36

El señor Ashley-Montague estaba sentado en la parte de atrás de su limusina negra, contemplando los campos de maíz y los pueblos de la carretera durante el viaje de una hora hasta Elm Haven. Tyler, su mayordomo, chofer y guardaespaldas, permanecía callado, y el señor Ashley-Montague no veía razón alguna para romper el silencio. Los cristales oscuros de las ventanillas hacían que el paisaje tuviese un aspecto tormentoso, por lo que el señor Ashley-Montague no prestó demasiada atención al oscuro cielo y a la luz enfermiza que envolvía el bosque, los campos y los ríos como una cortina raída a punto de rasgarse.

La Main Street de Elm Haven estaba más desierta que de costumbre, incluso para una noche de sábado, y cuando el señor Ashley-Montague se apeó del automóvil en Bandstand Park, percibió inmediatamente la oscuridad del cielo. En vez de las acostumbradas docenas de familias esperando pacientemente sobre la hierba, sólo unas pocas caras observaron cómo transportaba Tyler el voluminoso proyector desde el portaequipajes del coche hasta el quiosco de música. Un puñado de vehículos llegaron y aparcaron en diagonal, mientras Tyler instalaba los altavoces y otros accesorios; pero en conjunto, la concurrencia era una de las menos numerosas en los diecinueve años en los que Ashley-Montague había ofrecido esta diversión gratuita los sábados por la noche al pequeño y moribundo pueblo.

Dennis Ashley-Montague volvió al asiento de atrás de la limusina, cerró las portezuelas y se sirvió un buen vaso de puro whisky escocés Glenlivet, del bar instalado en el tabique a prueba de ruidos de detrás del asiento del conductor. Había pensado no venir esta noche y acabar con el cine gratuito al aire libre; pero la tradición calaba hondo en el sentido de que ser el señor del pueblo para aquella serie de cabezotas y patanes innatos daba cierto objetivo perverso a su vida. Y quería hablar con los muchachos.

Les había visto en anteriores sesiones de cine a lo largo de los años, con sus caritas mugrientas observando la película como si fuese algún espléndido milagro, y las mejillas hinchadas de chicle y palomitas de maíz. Pero nunca les había mirado realmente hasta que aquel gordinflón, cuyo amigo decía que había sido asesinado, le había interrogado en el quiosco de música hacía aproximadamente un mes. Después, aquel sorprendente muchachito había llamado a la puerta del señor Ashley-Montague y había tenido la audacia de robar un ejemplar encuadernado en cuero de El Libro de la Ley traducido por Crowley. Él no veía nada en aquel libro que pudiese ayudar a los muchachos, si la Estela Reveladora de su abuelo estuviese realmente despertando de su largo sueño. El señor Ashley-Montague no conocía nada que pudiese ayudarles, si éste era el caso, ni siquiera él mismo.

El millonario apuró su vaso y volvió al quiosco de música, donde Tyler había hecho los últimos preparativos. Todavía no eran las ocho y media de la tarde; generalmente el crepúsculo se alargaba otra media hora en estas latitudes, pero las nubes habían hecho que anocheciese más temprano.

El señor Ashley-Montague sintió que se apoderaba de él una fuerte impresión de claustrofobia: desde donde se hallaba, el pueblo parecía cercado por unos muros de maíz de dos metros y medio de altura; hacia el sur, más allá de las ruinas de su mansión ancestral; hacia el norte, cuatro largas manzanas por el oscuro túnel de Braid Avenue; hacia el oeste, sólo unos cientos de metros hasta donde la Hard Road torcía al norte, y hacia el este, el callado desafío de Main Street, con sus oscuras tiendas. Todavía no se habían encendido los faroles.

El señor Ashley-Montague no vio a los chicos a quienes estaba buscando. Vio a Charles Sperling, el hijo maleducado de aquel Sperling que había tenido la desfachatez de pedirle un préstamo para algún negocio, y junto a él el musculoso Taylor, de cara de luna, cuyo abuelo había recibido inyecciones de capital por parte del abuelo de Dennis Ashley-Montague a cambio de olvidar algunas cosas en la época del Escándalo.

Pero esta noche había pocos chicos más y no muchas familias. Tal vez les preocupaba el anuncio de un tornado.

El señor Ashley-Montague observó el cielo amarillo y cada vez mas oscuro y se dio cuenta de que ningún pájaro armaba el jaleo acostumbrado en las copas de los altos árboles, al ponerse el sol. Tampoco se oían ruidos de insectos. Ninguna brisa movía las ramas, e incluso la oscuridad tenía un tono amarillo.

El millonario encendió un cigarrillo, se apoyó en la baranda del quiosco de música y consideró dónde podría buscar refugio, si las sirenas anunciaban de pronto la inminencia de un tornado. Aquí no había casas abiertas para él y no iría a las ruinas de la mansión, a pesar de que la bodega estaba intacta, porque los trabajadores que limpiaban la casa, el otoño pasado, habían descubierto túneles sospechosos en la sólida roca.

El señor Ashley-Montague decidió que si había algún aviso serio de tornado o de tormenta fuerte, volvería a la limusina y haría que Tyler le llevase a casa. Los tornados podían arrasar ciudades pequeñas como Elm Haven, pero no prestaban atención a los vehículos de lujo en la carretera, y no se sabía de ninguno que hubiese afectado a Gran View Drive.

Hizo una seña a Tyler con la cabeza, y éste puso la película de dibujos y encendió la lámpara del proyector. Hubo una salva de aplausos no muy entusiastas por parte de las pocas personas sentadas en los bancos o sobre mantas. Tom y Jerry empezaron a perseguirse alrededor de una casa pintada de colores primarios, mientras el señor Ashley-Montague fumaba otro cigarrillo y observaba el cielo al sur de la ciudad.


– ¿Crees que tendremos un tornado? -dijo Dale.

Estaban de pie en el porche de su casa y miraban hacia la Segunda Avenida. Pocos coches pasaban por Hard Road, y los que lo hacían tenían las luces encendidas y circulaban despacio.

– No lo sé -dijo Mike.

Todos habían visto algún tornado con anterioridad; eran la plaga del Medio Oeste y el fenómeno atmosférico que más temían sus padres, pero aquellas nubes negras del sur parecían haberse estado acumulando durante días. Daba la impresión de que el cielo era la forma negativa del cielo diurno, con los árboles y los tejados iluminados por la última luz amarilla del crepúsculo, mientras la bóveda celeste era como la boca de un negro abismo. Un débil resplandor de luz verde a lo largo del horizonte de maizales era como de relámpagos, pero no eran realmente tales, no eran rayos visibles sino sólo una ocasional fosforescencia verde y blanca que hacía que los viejos hablasen en las tiendas de rayos en cadena, rayos esféricos y otros fenómenos de los que nada sabían.

Mike levantó el walkie-talkie y pulsó el botón de transmisión. Oyó dos chasquidos, que era la señal convenida para indicar que Kevin estaba a la escucha.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Mike en voz baja, sin preocuparse de claves ni de señales de llamada.

– Sí -respondió la voz de Kevin. Aunque el otro muchacho estaba a menos de treinta metros, en la casa contigua, la transmisión era interrumpida por silbidos y parásitos. Era como si la atmósfera estuviese hirviendo en algún plano invisible.

– Vamos a entrar y acostarnos -dijo Mike-. A menos de que queráis ir al cine gratuito.

– ¡Ja, ja! -dijo la voz de Harlen, y Mike se imaginó al chico agarrando la radio.

– ¿Os estáis dando un banquete ahí? -preguntó Dale, acercándose al walkie-talkie de Mike.

– Muy gracioso -dijo Harlen-. Estamos viendo la tele de Grumbelly en el sótano. Los hombres malos acaban de secuestrar a la señorita Kitty.

Dale sonrió.

– A la señorita Kitty la secuestran cada semana. Creo que Matt debería dejar que se quedaran con ella.

Volvió la voz de Kevin, grave y tensa.

– Tengo la llave para mañana por la mañana.

Mike suspiró.

– Recibido. Que tengáis sueños agradables esta noche…, pero aseguraos de que tenéis pilas nuevas y dejad la línea abierta.

– Recibido -fue la lacónica respuesta de Kev.

Sonaron unos parásitos y el aparato enmudeció.

Los tres muchachos subieron a la habitación de Dale y Lawrence. La señora Stewart había instalado un catre adicional debajo de la ventana del sur; había comprendido que Mike estuviese trastornado después del terrible accidente del padre Cavanaugh el día anterior. No le importaba que durmiese en su casa. Su marido regresaría a primeras horas de la tarde del domingo y tal vez podrían ir todos juntos a comer en el campo, cerca del Spoon o de otro río de Illinois.

Se pusieron los pijamas. Habrían preferido no desnudarse esta noche, pero seguramente la madre de Dale iría a echarles un vistazo y no querían problemas. Dejaron la ropa preparada y Dale puso el pequeño despertador a las cuatro cuarenta y cinco. Advirtió que la mano le temblaba ligeramente al dar cuerda al reloj. Se metieron en sus camas, Mike en su catre, y se pusieron a leer historietas y a hablar de todo, menos de lo que estaban pensando.

– Me habría gustado ir al cine al aire libre -dijo Lawrence durante una pausa en la charla sobre los Chicago Cubs-. Daban esa nueva película de Vincent Price: La casa Usser.

Casa Usher -corrigió Dale-. Está tomada de un cuento de Edgar Allan Poe. ¿Recuerdas cuando te leí La máscara de la muerte roja, la última víspera de Todos los Santos?

Dale sintió una extraña punzada de dolor y tardó un momento en darse cuenta de que había sido Duane quien le había hablado de los maravillosos cuentos y poemas de Poe. Miró hacia la mesita de noche, donde estaban cuidadosamente atadas las libretas de Duane. Abajo, el teléfono sonó dos veces. Pudieron oír la voz amortiguada de la madre de Dale al contestar.

– Lo que sea -dijo Lawrence, cruzando las manos detrás de la cabeza y sobre la almohada. Su pijama mostraba pequeños cowboys a lomos de Palominos encabritados-. Pero siento no haber podido ver la película.

Mike dejó su historieta de Batman. Llevaba un pantalón de pijama de un azul desvaído, con su camiseta de manga corta.

– No habrías querido volver a casa en plena oscuridad, ¿verdad? Tu madre no quiso ir debido a la tormenta, y yo no creo que sea una noche muy buena para estar rondando por las calles.

Se oyó un ruido de pisadas en la escalera y Mike miró hacia su bolsa de lona, pero Dale dijo:

– Es mamá.

Su madre apareció en el umbral, muy atractiva en su ligero vestido blanco de verano.

– Era tía Lena. El tío Henry ha vuelto a hacerse daño en la espalda al quitar unos tocones de los pastos de atrás, y ahora no puede ponerse derecho. El doctor Viskes le ha recetado unos analgésicos, pero ya sabéis que a Lena no le gusta conducir. Me ha preguntado si podría ir yo a buscarle las píldoras.

Dale se incorporó en la cama.

– La farmacia está cerrada.

– He llamado al señor Aikins. Bajará y la abrirá para despachar la receta. -Miró por la ventana los relámpagos que seguían perfilando los árboles y las casas hacia el sur-. No me gusta dejaros aquí solos cuando se aproxima una tormenta. ¿Queréis venir conmigo?

Dale iba a contestar pero miró a Mike, el cual señaló con la cabeza el walkie-talkie que estaba en el suelo junto a él. Dale comprendió: si iban a casa del tío Henry dejarían de estar en contacto con Kevin y Harlen. Y habían prometido que lo estarían.

– No -dijo Dale-. Aquí estaremos bien.

Su madre miró la tormentosa oscuridad.

– ¿Estás seguro?

Dale sonrió y le mostró un tebeo.

– Sí. Tenemos bocadillos, palomitas de maíz y tebeos… ¿Qué más podemos desear?

Ella sonrió.

– Muy bien. Sólo estaré fuera unos veinte minutos. Llamad a la casa de campo si me necesitáis. -Miró su reloj-. Son casi las once. Tendríais que apagar las luces dentro de unos minutos.

Los chicos oyeron que se ajetreaba en la planta baja; después, la puerta de atrás se cerró de golpe y el viejo automóvil se puso en marcha. Dale se plantó junto a la ventana para ver cómo se alejaba por la Segunda Avenida en dirección al centro de la ciudad.

– Esto no me gusta -dijo Mike.

Dale se encogió de hombros.

– ¿Crees que la campana o lo que sea se ha disfrazado de tocón para que el tío Henry se haga daño en la espalda? ¿Crees que es todo parte de un plan?

– Simplemente, no me gusta. -Mike se levantó y se puso los zapatos-. Me parece que será mejor que cerremos las puertas de abajo.

Dale hizo una pausa. Era una idea extraña porque sólo cerraban las puertas cuando se iban de vacaciones o algo parecido.

– Sí -dijo al fin-. Ahora bajo y cierro.

– Quédate aquí -dijo Mike, señalando con la cabeza hacia Lawrence, que estaba demasiado enfrascado en un tebeo para darse cuenta de ello-. Volveré enseguida.

Cogió su bolsa, cruzó el rellano y bajó la escalera. Dale aguzó el oído y oyó que se cerraba la puerta principal, y después pisadas en el pasillo en dirección a la cocina. Tendría que vigilar el regreso de la madre para poder bajar y abrir de nuevo las puertas antes de que llegase ella a la de atrás.

Dale se tumbó en la cama, viendo los silenciosos relámpagos por la ventana del sur y las sombras de las hojas del alto olmo por la del norte, a su derecha.

– ¡Eh, mira esto! -rió Lawrence.

Estaba leyendo una historieta de Tío Scrooge, su lectura predilecta, y algo referente al oro vikingo le había hecho reír. Sostuvo la hoja en dirección a Dale.

Dale se había adormilado; alargó un brazo para coger el tebeo pero no acertó. El tebeo cayó al suelo.

– Yo lo cogeré -dijo Lawrence, alargando un brazo entre las camas.

Un brazo y una mano blancos salieron de debajo de la cama y agarraron la muñeca de Lawrence.

– ¡Eh! -gritó éste, y fue inmediatamente arrancado de la cama, con la sábana volando por el aire.

Cayó al suelo con un ruido sordo. El brazo blanco empezó a tirar de él hacia debajo de la cama.

Dale no tuvo tiempo de gritar. Agarró las piernas de su hermano y trató de sujetarle. Pero el tirón era inexorable; Dale estaba resbalando de su cama, con la sábana y la colcha envolviéndole las rodillas.

Lawrence gritó cuando su cabeza se metió debajo de la cama; después se introdujeron los hombros. Dale trataba de aguantar, de recuperar a su hermano, pero era como si cuatro o cinco adultos tirasen de él sin aflojar un instante la presión. Tuvo miedo de que si seguía tirando tan fuerte partirían a Lawrence por la mitad.

Respirando hondo, Dale saltó entre las dos camas, apartando la suya de una patada y levantando el guardapolvo que su madre había insistido en poner en la de Lawrence, a pesar de las protestas del muchacho de que esto era afeminado.

Había oscuridad abajo, pero no una oscuridad normal sino una negrura más intensa que la de las impenetrables nubes de tormenta en el horizonte meridional. Era una negrura como de tinta sobre terciopelo negro, y cubría las tablas del suelo y se agitaba como una niebla negra. Dos gruesos brazos blancos salieron de aquella negrura y metieron a Lawrence en el agujero, como un leñador poniendo un pequeño tronco en la sierra mecánica. Lawrence chilló de nuevo, pero el grito cesó de repente al desaparecer su cabeza en la redonda oscuridad dentro de la oscuridad. Le siguieron los hombros.

Dale agarró de nuevo los tobillos de su hermano, pero las blancas manos eran implacables. Lentamente, pataleando y retorciéndose pero en silencio, Lawrence fue arrastrado debajo de la cama.

– ¡Mike! -gritó Dale, con voz estridente-. ¡Sube! ¡Deprisa!

Se maldecía por no haber agarrado su propia bolsa de lona que estaba al otro lado de la cama…, la escopeta, las pistolas de agua… No, no habría tenido tiempo, Lawrence habría desaparecido.

En realidad, casi había desaparecido. Sólo sus piernas sobresalían de la negrura.

«¡Dios mío, le están metiendo en el suelo! ¡Tal vez aquello se lo está comiendo!» Pero las piernas seguían pataleando; su hermano aún estaba Vivo.

– ¡Mike!

Dale sintió que la negrura empezaba a envolverle, unos zarcillos y tentáculos de oscuridad más fríos que una niebla de invierno. Por todos los sitios donde le tocaban aquellos zarcillos, Dale sentía en las piernas y los tobillos una picazón como producida por pedazos de hielo seco.

– ¡Mike!

Una de las manos blancas interrumpió su tarea de entregar a Lawrence a la oscuridad y se acercó a la cara de Dale. Los dedos tenían al menos veinticinco centímetros de largo.

Dale se echó atrás, se le escaparon los tobillos de Lawrence y observó que lo que quedaba de su hermano era engullido por la oscuridad. Después no hubo nada debajo de la cama, salvo aquella niebla negra que se encogía ahora sobre sí misma, y aquellos dedos increíblemente largos que resbalaban atrás y hacia abajo como las manos de un limpiador de cloacas al deslizarse por una boca de acceso.

Dale se arrojó debajo de la cama, tanteando la oscuridad, buscando a tientas a su hermano, aunque sentía entumecidas las manos y los antebrazos por un frío terrible, incluso al plegarse la negrura sobre sí misma y encogerse los zarcillos como en la película de una flor cerrándose al anochecer proyectada en movimiento acelerado…, y entonces sólo quedó el círculo perfecto de oscuridad, ¡un agujero! Dale podía sentir el vacío donde hubiese debido estar el suelo sólido, y retiró las manos al contraerse aquel círculo con demasiada rapidez, cerrándose como una trampa de acero que habría pillado y cortado los dedos de Dale en un instante…

– ¿Qué? -gritó Mike, entrando en la habitación con la bolsa en una mano y la escopeta de cañones recortados en la otra.

Dale estaba en pie, tratando de ahogar sus sollozos, señalando y farfullando.

Mike cayó de rodillas y golpeó las sólidas tablas con el cañón de la pequeña escopeta. Dale cayó también sobre las rodillas y los codos y empezó a dar puñetazos en el suelo.

– ¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!

Pero allí abajo no había más que tablas y motas de polvo, y el tebeo del Tío Scrooge que se le había caído a Lawrence.

Un grito resonó en el sótano.

– ¡Lawrence! -exclamó Dale, corriendo hacia el rellano.

– ¡Un momento! ¡Un momento! -gritó Mike, sujetándole hasta que pudo recobrar la bolsa y la radio de Dale-. Monta la Savage.

– No podemos esperar… Lawrence… -dijo Dale entre sollozos, tratando de soltarse.

Otro grito resonó en el sótano, esta vez más lejano.

Mike dejó caer la escopeta sobre la cama y sacudió a Dale con ambas manos.

– ¡Monta… la… Savage! Ellos quieren que bajes allí desarmado. Quieren que te entre pánico. ¡Piénsalo!

Dale estaba temblando cuando montó la escopeta, ajustando el cañón al cargador. Mike se puso dos pistolas de agua cargadas debajo del cinturón, arrojó la caja de cartuchos 410 a Dale, se colgó el walkie-talkie del hombro y dijo:

– Muy bien, bajemos.

Los gritos habían cesado.

Bajaron corriendo la escalera, pasaron por el oscuro pasillo, y cruzaron la cocina y la puerta interior de la escalera del sótano.

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