Mike se ofreció voluntario para ir a hablar con la señora Moon. Era el que la conocía más.
El día anterior, después de cenar y durante el largo y lento crepúsculo, todos salvo Cordie se reunieron en el gallinero para oír lo que había en las libretas.
– ¿Dónde está la chica? -preguntó Mike.
Jim Harlen se encogió de hombros.
– Fui a la ratonera de su casa…
– ¿Solo? -le interrumpió Lawrence.
Harlen le miró de soslayo e hizo caso omiso a su pregunta.
– Fui esta tarde pero no había nadie en casa.
– Quizás habían salido de compras o para algún recado -dijo Dale.
Harlen sacudió la cabeza. Esta tarde parecía pálido y extrañamente vulnerable con su cabestrillo y su escayola.
– No; quiero decir que estaba vacía. Había trastos desparramados por todas partes…, periódicos viejos, muebles rotos, un hacha… como si la familia lo hubiese metido todo en un camión y se hubiese largado.
– No habría sido mala idea -murmuró Mike, que había terminado de descifrar los diarios de Duane.
– ¿Eh? -dijo Kevin.
– Escuchad -dijo Mike O'Rourke levantando una de las libretas y empezando a leer.
Los cuatro muchachos escucharon durante casi una hora. Dale terminó la lectura cuando la voz de Mike empezó a ponerse ronca. Dale lo había leído todo con anterioridad -Mike y él habían comparado sus notas mientras descifraban el texto-, pero el hecho de oír la lectura en voz alta, aunque fuese con su propia voz, hacía que le temblasen las piernas.
– ¡Dios mío! -murmuró Harlen al agotarse el tema de la Campana Borgia y del tío de Duane-. ¡Mierda! -añadió, en el mismo tono reverente.
Kevin cruzó los brazos. Se estaba haciendo de noche y la camiseta de Kev brillaba más que ninguna
– ¿Y esa campana estuvo colgada allí, durante todos los años en que fuimos al colegio?
– El señor Ashley-Montague dijo a Duane que había sido quitada de allí y que la fundieron -dijo Dale-. Lo pone en una de estas libretas, y yo lo oí el mes pasado en el cine al aire libre.
– Hace mucho tiempo que no ha habido cine gratuito -se lamentó Lawrence.
– Cállate -dijo Dale-. Aquí… Voy a saltarme algo… Esto es de cuando habló con la señora Moon, el mismo día en que cenamos todos en casa del tío Henry, el mismo día en que…
– … en que Duane fue asesinado -terminó Mike.
– Sí -dijo Dale-. Escuchad.
– Leyó las notas al pie de la letra:
17 de junio:
He hablado con la señora Emma Moon. ¡Se acuerda de la campana! Me ha contado una cosa terrible. Dice que su Orville no estuvo complicado. Una cosa terrible con referencia a la campana. Invierno de 1899-1900. Varios niños de la ciudad -cree que uno de una casa de campo- desaparecieron. El señor Ashley -entonces no Montague porque todavía no se habían unido los apellidos- ofreció una recompensa de 1.000 dólares. Ninguna pista.
Entonces, en enero – la señora M. está segura de que fue en enero de 1900- encontraron el cadáver de una niña de once años que había desaparecido antes de la Navidad. Se llamaba Sarah Lewellyn Campbell.
¡COMPROBAR LOS ARCHIVOS! ¿POR QUÉ NO DIJERON NADA LOS PERIÓDICOS?
La señora Moon está segura de que era Sarah L. Campbell.
No quiere hablar de ello, pero yo sigo preguntándole. La niña fue asesinada, posiblemente violada, decapitada y comida en parte. La señora M. está absolutamente segura de lo último.
Capturaron a un negro, «un hombre de color», que estaba durmiendo detrás de la fábrica de sebo. Se formó un pelotón. Dice que su marido, Orville, ni siquiera estaba en el condado.
Había ido a Galesburg en «viaje de compra de caballos». Un viaje de cuatro días. (Comprobar más tarde lo que es este trabajo…)
El Klan pesaba entonces mucho en Elm Haven. La señora M. dice que su Orville iba a las reuniones, como la mayoría de los hombres, pero que no actuaba de noche. Además, estaba fuera de la ciudad…, comprando caballos.
Los otros hombres del pueblo, bajo el mando del señor Ashley, el que trajo la campana, y el hijo del señor Ashley, de 21 años, arrastraron al negro hasta Old Central. La señora M. no sabe el nombre del negro. Un vagabundo.
Celebraron una especie de juicio (¿justicia Klan?), y le condenaron. Aquel mismo día por la noche lo colgaron.
De la campana.
La señora Moon recuerda haber oído sonar la campana a altas horas de aquella noche. Su marido le dijo que era porque el negro no paraba de balancearse ~ de patalear. (La señora M. se ha olvidado de que su marido estaba en Galesburg…) (Nota:
en las ejecuciones normales en la horca, se deja caer al reo, que se rompe el cuello; este hombre se balanceó durante mucho tiempo.)
¿En el campanario? La señora Moon no lo sabe. Cree que sí. O en la escalera central.
No quería decirme lo peor; he tenido que engatusarla.
Lo peor es que dejaron el cuerpo del negro en el campanario. Lo tapiaron y lo dejaron allí.
¿Por qué? Ella no lo sabe. Su Orville no lo sabía. El señor Ashley insistió en que dejasen allí el cuerpo del negro. (TENGO QUE COMPROBARLO CON ASHLEY-MONTAGUE. VISITAR SU CASA, VER LOS LIBROS DE LA SOCIEDAD HISTÓRICA QUE ÉL ROBÓ.)
La señora M. se ha echado a llorar. Dice que hubo algo peor.
Espero. Estas galletas son horribles. Espero. Ella está hablando ahora a sus gatos más que a mí.
Dice que lo peor, peor que el ahorcamiento, es que, dos meses más tarde de haber sido colgado el negro allí, desapareció otro niño.
Habían ahorcado a un inocente.
– Hay más -dijo Dale-, pero todo versa sobre lo mismo. Según las últimas notas, pensaba ir a ver al señor Dennis Ashley-Montague en persona para obtener más detalles.
Los cinco niños del gallinero se miraron.
– ¡Vaya con la Campana Borgia! -exclamó Kevin.
– Y lo peor es que algo en ella funciona todavía; una influencia maligna.
Mike se agachó y tocó una de las libretas como si fuese un talismán.
– ¿Crees que todo se debe a la campana? -preguntó a Dale.
Este asintió con la cabeza.
– ¿Crees que Roon, Van Syke y la vieja Double-Butt intervienen en esto porque forman parte del colegio?
– Sí -murmuró Dale-. No sé cómo ni por qué, pero lo creo
– Yo también lo creo -dijo Mike. Se volvió a mirar a Jim Harlen-. ¿Tienes todavía tu revólver?
Harlen hurgó dentro del cabestrillo con la mano derecha y la sacó con el revólver de cañón corto.
Mike movió la cabeza arriba y abajo.
– Dale, tú tienes armas en casa, ¿no?
Dale miró a su hermano pequeño, y después a Mike.
– Sí. Mi padre tiene una escopeta, y yo tengo la Savage.
Mike no pestañeó.
– ¿Y él te deja ir a cazar codornices con ella?
– No. Será mía cuando cumpla doce años.
– Es una escopeta, ¿no?
– Cuatro diez en la base -dijo Dale-. Veintidós en la cima.
– Sólo un proyectil en cada cañón, ¿no?
La voz de Mike sonaba tranquila, casi distraída
– Sí -dijo Dale-. Hay que abrirla para cargarla de nuevo.
Mike asintió con la cabeza.
– ¿Puedes hacerte con ella?
Dale guardó silencio durante un momento.
– Mi padre me mataría si la sacase de casa sin su permiso y sin que él me acompañara. -Miró a través de la puerta hacia la oscuridad exterior. Las luciérnagas centelleaban en los manzanos del patio de atrás de Mike-. Sí -dijo Dale-, puedo cogerla.
– Bueno. -Mike se volvió a Kevin-. ¿Tú tienes algo?
Kev se frotó la mejilla.
– No. Quiero decir que mi padre tiene una automática…, en realidad, semiautomática, de servicio, pero la guarda en el último cajón de su mesa, y está cerrado.
– ¿Podrías cogerla?
Kevin paseó arriba y abajo, frotándose la mejilla.
– ¡Es su pistola de servicio! Es como… como un trofeo o un recuerdo que le regalaron los hombres de su pelotón. Fue oficial en la Segunda Guerra Mundial y… -Dejó de pasear-. ¿Creéis que las armas servirán de algo contra esas cosas que mataron a Duane?
Mike estaba acurrucado en la penumbra, agazapado como un animal a punto de saltar. Pero toda la tensión estaba en su cuerpo, no en su voz.
– No lo sé -dijo en voz baja, tan baja que casi no podía distinguirse del rumor de los insectos del jardín de más allá del gallinero-. Pero creo que Roon y Van Syke participan en todo esto, y nadie ha dicho que sean invulnerables. ¿Puedes conseguir el arma?
– Sí -dijo Kevin, después de medio minuto de silencio.
– ¿Y municiones?
– Sí. Mi padre las guarda en el mismo cajón.
– Nosotros guardaremos las cosas aquí -dijo Mike-. Podremos echarles mano si las necesitamos. Tengo una idea…
– ¿Y tú? -dijo Dale-. Tu padre no es cazador, ¿verdad?
– No -dijo Mike-, pero está la escopeta para ardillas de Memo.
– ¿Y qué es eso?
Mike levantó las manos, con una separación de medio metro entre ellas.
– ¿Recordáis aquella pistola larga que empleaba Wyatt Earp en su número?
– ¿ La Buntline Special? -dijo Harlen, en voz demasiado fuerte-. ¿Tiene tu abuela una Buntline Special?
– No -dijo Mike-, pero se le parece. Mi abuelo la hizo confeccionar para ella en Chicago, hace unos cuarenta años. Es una escopeta cuatro-diez como la de Dale, salvo que tiene una… como se llame, de pistola.
– Una culata -dijo Kevin.
– Sí. El cañón mide aproximadamente medio metro de largo, y tiene una bonita culata de madera, de pistola. Memo siempre la ha llamado su escopeta para ardillas, pero yo creo que el abuelo se la regaló porque el sitio en que vivían, Cicero, era entonces realmente peligroso.
Kevin Grumbacher lanzó un silbido.
– Esa clase de arma es totalmente ilegal. Es una escopeta de cañones recortados. ¿Tu abuelo era de la banda de Al Capone?
– Cállate, Grumbacher -dijo Mike sin perder la calma-. Bueno, cogeremos las armas y tantas municiones como podamos conseguir. No dejaremos que nuestros padres se enteren. Y las esconderemos…
Miró a su alrededor, hurgando en el sofá.
– Detrás de la radio grande -dijo Dale.
Mike se volvió despacio, con su sonrisa visible incluso bajo la débil luz.
– Entendido. Mañana tendremos algunas cosas que hacer. ¿Quién quiere ir a hablar con la señora Moon?
Los chicos cambiaron de posición y guardaron silencio. Por fin dijo Lawrence:
– Yo iré.
– No -respondió amablemente Mike-. Te necesitaremos para otras cosas importantes.
– ¿Cuáles? -preguntó Lawrence, dando una patada a una lata que había en el suelo-. Ni siquiera tengo un arma como vosotros.
– Eres demasiado pequeño para… -empezó a decir ásperamente Dale.
Mike tocó el brazo de Dale y dijo a Lawrence:
– Si te hace falta, podrás compartir la de Dale. ¿La has disparado alguna vez?
– Sí, muchas…, bueno, un par de veces.
– Bien -dijo Mike-. De momento vamos a necesitar a alguien que sea realmente rápido en bicicleta para buscar a Roon e informarnos.
Lawrence asintió con la cabeza, sin duda dándose cuenta de que trataban de librarse de él, pero pensando que eso sería lo más que podría conseguir.
– Yo hablaré con la señora Moon -dijo Mike-. La conozco bastante, de segar su césped, sacarla de paseo y hacer recados para ella. Veré si tiene alguna información que no dio a Duane.
Permanecieron unos momentos sentados, sabiendo que la reunión había terminado pero resistiéndose a ir a casa en la oscuridad.
– ¿Qué vas a hacer si viene el Soldado esta noche? -preguntó Harlen a Mike.
– Iré a buscar la escopeta para ardillas -murmuró Mike-, pero primero probaré con el agua bendita. -Chascó los dedos, como recordando algo-. También cogeré para vosotros. Traed botellas o algo parecido.
Kevin cruzó los brazos.
– ¿Por qué ha de ser eficaz únicamente el agua bendita de los católicos? ¿Por qué no ha de funcionar mi material luterano o los trastos presbiterianos de Dale?
– No llames trastos a mis cosas presbiterianas -saltó Dale.
Mike se mostró curioso.
– ¿Tenéis vosotros agua bendita en las iglesias?
Tres de los muchachos sacudieron la cabeza. Harlen dijo:
– Sólo vosotros, los católicos, tenéis esas cosas raras, tonto.
Mike se encogió de hombros.
– Dio resultado con el Soldado. Al menos el agua bendita… Todavía no he probado con la Hostia consagrada. ¿Vosotros también tenéis comunión?
– Sí -respondieron Dale y Kevin.
– Podríamos coger un poco de pan de comunión -dijo Dale a Lawrence.
– ¿Cómo? -preguntó su hermano pequeño.
Dale reflexionó un momento.
– Tienes razón; es más fácil robar un arma que el material de la comunión. -Señaló a Mike-. Bueno, como eso tuyo funciona, trae un poco de agua bendita para nosotros.
– Podríamos llenar globos de agua con ella -dijo Harlen-. Y bombardear a esos malditos. Hacerles chisporrotear y encogerse como babosas en una sartén.
Los otros no supieron si Harlen les estaba tomando el pelo. Decidieron levantar la sesión y reflexionar sobre todo aquello hasta mañana.
Mike repartió los periódicos en un tiempo récord, y a las siete ya estaba en la rectoría. Se encontró a la señora McCafferty.
– Está durmiendo -murmuró, en el vestíbulo de la planta baja-. El doctor Powell le dio algo.
Mike estaba desconcertado.
– ¿Quién es el doctor Powell?
La diminuta ama de llaves no paraba de enjugarse las manos con el delantal.
– Es un médico de Peoria que trajo el doctor Staffney ayer por la noche.
– ¿Tan grave está? -preguntó Mike, aunque no pudo por menos de recordar los gusanos pardos que habían caído de la boca en forma de embudo del Soldado, serpenteando e introduciéndose debajo de su piel.
La señora McCafferty se llevó una mano enrojecida a la boca, como si estuviese a punto de llorar.
– No saben lo que tiene. Oí que el doctor Powell le decía al doctor Staffney que hoy tendrían que llevarle a St. Francis, si no le cede la fiebre…
– St. Francis -murmuró Mike, mirando hacia la escalera-. Está en Peoria, ¿no?
– Allí hay pulmones artificiales -murmuró la anciana, casi sin voz. Y como hablando consigo misma, añadió-: He estado toda la noche levantada, rezando el rosario y pidiéndole a la Virgen que socorra al pobre joven.
– ¿Puedo verle? -preguntó Mike.
– ¡Oh, no! Creen que puede ser contagioso. Nadie puede entrar en su habitación, salvo los médicos y yo.
– Yo estaba con él cuando se puso enfermo -dijo Mike, sin hacerle observar que, al dejarle entrar en la casa, le había expuesto ya al peligro, si era ella portadora de algún germen. No creía que los gusanos pudiesen pasar de una persona a otra, pero la simple idea le produjo un momento de inquietud-. Por favor -suplicó, adoptando su aire angelical de monaguillo-. Ni siquiera entraré en la habitación, sólo miraré
La mujer cedió. Caminaron de puntillas por el pasillo y empujaron la oscura puerta de caoba con el mayor cuidado para que no chirriara.
El olor salió de la habitación incluso antes de que la ráfaga de aire recalentado hiciese dar a Mike un paso atrás. Era como el hedor del camión de recogida de animales muertos o de uno de aquellos túneles, aunque peor, flotando en el aire cálido y cargado de la habitación a oscuras. Mike se llevó la mano a la boca y la nariz
– Tenemos cerradas las ventanas -dijo la señora McCafferty, en tono de disculpa-. Ha estado tiritando durante las dos últimas noches
– Ese olor… -consiguió decir Mike, a punto de marearse.
El ama de llaves frunció el ceño.
– ¿Te refieres al medicamento? Cambio la ropa todos los días… ¿Te molesta ese olorcillo a medicinas?
«¿Olorcillo a medicinas?» Mike pensó que sólo era posible si se elaboraban medicamentos con cuerpos muertos y en putrefacción. Era un olor a medicinas si se consideraba como tal el de la sangre y el de un cuerpo en descomposición desde hacía una semana. Miró a la señora McM. Evidentemente, ella no lo percibía. «,Estará en mi mente?» Mike se acercó más, tapándose todavía la cara con la mano, pestañeando en la oscuridad, esperando ver un cadáver putrefacto sobre la cama
El padre C. tenía mal aspecto, pero no era un cadáver en putrefacción. No del todo. Pero evidentemente el joven sacerdote estaba muy enfermo. Tenía los ojos cerrados pero hundidos en pozos de un negro azulado; los labios blancos y agrietados, como si hubiese estado durante días en el desierto; la piel brillante, pero no como tostada saludablemente por el sol sino con el resplandor interno radiactivo de una fiebre intensa; el pelo lo tenía enmarañado y erizado, y las manos contraídas sobre el pecho como garras de animal. Un hilo de saliva le caía sobre el cuello del pijama, y la respiración era estertórea, como el repiqueteo de piedras sueltas. En aquel momento no parecía un sacerdote
– Ya es bastante -murmuró la señora McCafferty, empujando a Mike hacia la escalera.
Ciertamente era bastante. Mike pedaleó en dirección a la casa de la señora Moon con tanta velocidad que el viento le hizo surgir lágrimas en los ojos.
Estaba muerta.
Lo presintió cuando llamó a la puerta de tela metálica y no obtuvo respuesta. Lo supo cuando entró en el pequeño y oscuro salón y no fue inmediatamente rodeado por los gatos.
Sabía que la señorita Moon, la bibliotecaria, solía venir de su «apartamento» -en realidad una planta que tenía alquilada en un viejo caserón de Broad y que compartía con la señora Grossaint, la maestra de cuarto curso- para desayunar con su madre a eso de las ocho. Ahora no eran todavía las siete y media.
Mike pasó de una habitación a otra, sintiendo las mismas náuseas que había experimentado en la rectoría. «No seas tan aprensivo. Ha salido temprano a dar un paseo. Los gatos han ido con ella.» Sabía que los gatos no aparecerían muertos fuera de la pequeña y blanca casa de madera. «Bueno, los gatos se escaparon durante la noche y ella ha salido a buscarlos. O tal vez la señorita Moon la llevó al cine al Hogar de Oak Hill ayer o anteayer. Ya era hora.» Era la respuesta lógica. Pero Mike sabía que no era la acertada.
La encontró en el pequeño rellano, en lo alto de la escalera. La segunda planta era exigua -sólo cabían en ella el dormitorio de la señora Moon y un minúsculo cuarto de baño- y el rellano apenas lo bastante grande para que cupiese en él aquel pequeño cuerpo.
Mike se agachó en el escalón de arriba, palpitándole el corazón con tanta furia que amenazó con hacerle perder el equilibrio y rodar escalera abajo. Salvo en el entierro de su abuelo paterno, hacía unos años, no había visto ningún muerto…, si no se contaba al Soldado como tal. Contempló a la señora Moon con una terrible mezcla de tristeza, horror y curiosidad.
Llevaba muerta el tiempo suficiente para que sus manos y sus brazos se hubiesen puesto rígidos: la izquierda estaba agarrada a la baranda como si la mujer se hubiese caído e intentado levantarse de nuevo, mientras que la derecha se alzaba verticalmente sobre la alfombra verde, con los dedos torcidos, como arañando el aire… o rechazando algo terrible.
La señora Moon tenía los ojos abiertos. Mike recordó que de todos los cientos de muertos que había visto en la televisión de otra gente, generalmente de Dale, ninguno tenía los ojos abiertos. En cambio los de la señora Moon parecían querer salirse de las órbitas. Era indudable que nada podían ver. Mike miró las pupilas vidriosas y nubladas y pensó: «La muerte es esto.»
Las manchas de bilis de su cara se destacaban casi en tres dimensiones debido a que había desaparecido la sangre de la piel. El cuello estaba tenso, incluso en la muerte; los músculos y tendones de la garganta estirados, como a punto de romperse. Llevaba una bata acolchada encima de un camisón de cuello rosa, y las piernas huesudas sobresalían rectas de ella, como si hubiese caído rígida, como una actriz cómica cayendo de culo en una película muda. Una zapatilla afelpada de color de rosa se había desprendido del pie. La anciana se había pintado las uñas de los pies del mismo color que la zapatilla, pero esto hacía que aquel pie arrugado, verrugoso y nudoso pareciese todavía más chocante, apuntando al cielo con sus dedos de vieja
Mike se agachó, tocó cautelosamente la mano izquierda de la señora Moon y retiró enseguida la suya. La de la señora Moon estaba muy fría, a pesar del intenso calor de la casa. Hizo un esfuerzo por mirar lo mas terrible de aquella mujer: su expresión.
La señora Moon tenía la boca muy abierta, como si hubiese muerto mientras gritaba. Su dentadura postiza se había soltado y pendía en la oscura cavidad como una pieza de plástico brillante y extraña que-hubiese caído allí desde otra parte. Las arrugas de la cara parecían haber sido moldeadas y ordenadas en una escultura de auténtico terror.
Mike se volvió y bajó la escalera alfombrada rebotando sobre el trasero, demasiado impresionado para ponerse en pie. Sólo flotaba un ligerísimo olor a descomposición en el aire, como de flores muertas y abandonadas en un coche cerrado un cálido día de verano. No tan hediondo como el de la rectoría.
«El que la había matado podía estar todavía en la casa. Podía estar esperando detrás de la puerta del dormitorio.»
Mike no podía mirar ni echar a correr. Tuvo que permanecer sentado allí durante un minuto. Le zumbaban fuertemente los oídos, como si los grillos hubiesen empezado a cantar en pleno día, y se dio cuenta de que unos puntitos negros bailaban en la periferia de su visión. Bajó la cabeza entre las rodillas y se frotó con fuerza las mejillas.
«La señorita Moon llegará dentro de unos minutos. Y encontrará a su madre así.»
A Mike no le caía bien la bibliotecaria solterona. Ésta le había preguntado una vez por qué iba a la biblioteca si era tan torpe que había suspendido el cuarto curso. Mike le había sonreído y le había dicho que venía con unos amigos -aquel día era de verdad-, pero por alguna razón su comentario le había molestado durante muchas noches, en los segundos que preceden al sueño.
«No obstante, nadie se merece encontrar así a su madre.»
Mike sabía que si hubiese sido Duane, o incluso Dale, se le habría ocurrido hacer algo de muchacho detective astuto, buscar pistas o alguna clave, porque no había dudado ni un segundo de que la misma… fuerza que había matado a Duane y a su tío había asesinado a la señora Moon. Pero lo único que pudo hacer fue carraspear y llamar:
– Gatito, gatito, gatito. Ven aquí, gatito.
Ningún movimiento en el dormitorio de arriba ni en el cuarto de baño -las dos puertas estaban entreabiertas-, ni en las sombras de la cocina o del pasillo de atrás.
Se puso en pie con piernas temblorosas, se obligó a subir la escalera y permanecer allí esta vez para echar una última mirada a la señora Moon. Vista desde este ángulo, parecía todavía más pequeña y más vieja. Mike sintió el impulso de extraer aquella dentadura suelta de la boca abierta, para que no la ahogase. Pero entonces se imaginó que se alzaba aquella mandíbula de tortuga y se cerraba aquella boca que era como un pico, y que su mano quedaba presa en la boca del cadáver mientras los ojos muertos pestañeaban y le miraban fijamente…
«¡Basta, imbécil!» Cuando Mike soltaba palabrotas, oía con frecuencia la voz de Jim Harlen en su mente, ofreciéndole el vocabulario. Precisamente ahora, la voz mental de Harlen le estaba diciendo que se largase de la casa.
Mike levantó la mano derecha, con el movimiento que había visto realizar mil veces al padre Cavanaugh, y bendijo el cuerpo de la anciana, haciendo la señal de la cruz sobre ella. Sabía que la señora Moon no era católica, pero si hubiese conocido las palabras del ritual le habría prestado los últimos auxilios en aquel instante.
En vez de esto rezó una breve oración en silencio y se dirigió después a la puerta entreabierta del dormitorio. La abertura era suficiente para que pudiese asomar la cabeza sin tocar la madera de la puerta ni del marco.
Los gatos estaban allí. Muchos de los cuerpecitos desgarrados y destrozados yacían sobre la cama cuidadosamente hecha; otros habían sido empalados en tres de los cuatro pilares del lecho; las cabezas de otros varios estaban alineadas sobre el tocador de la señora Moon, junto a sus cepillos, frascos de perfume y lociones. Un gato leonado que era el favorito de la anciana, pendía de la cadena con abalorios de la lámpara del techo; tenía un ojo azul y el otro amarillo, y ambos miraban a Mike cada vez que el cuerpo sorprendentemente largo giraba lenta y silenciosamente sobre sí mismo.
Mike bajó corriendo la escalera y casi había llegado a la puerta de atrás cuando se detuvo, a punto de vomitar. «No puedo dejar que la señorita Moon entre y se encuentre con esto.» Sólo tenía unos minutos, tal vez menos.
El mueble antiguo adosado a la pared del salón era una especie de escritorio. Había en él papel de escribir de color de espliego; Mike cogió una pluma anticuada, la sumergió en el tintero y escribió, con grandes letras mayúsculas: ¡NO ENTRE! ¡LLAME A LA POLICIA!
No sabía si enjugando la pluma y la tapa del tintero borraría las huellas dactilares, por lo que las guardó en el bolsillo y colocó la nota entre el marco y la hoja de la puerta de tela metálica, de manera que nadie que se acercase pudiese dejar de verla. Abrió la puerta, envolviéndose la mano con la camiseta, y frotó el tirador al cerrarla desde fuera. Después saltó por encima de las azaleas y los lirios, de la más baja de las dos pilas para pájaros y del bajo seto, y se encontró en el callejón de detrás de la casa de los Somerset, corriendo hacia la suya a toda velocidad y dando gracias a Dios por el espeso follaje que convertía el callejón en un túnel.
Trepó al más alto nivel de la casa arbórea sobre Depot Street, se sentó allí, oculto por el follaje y temblando fuerte, y sintió que el mango de la pluma le pinchaba el muslo; menos mal que había tomado la precaución de guardarla con la plumilla sacada, pues de lo contrario ahora tendría una mancha de tinta en los tejanos. Podía imaginarse los titulares: UN NECIO ASESINO LOCAL SE DELATA CON UNA MANCHA DE TINTA. Guardó la pluma y la tapa en una grieta de la madera y las cubrió con hojas que arrancó de las ramas próximas.
Era posible que alguien las encontrase en otoño, cuando se secasen y cayesen las hojas; pero Mike pensó que en otoño tendría tiempo de ocuparse de esto. «Si vivo hasta entonces.»
Se quedó allí sentado, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol, oyendo de vez en cuando el rumor del tráfico en la calle, a diez metros debajo de él, y el suave ruido de su hermana Kathleen, que jugaba sola al tejo en la acera. Y reflexionó.
Al principio trató de pensar en varias cosas para borrar de su mente las terribles imágenes de lo que había visto en aquella cálida y hermosa mañana; pero se dio cuenta de que nunca podría librarse de ellas -la respiración febril del padre C., la boca abierta de la señora Moon -, por lo que puso en funcionamiento su adrenalina y su miedo, tratando de concebir un plan.
Permaneció casi tres horas sentado en la casa del árbol. Bastante pronto oyó que se detenían coches más abajo, y después el zumbido de una sirena -cosa muy rara en Elm Haven- y el parloteo de voces adultas a una manzana de distancia, y comprendió que las autoridades habían venido en busca de la señora M. Pero Mike estaba sumido entonces en profunda reflexión, dándole vueltas a su plan, como si examinase una pelota de béisbol en busca de algún defecto o de un punto que se hubiese soltado.
Avanzada la mañana, Mike bajó de la casa del árbol. Las piernas se le habían entumecido de estar sentado durante tanto tiempo en la pequeña plataforma, y había savia en la parte de atrás de los tejanos y de la camiseta de manga corta, pero él no se dio cuenta. Encontró su bici y rodó en dirección a la casa de Dale.
Los dos chicos Stewart se habían enterado de la muerte de la señora Moon y tenían los ojos desorbitados por la excitación y el miedo. Si la hubiesen encontrado muerta pero con los gatos vivos, nadie habría pensado en un asesinato. Pero la mutilación de los gatos había conmovido al pueblo más que ninguna otra cosa en los últimos meses.
Mike sacudió la cabeza al pensar en esto. Duane McBride había muerto, al igual que su tío; pero la gente aceptaba la muerte por accidente, incluso la muerte terrible de un muchacho, mientras que la mutilación de unos cuantos gatos sería objeto de comentarios y haría que atrancasen las puertas durante semanas o incluso meses. Para Mike, la muerte de la señora Moon ocupaba ya un sitio lejano; era parte de la terrible oscuridad que se había cernido sobre Memo, él y los otros muchachos durante todo el verano, simplemente una nube de tormenta más en el cielo encapotado.
– Vamos -dijo a Dale y a Lawrence, empujándolos hacia sus bicicletas-. Iremos a buscar a Kev y a Harlen y nos dirigiremos a algún sitio que sea realmente privado. Hay un asunto del que tenemos que hablar.
Mike no pudo dejar de mirar hacia Old Central cuando pasaron por delante del colegio, en su camino hacia el oeste y la casa de Harlen. La escuela parecía más grande y más fea que nunca, con sus secretos encerrados en su interior, un interior que ahora era siempre oscuro, por mucho que brillase el sol en el mundo exterior.
Y Mike sabía que aquel maldito lugar le estaba esperando.