A Mike le gustaba el ritual de la misa. Este domingo, como todos los domingos a excepción de fiestas especiales, ayudó al padre Cavanaugh en la misa ordinaria de las siete y media y después se quedó para actuar como primer monaguillo en la solemne de las diez. Desde luego asistía más gente en la primera porque la mayoría de los católicos de Elm Haven sólo aguantaban la media hora más de la misa mayor cuando no tenían más remedio.
Mike siempre guardaba un par de zapatos de color marrón en el cuarto que el padre Cavanaugh llamaba presbiterio; al viejo padre Harrison no le importaba que sus monaguillos llevasen bambas debajo del sobrepelliz, pero el padre C. decía que ayudar a preparar la Eucaristía exigía más respeto. El padre de Mike había refunfuñado al pensar en el gasto. Mike no había tenido nunca un par de zapatos de vestir -su padre decía que ya era bastante duro ataviar a cuatro hijas-, pero en definitiva no había podido discutir el respeto debido a Dios. Mike sólo llevaba aquellos zapatos en San Malaquías, y únicamente cuando ayudaba a misa.
A Mike le gustaban todos los aspectos del servicio religioso, que iba acrecentándose cuanto más lo practicaba. Cuando empezó a hacer de monaguillo, casi cuatro años atrás, el padre Harrison no era muy exigente con los pocos muchachos dispuestos a ayudarle; sólo les pedía que fuesen puntuales. Al igual que los otros chicos, Mike había aprendido los movimientos y murmurado las respuestas en latín, sin prestar realmente atención a las traducciones que figuraban en la hoja plastificada encima del reclinatorio, sin pensar realmente en el milagro que estaba a punto de realizarse, cuando llevaba las botellitas de vino y de agua al sacerdote para la comunión. Había sido un deber que había aceptado porque era católico y esto lo hacían los buenos chicos católicos… aunque los otros muchachos católicos de Elm Haven parecían tener excusas para no hacerlo.
Pero entonces, hacía un poco más de un año, el padre Harrison se había retirado -o había sido retirado, porque el viejo sacerdote había empezado a dar señales de senectud y de alcoholismo y sus sermones eran cada vez más extravagantes-, y la llegada del padre Cavanaugh lo había cambiado todo para Mike.
En muchos aspectos, el padre C. era todo lo contrario del padre H. a pesar de que ambos fuesen sacerdotes. El padre Harrison era viejo e irlandés, de cabellos grises y mejillas sonrosadas, titubeante en su pensamiento, en sus discursos y en sus actitudes. Había realizado tantas veces el ritual de la misa y con tan poca asistencia, que daba la impresión de que para él no tuviera un significado más especial que el de afeitarse. En realidad, el padre Harrison había vivido para las visitas y las comidas a las que era invitado; incluso las visitas a los enfermos o a los moribundos se habían convertido en un pretexto para que el viejo sacerdote se sentase, hablase, tomase café, contase historias y recordase a gente del lugar que había muerto hacía tiempo. Mike había acompañado al padre H. en algunas de estas visitas; con frecuencia, el enfermo tomaba la comunión y el padre H. pensaba que llevar consigo un monaguillo daba cierta impresión de ceremonia al sencillo ritual. Mike estaba siempre como ausente durante estas visitas.
En cambio el padre Cavanaugh era joven, de pelo negro -Mike sabía que se afeitaba dos veces al día y que, a las cinco de la tarde, se traslucía una sombra a través de su piel morena-, increíblemente intenso. El padre C. se preocupaba de la misa, decía que era una invitación de Cristo a reunirnos con Él en la Ultima Cena, y hacía que los monaguillos se preocupasen también. O al menos los que continuaban ayudando.
Mike era uno de los pocos que seguían ayudando con regularidad. El padre C. era muy exigente: el monaguillo tenía que comprender lo que decía, no murmurar simplemente frases en latín. Mike había asistido a una clase de catecismo especial que el padre C. dio los miércoles por la tarde durante seis meses para enseñar tanto los rudimentos del latín como el contexto histórico de la propia misa. Entonces los monaguillos tuvieron que participar, prestar realmente atención a lo que hacían. El padre C. tenía un genio muy vivo y lo haría sentir a cualquier muchacho que se mostrase apático o remiso en sus deberes.
El padre Harrison había sido aficionado a la comida y todavía más a la bebida -todo el mundo en la parroquia e incluso en el condado había conocido el problema del cura con el alcohol-, pero el padre C. nunca bebía, salvo en la comunión, y parecía considerar la comida como un mal necesario. Observaba una actitud parecida en lo tocante a las visitas; el padre Harrison había hablado de todo y de todos, y a veces se había pasado toda una tarde hablando de las cosechas y del tiempo en el Parkside con agricultores retirados mientras que el padre C. quería hablar de Dios. Incluso sus visitas a los enfermos y a los moribundos eran como incursiones de comandos jesuíticos, interrogatorios espirituales del último momento para aquéllos que estaban a punto de presentarse en el Examen Final y Definitivo.
El único vicio del padre C., que supiese Mike, era el tabaco; el joven sacerdote fumaba como un carretero, y cuando no fumaba parecía que lo estaba deseando, pero a Mike esto no le parecía mal. Sus padres fumaban. Y los padres de todos sus amigos también fumaban, salvo los de Kevin Grumbacher, que eran alemanes y extraños, y el hecho de que el padre C. fumase le hacía más interesante.
En este primer domingo de auténtico verano, Mike ayudó en las dos misas de la mañana, gozando con la frescura de la iglesia y el murmullo hipnótico de los feligreses al decir las respuestas. Mike pronunciaba cuidadosamente las suyas, con precisión, ni demasiado fuerte ni demasiado bajo, articulando el latín como le había enseñado el padre C. durante aquellas largas lecciones de la tarde en la rectoría.
«Agnus Dei qui tollis peccata mundi… miserere nobis… Kyne eletson, Kyrie eleison, Kyrie eleison…»
A Mike le gustaba. Mientras una parte de él estaba totalmente absorta en preparar el milagro de la Eucaristía, otra parte vagaba libremente, como si realmente pudiese abandonar su cuerpo, estar con Memo en su habitación oscura; sólo que ahora Memo podía hablar de nuevo y conversarían como cuando él era pequeño, y ella le contaría historias del Viejo País. O flotar sobre los campos y los bosques, más allá del cementerio del Calvario y de la Cueva, volando libre como un cuervo con mente humana, mirando desde arriba las copas de los árboles y los riachuelos, y los montes con minas a cielo abierto, y a los que los muchachos llamaban Montañas del Macho Cabrío, cerniéndose serenamente sobre las borrosas rodadas de Gypsy Lane, al serpentear la vieja carretera entre los bosques y los pastos.
Entonces terminó la comunión -Mike esperaba siempre a la misa mayor del domingo para comulgar-, se rezaron las últimas oraciones, se dieron las respuestas, y se encerraron las hostias en el sagrario de encima del altar. El padre Cavanaugh dio la bendición a los feligreses y precedió a los que salían del santuario. Mike se dirigió a la pequeña habitación que empleaban para cambiarse, dejando la casulla y el sobrepelliz a un lado para que los lavase el ama de llaves del padre C., y colocó cuidadosamente sus lustrosos zapatos en el fondo del armario de cedro. Entró el padre Cavanaugh. Había cambiado su casulla negra por unos pantalones caqui, una camisa azul de trabajo y una chaqueta deportiva de pana. A Mike le chocaba siempre ver al sacerdote sin su uniforme.
– Lo has hecho bien, como siempre, Michael.
A pesar de su campechanía en otras cuestiones, el cura nunca le llamaba Mike.
– Gracias, padre. -Mike trató de pensar algo más para decir, algo para alargar aquel momento a solas con el único hombre a quien admiraba-. Hoy no ha habido mucha gente en la segunda misa
El padre C. había encendido un cigarrillo y el olor del humo llenó la habitación. Se situó junto a la estrecha ventana y miró hacia la vacía zona de aparcamiento.
– Bueno, casi nunca hay mucha. -Se volvió a mirar a Mike-. ¿Asistió hoy aquella pequeña amistad tuya, Michael?
Michael conocía a pocos chicos católicos de su edad.
– Ya sabes… Michelle… ¿y que más?… Staffney.
Mike se puso rojo como un tomate. El nunca había hablado al padre C. de Michelle. Lo cierto es que nunca había hablado a nadie de ella, pero siempre miraba a ver si estaba entre los feligreses. Pocas veces acudía porque sus padres y ella solían ir a la catedral de Santa María, en Peoria; pero en las raras ocasiones en que estaba allí la pelirroja, a Mike le costaba mucho concentrarse.
– Ni siquiera voy a la misma clase que Michelle Staffnev -dijo, tratando de hablar con naturalidad.
Estaba pensando: «Si esa rata de Donnie Elson le ha dicho algo al padre C. sobre ella, le haré papilla.»
El padre Cavanaugh asintió con la cabeza y sonrió. Era una sonrisa amable, sin sombra de burla en ella, pero Mike se ruborizó de nuevo. Bajó la cabeza, como si pusiese toda su energía en atar los cordones de sus bambas.
– Un error por mi parte -dijo el padre C. Aplastó el cigarrillo en un cenicero de encima de la mesa y buscó otro en el bolsillo-. Tú y tus amigos, ¿tenéis algún plan para esta tarde?
Mike se encogió de hombros. Había pensado ir por ahí con Dale y los otros, y después empezar su vigilancia de Van Syke. Se puso de nuevo colorado, pensando en lo tonto que era su juego de pequeños espías.
– Bueno -dijo-, no hay nada decidido.
– Yo pensaba ir a visitar a la señora Clancy a eso de las cinco -dijo el padre C.-. Creo recordar que su marido pobló el estanque de su finca antes de morir en la pasada primavera. Creo que no le importaría que llevásemos nuestras cañas de pescar y viésemos cómo están los peces. ¿Quieres venir?
Mike asintió con la cabeza, sintiendo alzarse el gozo en su interior, como la imagen del Espíritu Santo en forma de paloma en la pared oeste de la iglesia.
– Bueno, te recogeré con el Papamóvil a eso de las cinco menos cuarto.
Mike asintió de nuevo. El padre C. llamaba siempre Papamóvil al coche de la parroquia, un Lincoln negro. Al principio este nombre había escandalizado a Mike, pero entonces se dio cuenta de que probablemente el padre C. no haría esta broma con nadie más. Incluso podía verse en dificultades si Mike repetía la palabra a alguien, pues Mike se imaginaba a dos cardenales del Vaticano apareciendo de pronto en un helicóptero, interrogando al padre C. en la rectoría y llevándoselo con grilletes en los pies; de manera que la broma era en realidad una prueba de confianza, una manera de decir: «Los dos somos hombres de mundo, querido Michael.»
Mike se despidió agitando la mano y salió de la iglesia a la luz de un sol de mediodía de domingo.
Duane trabajó la mayor parte del día, reparando el John Deere, rociando la maleza a lo largo de la zanja, trasladando las vacas de los pastos del oeste al campo situado entre el granero y los maizales, y por último recorriendo las hileras, aunque era demasiado pronto para desherbar.
El viejo había vuelto a casa alrededor de las tres de la madrugada. Duane había dejado abierta una de las ventanas del sótano, aunque no estaba protegida con tela metálica, para poder oír el vehículo cuando llegase.
El viejo estaba borracho, pero no hasta el punto de caerse. Entró lanzando maldiciones y se preparó un bocadillo en la cocina, sin dejar de maldecir y de gritar. Duane y Wittgenstein permanecieron en el sótano, con el viejo collie gimiendo incluso mientras golpeaba con la cola el suelo de cemento.
Cuando al viejo no le duraba la resaca los domingos por la mañana solía jugar al ajedrez con Duane hasta casi el mediodía. Pero este domingo no hubo ajedrez.
Mediada la tarde Duane volvió de recorrer los campos y encontró al viejo en la tumbona al pie del álamo, en el jardín del sur. Junto a él había un ejemplar de la edición dominical de The New York Times, tirado sobre la hierba.
– Olvidé que había recogido esto la noche pasada en Peoria -murmuró el viejo.
Se frotó las mejillas. No se había afeitado en dos días y la incipiente barba gris casi parecía de plata bajo aquella luz del atardecer. Duane se dejó caer sobre el césped y hojeó el periódico en busca de la crítica de libros.
– ¿Es el periódico del domingo pasado?
– ¿Qué diablos esperabas? -gruñó el viejo-. ¿Que fuese el periódico de hoy?
Duane se encogió de hombros y empezó a leer la crítica principal. Se refería a Auge y caída del Tercer Reich, de Shirer, y otros libros que guardaban relación con la captura de Adolf Eichmann en Buenos Aires, la semana anterior.
El viejo carraspeó.
– No pensaba…, bueno… no pensaba volver tan tarde anoche. Un imbécil profesor de Bradley empezó a discutir conmigo sobre Marx en una pequeña taberna de Adams Street, y yo…, bueno, ¿todo bien por allí…
Duane asintió con la cabeza, sin mirarle.
– ¿Aquel soldado pasó aquí la noche, o qué?
Duane soltó el periódico.
– ¿Qué soldado?
El viejo se frotó de nuevo la mejilla y el cuello, esforzándose visiblemente en separar la fantasía del recuerdo.
– Bueno, recuerdo que transporté a un soldado. Le recogí cerca del puerto del río Spoon. -Se frotó la mejilla una vez más-. Generalmente no me detengo para recoger a los que hacen autoestop…, ya lo sabes, pero empezaba a llover… -Se interrumpió y miró atrás hacia la casa y el granero, como si el soldado pudiese estar todavía sentado en la camioneta-. si, ahora lo recuerdo más claramente. Él no dijo nada durante todo el trayecto. Sólo asintió con la cabeza cuando le pregunté si acababan de licenciarle. Lo malo es que yo sabía que había algo anormal en su manera de vestir, pero estaba demasiado… bueno… demasiado cansado para advertir lo que era.
– ¿Qué era lo anormal? -preguntó Duane.
– Su uniforme. No era un uniforme moderno. Ni siquiera una guerrera al estilo de Eisenhower. Era grueso y de lana…, de lana marrón, y llevaba un sombrero de campaña de ala ancha, Y polainas
– ¿Polainas? -dijo Duane-. ¿Como las que llevaban los soldados de Infantería en la Primera Guerra Mundial?
– Sí -dijo el viejo. Se mordió la uña del índice como solía hacer cuando consideraba un nuevo invento o una manera de hacerse rápidamente rico-. En realidad, todo lo que llevaba aquel soldado era de la Gran Guerra: polainas, botas claveteadas, el viejo sombrero de campaña, e incluso un cinturón Sam Browne. Era realmente joven, pero no podía ser un verdadero soldado… Debía de llevar un uniforme de su abuelo o venir de algún baile de disfraces. -El viejo miró fijamente a Duane-. ¿Se ha quedado a desayunar?
Duane sacudió la cabeza.
– No vino contigo anoche. Debiste dejarle en alguna parte.
El viejo se concentró un momento y después sacudió vigorosamente la cabeza.
– Estoy seguro de que estaba conmigo en la camioneta cuando la metí en el camino de entrada. Recuerdo que estaba tan silencioso que pensé que me había olvidado de él. Iba a ofrecerle un bocadillo y dejarle dormir en el sofá. -El viejo miró a Duane. Tenía los ojos enrojecidos-. Sé que estaba todavía conmigo cuando llegué por el camino, Duanie.
Duane asintió con la cabeza.
– Bueno, no le oí llegar contigo. Tal vez se marchó a la ciudad.
El viejo miró por encima del maizal hacia la carretera Seis.
– ¿En medio de una noche como aquélla? Además, creo recordar que dijo que vivía cerca de aquí.
– ¿No acabas de decir que no había hablado?
El viejo se mordió la uña.
– No lo hizo… No recuerdo que dijera nada… Bueno, en fin, dejemos eso.
Volvió a su lectura de la sección financiera.
Duane terminó con la crítica y volvió a la casa. Witt salió del granero, visiblemente descansado después de una de sus frecuentes siestas y dispuesto a ir a cualquier parte con Duane.
– Hola, muchacho -dijo Duane-. ¿Has visto a un soldado de Infantería de la Primera Guerra Mundial rondando alrededor del granero?
Witt gimoteó ligeramente y ladeó la cabeza, sin saber lo que le preguntaban. Duane le frotó la cabeza detrás de las orejas. Se acercó a la camioneta y abrió la portezuela del lado correspondiente al pasajero. La caliente cabina olía a whisky y a calcetines sucios. Había una depresión en el vinilo del asiento del pasajero, como si alguien invisible estuviese sentado allí; pero aquella depresión había estado ahí desde que poseían la camioneta. Duane hurgó debajo del asiento, comprobó las tablas del suelo y miró en la guantera. Muchos desperdicios: trapos, mapas, algunos libros en rústica del viejo, varias botellas vacías de whisky, una llave inglesa, latas de cerveza e incluso un proyectil de escopeta; pero ninguna clave. Ninguna baqueta o máuser dejados accidentalmente allí; ningún esquema de trincheras alrededor del Somme, ni ningún mapa del bosque de Belleau.
Duane sonrió y volvió al jardín para leer el periódico y jugar con Witt.
Se hizo de noche antes de que Mike y el padre Cavanaugh diesen por terminada su expedición de pesca. La señora Clancy, que se estaba muriendo de manías tanto como de vejez, no había querido que hubiese nadie más en la casa mientras el padre C. la oía en confesión; Mike estuvo esperando junto al estanque, tratando de hacer saltar piedras sobre el agua y lamentando haberse saltado la comida. Había pocas cosas capaces de hacerle prescindir de la comida del domingo, pero ayudar al padre C. resultó ser una de ellas. Cuando el cura le preguntó «Has comido ya, ¿verdad?», Mike asintió con la cabeza. Incluiría esto en su próxima confesión bajo la categoría general de «Varias veces no he dicho la verdad a los adultos, padre». Cuando Mike se hizo mayor comprendió la verdadera razón de que los curas no pudiesen casarse: ¿Quién querría vivir con alguien con quien tuviese que confesarse regularmente?
El padre C. se reunió con él junto al estanque a las siete de la tarde. Había traído los avíos de pescar del portaequipajes del Papamóvil y parecía más temprano, con el sol de junio bajo pero todavía por encima de los árboles. Pescaron durante más de una hora y sólo Mike capturo algo, un par de peces luna que volvió a arrojar al agua, pero sostuvieron una conversación tan rica que al muchacho le empezó a dar vueltas la cabeza: la naturaleza de la Trinidad; lo que era criarse en el sur de Chicago, cuando el padre C. era más joven; cómo eran las bandas callejeras; por qué todo había sido creado, pero sólo Dios podía ser; por qué los viejos volvían a integrarse en la Iglesia. El padre C. Le explico, o trató de hacerlo, la apuesta de Pascal, y otra docena de cuestiones. A Mike le encantaba hablar de estas cosas con el sacerdote, hablar con Dale, Duane y algunos otros muchachos realmente inteligentes podía ser divertido, porque tenían algunas ideas extrañas, pero el padre C. había vivido. Conocía no sólo los misterios del latín y de la Iglesia sino también el aspecto duro y cínico de la vida de Chicago que Mike jamás se había imaginado.
Las sombras de los árboles se habían extendido sobre la herbosa orilla y adentrado mucho en el estanque, cuando el padre C. miró su reloj y exclamó:
– ¡Dios mío, Michael, se ha hecho muy tarde! La señora McCafferty estará preocupada.
La señora McCafferty era el ama de llaves de la rectoría. Había cuidado del padre Harrison como una hermana que tratase de evitar conflictos a un hermano díscolo, y mimaba al padre C. como si fuese su hijo.
Guardaron los avíos y emprendieron el regreso a la ciudad. Al dirigirse hacia el sur por la Seis, levantando una nube de polvo detrás del Papamóvil sobre la carretera cubierta de gravilla, Mike atisbó la casa de Duane McBride a la derecha y la del tío de Dale, Henry, a la izquierda, antes de bajar la empinada cuesta y subir de nuevo para pasar por delante del cementerio del Calvario. Mike vio que el camposanto estaba vacío y dorado bajo la luz del atardecer; advirtió que no había ningún coche en la zona herbosa junto a la carretera, y recordó de pronto que tenía que espiar a Van Syke. Pidió al padre C. que se detuviese, y el sacerdote aparcó el Papamóvil en la zona cubierta de hierba, entre la carretera y la verja negra de hierro forjado.
– ¿Qué sucede? -preguntó el padre C.
Mike pensó deprisa.
– Yo… prometí a Memo que hoy visitaría la tumba del abuelo… para ver si han cortado la hierba, si aún están allí las flores que dejamos la semana pasada… en fin, todas esas cosas.
Otra mentira de la que tendría que confesarse.
– Te espero -dijo el cura.
Mike se puso colorado y se volvió a mirar el cementerio para que el padre C. no viese su rubor. Confió en que el sacerdote no hubiera advertido en su voz que estaba mintiendo.
– Bueno, preferiría estar solo durante un rato. Quiero rezar un poco.
«Muy bien, Mike, esto tiene sentido. Quieres rezar unas oraciones y por esto pides a un cura que se largue. ¿Es pecado mortal mentir sobre la oración?»
– Además, a lo mejor tendré que cortar algunas flores en el bosque y tardaré un rato.
El padre Cavanaugh miró por encima de la carretera hacia el oeste, hacia el sol que se cernía como una pelota baja sobre los campos de maíz.
– Casi ha anochecido, Michael.
– Llegaré a casa antes de que sea de noche. Palabra.
– Pero hay al menos un kilómetro y medio hasta la ciudad.
El sacerdote parecía dudar, como si sospechase alguna travesura pero no se imaginase lo que podía ser.
– No hay problema, padre. Los chicos siempre hacemos autoestop o montamos en la bicicleta de alguien. Jugamos mucho en estos bosques.
– Pero no vas a meterte en el bosque después de anochecer, ¿no es cierto?
– No -dijo Mike-. Sólo haré lo que prometí a Memo y me iré a casa. Me gusta andar.
«¿Tendría el padre C. miedo a la oscuridad?» Rechazó la idea. Durante un segundo consideró la posibilidad de no mentir, de contarle al cura su impresión de que algo andaba mal en Old Central, algo relacionado con la desaparición de Tubby Cooke, y todo lo referente a su intención de examinar la caseta de herramientas de detrás del cementerio, donde se decía que algunas veces dormía Van Syke. Pero entonces rechazó también esta idea: no quería que el padre Cavanaugh pensara que estaba chiflado.
– ¿Estás seguro? -dijo el padre C.-. Tus padres creerán que estás conmigo.
– Saben lo que le prometí a Memo -dijo Mike, mintiendo con más facilidad-. Estaré en casa antes de que sea de noche.
El padre Cavanaugh asintió con la cabeza y se inclinó para abrirle la portezuela.
– Muy bien, Michael. Gracias por acompañarme a pescar y por la conversación. Mañana, ¿en la primera misa?
Era una pregunta retórica. Mike ayudaba siempre en la primera misa.
– Desde luego -dijo, cerrando la pesada portezuela e inclinándose hacia delante para hablar a través de la ventanilla abierta-. Gracias por… -Se interrumpió, al no saber por qué daba las gracias al cura. «¿Por hablarme, siendo un hombre mayor?»-. Gracias por prestarme la caña de pescar.
– Está a tu disposición -dijo el padre C.-. La próxima vez iremos al río Spoon. Allí sí que hay peces.
Saludó con dos dedos, puso de nuevo el Papamóvil en la calzada y desapareció bajando la primera cuesta hacia el sur. Mike se quedó allí un momento, pestañeando para quitarse el polvo de los ojos y sintiendo como se apartaban los saltamontes de sus piernas en la hierba baja. Entonces se volvió y miró hacia el cementerio. Su sombra se confundió con la que proyectaba la verja de hierro. «Magnífico. Pero ¿y si Van Syke está aquí?» No creía que el a ratos guardián y a ratos cuidador del cementerio estuviese allí. El aire estaba inmóvil, impregnado del olor a maíz y a polvo de una húmeda tarde de junio. Y el lugar parecía, sonaba y daba la sensación de vacío. Echó atrás la barra de la puerta de peatones y entró, Consciente de que su sombra saltaba delante de él, de que las altas lápidas proyectaban también sus propias sombras, sobre todo del silencio que reinaba después de horas de conversación.
Se detuvo junto a la tumba del abuelo; estaba aproximadamente en medio del cementerio de una hectárea y media, a tres lápidas a la izquierda del camino de hierba y grava que separaba las hileras de tumbas. Los O'Rourke estaban agrupados en este sitio; la familia de su madre, más cerca de la verja del otro lado, y la sepultura del abuelo era la que se hallaba más cerca de la carretera. Había aquí un amplio espacio herboso que Mike sabía que estaba reservado para sus padres. Y para sus hermanas. Y para él.
Las flores estaban allí, marchitas y muertas pero todavía allí, desde el lunes pasado, Día de los Caídos, y también la pequeña bandera de Estados Unidos que había colocado la Legión Americana. Cambiaban las banderas cada Día de los Caídos, y Mike sabía en parte la estación en que se hallaba por lo descolorida que estaba la bandera en la tumba del abuelo. Éste se había alistado durante la Primera Guerra Mundial, pero nunca había ido a ultramar sino que sólo había pasado catorce meses en un campamento de Georgia. Cuando era muy pequeño, Mike había escuchado los relatos de Memo de las aventuras en ultramar de los amigos del abuelo, durante la Gran Guerra, y había sacado la clara impresión de que al abuelo le hubiese gustado intervenir directamente en la acción; ésa era una de las pocas frustraciones del viejo.
Los colores de la bandera eran vivos: rojo de sangre y blanco reluciente sobre la hierba verde. La luz baja, horizontal, hacía que todo pareciese más brillante y bello. En alguna parte de la finca del tío de Dale, en una colina a unos cuatrocientos metros de distancia, mugió una vaca, y el mugido sonó muy claro en el aire silencioso.
Mike agachó la cabeza y rezó una oración. A lo mejor no había necesidad de confesarse de sus pequeñas mentiras. Entonces se santiguó y echó a andar por el camino en dirección al fondo del cementerio y la barraca de Van Syke.
En realidad no era la barraca de Van Syke sino simplemente el viejo cuarto de herramientas que había estado en el cementerio durante muchísimos años. Estaba cerca de la verja de atrás, frente a una franja donde se había segado la hierba, lejos de la última hilera de tumbas, aunque Mike pensaba que algún día crecería el cementerio a su alrededor, y la densa luz del sol se proyectaba sobre la pared del oeste como mantequilla extendida sobre piedra.
Mike advirtió que el candado estaba en la puerta y pasó por delante de ésta como si se encaminase a los bosques y las minas a cielo abierto de los montes mucho más allá del cementerio, destino acostumbrado de los muchachos cuando atajaban por aquí, y después volvió atrás, entrando en la oscura sombra del lado oeste del pequeño edificio. Saltaron ciegamente saltamontes entre la hierba que pisaba con sus bambas y crujieron ramas secas bajo sus pies.
Había una ventana en este lado, la única que tenía la barraca, y era pequeña y estaba a la altura del cuello de Mike. Este se acercó más, se protegió los ojos y miró al interior.
Nada. La ventana estaba demasiado sucia, y el interior demasiado oscuro.
Silbando y con las manos en los bolsillos, dio una vuelta alrededor del pequeño edificio. Miró varias veces por encima del hombro, para asegurarse de que nadie bajaba por el camino. La carretera había estado desierta desde que se había marchado el padre C. El cementerio estaba tranquilo. Más allá de la carretera, el sol se había puesto con la lenta elegancia carmesí exclusiva de los ocasos de Illinois. Pero el cielo vacío estaba todavía teñido por la luz de la tarde de junio, que se desvanecía ahora hacia un verdadero crepúsculo y la noche de verano.
Mike inspeccionó la cerradura. Era un sólido candado Yale, pero la chapa de metal se fijaba al marco de la puerta que era de madera carcomida. Siguió silbando suavemente y tiró de la chapa una y otra vez hasta que uno y después dos de los tres mohosos tornillos saltaron de la jamba. El último precisó la ayuda de la navaja, pero por fin saltó también. Mike miró a su alrededor, para asegurarse de que había alguna piedra cerca de allí para clavar de nuevo los tornillos cuando fuese hora de marcharse, y entró en la barraca.
Estaba a oscuras. El aire olía a suelo húmedo y también a agrio.
Mike cerró la puerta a su espalda, dejando una rendija para que entrase la luz y pudiese oír si algún coche se acercaba a la verja de la entrada, y pestañeó un momento para adaptar los ojos a la oscuridad.
Van Syke no estaba allí, esto era lo importante, y Mike se había asegurado de ello antes de entrar. Tampoco había muchas cosas: unas cuantas palas y azadas, que le parecieron herramientas propias de un cementerio; unos estantes con paquetes de abonos y jarras de un líquido oscuro; algunas barras de hierro labradas y oxidadas, evidentemente parte de la verja anterior, amontonadas en un rincón; algunas piezas para el tractor con el que se segaba el terreno; un par de cajas pequeñas, una de las cuales tenía adosada una linterna y parecía haber sido empleada como mesa; algunas gruesas tiras de lona que de momento le intrigaron hasta que se dio cuenta de que debían usarse para bajar los ataúdes dentro de la fosa, y directamente debajo de la mugrienta ventana, un catre a ras del suelo.
Mike observó el catre. Olía intensamente a moho y había encima de él una manta que no olía mucho mejor. Pero había sido usado recientemente como cama; un número del miércoles del Peoria Journal Star estaba arrugado sobre él y contra la pared, y la manta medio caída en el suelo, como si alguien la hubiese apartado a toda prisa.
Mike se arrodilló junto al catre y levantó el periódico. Debajo de él había una revista con hojas lisas y relucientes mezcladas con otras de papel más barato. Mike la cogió, empezó a hojearla y la tiró inmediatamente.
Las páginas relucientes contenían fotos en blanco y negro de mujeres desnudas. Mike había visto mujeres desnudas con anterioridad -tenía cuatro hermanas- e incluso había visto revistas con mujeres desnudas en ellas: Gerry Daysinger le había mostrado una vez una publicación nudista. Pero nunca había visto fotografías como éstas.
Las mujeres yacían con las piernas abiertas y mostrando sus partes íntimas. Las fotografías nudistas habían sido retocadas, sin vello en el pubis, sólo con una modesta suavidad entre las piernas; pero estas fotos lo mostraban todo. El vello, las rajas, los labios abiertos, sostenidos a menudo por las propias damas; uñas pintadas reteniendo la abertura de sus partes más secretas. Otras mujeres estaban de rodillas, de espaldas a la máquina, de modo que podía verse el orificio del culo y las partes más velludas. Otras jugaban con los pechos.
Mike sintió que su rubor se desvanecía; pero, en el mismo instante, como si la sangre tuviese que fluir a alguna parte, sintió también que se endurecía su pene. Sin levantar la revista de nuevo, hojeó las páginas.
Más mujeres.
Más piernas abiertas.
Mike no se había imaginado nunca que hubiese mujeres capaces de hacer esto delante de alguien con una cámara. ¿Y si sus familias veían alguna vez estas fotografías?
Sintió que su erección comprimía el miembro contra los tejanos. Mike se había tocado con anterioridad, incluso se había masturbado hasta producirse el clímax que le había sorprendido tanto la primera vez, hacía un año; pero el padre Harrison le había explicado prolijamente las consecuencias, tanto espirituales como físicas de la masturbación, y Mike no tenía intención de volverse loco ni de contraer la clase especial de acné que padecían siempre los que se masturbaban, revelando así su comportamiento a todo el mundo. Además, Mike había confesado este pecado particular las pocas veces que lo había cometido, pero una cosa era confesarlo a alguien como el padre Harrison en la oscuridad y sufrir una buena reprimenda, y otra, completamente distinta, referirla al padre Cavanaugh. Antes que confesar este pecado al padre C., prefería volverse ateo o ir al infierno. Y si lo cometía y no lo confesaba…, bueno, el padre Harrison había descrito el castigo que esperaba en el infierno a los pecadores depravados.
Mike suspiró, dejó la revista donde la había encontrado, la cubrió con el periódico y se puso en pie. Bajaría trotando la colina y subiría a paso vivo la siguiente; esto le libraría de los malos pensamientos y de la dureza que sentía contra la bragueta.
La manta resbaló del catre al levantarse, y un fuerte olor llenó la estancia.
Mike se echó hacia atrás pero se acercó de nuevo, levantando la manta.
Un hedor a tierra removida, y a algo peor, brotó de debajo del catre. Mike contuvo el aliento durante un segundo, y después lo levantó y lo apoyó contra un cajón. Había un agujero de más de tres palmos de diámetro perfectamente redondo, como una boca de cloaca abierta en una calle de la ciudad. Pero los bordes eran de tierra apisonada. Mike se puso a cuatro patas y miró al interior.
El olor era muy malo. Mike había ido una vez a un matadero cerca de Oak Hill, y este hedor era parecido al de la habitación donde arrojaban las entrañas y otros pedazos invendibles de los animales. El olor a sangre era el mismo, pero aquí se mezclaba con el aroma penetrante de la tierra, produciendo otro tan fuerte que a Mike le dio vueltas la cabeza. Se tambaleó un momento y cerró los ojos.
Cuando los abrió, captó un ligero movimiento en el fondo del agujero, como si algo se hubiese apartado de la luz. Mike pestañeó. Los bordes del hoyo eran extraños, de un rojo vivo, aunque el suelo del lugar no era de arcilla, y estriados, con surcos regulares. Esto le recordó algo, aunque de momento no pudo saber qué era. Después lo recordó.
Dale Stewart tenía la Enciclopedia ilustrada Compton's. A los muchachos les gustaba mirar la parte referente al cuerpo humano, que tenía láminas transparentes. Una de las ilustraciones correspondía al sistema digestivo, con cortes transversales coloreados.
Los lados del agujero parecían un corte del intestino humano. Rojo y en carne viva.
Mientras Mike observaba, los bordes rojos y surcados parecieron moverse ligeramente, contrayéndose y relajándose. El olor del agujero era cada vez más insoportable.
Mike se arrastró hacia atrás a cuatro patas, respirando superficialmente. Se oía un ruido como de rascadura en alguna parte. «¿Eran ratas del exterior, o algo allá abajo?»
Mike se imaginó de pronto un túnel en el cementerio, que conectase las tumbas. Se imaginó a Van Syke metiéndose de cabeza en este agujero, desapareciendo por esta especie de intestino en las profundas entrañas de la tierra. Van Syke arrastrándose como una serpiente, deslizándose y perdiéndose de vista un minuto antes, cuando oyó silbar a
Mike.
«¿Van Syke… o algo peor?»
Mike se estremeció. A través de la sucia ventana se veía que ya había oscurecido en el exterior, aunque una luz pálida se filtraba por la rendija de la puerta.
Mike volvió a poner el catre en su sitio, asegurándose de que el diario y la revista estuviesen como los había encontrado, y volvió a colocar la manta de manera que tapase el agujero. Se dio cuenta de que ésta no era necesaria para ocultarlo. «Esto está tan oscuro que, posiblemente, nadie advertiría el agujero si no lo delatase el mal olor.»
Se hallaba todavía de rodillas cuando se imaginó que una mano y un brazo blancos y viscosos salían de la oscuridad debajo del catre para agarrarle de la muñeca o del tobillo.
Su excitación sexual se había desvanecido completamente. Creyó que iba a vomitar. Cerró los ojos, abrió la boca para no sentir tanto el mal olor y se concentró en rezar una avemaría y un padrenuestro.
No le sirvió de nada.
Le pareció oír unas pisadas furtivas sobre la hierba cortada del exterior.
Abrió bruscamente la puerta y se lanzó fuera, sin preocuparse de que pudiera chocar con alguien, impaciente sólo por alejarse del agujero, por alejarse de allí.
El cementerio estaba desierto. El cielo era más oscuro; una estrella se cernía en el este sobre la línea de los árboles; también se había oscurecido el bosque, pero aún había algo de luz del crepúsculo estival. Un pájaro negro y de alas rojas estaba posado sobre una alta lápida a veinte metros de distancia y parecía mirar fijamente a Mike.
Éste iba a marcharse rápidamente, pero entonces se acordó del candado. Vaciló, se dio cuenta de que se estaba portando como un idiota, y entonces volvió atrás y empezó a clavar los tornillos. El último tenía que ser enroscado, y Mike observó que le temblaba ligeramente la mano al utilizar la navaja para hacerlo.
«Si algo sale de aquel agujero, ¿cómo puede salir de la barraca? Tal vez se desliza por la ventana.»
«Cállate, estúpido.» Le resbaló la hoja de la navaja y se hizo un corte en el dedo meñique. Mike hizo caso omiso del corte, concentrado en enroscar el último tornillo y sin reparar en las gotas de sangre que caían sobre el marco de madera de la puerta.
«Ya está.» No era perfecto. Un examen minucioso revelaría que la plancha había sido arrancada y colocada de nuevo. ¿Y qué? Mike se volvió y echó a andar por el camino.
Todavía no había tráfico en la Seis. Mike trotó cuesta abajo, lamentando que las sombras del fondo fuesen tan oscuras. Parecía plena noche en los espesos bosques de ambos lados.
La Taberna del Arbol Negro estaba cerrada y a oscuras -no se podía servir alcohol en domingo- y era extraño ver el pequeño edificio sin vehículos aparcados delante de él. Mike redujo la marcha al subir la cuesta y pasar por delante del camino de entrada del Arbol Negro. Los bosques continuaban a su izquierda, Gypsy Lane estaba por allí en alguna parte, pero ahora se extendían los maizales a su derecha y había mucha más luz aquí arriba. Podía ver el cruce de Jubilee College Road a unos doscientos metros delante de él; cuando estuviera allí, la torre del agua de Elm Haven sería visible a poco más de un kilómetro al oeste.
Mike había reducido todavía más la marcha, maldiciendo en silencio su cobardía, cuando oyó crujir la grava detrás de él. No era un coche sino el suave ruido de unas pisadas.
Sin detenerse, se volvió para caminar de espalda, levantando inconscientemente los puños.
«Otro chico», pensó al ver la sombra que se separaba de la oscuridad de debajo de los árboles en la carretera, en lo alto de la cuesta. No reconoció al muchacho, pero vio el anticuado sombrero de Boy Scout y el uniforme. El chico estaba a unos quince metros detrás de él.
Entonces se dio cuenta de que no era un muchacho. Era un hombre de algo más de veinte años, y el uniforme no era de Boy Scout sino de soldado, como los que había visto Mike en viejas fotografías. La cara del hombre parecía cerosa, suave y de extrañas facciones bajo la pálida luz.
– ¡Eh! -gritó Mike, agitando la mano.
No conocía al soldado, pero no por ello dejaba de sentir alivio. Cuando oyó las pisadas detrás de él, se imaginó a Van Syke siguiéndole en la carretera.
El joven soldado no correspondió a su saludo. Mike no podía ver sus ojos, pero era casi como si aquel tipo estuviese ciego. No corría pero caminaba deprisa, en una especie de marcha sobre piernas rígidas, con bastante rapidez para haber acortado ya la distancia entre los dos. Ahora estaba a unos diez metros, y Mike podía ver claramente los botones de metal del uniforme marrón y las extrañas vendas caqui alrededor de las piernas. Las botas claveteadas hacían crujir la grava. Mike trató nuevamente de ver su cara, pero el sombrero de ala ancha proyectaba oscuras sombras sobre ella, a pesar de la pálida luz
El joven marchaba tan rápidamente que Mike tuvo la clara impresión de que estaba tratando de alcanzarle, de que se apresuraba para reducir la distancia.
«¡A la mierda!», pensó Mike, vagamente consciente de que tendría que confesar otra palabrota al padre C.
Se volvió y empezó a bajar corriendo por Jubilee College Road, hacia la lejana mancha de árboles de Elm Haven.
El hermano pequeño de Dale, Lawrence, tenía mucho miedo a la oscuridad.
Pero por lo que Dale sabía, su hermano de ocho años, no tenía miedo a nada más. Subía a sitios que nadie, salvo tal vez Jim Harlen, pensaría en escalar. Lawrence tenía un valor físico que hacía que se lanzase contra muchachos peleones mucho más altos que él, con la cabeza gacha y golpeando con los puños, aunque estuviese recibiendo una paliza que habría hecho llorar a chicos mayores. A Lawrence le gustaban las proezas temerarias: saltaba con su bici desde la rampa más alta que podían construir, y cuando llegaba el momento, en el atrevido ejercicio en el patio de atrás, de que alguien se tendiese delante de la rampa para que los otros saltasen con sus bicis por encima de él, Lawrence era el único que se ofrecía voluntario para ello. Jugaba al fútbol contra muchachos mucho más corpulentos que él, y le divertía que le metiesen en una caja de cartón y le arrojasen rodando por la ladera surcada de minas a cielo abierto de las Billy Goat Mountains. A veces Dale estaba seguro de que algún día Lawrence se podía matar por falta de miedo.
Pero tenía miedo a la oscuridad.
Temía sobre todo la oscuridad del pasillo en lo alto de la escalera de su casa, y todavía más la de su dormitorio.
La casa de los Stewart, que habían alquilado hacía cinco años, cuando habían llegado de Chicago, era vieja. El interruptor al pie de la escalera encendía las bombillas de la pequeña lámpara del vestíbulo de entrada, pero dejaba el rellano de encima de aquéllas sumido en la oscuridad. Para llegar a la habitación de los muchachos, había que cruzar el rellano en aquella penumbra. Pero lo peor para Lawrence era que en la pared de su habitación no había interruptor. Para encender la bombilla del centro de la estancia, los chicos tenían que caminar a oscuras, buscar a tientas el cordón que colgaba en el aire, y tirar de él. Lawrence aborrecía esta operación y suplicaba a Dale que subiese a encenderle la luz.
Una vez que se estaban quedando dormidos con la luz encendida, Dale le había preguntado por qué tenía tanto miedo a encender la luz, qué era exactamente lo que temía. Era su habitación. Al principio Lawrence no le quiso responder, pero por fin dijo con voz soñolienta:
– Alguien podría estar aquí. Esperando.
– ¿Alguien? -había murmurado Dale-. ¿Quién?
– No lo sé -había contestado Lawrence-. Alguien. A veces pienso que entraré en la habitación y buscaré a tientas el cordón de la luz, ya sabes que es difícil encontrarlo, y en vez del cordón tocaré una cara.
Dale había sentido un escalofrío.
– Ya sabes -prosiguió Lawrence-, la cara de un hombre alto, pero no una cara perfectamente humana…, y estaré aquí en la oscuridad, tocándola, y sus dientes serán resbaladizos y fríos, y sentiré que sus ojos están abiertos como los de un muerto… y…
– Cállate -había susurrado Dale.
Incluso con la luz encendida, Lawrence tenía miedo de las cosas de la habitación. La casa era lo bastante vieja para no tener armarios empotrados -el padre de Dale había dicho que la gente solía tener entonces grandes guardarropas-, pero los anteriores dueños o inquilinos habían incorporado uno de aquellos armarios a la habitación de los muchachos. Era una cosa tosca, apenas más que una caja de tablas de pino pintadas que se alzaba desde el suelo en un rincón, y Lawrence decía que le parecía un ataúd puesto de pie. A Dale también le recordaba un ataúd, pero no lo confesaba. Lawrence no sería nunca el primero en abrir la puerta del armario, ni siquiera durante el día. Dale sólo podía imaginarse lo que creía su hermano que podía estar esperándole.
Pero Lawrence tenía miedo, sobre todo, de lo que podía haber debajo de la cama.
Lawrence se arrodillaba para rezar sus oraciones, si su madre estaba en la habitación; pero cuando los dos chicos estaban solos allí, se ponía rápidamente el pijama y saltaba sobre la cama, desde lo bastante lejos para que no pudiese alcanzarle nada de lo que hubiese debajo de ella, y entonces practicaba el rito de sujetar las mantas y las sábanas para que nada pudiese tirar de él desde debajo de la cama. Si estaba leyendo una historieta u otra cosa y se le caía al suelo, pedía a Dale que la recogiese, y si éste no lo hacía se quedaba en el suelo hasta la mañana siguiente.
Dale había discutido con su hermano durante años.
– Mira, tonto -decía-, sólo hay polvo debajo de tu cama.
– Podría haber un agujero -había respondido Lawrence una vez.
– ¿Un agujero?
– Sí, como un túnel o algo parecido. Algo esperando allí para agarrarme.
La voz de Lawrence se había hecho muy débil. Dale se había echado a reír.
– Estamos en el segundo piso, tonto. No puede haber un agujero o un túnel en un segundo piso. Además, el suelo es de madera sólida. -Se había inclinado y golpeado el suelo con los nudillos-. Mira si es sólida.
Lawrence había cerrado los ojos, como si temiese que saliese una mano de allí y agarrase la muñeca de Dale.
Éste había desistido de convencer a Lawrence de que no había nada que temer. Dale no tenía miedo de la oscuridad de arriba; su miedo se centraba en el sótano, sobre todo en la carbonera a la que tenía que bajar para recoger carbón cada noche de invierno; pero nunca se lo había contado a Lawrence ni a nadie. A Dale le gustaba el verano porque no tenía que bajar al sótano. En cambio, Lawrence tenía miedo a la oscuridad durante todo el año.
En esta primera noche de domingo de las vacaciones de verano, Lawrence pidió a Dale que subiese a encenderle la luz. Dale suspiró, cerró el libro de Tarzán que estaba leyendo y subió con su hermano.
No había caras en la oscuridad. Nada salió de debajo de la cama. Cuando Dale abrió la puerta del armario para colgar la camisa a rayas de su hermano, nada saltó de allí ni tiró de él. Lawrence se puso su pijama de Zorro, y Dale se dio cuenta de que también tenía sueño, aunque todavía no eran las nueve. Se puso el pijama azul, arrojó la ropa sucia en el cesto y se metió en la cama para leer una historieta sobre Tarzán y la ciudad perdida de Opar. Oyeron pisadas y su padre se plantó en la puerta. Llevaba puestas las gafas de leer, que le daban un aspecto más viejo y serio que de costumbre.
– Hola, papá -dijo Lawrence desde la cama.
Acababa de poner fin a su rito de sujetarlo todo bien y asegurarse de que no quedaba nada suelto que pudiese caer y tentar a las criaturas de debajo de la cama.
– Hola, fieras. Ya veo que esta noche os habéis acostado temprano, ¿eh?
– Iba a leer un rato -dijo Dale, y de pronto comprendió que sucedía algo. Su padre no solía subir a darles las buenas noches, y ahora había una tensión alrededor de sus ojos y de su boca-. ¿Qué pasa, papá?
Su padre entró y se quitó las gafas como si acabase de darse cuenta de que las llevaba puestas. Se sentó en la cama de Lawrence y apoyó la mano izquierda en la de Dale.
– ¿Habéis oído el teléfono?
– Yo sí -dijo Dale.
– Y yo también -dijo Lawrence.
– Era la señora Grumbacher… -empezó a decir su padre. Jugaba nerviosamente con las gafas, desplegándolas y plegándolas de nuevo. Entonces se detuvo y las guardó en el bolsillo-. La señora Grumbacher ha telefoneado para decir que hoy había visto a la señorita Jensen en Oak Hill.
– La señorita Jensen -dijo Lawrence-. ¿Quieres decir la mamá de Jim Harlen?
Lawrence nunca había comprendido por qué la madre de Harlen tenía un apellido diferente… y por qué podía ser una «señorita» y tener un hijo.
– Cállate -le dijo Dale.
– Sí -dijo su padre, y dio unas palmadas en la pierna de Lawrence, debajo de la manta-. La mamá de Jim. Dijo a la señora Grumbacher que Jim había tenido un accidente.
Dale sintió que su corazón daba un salto y se encogía después. Kevin y él habían ido a buscar a Harlen aquella tarde -Mike no había acudido y no eran bastantes para jugar al béisbol-, pero su casa estaba cerrada y a oscuras. Pensaron que como era domingo habrían salido para ir a ver a algún pariente o amigo.
– Un accidente -repitió Dale al cabo de un momento-. ¿Está muerto?
Dale tuvo intuitivamente la seguridad de que Jim estaba muerto.
Su padre pestañeó.
– ¿Muerto? No, hombre; Jim no está muerto. Pero fue una lesión grave. Todavía estaba inconsciente en el hospital de Oak Hill cuando la señora Grumbacher habló con su mamá.
– ¿Qué sucedió? -preguntó Dale, y su voz sonó seca, áspera.
Su padre se frotó la mejilla.
– No están seguros. Parece que Jim estaba trepando en el colegio…
– ¿En Old Central? -farfulló Dale.
– Sí; trepaba por la pared del colegio y se cayó. La señora Moon le encontró esta mañana. Estaba buscando periódicos y botes de hojalata en el contenedor de basura que hay junto a la escuela… Bueno, Jim se había caído allí la noche pasada o a primera hora de la mañana, y estaba inconsciente.
– ¿Está muy grave? -preguntó Dale.
Su padre pareció meditar un momento la respuesta. Dio unas palmadas en las piernas de los dos chicos, debajo de las mantas.
– La señora Grumbacher dice que la señorita Jensen le ha dicho que se pondrá bien. Pero todavía está inconsciente; dice que recibió un golpe en la cabeza y que sufrió una conmoción bastante seria…
– ¿Qué es una conmoción? -preguntó Lawrence, con los ojos muy abiertos.
– Es como si te machacasen el cerebro o te rompiesen el cráneo -murmuró Dale-. Ahora calla y deja hablar a papá.
Su padre sonrió ligeramente.
– Está todavía inconsciente, pero no del todo en coma. Los médicos dicen que esto es normal cuando se ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Supongo que también tiene algunas costillas rotas y una fractura múltiple en uno de los brazos. La señora G. no ha dicho en cuál. Por lo visto Jim cayó desde bastante altura y dio contra el borde del contenedor. Si no hubiese habido algo blando allí para amortiguar la caída…, bueno…
Lawrence se puso a lloriquear.
– Habría sido como el gatito de Mike al que aplastaron en Hard Road el verano pasado, ¿verdad, papá?
Dale dio un golpe a su hermano en el brazo. Antes de que su padre pudiese regañarle, dijo:
– ¿Podremos ir a verle a Oak Hill, papá?
El padre sacó las gafas del bolsillo.
– Claro. No creo que haya ningún inconveniente. Pero dentro de unos días, naturalmente. Jim tiene que recobrar el conocimiento y ellos asegurarse de que se pondrá bien. Si empeorase o no volviese en sí, tendrían que trasladarle a un hospital de Peoria… -Se levantó y dio unas palmadas en la pierna de Lawrence por última vez-. Pero iremos a verle esta semana, si se encuentra mejor. Y ahora no estéis demasiado rato leyendo, ¿eh?
Se dirigió a la puerta.
– ¡Papá! -dijo Lawrence-. ¿Cómo es que la mamá de Harlen no sabía que había salido por la noche? ¿Cómo es que nadie le buscó hasta esta mañana?
La cara de su padre sólo mostró un instante de cólera. Y no contra Lawrence.
– No lo sé. Tal vez su mamá pensó que estaba durmiendo en casa. O tal vez Jim salió de su casa y se encaramó en la escuela esta mañana.
– No lo creo -dijo Dale-. De todos los chicos que conozco, Harlen es el que se levanta más tarde. Tuvo que ser anoche. Estoy seguro.
Dale pensó en el cine gratuito, en los relámpagos y las primeras gotas de lluvia que habían enviado a todo el mundo a sus coches o a refugiarse debajo de los árboles durante algunos minutos, mientras Rod Taylor luchaba contra los Morlocks, y en la segunda película, que hubo que interrumpir a causa de la lluvia. Él y Lawrence habían vuelto andando, con una de las hermanas de Mike y su estúpido amiguito.
«¿Qué pretendía Harlen al escalar Old Central?»
– Papá -dijo-, ¿sabes por qué parte del colegio subía Harlen?
Su padre frunció el entrecejo.
– Bueno, cayó en el contenedor de basura que está cerca de la zona de aparcamiento; por lo tanto, supongo que fue por la esquina de este lado. Es donde estaba tu clase este año, ¿no?
– Sí -dijo Dale.
Se estaba imaginando el sitio por el que habría trepado Harlen. Probablemente por la tubería de desagüe y quizá por las piedras salientes de la esquina; sin duda por la cornisa de fuera de la clase.
«Desde luego no era una subida fácil. ¿Por qué diablos había ido Harlen por allí?»
Su padre pareció expresar con palabras el pensamiento de Dale.
– ¿Sabéis alguno de vosotros por qué Jim intentaba subir por allí hasta su clase?
Lawrence sacudió la cabeza. Estaba abrazando al raído oso panda al que llamaba «Teddy». Dale sacudió también la cabeza
– No, papá. No tiene sentido.
Su padre hizo una señal de asentimiento.
– Mañana por la noche y el martes estaré de viaje, pero telefonearé para saber cómo estáis… y cómo sigue vuestro amigo. Si queréis, podremos ir a visitar a Jim a finales de la semana.
Los dos chicos asintieron con la cabeza.
Más tarde Dale trató de leer, pero las aventuras de Tarzán en la ciudad perdida le parecieron bastante tontas. Cuando al fin se levantó para apagar la luz, Lawrence extendió la mano sobre el espacio vacío entre las dos camas. Generalmente Lawrence quería que su hermano le cogiese la mano al quedarse dormido -era el único riesgo que se atrevía a correr de que algo le agarrase-, pero casi siempre Dale le decía que no. Hoy cogió la mano de su hermano.
Las cortinas de las dos ventanas estaban descorridas. Las sombras de las hojas dibujaban siluetas en los tabiques. Dale podía oír los grillos y el susurro de las hojas. No podía ver Old Central desde este ángulo, pero sí el pálido resplandor del único farol, cerca de la entrada norte.
Dale cerró los ojos, pero en cuanto trató de dormirse se imaginó a Harlen yaciendo allí, en aquel contenedor de basura, entre tablas rotas y otros desperdicios. Se imaginó a Van Syke, a Roon y a los demás reunidos alrededor del contenedor, mirando hacia el muchacho inconsciente y sonriendo, con sus dientes de rata y sus ojos de araña.
Dale se despertó de pronto. Lawrence estaba durmiendo, abrazando todavía a Teddy y roncando suavemente. Había una fina raya de humedad en la almohada, debajo de su boca.
Dale permaneció tumbado en silencio, casi sin atreverse a respirar. No soltó la mano de Lawrence.