35

El sábado dieciséis de julio fue uno de esos días tan oscuros que pueden producirse en Illinois en pleno verano. En Oak Hill, donde los faroles estaban controlados por sensores fotoeléctricos, las luces se apagaron a las cinco y media de la mañana y volvieron a encenderse a las siete y cuarto. Las negras nubes parecían cernirse sobre las copas de los árboles y quedar colgando allí. En Elm Haven los pocos faroles eran encendidos y apagados por un viejo reloj eléctrico situado en un anexo contiguo al banco, y nadie pensó en corregirlo cuando el día se fue oscureciendo cada vez más en vez de aclararse.

El señor Meyers abrió su mercería de Main Street exactamente a las nueve de la mañana y se sorprendió al ver a cuatro muchachos -los chicos Stewart, el hijo de Ken Grumbacher y otro muchacho con el brazo en cabestrillo- esperando para comprar pistolas de agua. Tres cada uno. Los muchachos deliberaron durante varios minutos, eligiendo las pistolas más seguras y las que tenían más grandes los depósitos de agua. Al señor Meyers le pareció extraño…, pero pensó que la mayoría de las cosas eran extrañas en aquel nuevo mundo de 1960. Todo tenía más sentido cuando había inaugurado la tienda en los años veinte, en que pasaba el tren todos los días y la gente sabía comportarse como seres humanos civilizados.

Los chicos se marcharon a las nueve y media, llevando las pistolas de agua recién compradas en bolsas, y se alejaron sin despedirse. El señor Meyers les gritó que no debían dejar sus bicicletas en la acera, ya que esto era molesto para los transeúntes y contrario a las ordenanzas de la ciudad; pero los chicos se habían perdido ya de vista en Broad Avenue.

El señor Meyers volvió a su tarea de hacer inventario de los artículos polvorientos de los altos y viejos estantes, mirando de tanto en tanto a través de la calle y encima del parque, y frunciendo el ceño a las oscuras nubes. Cuando fue a tomar café en el Parkside una hora más tarde, unos cuantos viejos estaban hablando de tornados.


Mike fue interrogado varias veces el sábado: por Barney, por el sheriff del condado e incluso por la Patrulla de Carreteras, que envió dos agentes en un largo coche marrón.

El alumno de sexto trató de imaginarse el rompecabezas que el sheriff y Barney estaban tratando de resolver: Duane McBride y su tío muertos en misteriosas circunstancias; la señora Moon fallecida por causas naturales, pero con todos sus preciosos gatos sacrificados; el cuerpo del juez de paz encontrado casi carbonizado en el elevador de grano, y con el cuello cortado según el forense del condado, y el cuerpo del amigo de Congden, Karl Van Syke, completamente quemado pero identificado por su diente de oro, sacado de la cabina del incendiado camión de recogida de animales muertos, que era suyo y de Congden. El cuerpo de un perro sin identificar fue descubierto también en el camión.

En el pueblo circulaban rumores sobre móviles de asesinato; Congden y Van Syke compartiendo las ganancias mal adquiridas, fruto de las diversas tropelías del juez de paz; una disputa entre dos delincuentes, un asesinato brutal y después un accidente con la gasolina que al parecer Van Syke había utilizado para rociar el elevador antes de prenderle fuego; la huida del hombre, que no quiso abandonar el camión incendiado por miedo a ser descubierto en el lugar del crimen; la explosión del depósito de gasolina…

El sábado al mediodía, los habitantes del pueblo lo habían explicado todo, salvo lo del perro muerto. Van Syke aborrecía los perros, no permitía que se le acercasen y menos que subiesen a su camión. Entonces la señora Whittaker, en el Salón de Belleza de Betty, de Church Street sacó la conclusión evidente: el gran perro guardián de J. P. Congden había desaparecido hacía unas semanas. Sin duda había sido robado o secuestrado por el malvado Karl Van Syke, y la disputa por el perro era uno de los motivos que había conducido al horrible asesinato.

Hacía decenios que no se había producido un verdadero asesinato en Elm Haven. Los vecinos estaban impresionados y encantados sobre todo encantados, porque al fin se había descubierto al auténtico culpable de la matanza de los gatos de la señora Moon.

Menos segura era la relación que guardaba con esto la muerte accidental del padre Cavanaugh. La señora McCafferty dijo a la señora Somerset, que a su vez lo dijo a la señora Sperling, que el sacerdote había sido siempre un poco inestable, tomando a broma su propia vocación e incluso llamando «Papamóvil» al vehículo de la diócesis prestado por Oak Hill, según decía la señora Meehan, que ayudaba en todas las funciones de la iglesia. La señora Maher, de la Asociación de Damas Luteranas, dijo a la señora Meehan, en el Bazar Metodista, que el padre Cavanaugh tenía antecedentes de locura en su familia; era escocés-irlandés y todo el mundo sabía lo que significaba esto, y también era de dominio público que el joven sacerdote había sido trasladado de una diócesis importante de Chicago, como castigo por algo extraño que había realizado allí. Ahora todos sabían cuáles eran algunas de sus acciones extrañas: ser un mirón, tratar de irrumpir en casas particulares, y probablemente matar gatos como una especie de oscuro rito católico. La señora Whittaker dijo a la señora Staffney, que lo confirmó con la señora Taylor, que los católicos empleaban gatos muertos en ciertos ritos secretos. La señora Taylor dijo que su marido le había dicho que la cara del joven sacerdote había sido «aplastada y despellejada» por el radiador de la furgoneta del señor McBride. El señor Taylor había declarado que el padre Cavanaugh era «tal vez el muerto más horrible» que había tenido el solemne deber de preparar. El obispo de la archidiócesis telefoneó el domingo por la mañana, temprano, desde la iglesia de Santa María, en Peoria, y dijo al señor Taylor que sólo preparase el cuerpo para ser enviado el lunes a Chicago, donde la familia se haría cargo de él. El señor Taylor asintió, pero en todo caso añadió cosmética a su factura, ya que «la familia no puede verle así…, es como si algo hubiese explotado de su cara hacia fuera». Fueron también palabras del señor Taylor, según dijo la señora Taylor a la señora Whittaker.

En cualquier caso, la gente estaba segura de que el misterio se había resuelto. El señor Van Syke, en quien nadie de la ciudad había confiado mucho, había asesinado al juez de paz Congden por cuestión de dinero o de un perro. El pobre padre Cavanaugh, a quien resultó que todos los protestantes y no pocos católicos nunca habían considerado como muy cuerdo, había perdido la cabeza a causa de una fiebre congénita y había tratado de atacar a su monaguillo Michael O'Rourke, antes de lanzarse de cabeza contra una furgoneta.

Los vecinos parloteaban y las líneas telefónicas zumbaban -Jenny, la telefonista, no había contado tantas llamadas de Elm Haven desde la inundación de 1949-, y todo el mundo disfrutaba resolviendo enigmas, sin dejar de observar las negras nubes que seguían acumulándose sobre los campos de maíz del sur y del oeste.

El sheriff no estaba muy convencido de que todo se hubiese resuelto. Después de la comida celebró la tercera entrevista con Mike desde la noche anterior.

– ¿Y habló el padre Cavanaugh con tu hermana?

– Sí, señor. Ella me dijo que el padre C. quería hablar conmigo, que era importante.

Mike sabía que el sheriff había hablado dos veces con Peg.

– ¿Le dijo de qué quería hablar contigo?

– No, señor. Creo que no. Tendrá que preguntárselo a ella.

– Hum -dijo el sheriff, mirando una libretita de hojas cambiables que hizo pensar a Mike en las de Duane-. Dime otra vez de qué te habló.

– Bueno, ya le he dicho antes que no pude entender realmente lo que decía. Fue como cuando una persona habla teniendo mucha fiebre. Había palabras y frases que parecían tener sentido, pero todas juntas no lo tenían.

– Dime algunas de esas palabras, hijo mío.

Mike se mordió el labio. Duane McBride les había dicho una vez, a Dale y a él, que la mayoría de los delincuentes daban al traste con sus mentiras y coartadas porque hablaban demasiado, necesitaban bordar los hechos. Los inocentes, decía Duane, solían ser mucho menos locuaces. Mike había buscado en el diccionario de su casa la palabra «locuaz», después de aquella conversación.

– Bueno, señor -dijo lentamente Mike-, sé que empleó varias veces la palabra pecado. Dijo que todos pecábamos y teníamos que ser castigados. Pero tuve la impresión de que no se refería realmente a nosotros, sino a la gente en general.

El sheriff asintió con la cabeza y tomó una nota.

– ¿Y fue entonces cuando empezó a gritar?

– Sí, señor. Aproximadamente entonces.

– Pero tu hermana dice que oyó las voces de los dos. Si no entendías lo que decía el padre, ¿de qué hablabais?

Mike resistió el impulso de enjugarse el sudor de su labio superior.

– Creo que le pregunté si se encontraba bien. Quiero decir que la última vez que había visto al padre C. había sido el martes, cuando la señora McCafferty me dejó entrar en su habitación. Entonces estaba realmente muy enfermo.

– ¿Y te dijo él que estaba bien?

– No, señor; sólo empezó a gritar diciendo que el Día del Juicio estaba próximo…, esto fue lo que dijo, señor: próximo.

– Y entonces salió corriendo del porche y empezó a forzar la ventana de tu abuela

– dijo el sheriff, comprobando sus notas-. ¿Es así?

– Sí, señor.

El sheriff se rascó despacio la mejilla, visiblemente insatisfecho por algo.

– ¿Y qué me dices de su cara, hijo?

– ¿Su cara, señor?

Era una pregunta nueva.

– Sí. ¿Era… extraña? ¿Estaba lesionada o deformada?

«No, si uno no considera una deformación que la cara se convierta en una especie de hocico de lamprea», pensó Mike. Pero dijo:

– No, señor. Creo que no. Estaba pálido, pero había mucha oscuridad.

– ¿No viste alguna cicatriz o lesión?

– ¿Qué es una lesión, señor?

– Un arañazo profundo. O una llaga abierta.

– No, señor.

El sheriff suspiró y metió la mano dentro de una pequeña bolsa de deporte.

– ¿Es tuyo esto, hijo?

Sacó la pistola de agua.

La primera intención de Mike fue negarlo.

– Sí, señor -dijo.

El sheriff asintió con la cabeza.

– Tu hermana dijo que lo era. ¿No eres un poco mayor para jugar con pistolas de agua?

Mike se encogió de hombros y pareció confuso.

– ¿La tenías en el porche la noche pasada cuando os visitó el padre Cavanaugh?

– No -dijo Mike.

– ¿Estás seguro?

– Sí, señor.

– La encontramos debajo de la ventana -dijo el sheriff. Se echó el sombrero atrás y sonrió por primera vez durante la entrevista-. Esto demuestra lo paranoico que me vuelvo con los años… Hice que el laboratorio de la policía de Oak Hill analizase el contenido. Agua. Sólo agua. – Mike devolvió la sonrisa al hombretón.

– Toma, hijo. Te devuelvo tu juguete. ¿Puedes decirme algo más que me sea útil? Por ejemplo, ¿de dónde salió esto?

Levantó el sombrero de campaña del Soldado.

– No, señor. Tal vez estaba entre los arbustos. El padre C. lo tenía puesto cuando arrancó la tela metálica.

– ¿Y es el mismo sombrero que viste cuando informaste de un soldado curioso hace unas semanas?

– Supongo que sí, señor. No lo sé.

– Pero, ¿es la misma clase de sombrero?

– Sí, señor.

– Pero no reconociste a aquel soldado como tu sacerdote las otras veces que lo viste en el jardín, ¿verdad?

El sheriff observó atentamente a Mike.

Este reflexionó un momento, como había hecho las dos últimas veces que el sheriff se lo había preguntado.

– No, señor -dijo al fin-. Antes habría dicho que no era el padre Cavanaugh… Parecía más bajo la primera vez que lo vi, pero estaba oscuro y yo miraba a través de las cortinas. -Hizo un ademán confuso-. Lo siento, señor.

El hombre alto se levantó del sofá donde estaba sentado, tocó a Mike en el hombro con una de sus manazas y dijo:

– Está bien, hijo. Gracias por tu ayuda. Lamento que tuvieses que ver aquello la noche pasada. Tal vez nunca sabremos lo que le ocurrió a aquel caballero, a tu padre Cavanaugh, quiero decir, pero dudo de que pretendiese hacer lo que hizo. Fuese por la fiebre de que hablan sus médicos o por otra causa, no creo que el caballero estuviese en sus cabales.

– Tampoco yo, señor -dijo Mike, acompañando al sheriff a la puerta.

Sus padres estaban esperando en el porche. Los tres saludaron con la mano al alejarse lentamente el coche del sheriff por la Primera Avenida.


– Hagámoslo esta tarde -dijo Harlen en la casa del árbol, una hora más tarde.

Todos estaban allí, salvo Cordie Cooke. Harlen y Dale habían ido al vertedero a buscarla inmediatamente después del desayuno, pero no habían encontrado rastro de ella, salvo unas mantas raídas en un destartalado cobertizo próximo al terraplén del ferrocarril.

Mike suspiró, demasiado cansado para discutir.

– Ya hemos hablado de esto, Jim -dijo Dale.

Kevin estaba hojeando una historieta de Scrooge McDuck, algo referente a la busca de oro de los vikingos a juzgar por la cubierta, pero la dejó y dijo:

– Esperaremos hasta mañana. No voy a robar el camión de mi padre delante de sus narices. Tengo que convencerle de que lo cogió otra persona y roció de gasolina Old Central.

Harlen resopló.

– ¿Quién? Todos los sospechosos aparecen muertos. Ésta será la semana más endiablada de la historia de Elm Haven, y alguien se imaginará, más pronto o más tarde, que hemos tenido algo que ver con ello…

– No, si mantienes cerrada la bocaza -dijo Dale.

– ¿Quién me la va a cerrar, Stewart? -se burló Harlen.

Los dos muchachos se abalanzaron el uno contra el otro, pero Mike los separó.

– Calmaos. -Tenía la voz muy fatigada-. Una cosa es segura: no vamos a dormir separados esta noche y dejar que esas cosas nos sorprendan de uno en uno.

– Está bien -dijo Harlen, apoyándose de espaldas en una gruesa rama-. Estaremos todos juntos para que puedan pillarnos de una vez.

Mike sacudió la cabeza.

– Dos equipos. Mis padres han dicho ya que podía quedarme con Dale y Lawrence esta noche. Creen que sólo quiero estar fuera de casa, por lo de la noche pasada.

Los chicos no dijeron nada.

– Harlen, ¿tú podrías pasar la noche en casa de Kev?

– Sí.

– Bien, así podremos estar en contacto toda la noche con los walkie-talkies.

Dale arrancó una hoja de una rama y empezó a partirla en trozos cada vez más pequeños.

– Me parece bien. Entonces cargaremos la cuba de gasolina por la mañana y rociaremos el colegio. Exactamente después de que amanezca.

Mike se volvió a Kevin.

– Grumbacher, ¿estás seguro de que podrás conducirlo?

Kev arqueó una ceja.

– Ya os dije que podía.

– Sí, pero no queremos tener sorpresas mañana por la mañana.

– No habrá ninguna sorpresa -dijo Kevin-. Mi padre me deja conducir de vez en cuando por caminos vecinales. Sé cambiar de marcha. Puedo alcanzar los pedales. Puedo llevar el camión hasta el patio del colegio.

– Pero hazlo sin ruido -dijo Dale-. No queremos que tus padres se despierten.

Kevin alzó y bajó lentamente el mentón.

– Su dormitorio está en el sótano, y tienen puesto el acondicionador de aire. Esto nos ayudará.

Lawrence había guardado silencio, pero ahora se inclinó hacia delante.

– ¿Creéis realmente que lo que hay en el colegio se quedará sentado, esperando que hagamos algo? ¿Creéis que no va a contraatacar?

Mike rompió una rama.

– Ha estado contraatacando, pero me parece que se está quedando sin aliados.

– Nadie puede encontrar al doctor Roon -dijo Harlen.

Se rascó la escayola. Tenían que quitársela dentro de pocos días, y la picazón le volvía loco.

– La señora que le tiene alquilada la habitación dice que está de vacaciones en Minnesota -dijo Kevin.

– ¡Oh! -exclamaron sarcásticamente los otros cuatro.

– Y el Soldado está todavía por ahí, en alguna parte -dijo Mike.

Esta vez, nadie lo tomó a broma.

– Y la vieja Double-Butt y su compañera -dijo Harlen-. Y esas cosas que excavan el suelo. Y Tubby.

– Menos su mano -dijo Dale-. No podrá hacernos una higa.

Nadie rió su broma.

– Quedan siete -dijo Lawrence, que había estado contando con los dedos-. Nosotros sólo somos cinco.

– Y Cordie -dijo Dale-. Algunas veces.

Lawrence hizo una mueca.

– Yo no cuento a las chicas. Ellos son siete, sin contar la campana, y nosotros sólo cinco.

– Sí -dijo Mike-, pero tenemos un arma secreta.

Sacó la pistola de agua del cinturón y roció la cara de Lawrence.

El chiquillo protestó.

– ¡Eh, no la malgastes! -gritó Dale.

– No te preocupes -dijo Mike, guardando de nuevo la pistola-. Esta no es agua bendita. La guardo para más tarde.

– ¿Tienes lo otro? -dijo Harlen-. Aquel pan.

– La Eucaristía -dijo Mike. Se mordió el labio-. No; no he podido. El padre Dinmen vino esta mañana de Oak Hill para decir la misa; pero después cerró la iglesia. No puedo entrar en ella. He tenido suerte al poder apoderarme de la poca agua bendita que quedaba, después de la misa.

– Tienes la mitad que dejaste en la habitación de tu abuela -le recordó Dale.

Mike movió lentamente la cabeza.

– No -dijo-, esto se quedará con Memo. Mi padre estará esta noche en casa, pero no quiero arriesgarme.

Dale iba a decir algo, pero en aquel instante oyeron el grito «Kev-INNN» resonando en Depot Street. Todos bajaron del roble.

– ¡Nos veremos después de la cena! -gritó Dale a Mike al echar a correr con su hermano hacia su casa.

Mike volvió a la suya, deteniéndose junto al retrete exterior para observar las negras nubes que discurrían bajas encima de los campos. A pesar del visible movimiento de las nubes, no soplaba el viento. La luz tenía un resplandor amarillento.

Mike fue a lavarse y a empaquetar su saco de dormir y su pijama para pasar la noche en casa de sus amigos.

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