro de que le saltaría del pecho si no se calmaba.
«Escóndete en el depósito de grano.» No. Se tardaba demasiado en levantar la tapa y no tenía un sitio donde esconderse.
«Lánzales una descarga eléctrica.» Su corazón latió esperanzado. Se puso de rodillas y hurgó debajo del pequeño tablero de instrumentos. Había una maraña de cables que se introducían en el eje del volante, modificados todos ellos y montados de nuevo por el viejo. Sin luz, Duane no tenía manera de ver los colores de las envolturas aislantes para saber cuáles correspondían al encendido, y cuáles a los ventiladores, las luces u otras cosas parecidas. Tiró de cuatro de ellos al azar, mordió la envoltura aislante en los extremos y empezó a empalmarlos rápidamente. La primera combinación no dio resultado. Tampoco la segunda. Dejó de mirar la tercera y se inclinó fuera de la cabina al oír ruido de pisadas.
Las formas humanas estaban a menos de seis metros de la parte de atrás de la cosechadora.
Las dos más próximas parecían hombres… el más alto podía ser Van Syke. La tercera forma daba la impresión de ser una mujer envuelta en harapos o en una mortaja; arrastraba jirones detrás de ella. Duane pestañeó al darse cuenta de que la luz de las estrellas que incidía en los pómulos parecía reflejarse sobre huesos descarnados.
Otras tres figuras se habían metido entre el maíz. La más próxima era más baja que las otras y llevaba un sombrero de campaña que ocultaba las facciones con su sombra.
Duane suspiró y salió a la plataforma, blandiendo la llave inglesa. Al menos eran seis.
Saltó por encima de la barandilla y avanzó hacia la larga pala, tambaleándose en la estrecha barra de soporte. Ocho de las unidades de recogida brillaban fríamente; los largos rodillos y las cadenas reposaban en el suelo, como hocicando los tallos donde se había alimentado la máquina.
Los peldaños de metal resonaron detrás de él al subir alguien a la plataforma. Una sombra pasó por el lado derecho de la cosechadora, todavía a unos metros de distancia. El hedor del camión de recogida de animales muertos era más fuerte que nunca.
Duane esperó a que las cosas que se deslizaban entre el maíz se hubiesen cruzado y estuviesen en el punto más lejano de su trayecto. «¡Ahora!»
Saltó sobre las recogedoras del maíz, aplastando tallos al caer y rodar sobre el blando suelo; se levantó y echó a correr, sintiendo que el destornillador le había arañado el vientre, pero sin soltar la llave inglesa.
Las plantas de maíz castañetearon a su derecha y a su izquierda al volverse aquellas cosas parecidas a lampreas y arrastrarse en su dirección. Detrás de él sonaron pisadas sobre peldaños de metal, y otras aplastando tallos.
Duane corría como jamás se hubiera imaginado capaz. La línea de árboles del bosque del señor Johnson estaba directamente delante de él; podía ver las luciérnagas que centelleaban como ojos brillantes.
Algo pasó por su derecha, trazando un surco de tallos de maíz doblados delante de él. Duane se tambaleó, trató de detenerse y a punto estuvo de caer sobre aquello.
En una ocasión, el viejo y él habían ayudado al tío Art a llevar una alfombra enrollada a la nueva casa de un amigo. Debía de tener diez metros de largo y casi uno de alto cuando estaba enrollada. Pesaba una tonelada. Aquella cosa que Duane tenía delante, entre el maíz, aún era más larga.
Duane vaciló cuando aquella cosa se volvió hacia él. Había permanecido a un nivel más bajo que el maíz, porque se deslizaba excavando el suelo húmedo, como una lombriz gigante. Ahora sacó la cabeza y la luz de las estrellas resplandecía sobre los dientes.
«Como si fuese una lamprea.»
Aquella cosa avanzó contra Duane como un perro guardián lanzándose al ataque. El hurtó el cuerpo como un torero, y descargó la llave inglesa con una fuerza capaz de romper un cráneo.
La cosa no tenía cráneo. La llave rebotó sobre una piel gruesa y húmeda. «Es como golpear un cable subterráneo», pensó Duane al hundirse nuevamente aquellas fauces debajo del suelo y arquearse la espalda como una serpiente de mar, bajo el resplandor de las estrellas. Duane pensó en la piel viscosa de un bagre.
Se oyeron unas rápidas pisadas y el ruido de tallos al romperse a doce pasos detrás de él.
El Soldado. Levantando y alargando las pálidas manos.
Duane dio una ágil media vuelta y arrojó la pesada llave inglesa. El hombre del uniforme no trató de agacharse. Voló el sombrero de campaña y sonó un ruido sordo y angustioso al chocar la llave contra el hueso.
La figura no se detuvo ni se tambaleó. Tenía los brazos extendidos y los dedos retorcidos como gusanos. Alguien más, una figura alta y oscura, se movía hacia la derecha de Duane. Un tercer personaje corrió hacia delante para cerrar el camino a Duane. Y hubo más movimiento en las sombras.
Duane sacó el destornillador del cinto, se agachó y se volvió hacia la izquierda, tratando de no asomar por encima del maíz. Giró al producirse un movimiento debajo y detrás de él, y saltó hacia la derecha.
Pero no lo bastante aprisa. La cosa había salido, rozó la pierna izquierda de Duane y se sumergió de nuevo en el suelo.
Duane rodó entre el maíz, y cuando trataba de ponerse en pie sintió un hormigueo en la pierna izquierda, como si alguien le hubiese aplicado una corriente eléctrica. Tambaleándose y blandiendo todavía el destornillador como un cuchillo, se apoyó en la pierna derecha y miró hacia abajo.
Algo se había llevado un trozo tan grande como una mano, de la pantorrilla izquierda. Había un agujero irregular en el pantalón de pana, y otro aún más irregular en la carne. Duane tragó saliva al darse cuenta de que podía ver allí tejido muscular al descubierto. La sangre parecía negra a la luz de las estrellas.
Brincando sobre una pierna, sacó el pañuelo del bolsillo y lo ató fuertemente alrededor de la otra pierna, por debajo de la rodilla. Más tarde pensaría en esto.
Empezó a cojear en dirección a la línea oscura del bosque lejano.
Un súbito remolino en los tallos delante de él le hizo volverse a la izquierda, hacia la carretera del condado.
Tres figuras le estaban esperando. Duane vio la pálida luz brillando sobre dientes. El personaje más bajo, el Soldado, avanzó como si estuviese encima de una plataforma con ruedas y arrastrada por un cable; rígidamente en pie, casi sin mover las piernas, aquel ser se dirigía contra Duane en línea recta.
Duane no intentó correr. Al estirarse los dedos blancos en busca de su cuello, Duane lanzó lo que era en parte un gruñido y en parte un alarido, bajó la cabeza y clavó el destornillador en el vientre cubierto de tela caqui del hombre. La herramienta penetró con la misma facilidad con que lo hubiera hecho un cuchillo en un melón, hundiéndose hasta el mango y pinchando algo blando y elástico en el interior.
Duane pestañeó y se echó atrás. El oscuro personaje estaba todavía en pie. Tenía las manos cerradas sobre el brazo izquierdo de Duane. Este trató de desprenderlo, pero no pudo. Rajó la mano con la punta del destornillador.
Algo pesado le golpeó la nuca y se derrumbó, pataleando, con la sangre de la pierna izquierda empapando sus pantalones y salpicándole la camisa. Las gafas salieron volando en la noche. Perdió las zapatillas y tenía los pies cubiertos de barro al lanzar furiosamente patadas contra las formas que se acercaban a su alrededor. Algo largo y húmedo se deslizó junto a su cara y se hundió en el suelo. Quiso clavarle el destornillador, pero entonces se dio cuenta de que lo habían arrancado de su mano. Había muchos dedos agarrándole de los brazos y tirando de ellos.
Eran al menos cuatro los que le sujetaban contra el suelo. Una mano huesuda, abierta sobre su cara, le apretaba la mejilla contra el barro. Duane mordió la mano y masticó una carne que sabía como pollo expuesto al sol durante una semana, la escupió y tuvo la impresión de estar royendo hueso. La mano no aflojó su presa. Vio de reojo la cara de una vieja, carcomida por la lepra y la podredumbre.
«Esto es una pesadilla», se dijo, aunque sabía que no lo era. Algo, no aquello que era como una serpiente, estaba devorando su pierna ilesa, gruñendo como un perro rabioso.
«Witt», pensó, sintiendo que la desesperación se apoderaba al fin de él como un alud, «¡ayúdame!»
Alguien se agachó cerca de su cabeza y apoyó una pesada bota en su cara, hundiéndola más en el suelo. Un tallo de maíz partido le arañó el cuero cabelludo. Sonó un ruido parecido al de un gran felino escupiendo una bola de pelo.
Otro ruido. El mundo estaba ahora rugiendo y girando a su alrededor; pero, aunque Duane estaba a punto de perder el conocimiento y una parte recóndita de su mente reconocía que aquello era fruto de la impresión y del miedo más que de la pérdida de sangre, identificó parte de aquel estruendo.
La cosechadora se había puesto en movimiento. Avanzaba hacia él en la oscuridad. Podía oír cómo eran cortados los tallos y arrastrados dentro de las abiertas fauces de los rodillos trituradores. Pero el aire estaba lleno de un hedor a podredumbre que luchaba contra el olor de las plantas recién cortadas.
Duane intentó levantarse, pataleó, mordió, trató de liberar una de sus manos para herir o arañar las formas oscuras y pesadas que le sujetaban contra el suelo. La bota apretaba su cara con más fuerza que antes. Duane sintió que se rompía uno de sus pómulos, pero no cesó en su enloquecido esfuerzo por levantarse, por luchar contra aquellas cosas, por ponerse en pie.
Hubo un súbito movimiento, un cambio en el hedor que le envolvía, una visión fugaz de las estrellas, y entonces el ruido y la masa de la cosechadora lo llenaron todo.
En el instante en que la bota se apartó de su sien, Duane levantó la cara del fango. Hubo un terrible desgarramiento en sus piernas; una fuerza irresistible lo levantó y lo volvió, tiró de él hacia el vórtice que podía sentir en todas las fibras de su cuerpo; pero durante aquella fracción de segundo, aquel brevísimo instante, se sintió libre, pudo ver las estrellas y levantó la cara hacia ellas, incluso mientras era sumergido en la oscuridad que rugía debajo de él y a su alrededor.
En Elm Haven, Mike O'Rourke se había quedado dormido en la habitación de Memo, sentado en el sillón tapizado junto a la ventana y con un bate de béisbol sobre las rodillas. Le despertó un súbito ruido.
En el extremo sur de la población, Jim Harlen salió de su pesadilla y se volvió de cara a la ventana. La habitación estaba a oscuras. Le dolía el brazo, desde el hueso hasta la piel, y tenía un sabor horrible en la boca. Se dio cuenta de que era un ruido lejano pero fuerte lo que le había despertado.
Kevin Grumbacher estaba soñando cuando algo le hizo incorporarse en la cama y jadear en la oscuridad estéril de su habitación. Algún ruido le había despertado. Kevin escuchó, pero sólo pudo oír el fuerte zumbido del acondicionador de aire central en las rejillas de ventilación. Entonces volvió a sonar el ruido. Y se repitió.
Dale se despertó sobresaltado, como hacía cuando se estaba durmiendo y soñaba que se caía. El corazón le palpitó como si estuviese ocurriendo algo terrible. Pestañeó en la penumbra del dormitorio y miró hacia la lamparilla. Sintió movimiento en la cama contigua y que los dedos calientes de Lawrence tiraban de la manga de su pijama, preguntando qué pasaba de malo.
Dale apartó la colcha a un lado, preguntándose qué le había asustado y despertado, cuando todavía pestañeaba en la oscuridad.
Entonces sonó de nuevo. Un ruido terrible, grave, resonando en los confines del cerebro de Dale. Miró a Lawrence y vio que su hermano se tapaba los oídos y le miraba con los ojos muy abiertos.
«Él también lo oye.»
Sonó de nuevo. Una campana…, más fuerte, más grave, más terriblemente resonante que cualquiera de las campanas de iglesia de Elm Haven. El primer tañido le había despertado. El segundo resonó y se extinguió en la húmeda oscuridad. El tercero hizo que Dale se estremeciese, se tapase también los oídos y se metiese entre las sábanas, como si pudiese ocultarse de aquel sonido. Esperó que su padre y su madre entrasen corriendo en la habitación, que los vecinos gritasen; pero no hubo más ruido que el de la campana ni más reacciones que las de su hermano y él, atemorizados por aquel sonido espantoso.
Pareció que la gran campana estaba con ellos en la habitación al dar la cuarta campanada y tañer otra vez, y otra y otra, implacablemente, hasta las doce de la medianoche.