31

Dale se estaba cansando de la fiesta y se disponía a marcharse solo cuando vio a Mike y a Michelle Staffney que doblaban la esquina de la casa.

Hacía algunos minutos que el padre de Michelle se movía entre los invitados, preguntando a los chicos si habían visto a su hija. El médico tenía una nueva máquina Polaroid y quería tomar algunas fotos antes de que empezasen los fuegos artificiales.

En un momento dado, Dale había cruzado la cocina y había recorrido el pasillo para usar el cuarto de baño -la única parte del interior de la casa abierta a los chiquillos en aquella noche memorable- y pasó por delante de una pequeña habitación llena de libros y donde estaba encendido un televisor, sin que nadie lo mirase. La pantalla mostraba a una multitud debajo de banderas rojas, blancas y azules. Dale había prestado bastante atención a los acontecimientos mundiales, desde su visita del martes a la casa de Ashley-Montague para saber que esta noche era la penúltima de la Convención Demócrata. Dale entró y se entretuvo el tiempo suficiente para captar la esencia de lo que estaban diciendo Huntley y Brinkley: el senador Kennedy estaba a punto de ser nominado como candidato demócrata a la presidencia. Mientras Dale miraba la pantalla, un hombre sudoroso, entre la multitud, gritó por el micrófono: «¡Wyoming da los quince votos para el próximo presidente de Estados Unidos!»

La cámara mostró el número 763 superpuesto. La muchedumbre se volvió loca. David Brinkley dijo: «Wyoming ha hecho que supere la cifra necesaria.»

Dale acababa de volver al exterior cuando Mike y Michelle salieron de las sombras del patio posterior, y Michelle se reunió con un grupo de amiguitas y entró corriendo en la casa, mientras Mike miraba atribulado a su alrededor.

Dale se acercó a él.

– ¡Eh! ¿Estás bien?

No lo parecía. Estaba pálido, con los labios blancos, y tenía una fina capa de sudor sobre la frente y el labio superior. Tenía cerrado el puño derecho y temblaba ligeramente.

– ¿Dónde está Harlen? -fue todo lo que respondió.

Dale señaló un grupo de chicos donde estaba Harlen, contando su terrible accidente, diciendo que estaba trepando al tejado de Old Central por una apuesta cuando una ráfaga de viento le había hecho caer desde una altura de quince metros.

Mike se acercó y tiró bruscamente de Harlen, apartándole del grupo.

– Eh, ¿qué diablos…?

– Dámela -ordenó Mike en un tono que Dale no había oído nunca a su amigo. Éste chascó los dedos delante de Harlen-. ¡Deprisa!

– Que te dé, ¿qué? -empezó a decir Jim, visiblemente dispuesto a discutir.

Mike le golpeó con fuerza el cabestrillo, el chico hizo una mueca de dolor. Chascó de nuevo los dedos.

– Dámela. Ahora mismo.

Ni Dale ni nadie a quien éste conociese, y mucho menos Jim Harlen, se habría atrevido a desobedecer a Mike O'Rourke en aquel momento. Dale se imaginó que incluso un adulto habría dado a Mike lo que éste pedía.

Harlen miró a su alrededor, sacó la pequeña pistola del 38 de su cabestrillo y se la tendió a Mike.

Este la miró para asegurarse de que estaba cargada, y la sostuvo junto a su costado, casi casualmente, pensó Dale, de manera que nadie habría mirado dos veces su mano derecha y la pistola, a menos que supiese que la llevaba. Entonces se marchó, dirigiéndose al granero con largas y rápidas zancadas.

Dale miró a Harlen, que arqueó una ceja, y después se confundieron los dos con la multitud de chiquillos que corrían hacia el jardín de delante, donde el doctor Staffney estaba haciendo fotos con su cámara mágica, mientras algunos amigos montaban el castillo de fuegos artificiales.

Mike pasó al lado sur del granero, internándose en la sombra que allí había. Se situó junto a la pared, con la mano derecha levantada y el corto cañón reflejando la última luz de las bombillas encendidas en lo alto. Giró en redondo cuando entraron Dale y Harlen en la sombra, y entonces les hizo seña de que se arrimasen a la pared.

Mike llegó al extremo del granero, pasó alrededor de algunos arbustos, agachándose para mirar debajo de ellos, y se volvió, apuntando con la pistola al oscuro callejón. Dale miró a Harlen, recordó el relato de Jim de cuando había huido del camión de recogida de animales muertos por este mismo callejón. «¿Qué había visto Mike?»

Doblaron la esquina de atrás del granero. Un solo farol a media manzana de distancia, en el callejón, parecía acentuar incluso su oscuridad, las negras masas de follaje y las siluetas, en negro sobre negro, de otros graneros, garajes y dependencias. Mike llevaba levantada la pistola y ladeaba el cuerpo, como dispuesto a disparar hacia el norte en el callejón; pero tenía vuelta la cabeza y miraba hacia el bosque de detrás del garaje de los Staffney. Dale y Harlen se acercaron más y miraron también.

Dale tardó un minuto en ver las irregulares hileras de muescas que subían hasta la pequeña ventana situada a más de seis metros encima de ellos. Parecía como si un operario de teléfonos hubiese empleado sus botas con garfios para subir por la pared vertical de madera. Dale se volvió a mirar a Mike.

– ¿Viste al…?

– ¡Shhh!

Mike hizo un ademán, imponiéndoles silencio, y cruzó el callejón, acercándose a un alto frambueso que había al otro lado.

Dale pudo oler las frambuesas en la oscuridad al ser pisado el fruto. De pronto olió algo más… un fétido olor animal.

Mike les indicó de nuevo que se echasen atrás y entonces levantó la pistola, apuntando hacia el oscuro arbusto a la altura de la cabeza, con el brazo derecho estirado y firme. Dale oyó claramente el chasquido del percutor al ser echado atrás.

Allí había algo blanco, el pálido esbozo de una cara entre las ramas negras, y después se oyó un gruñido grave, profundo, surgido del pecho de alguna criatura grande.

– ¡Dios mío! -exclamó frenéticamente Harlen-. ¡Dispara! ¡Dispara!

Mike conservó la puntería, con el pulgar todavía en el percutor, sin que le temblara el brazo, mientras la cara blanca y la masa oscura demasiado grande y extraña para ser un ser humano se separaban del frambueso y avanzaban en su dirección.

Dale se echó atrás contra la pared de madera del granero, sintiendo el corazón en la garganta y dándose cuenta de que Harlen iba a echar a correr. Y Mike no disparaba aún.

El gruñido creció en intensidad; unas patas escarbaron la ceniza y la grava del callejón; brillaron unos dientes bajo la débil luz que allí había.

Mike separó los pies y esperó, mientras avanzaba aquella cosa.

– ¡Quietos, malditos perros! -dijo una voz quejumbrosa, surgiendo de aquella cara pálida y redonda.

La última palabra había sido pronunciada como «pegos».

– Cordie -dijo Mike, y bajó el arma.

Dale pudo ver ahora que los dientes y los cuerpos oscuros a ambos lados de Cordie pertenecían a dos perros muy grandes; uno de ellos un doberman y el otro un cruce de pastor alemán. Cordie los sujetaba con unas correas cortas que parecían de cuero sin curtir.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Mike, mirando todavía arriba y abajo en el callejón, más que a ella.

– ¿No podría yo preguntar lo mismo? -replicó Cordie Cooke.

Dale oyó la última palabra como «mizmo».

Mike hizo caso omiso de la pregunta que acababa de oír, si es que era una pregunta.

– ¿Has visto a alguien aquí? ¿A alguien… extraño?

Cordie emitió algo que parecía una risa y los dos perros la miraron rápidamente, lamiéndose el hocico, esperando a ver si debían sentirse felices con ella.

– Muchos tipos extraños andan por aquí de noche estos días. ¿Piensas en alguien en particular?

Mike se volvió, como si estuviese hablando a Dale y a Harlen tanto como a la muchacha.

– Yo estaba allá arriba -señaló con la pistola hacia la ventana encima de ellos- y vi algo al otro lado de la ventana. Alguien. Alguien muy… extraño.

Dale miró hacia el negro cristal y pensó: «,Con Michelle?» Sabía que la prioridad que daba a esta idea era una estupidez, pero de todos modos le dolía. Harlen se limitó a mirar con ceño la ventana y después a Mike, sin comprender. Dale se dio cuenta de que Harlen no había visto salir juntos de la sombra a Mike y Michelle.

– Acabo de llegar -dijo Cordie-. Yo, Belcebú y Lucifer hemos bajado a ver quién está en la fiesta de los mocosos este año.

Harlen se acercó más y miró a los perros.

– ¿Belcebú y Lucifer?

Los perros gruñeron y dieron unos pasos atrás.

– Pensaba que te habías trasladado -dijo Dale-. Pensaba que tu familia se había trasladado.

Estuvo a punto de decir «trazladado». El habla de Cordie era contagioso.

Aquel vestido que parecía un saco subió y bajó con lo que podía ser un encogimiento de hombros. Los grandes perros volvieron de nuevo la atención a su dueño… o a su dueña…, lo que fuese.

– Mi padre se largó -dijo Cordie con voz monótona-, No podía soportar aquellas malditas cosas nocturnas. Nunca sirvió para nada. Mi madre, los gemelos, mi hermana Maureen y su inútil amigo, Berk, se fueron a casa del primo Sook, en Oak Hill.

– ¿Y dónde vives tú? -preguntó Mike.

Cordie le miró fijamente, como extrañándose de que alguien pudiese pensar que era tan estúpida como para contestar a esa pregunta.

– En algún lugar seguro -dijo brevemente-. ¿Por qué me apuntabas con ese cacharro de Jimmy? ¿Creías que era una de esas cosas nocturnas?

– Cosas nocturnas -repitió Mike-. ¿Las has visto tú?

Cordie resopló de nuevo.

– ¿Por qué coño crees que abandonaron la casa mi padre, mi madre y mis hermanos? ¿Eh? Aquellas malditas cosas venían casi todas las noches, y a veces durante el día.

– ¿Tubby? -preguntó Dale con voz tensa.

«La pálida masa debajo del agua negra, los ojos abriéndose como los de un muñeco.»

– Tubby, aquel soldado, la vieja muerta y algunos otros. Había que verlos, aunque no quedaba mucho más que huesos y harapos.

Dale sacudió la cabeza. Había algo en la sencilla aceptación del loco rumbo de los acontecimientos por parte de Cordie que le daba ganas de reír entre dientes y a carcajadas, y de seguir riendo.

Mike levantó la mano izquierda, se detuvo cuando los perros se pusieron a gruñir y tocó a Cordie en el hombro. Ésta pareció sobresaltarse.

– Siento que no hayamos ido a verte -dijo él-. Hemos estado tratando de averiguar lo que pasa, corriendo de un lado a otro o luchando. Tendríamos que haber pensado en ti.

Cordie inclinó la cabeza, en actitud casi canina.

– ¿Pensar en mí? -Su voz era extraña-. ¿De qué diablos estás hablando, O'Rourke?

– ¿Dónde está tu escopeta? -preguntó Harlen.

Cordie resopló una vez más.

– Los perros son mejores que aquella vieja escopeta. La tengo, pero si aquellas cosas vienen de nuevo tras de mí, les soltaré los perros.

«Así.»

Mike había andado hacia el norte por el callejón, y ahora los otros le siguieron. Sus zapatos y las uñas de los perros crujían suavemente sobre la gravilla. Sonó una aclamación en el jardín de delante de los Staffney, pero pareció un ruido muy lejano.

– Entonces han tratado de pillarte también a ti, ¿no? -preguntó Mike.

Cordie escupió en la hierba oscura.

– Hace dos noches, Belcebú arrancó casi toda la mano izquierda a aquella cosa que había sido Tubby. Quería agarrarme.

– ¿Dónde? -preguntó Harlen. Estaba mirando por encima del hombro hacia los oscuros arbustos y el sombrío césped de ambos lados, moviendo la cabeza como un metrónomo.

Cordie no respondió.

– ¿Queréis ver algo que es más extraño que vuestro hombre de la ventana? -preguntó.

Dale creyó oír las palabras que se formaban en su mente: «No, aunque gracias de todos modos.» Pero no dijo nada. Harlen estaba demasiado ocupado mirando las sombras para poder hablar.

– ¿Dónde? -preguntó Mike.

– No está lejos. Aunque si tenéis que volver a la fiesta de la señorita Bragas de Seda, lo comprenderé.

«¿Y si no es Cordie?», pensó Dale. «¿Y si ellos la han pillado?» Pero parecía Cordie, hablaba como Cordie, olía como Cordie.

– ¿Dónde? -insistió Mike.

Se había detenido. Estaban a unos treinta metros del granero de los Staffney y todavía no habían llegado al único farol que había a lo largo de todo el callejón. Ladraban perros en muchos jardines, pero Belcebú y Lucifer hacían caso omiso de ellos, con un desdén majestuoso.

– En la vieja cooperativa del grano -dijo Cordie, después de una pausa.

Dale hizo una mueca. Los abandonados ascensores del grano estaban a menos de quinientos metros de donde se hallaban. Había que ir hasta Catton Road, cruzar la vía férrea y bajar luego por el viejo camino que había conectado el pueblo con la carretera del vertedero. Los montacargas habían sido abandonados desde que el ferrocarril de Monon había interrumpido el servicio a Elm Haven a principios de los años cincuenta.

– Yo no voy a ir allí -dijo Harlen-. Olvidadlo. No me convenceréis.

Miró por encima del hombro hacia un súbito ruido, al tirar un perro del tamaño de la cabeza de Belcebú de su correa para soltarse en uno de los patios de atrás.

– ¿Qué hay allí? -dijo Mike, guardando la pistola bajo el cinto de los tejanos.

Cordie iba a decir algo pero se interrumpió. Respiró hondo y profundamente.

– Tenéis que verlo -dijo al fin-. Yo no entiendo lo que significa, pero estoy segura de que no lo creeréis si no lo veis.

Mike miró hacia atrás, hacia el ruido de la fiesta de los Staffney.

– Necesitaremos una luz.

Cordie sacó una pesada linterna de cuatro pilas de un hondo bolsillo de su vestido. Al encenderla, un fuerte rayo iluminó las ramas a doce metros por encima de ellos. Después la apagó.

– Vamos allá -dijo Mike.

Dale los siguió a través de la luz amarilla proyectada por el farol, pero Harlen se quedó atrás.

– Yo no voy -dijo.

Mike se encogió de hombros.

– Bueno, pues vuelve. Ya te devolveré la pistola.

Y siguió andando, con Dale, Cordie y los dos perros.

Harlen corrió para alcanzarlos.

– ¡Nada de eso! Quiero que me la devuelvas esta noche.

Dale sospechó que no quería caminar a solas la media manzana que le separaba de la fiesta.

No había faroles en Catton Road cuando llegaron al final del callejón y pisaron la gravilla de la calzada. Los campos de maíz del norte susurraban bajo una débil brisa que llevaba su aroma nocturno hasta ellos. Las estrellas eran muy brillantes.

Con Cordie y los perros abriendo la marcha, torcieron al oeste hacia la vía del ferrocarril y la oscura línea de árboles que tenían delante.


Los cuerpos muertos pendían de ganchos.

Vista desde fuera, la puerta del viejo depósito de grano parecía cerrada con seguridad, con el pesado candado y la cadena en su sitio. Pero Cordie les había mostrado que la barra de metal que sostenía el candado podía ser desprendida con poco esfuerzo del marco de madera carcomido.

Los perros no quisieron entrar, gimieron, tiraron de las correas y pusieron los ojos en blanco.

– No les importa perseguir a los muertos que se mueven -dijo Cordie, atándolos a un puntal junto a la puerta-. Pero lo que hay ahí dentro no les gusta. No les gusta el olor.

A Dale tampoco le gustó. El ala principal del almacén tenía veinticinco o treinta metros de largo y tres pisos de alto, y el techo estaba cruzado por vigas transversales de madera y de hierro. De una de ellas pendían las criaturas muertas.

Cordie iluminó aquellas cosas con su linterna, mientras los muchachos se tapaban la nariz y la boca con las camisetas, avanzando despacio y abriendo y cerrando los ojos ante aquel hedor. El aire estaba lleno de moscas que zumbaban.

Cuando Dale vio por primera vez los cadáveres, la carne hecha jirones y los huesos mondos, creyó que eran humanos. Pero después reconoció un cordero, y después un becerro, con las patas de atrás atadas, colgado cabeza abajo, con el cuello arqueado de un modo inverosímil y con la boca abierta en una sonrisa obscena, y después otro cordero, y un perro grande, y un becerro más grande… Había al menos veinte cuerpos colgando sobre el largo canalón hecho con bidones partidos de doscientos litros de petróleo.

Cordie se acercó al ternero y apoyó una mano en el cuello casi cortado.

– ¿Os dais cuenta de lo que han hecho? Creo que los colgaron aquí antes de degollarlos -señaló-. La sangre corre hacia abajo, a lo largo del canalón, y pasa por aquel desagüe, de manera que pueden cargarla sin tener que llevarla en cubos al exterior.

– ¿Cargarla? -preguntó Dale, y entonces se dio cuenta de lo que había querido decir.

Alguien había empleado el canalón para transportar la sangre hasta la plataforma de carga, «¿para llevarla dónde?»

De pronto Dale se sintió aturdido y mareado por el hedor de la carne corrompida, el penetrante olor de la sangre y el fuerte zumbido de un millón de moscas. Se acercó tambaleándose a una ventana, forzó el viejo pestillo, levantó el cristal móvil y aspiró el aire fresco. Los árboles se apretaban oscuros en el exterior. Enmohecidos raíles reflejaban la luz de las estrellas.

– ¿Conocías este lugar? -preguntó Mike a Cordie.

Su voz tenía un tono extraño.

La muchacha se encogió de hombros e iluminó las vigas con la linterna.

– Hace unos pocos días. Una de esas cosas llamó la atención a mis perros la otra noche. Seguimos el rastro de sangre hasta aquí.

Harlen estaba tratando de utilizar la punta del cabestrillo como máscara. Su cara parecía muy pálida encima de la seda negra.

– ¿Sabías esto y no lo habías dicho a nadie?

Cordie volvió la luz de la linterna sobre Harlen.

– ¿A quién iba a decirlo? -dijo simplemente-. ¿Al viejo director de nuestro colegio? ¿Al estúpido de Barney? ¿O a nuestro juez de paz? Dime.

Harlen apartó la cara de la luz.

– Habría sido mejor que no decirlo a nadie.

Cordie echó a andar a lo largo de la hilera de cuerpos muertos, proyectando la fuerte luz de la linterna primero en las costillas y la carne y luego en el enmohecido y ensangrentado canalón. Bajo el resplandor de la linterna, la sangre parecía negra y espesa, como melaza. El canalón estaba tan lleno de moscas que daba la impresión de que el metal se movía.

– Os lo he dicho a vosotros, ¿no? -dijo Cordie-. Lo que me ha decidido a contarlo a alguien ha sido lo que he encontrado hoy.

Había llegado al final de la hilera de animales muertos, en la parte de atrás del almacén. Enfocó la linterna hacia arriba.

– ¡Dios mío! -exclamó Harlen, saltando hacia atrás.

Mike llevaba la pistola junto al costado desde que habían entrado. Ahora la levantó y avanzó.

El hombre que pendía de allí había sido colgado como los animales, con las piernas atadas con un alambre sujeto a un viejo gancho de hierro. A primera vista, su cuerpo era muy parecido a los del cordero y los becerros: desnudo, con las costillas sobresaliendo de la carne blanca, y el cuello cortado tan limpiamente que la cabeza estaba a punto de desprenderse. Dale pensó que el cuello parecía la boca de un gran tiburón blanco, con jirones de carne y cartílagos en vez de dientes. La parte de debajo del mentón del hombre estaba tan embadurnada que parecía como si alguien le hubiese arrojado varios cubos de pintura roja.

Cordie se subió al canalón, y sin dejar de enfocar el cadáver con la linterna agarró los cabellos y tiró hacia delante de la cabeza.

– ¡Dios mío! -exclamó Dale.

La pierna derecha le empezó a vibrar automáticamente y se llevó una mano al muslo para sujetarla.

– J. P. Congden -murmuró Mike-. Ya veo por qué no podías decirlo al juez de paz.

Cordie soltó la cabeza.

– Es nuevo -dijo-. Ayer no estaba aquí. Pero venid y mirad una cosa.

Los muchachos avanzaron arrastrando los pies; Harlen, sosteniendo el cabestrillo delante de la cara; Mike, sin bajar la pistola, y Dale sintiendo que le flaqueaban las piernas. Se alinearon delante del canalón como hombres sedientos en un bar.

– ¿Veis esto? -dijo Cordie, agarrando de nuevo a J. P. Congden por los pelos y tirando de él hasta que el cadáver quedó bajo la luz y el alambre chirrió encima de ellos-. ¿Lo veis?

El hombre tenía la boca abierta de par en par, como paralizada en mitad de un grito. Uno de los ojos les miraba ciegamente, pero el otro estaba casi cerrado. La cara se hallaba manchada de sangre coagulada de la herida del cuello. Pero había algo más.

Las sienes del que había sido juez de paz estaban salpicadas de pequeñas heridas y el cuero cabelludo colgaba a medias del cráneo, como si unos indios hubiesen empezado a cortárselo y después hubiesen desistido.

– También los hombros -dijo Cordie, hablando todavía con voz monótona pero vagamente interesada, como Dale imaginaba que debían de hablar el padre de Digger o un médico forense durante un embalsamamiento o una autopsia-. ¿Veis lo de los hombros?

Se veían orificios y cortes. Parecía que alguien le hubiese pinchado unas docenas de veces con una hoja afilada y perfectamente redonda, insuficiente para matarle pero en todo caso terrible.

Mike fue el primero en comprenderlo.

– Una escopeta de perdigones -dijo, mirando a los otros dos muchachos-. Le alcanzó el borde de la ráfaga.

Dale tardó un minuto en interpretarlo. Entonces recordó. «Uno de los hombres corriendo desde el campamento directamente hacia el sitio donde estaba escondido Mike. Después el estampido de la escopeta de éste. La gorra del hombre volando por los aires y él cayendo sobre la hierba.»

Dale volvió a sentirse mareado y se dirigió de nuevo a la ventana, apoyándose en el polvoriento antepecho para conservar el equilibrio. Pasaron moscas zumbando hacia el almacén.

Cordie soltó el cadáver.

– Me pregunté si su propia gente habría hecho esto o si alguien más estaba luchando contra esas cosas.

– Salgamos fuera -dijo Mike con voz súbitamente temblorosa-. Hablaremos.

Dale había estado mirando hacia los negros árboles, respirando hondo y dejando que sus ojos se adaptasen a la oscuridad, cuando de pronto estalló la noche con luz y ruido. Se apartó de la ventana y rodó sobre las toscas tablas.

Mike agarró la linterna de Cordie, la apagó e hincó una rodilla en el suelo, levantando la pistola. Harlen empezó a correr, tropezó con el canalón y casi cayó dentro de él, hundiendo el brazo ileso en la sangre coagulada. Un millón de moscas levantaron el vuelo.

La habitación quedó súbitamente iluminada por los estallidos de luz del exterior: primero un blanco de fósforo; después un rojo brillante, y luego un verde que hizo que los cuerpos muertos colgantes pareciesen cubiertos de un moho resplandeciente. La luz penetraba a través de los cristales polvorientos, seguida del ruido de las explosiones en el aire que se dejaban oír con más fuerza a través de la ventana que Dale había abierto. Sólo Cordie Cooke permaneció exactamente donde estaba, con la cara redonda levantada y los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz. Fuera, los perros se volvían locos.

– ¡Mierda! -farfulló Harlen, enjugándose la mano en los tejanos y dejando en ellos unas manchas pardas. Las explosiones de fuera aumentaron en número e intensidad-. Son los malditos fuegos artificiales de Michelle Staffney.

Todos lanzaron suspiros de alivio y se relajaron. Dale se puso a cuatro patas, volviéndose para mirar las sombras y observar los cuerpos colgados que aparecían y desaparecían con la caprichosa luz de los cohetes: verde y roja, roja, carne desnuda, costillas salientes y cuellos cortados, azul, azul y roja, blanca, roja, roja, roja… Dale sabía que estaba viendo algo que no olvidaría en su vida. Y algo que querría olvidar mientras viviese.

Sin decirse nada, volvieron a colocar la barra de metal y el candado detrás de ellos, se internaron en la noche y cogieron el camino para volver al pueblo.

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