29

Dale, Lawrence, Kevin y Harlen salieron de excursión el día siguiente después de la comida; era el miércoles trece de julio. Sólo la madre de Harlen se había mostrado remisa en darle permiso, pero había cedido, según dijo Harlen, «cuando se dio cuenta de que podría asistir a una cita cuando yo estuviese fuera».

Tenían que transportar una tonelada de material y era difícil colocarlo sobre sus bicis y hacerlo debidamente. Una vez asegurados, los montones de sacos de dormir, comida, efectos personales y mochilas pesaban mucho sobre las ya pesadas bicicletas, de manera que tuvieron que pedalear de pie durante todo el camino hasta la casa del tío Henry, apoyándose en los manillares y gruñendo a causa del esfuerzo al pasar por las rodadas entre la gravilla suelta de Jubilee College Road y la Seis del condado.

Había arboledas, si podían llamarse así, junto a las vías del ferrocarril al noroeste del pueblo, pero aquellos bosquecillos eran muy pequeños y demasiado próximos al vertedero para acampar en ellos. Los verdaderos bosques estaban a dos kilómetros y medio de distancia, al este de la finca del tío Henry y al norte de la cantera de las Billy Goat Mountains, detrás del cementerio, cerca de donde Mink Harper había encontrado los huesos de Merriweather Whittaker, junto a Gipsy Lane, casi cincuenta años atrás.

Los muchachos se habían reunido en la casa arbórea de Mike durante casi tres horas en la noche del martes, habían informado de sus gestiones y habían hecho planes hasta que la llamada de la madre de Kev gritando «¡Ke-VINNN!» había resonado en Depot Street y suspendido la reunión.

El libro encuadernado en piel que Dale había substraído al señor Ashley-Montague

– algo que ni él mismo acababa de creerse después de regresar a Elm Haven=contenía un montón de frases extranjeras ritos arcanos, explicaciones complicadas de deidades y antideidades, y palabras cabalísticas de doble sentido.

– No valía la pena que te expusieras a ir a la cárcel por eso -había sido el veredicto de Jim Harlen.

Pero Dale estaba seguro de que en alguna parte del apretado texto se mencionaría a Osiris o la Estela Reveladora de que hablaban las libretas de Duane. Dale llevó consigo el libro a la excursión; un poco más de peso que transportar sobre las colinas.

Los cuatro muchachos habían estado muy nerviosos durante el camino, mirando por encima del hombro cada vez que se acercaba un camión o pasaba un coche. Pero el camión de recogida de animales muertos no apareció, y la acción más agresiva dirigida contra ellos, durante el lento viaje hasta la casa del tío Henry, había sido la de una pequeña criatura, posiblemente un varón, aunque era difícil saberlo debido al pelo desgreñado y la cara sucia, que les había sacado la lengua desde el asiento de atrás de un sobrecargado De Soto del 53.

Descansaron en el sombreado patio de atrás de la casa del tío Henry, mientras la tía Lena les preparaba una limonada y se sentaba en el sillón Adirondack, discutiendo sobre los mejores lugares donde acampar. Ella creía que los pastos desiertos serían un buen sitio porque tenían una buena vista del riachuelo y las colinas circundantes, pero los muchachos insistían en acampar en el bosque.

– ¿Dónde está Michael O'Rourke? -preguntó tía Lena.

– Tenía que hacer no sé qué cosa en la iglesia -mintió Jim Harlen-. Vendrá más tarde.

Los cuatro muchachos echaron a andar hacia el este, pasando por el corral a eso de las tres de la tarde, dejando sus bicicletas al cuidado de tía Lena. Sus mochilas eran improvisadas: barata y de nailon la de Cub Scout de Lawrence; de lona y del Ejército, y oliendo a moho, la que Kev había pedido prestada a su padre; una bolsa de muletón, más adecuada para un viaje en canoa que para una larga excursión a pie, la de Dale; Harlen llevaba un saco de dormir y algunas mantas sujetas con lo que parecía cien metros de cordel. Tuvieron que detenerse muchas veces para hacer pequeños arreglos y nivelar la carga.

A las tres y media habían cruzado el riachuelo cerca de la Cueva de los Contrabandistas y saltado la cerca de alambre espinoso del lado sur de la finca del tío Henry. El espeso bosque empezaba casi inmediatamente. Aquí se estaba más fresco, sin la luz directa del sol, aunque el dosel de hojas no era tan espeso que evitase zonas moteadas e incluso grandes manchas de sol sobre la corta hierba.

Resbalaron y tropezaron al descender la parte más empinada de la pendiente del barranco, al norte del cementerio; el bulto que llevaba Harlen se deshizo completamente durante aquella maniobra y perdieron diez minutos recogiendo sus cosas. Después cruzaron el Robin Hood Log a unos cientos de metros del Campamento Tres y se dirigieron de nuevo hacia el este, siguiendo sendas de ganado en la falda de las colinas y manteniéndose en la orilla del bosque cuando había un pequeño claro.

De vez en cuando se detenían, dejaban caer su carga y se tendían tal como les había enseñado Mike, adoptando posiciones preparadas de antemano y esperando durante varios largos minutos en el mayor silencio que podían conseguir. Salvo por una vaca solitaria que había entrado en su zona de observación al tercer intento, y que pareció mucho más sorprendida que ellos cuando se levantaron para espantarla, no hubo más ruido que el producido por ellos mismos. Cargaron con sus mochilas, bolsas y sacos de dormir, y se internaron más en el bosque.

Discutieron mucho sobre dónde iban a acampar, aunque en realidad ya lo habían decidido la noche anterior. Montaron dos pequeñas tiendas, una que pertenecía al padre de Kevin y otra que era una reliquia del pasado del padre de Dale, en el borde de una pequeña arboleda en un claro del bosque, a unos quinientos metros al norte de la cantera y a unos cuatrocientos al nordeste del cementerio del Calvario. Gipsy Lane pasaba de norte a sur a unos ciento cincuenta metros al oeste de ellos.

El claro estaba en una vertiente donde la hierba no llegaba a la altura de las rodillas y tenía color trigo por el cálido verano. Los saltamontes se hacían a un lado cuando se movían deliberadamente para montar las tiendas, allanar el suelo y colocar un anillo de piedras para el fuego del campamento. El bosque más espeso empezaba a unos veinte metros al oeste y a un poco menos de seis al sur y al este. Había un afluente del riachuelo principal en la vertiente de la colina, hacia el norte.

Normalmente habrían jugado a Robin Hood o al escondite para emplear el tiempo hasta la hora de la cena, pero hoy sólo haraganeaban en el campamento o hablaban junto a los árboles de detrás de aquél. Trataron de tumbarse en las tiendas para hablar, pero la lona calentada por el sol era insoportable, y los viejos y apelmazados sacos de dormir resultaban menos suaves que la hierba del exterior.

Dale trató de leer el libro que había hurtado. Se mencionaba a Osiris, pero aunque el texto estaba casi todo en inglés, a Dale le resultaba tan ininteligible como si hubiera sido escrito en una lengua extranjera. Hablaba del dios que mandaba a legiones de muertos, de predicciones y de castigos, pero nada de esto tenía verdadero sentido.

El cielo seguía siendo azul entre las hojas; ninguna tormenta amenazaba con enviarles de nuevo a la casa del tío Henry. Esto era lo único a que no habían hallado solución cuando proyectaban la excursión; la retirada había parecido lo único sensato. La visibilidad habría sido muy defectuosa durante una tormenta, y tampoco habrían podido oír bien.

Comieron temprano, devorando primero todos los bocadillos que traían y encendiendo después el fuego para preparar los frankfurts. Encontrar los palos adecuados para sostener las salchichas costó un buen rato, y afilar perfectamente los extremos, más rato aún. Cada vez que Lawrence decía algo sobre las salchichas, Harlen reía entre dientes.

– ¿Qué es? -preguntó Dale al fin-. Explica el chiste.

Harlen empezó a hacerlo, diciendo algo sobre Cordie Cooke, pero entonces sacudió la cabeza.

– Olvídalo.

A las siete todavía hacía calor, y Lawrence quería ir a la cantera para bañarse en la charca. Los otros se opusieron, recordándole pacientemente el plan. Harlen quería coger melcocha a las siete y media, pero los otros insistieron en esperar hasta que fuese de noche. Era el protocolo adecuado. A las ocho, Kevin estaba nervioso y dispuesto a acostarse en el saco de dormir; pero las sombras sólo habían empezado a cubrir el claro y aún había luz suficiente para ver, incluso en el bosque.

Pero veinte minutos después, las zonas bajas al norte de ellos se volvieron frescas y oscuras. Al poco rato aparecieron luciérnagas en los sectores oscuros entre los árboles, centelleando como lejanos y silenciosos fogonazos. El coro de ranas de la cantera y de ranas arbóreas de la zona pantanosa del pie de la colina empezó a eso de las diez, llenando de sonidos el crepúsculo invasor. Los grillos y las cigarras de los bosques de detrás de los chicos eran muy ruidosos.

A las nueve menos cuarto, el cielo se había ido oscureciendo y se veían estrellas, y en algunos lugares era difícil distinguir las masas de hojas oscuras del cielo cada vez más negro. Los bosques se volvieron negros. Los últimos ruidos de tráfico de la Seis del condado, a ochocientos metros al oeste, cesaron cuando los últimos trabajadores hubieron pasado hacia el norte en dirección a sus casas y los bebedores se hubieron dirigido hacia el sur, camino del Arbol Negro o del pueblo. Durante un rato los muchachos pudieron oír, si prestaban atención, el chasquido metálico de las tapas de los comederos automáticos de los cerdos del tío Henry; pero era un sonido débil y lejano que se extinguió con las últimas luces.

Por fin se hizo de noche. A pesar de la progresión propia del verano, la noche pareció caer y envolverles de pronto.

Dale echó ramitas al fuego. Ascendieron pavesas en la noche, desde el claro del bosque hacia las estrellas. Los muchachos se juntaron más, con las caras iluminadas desde abajo. Trataron de cantar pero descubrieron que no tenían ganas de hacerlo. Harlen sugirió que contasen cuentos de fantasmas, y los otros fruncieron el entrecejo y no dijeron nada.

El riachuelo producía un suave gorgoteo en la vertiente de la colina. Daba la impresión de que en el oscuro bosque había criaturas que se despertaban para cazar, que había muchos ojos que se abrían, iris verticales que se ensanchaban para captar la débil luz de las estrellas y encontrar sus presas.

Envuelto en el coro de los insectos y en el croar lejano de cien especies de ranas, llegó el sonido imaginado de predadores moviéndose silenciosos en la noche e iniciando su acecho de carne fresca.

Los muchachos se envolvieron en camisas gruesas y viejos suéters, arrojaron más leña al fuego y se sentaron más juntos hasta que casi se tocaron sus hombros. El fuego crepitaba y chisporroteaba, transformando sus caras en máscaras diabólicas hasta que pronto el resplandor anaranjado fue la única luz de su mundo.

El principal problema de Mike era permanecer despierto. Había estado buena parte de la noche anterior sentado en el viejo sillón, en la habitación de Memo, con el frasco de agua bendita en una mano y la Hostia consagrada envuelta en un pañuelo, en la otra. Su madre entró para ver cómo estaba Memo, a eso de las tres de la madrugada, y le envió arriba, reprendiéndole por su necedad. Mike se había dejado la Hostia en el antepecho de la ventana.

Había ido a visitar al padre Cavanaugh después de repartir los periódicos, pero el sacerdote se había ido y la señora McCafferty estaba muy inquieta. Los médicos habían decidido trasladar al padre C. Al St. Francis Hospital de Peoria, pero cuando llegó la ambulancia el martes por la tarde, el cura había desaparecido. La señora McCafferty les juró que había estado todo el tiempo trabajando en la cocina, en la planta baja, y que le habría oído si él hubiese bajado la escalera; además, estaba demasiado enfermo para bajar. Pero los médicos sacudieron la cabeza y dijeron que evidentemente el enfermo no se habría marchado volando. Mientras Mike y los otros muchachos habían estado comparando notas en su casa arbórea y tratando de descifrar algo del misterioso libro que Dale había hurtado al señor Ashley-Montague, la señora McC. y varios feligreses estuvieron registrando el pueblo. Ni rastro del padre Cavanaugh.

– Juraría por mi rosario que el pobre padre estaba demasiado enfermo para levantar la cabeza, y mucho menos para marcharse -había dicho la señora McCafferty a Mike, enjugándose los ojos con el delantal.

– Tal vez se ha ido a casa -había dicho Mike, aunque tenía el convencimiento de que no era así.

– ¿A casa? ¿A Chicago? -El ama de llaves se mordió el labio, como reflexionando sobre la idea-. Pero, ¿cómo? El coche de la diócesis está todavía en el garaje y el autobús de Galesburg a Chicago no pasará hasta mañana.

Mike se había encogido de hombros y había prometido que en cuanto supiese algo del paradero del padre C. se lo comunicaría inmediatamente, así como al doctor Staffney; después se había ido a la sacristía a prepararse para la misa con el cura sustituto de Oak Hill. Durante toda la misa, dicha en voz aburrida y soñolienta por el sacerdote visitante y respondida distraídamente por el monaguillo, Mike había pensado en los gusanos pardos que se escondían y serpenteaban debajo de la piel del padre C. «¿Y si ahora él es uno de ellos?»

Esta idea le hizo sentirse mareado.

Había hecho que su madre jurase que cuidaría de Memo aquella noche, y entonces había tomado precauciones rociando el suelo y la ventana con agua bendita y colocando pedacitos de la Hostia rota en las esquinas de la tela metálica y a los pies de la cama de Memo. Dejar sola a Memo esta noche era la parte del plan que le disgustaba.

Entonces había llenado su mochila y había salido antes de que lo hiciesen los otros muchachos. La tensión del trayecto hasta la Seis del condado le había despejado un poco la cabeza, pero las noches sin dormir seguían pesando sobre él y haciendo que le zumbasen ligeramente los oídos.

Mike no había llegado a la granja del tío Henry sino que había abierto la puerta de los pastos, más allá del cementerio del Calvario, y había pedaleado junto a la valla por las rodadas cubiertas de hierba; después había escondido su bici entre unos abetos, encima del barranco, y había vuelto atrás, en espera de que llegasen Dale y los otros. Éstos lo habían hecho una hora y media más tarde, y Mike había lanzado un suspiro de alivio: la posibilidad de que el camión de recogida de animales muertos les interceptase había sido algo que no podían prever, salvo para convenir un encuentro al mediodía junto a la torre del agua.

Mike permaneció en el bosque durante la visita de los muchachos a la casa del tío Henry, observando a través de los prismáticos que había pedido prestados a su padre. La lente izquierda de los gemelos que había usado su padre en las carreras de caballos de Chicago estaba ligeramente nublada, pero funcionaba lo suficiente para que Mike pudiese ver a sus amigos sentados y bebiendo limonada con tía Lena, mientras él sudaba a mares y se agitaba nervioso entre los arbustos.

Más tarde les siguió dentro del bosque, manteniéndose a unos quince metros de ellos, caminando paralelamente a su camino -así podía saber exactamente adónde se dirigían- y tratando de que no le viesen ni oyesen. Se había puesto un polo verde y unos viejos pantalones de algodón a modo de camuflaje, con una muda de ropa más oscura para la noche, pero lamentaba no tener prendas auténticas de camuflaje de combate.

Mike sacudió de nuevo la cabeza. Lo más difícil era permanecer despierto.

Había establecido un puesto de observación encima del barranco, a menos de veinte metros de donde estaban acampando Dale y los demás, y era un lugar perfecto; dos rocas le ocultaban a la vista pero le permitían ver, por una rendija vertical, el campamento y el claro del bosque; tres árboles crecían espesos detrás de él, impidiendo que se le acercasen por allí; con una rama caída había excavado una pequeña zanja, de manera que él y sus cosas eran completamente invisibles a un nivel más bajo que las rocas y los arbustos; pero a pesar de todo había disimulado todavía más el lugar con ramas y un tronco caído que había acercado a su izquierda.

Sacó su material: una botella de agua potable y un frasco de agua bendita, marcado con lápiz sobre una etiqueta para no confundirlos, los bocadillos, los gemelos, la porción más grande de la Hostia, que envolvió y guardó en el bolsillo del pecho de su polo, y por fin el arma de Memo, que sacó con gran cuidado de la mochila.

Entonces se dio cuenta de que aquello debía de ser ilegal; con su cañón de medio metro y su culata de nogal, parecía el arma que un gángster de Chicago habría usado en los años treinta para volarle la cabeza a un gángster rival. Mike abrió la recámara con un suave chasquido del seguro, y olió a aceite al levantar el cañón para captar la última luz de la tarde por el liso agujero. Había balas en la caja donde estaba la escopeta de Memo, pero parecían muy viejas, razón por la cual Mike se había armado de valor y había ido a la quincallería de Meyers a comprar nuevos proyectiles del 410. El señor Meyers había arqueado una ceja y había dicho:

– No sabía que tu padre fuese aficionado a la caza, Michael.

– No lo es -había dicho sinceramente Mike-. Pero se ha hartado de que los cuervos se metan en el jardín.

Ahora, al desvanecerse las últimas luces del crepúsculo, Mike puso la nueva caja de cartuchos delante de él, introdujo uno en la recámara, cerró la escopeta y miró a lo largo del cañón y hacia los muchachos sentados alrededor del fuego del campamento, a quince metros de distancia. Era demasiado lejos para aquella escopeta de cañón corto, y Mike lo sabía. Ni siquiera el arma de Dale habría servido de mucho a semejante distancia, y la de cañón aserrado que apuntaba Mike sólo era efectiva a pocos metros. Pero sabía que la dispersión sería terrible dentro de aquel radio. Había comprado cartuchos con perdigones del número seis, adecuados para las codornices o animales más grandes.

La espesura al sur del lugar donde Dale, Kev, Lawrence y Harlen habían montado el campamento haría imposible un acercamiento silencioso y casi imposible cualquier acercamiento. Mike se había encaramado en el borde norte del barranco; sería muy difícil que alguien cruzase el riachuelo y trepase hasta allí sin hacer mucho ruido. Quedaban para poder acercarse los bosques menos espesos del este o del oeste del claro. Mike podía ver claramente ambos sectores desde su punto de observación, aunque la luz menguante hacía difícil captar los detalles. Las voces de sus amigos, charlando alrededor del fuego, parecían bajas y sofocadas al viajar el sonido hasta él a través del aire ahora más fresco.

La escopeta de matar ardillas tenía un punto de mira en la parte de atrás y otro más pequeño en la punta del cañón, aunque ambos eran más ornamentales que útiles. Uno apuntaba al blanco y apretaba el gatillo, dejando que la nube de perdigones hiciese lo demás. Al hacerse de noche, Mike se dio cuenta de que tenía la mano resbaladiza sobre la culata de nogal. Hurgó en la caja de proyectiles, se metió dos cartuchos en el bolsillo de la camisa y unos cuantos más en los del pantalón, y luego guardó de nuevo la caja en la mochila. Puso el seguro y dejó el arma sobre las agujas de pino al lado de la roca, procurando dar a su respiración un ritmo más regular y masticando un bocadillo de mantequilla de cacahuete y gelatina que había cogido apresuradamente por la mañana. El olor a las salchichas que se asaban en el claro del bosque había despertado su apetito.

Sus amigos se acostaron poco después de hacerse de noche. Mike se había puesto un suéter negro y unos pantalones oscuros y estaba sentado, inclinado hacia delante, expectante, atisbando en la oscuridad, tratando de no escuchar la música de fondo de los insectos y las ranas para captar cualquier otro ruido, y procurando no fijarse en las sombras cambiantes de las hojas ni en el centelleo de las luciérnagas para que no le pasara inadvertido el menor movimiento. No hubo ninguno.

Observó cómo Dale y Lawrence se instalaban en la tienda abierta más próxima al pueblo, con los pies visibles como bultos en los dos sacos de dormir iluminados por la vacilante luz. Kevin y Harlen se arrastraron dentro de la tienda del primero, a unos pocos metros a la izquierda y más lejos del fuego. Mike pudo ver a duras penas la gorra de béisbol de Kev sobre el borde del saco de dormir. Por lo visto Harlen se había colocado en dirección opuesta, y las suelas de sus zapatos sobresalían de su cama improvisada. Mike se frotó los ojos, miró fijamente hacia la penumbra, tratando de no hacerlo directamente al fuego, y esperó que todos le hubiesen escuchado atentamente.

«¿Quién me ha hecho jefe y rey?» Sacudió cansadamente la cabeza.

Permanecer despierto era lo más difícil. Varias veces empezó a adormilarse y se despertó de pronto al chocar su barbilla contra el pecho. Entonces se colocó apoyándose incómodamente en la rendija entre las rocas, doblando un brazo detrás de la espalda, de manera que si se dormía, el peso de su cuerpo gravitase sobre el brazo y lo despertase.

A pesar de aquella incómoda posición, estaba medio dormido cuando se dio cuenta de que alguien venía a través del claro del bosque.

Dos formas se movían lentamente desde el oeste, desde la dirección de la Seis del condado, con la precaución de cazadores pisando ramas. Eran unas formas altas, claramente adultas. Dieron un paso y se detuvieron. Dieron otro paso. Apoyaban cuidadosamente los pies en el suelo, con movimientos de ballet en un acecho silencioso.

Mike sintió que su corazón empezaba a palpitar tan furiosamente que le dolía el pecho y sentía vértigo. Sujetó la escopeta con ambas manos delante de él, se acordó del seguro y lo quitó. Tenía los dedos sudorosos y extrañamente entumecidos.

Los dos altos personajes se hallaban ahora a seis metros del campamento de los muchachos y se detuvieron, casi invisibles en la oscuridad. Sólo les delataba el reflejo de la luz de las estrellas en sus ojos y sus manos cuando no se movían. Mike se inclinó hacia delante esforzándose en ver. Los hombres llevaban algo. Entonces Mike vio el centelleo de la luz de las estrellas sobre acero y supo que lo que los dos hombres llevaban eran hachas.

La respiración de Mike se aceleró, se detuvo y se aceleró de nuevo. Se obligó a no fijarse en los dos hombres -eran indudablemente hombres, altos, de largas piernas, vestidos de oscuro- y en agudizar sus sentidos por lo que pudiese ocurrir a su alrededor. Todo el secreto, los planes y la espera habrían sido inútiles si alguien se acercaba por detrás de él.

Pero detrás de él no había nadie. Al menos que él supiera. En cambio observó movimiento en los árboles de detrás de las tiendas. Al menos había otro hombre que se acercaba tan despacio como los dos del claro, pero menos silenciosamente. Éste era más bajo y menos hábil en evitar los crujidos de las ramas secas debajo de los pies. Sin embargo, si Mike no hubiese sabido de qué dirección tenían que venir, no les habría visto ni oído.

Se levantó viento, agitando las hojas sobre su cabeza. Los dos personajes del claro del bosque aprovecharon aquel ruido para acercarse unos pasos al campamento. Llevaban las hachas levantadas sobre el pecho como en posición de ataque. Mike quiso tragar saliva, pero se encontró con que tenía la boca seca y se esforzó en humedecerla.

Sacudió violentamente la cabeza, tratando de separar esta realidad de las imágenes de su sueño. Estaba muy cansado.

Los tres hombres se reunieron en el campamento. Estaban exactamente fuera de la luz del fuego, como sombras de largas piernas dentro de la sombra. Mike vio un resplandor de la luz de las estrellas y se dio cuenta de que el tercer personaje, el que estaba más lejos de él, llevaba también un hacha o algo largo y metálico. Rezó para que no fuese un rifle o una escopeta.

«No lo será. Ellos no quieren ruido».

Le temblaba la mano al extender ambos brazos sobre la roca plana, apuntando hacia las dos figuras, pero manteniendo los puntos de mira lo bastante altos para que los perdigones no pudiesen entrar en las bajas tiendas.

«Dispara. Dispara ahora.» No. Tenía que estar seguro. De esto dependía todo, tenía que estar seguro. «¿Y si esos hombres son agricultores y quieren talar algunos árboles? ¿A medianoche?» Mike no creyó ni por un instante que eso fuera posible. Pero no disparó. La idea de disparar un arma contra un ser humano le hacía temblar los brazos furiosamente. Los apoyó encima de la roca y apretó los dientes.

Los dos hombres que estaban a este lado de la fogata se movieron en silencio alrededor de las llamas moribundas. Las ascuas iluminaron solamente una ropa oscura y unas botas altas. Las caras de los hombres estaban ocultas debajo de las gorras caladas. No había ningún ruido ni movimiento en las tiendas. Mike podía ver todavía los bultos de los pies de Dale y de Lawrence en los sacos de dormir, la gorra de béisbol de Kev y los zapatos de Harlen. El hombre del lado más lejano del campamento se movió entre los árboles, acercándose más a la tienda de Kevin.

Mike sintió el impulso de dar una voz de alarma, de levantarse y gritar, de disparar al aire. Pero no hizo nada. Tenía que saber. Lamentó no haber escogido un puesto de observación más próximo al campamento, y no tener un rifle o una pistola de mayor alcance. Todo parecía equivocado, mal calculado…

Mike se esforzó en concentrarse. Los tres hombres estaban allí plantados, dos de ellos cerca de la tienda de Dale y de Lawrence, y el otro cerca de la de Kev y Harlen. No hablaban. Parecía que estuviesen esperando a que se despertasen los chicos dentro de las tiendas y se reuniesen con ellos. Mike se imaginó por un instante que esta escena permanecería igual durante toda la noche: las figuras silenciosas, las tiendas silenciosas, el fuego apagándose progresivamente hasta que no pudiese ver nada en absoluto.

De pronto los dos hombres que estaban más cerca dieron un paso al frente; las hachas rasgaron la lona de la tienda y descendieron sobre los sacos de dormir de debajo de aquélla. Una fracción de segundo más tarde, el tercer hombre descargó su hacha contra la gorra de Kevin.

La ferocidad del ataque fue tan súbita, tan imprevista, que Mike fue pillado completamente por sorpresa. Jadeó ruidosamente al serle cortado el aliento por la realidad de los acontecimientos.

Los dos hombres que estaban más cerca levantaron de nuevo las hachas y las descargaron una vez más. Mike oyó que las hojas cortaban la lona derribada, los sacos de dormir y su contenido y se clavaban en el suelo. Los individuos levantaron las hachas por tercera vez. Detrás de ellos, el hombre más bajo blandía furiosamente la suya, gruñendo en voz alta mientras lo hacía. Mike observó que uno de los zapatos de Harlen salía disparado y caía cerca del fuego. Un trozo de calcetín rojo, o de algo también rojo, estaba todavía pegado a aquél.

Los hombres jadeaban ahora, gruñendo, con sonidos animales. Las hachas se alzaron de nuevo.

Mike levantó el percutor, amartilló el arma y apretó el gatillo. El resplandor del fogonazo le cegó; el retroceso le hizo levantar las manos y los brazos hacia atrás, y a punto estuvo de que se le cayese el arma.

Se esforzó en recobrar el aliento, vio que los dos hombres se volvían ahora, brillándoles los ojos bajo la última luz, y buscó otro cartucho. Llevaba algunos en el bolsillo del pecho, debajo del suéter negro que se había puesto.

Se puso de rodillas, hurgando en el bolsillo del pantalón para sacar un proyectil. Abrió la recámara y trató de expulsar el cartucho gastado. Se quedó atascado. Sus uñas encontraron un reborde en el cilindro metálico y se quemó los dedos al tirar de él. Introdujo un segundo cartucho y cerró la recámara.

Uno de los hombres había saltado sobre el fuego y avanzaba en su dirección. El segundo se había quedado inmóvil, con el hacha todavía levantada. El tercero gruñó algo y siguió destrozando lo que quedaba de la tienda derribada y de los sacos rasgados de Kevin y Harlen.

El primer hombre corría hacia Mike desde este lado del fuego, con un fuerte golpeteo de sus botas. Mike levantó el arma, la amartilló y disparó. La detonación fue tremenda.

Se agachó, tiró el cartucho usado y cargó otro. Cuando se incorporó, el hombre había desaparecido, encogiéndose entre las hierbas o marchándose. Los otros dos parecían paralizados a la luz de la hoguera.

Entonces empezó el estruendo y la locura.

Brotaron llamas de la espesura a menos de diez metros al sur del campamento. Retumbó una escopeta. El tercer hombre pareció tirado hacia atrás por unos hilos invisibles; su hacha giró en el aire y cayó directamente sobre las llamas, y el hombre rodó entre las altas hierbas del claro. Una pistola -Mike reconoció una semiautomática del calibre 45 por la rapidez y la fuerza de los estampidos- disparó tres veces, se detuvo y disparó tres veces más. Otra pistola participó en aquella confusión, haciendo fuego con tanta rapidez como podía tirar del gatillo el invisible tirador. Se oyó el fuerte estampido de una 22, y luego de nuevo una escopeta.

El tercer hombre echó a correr en dirección a Mike.

Mike se levantó, esperó a que el personaje que corría estuviese a seis metros de él y disparó el arma de Memo contra los ojos brillantes del hombre.

La gorra o parte del cráneo de éste voló detrás de él El hombre arrojó el hacha en dirección a Mike y cayó al suelo, gateando y gimiendo entre las altas hierbas, deslizándose por el barranco hacia el nordeste, rompiendo retoños y enredaderas. Un gran insecto zumbó junto al oído de Mike, que se agachó en el instante en que el hacha se estrellaba contra la roca, con un surtidor de chispas, y salía rebotada hacia la izquierda.

Mike volvió a cargar el arma y la levantó, apretando con ambas manos la culata, tensos los brazos, respirando por la boca, y la amartilló y apoyó el dedo en el gatillo antes de darse cuenta de que el claro del bosque y el campamento estaban vacíos, salvo por las destrozadas y silenciosas tiendas y por el fuego moribundo. Recordó el plan.

– ¡Vamos! -gritó. Cargó con la mochila y echó a correr hacia el noroeste, entre el claro y el borde del barranco.

Sintió que se rompían las ramas al golpearlas con los hombros y la cabeza; sintió también que algo le producía un largo arañazo en una mejilla, y se encontró en el primer control: el tronco caído donde el sendero se deslizaba a lo largo de la parte más abrupta del barranco.

Se dejó caer detrás del tronco y levantó el arma.

Resonaron pisadas a su derecha.

Mike entrecerró los ojos y silbó una vez. El que corría le respondió con dos silbidos y pasó corriendo sin detenerse. Mike le dio una palmada en el hombro.

Otras dos formas, otros dos silbidos en respuesta. Las mochilas tintinearon cuando los muchachos pasaron corriendo. Mike les dio palmadas en los hombros. Otra forma apareció en la oscuridad. Mike silbó, no oyó respuesta y apuntó el arma de Memo contra la cintura del personaje que corría.

– ¡Soy yo! -jadeó Jim Harlen.

Mike sintió el cabestrillo bajo su mano al golpear a Harlen en el hombro y pasar corriendo el chico, con las Keds repicando en el sendero de tierra al pie de los bajos árboles.

Mike se agachó detrás del grueso tronco y esperó otro minuto, contando los segundos a la manera de los Boy Scouts, con el arma levantada. Fue un minuto muy largo. Entonces corrió por el sendero, encogido, con la mochila sobre el hombro izquierdo y la escopeta en la mano derecha, moviendo la cabeza de un lado a otro y confiando en su visión periférica. Tenía la impresión de haber corrido durante kilómetros, pero se dio cuenta de que sólo habían sido unos pocos cientos de metros.

Sonó un silbido grave delante de él y a su izquierda. Respondió con tres silbidos. Una mano le dio una palmada en el hombro al pasar él, y Mike vio de refilón la automática del 45 del padre de Kevin. Entonces encontró el atajo, la ligera curva del sendero, y se dejó caer entre las altas hierbas, sintiendo las zarzas pero haciendo caso omiso de ellas; silbó una vez, dejó pasar a Kevin y cubrió el sendero hacia el norte y hacia el sur durante otros cuarenta y cinco segundos, antes de deslizarse cuesta abajo, tratando de hacer el menor ruido posible sobre la suave marga y la gruesa alfombra de hojas secas.

Por un instante no pudo encontrar la abertura en la sólida masa de zarzas y arbustos, pero entonces su mano descubrió la entrada secreta y se arrastró sobre el vientre hasta dentro del sólido círculo del Campamento Tres.

Una pequeña linterna se encendió delante de su cara y se apagó. Los otros cuatro muchachos estaban murmurando ansiosamente, agudizadas las voces por la adrenalina, la euforia y el terror.

– Callad -ordenó Mike. Cogió la linterna de las manos de Kevin y resiguió el círculo de caras, murmurando al oído de cada uno:

– ¿Estás bien?

Todos estaban perfectamente. Los cinco, incluido Mike, se hallaban en buenas condiciones. No había nadie más.

– Desplegaos -dijo Mike, y los otros se movieron hacia los bordes del círculo, escuchando.

Kevin lo hizo hacia la izquierda de la única entrada, con su automática cargada y amartillada.

Mike roció el suelo y las ramas con agua bendita. No había visto las cosas que producían los agujeros, pero todavía quedaba mucha noche por delante.

Escucharon. En alguna parte ululó un búho. Había empezado de nuevo el coro de grillos y ranas, acallado durante un rato por los disparos, pero ligeramente amortiguado aquí, en mitad de la vertiente. A lo lejos, un coche o una camioneta pasó sobre las colinas por la Seis del condado.

Después de media hora de escuchar en silencio, los muchachos se apretujaron cerca de la entrada. El afán de charlar había pasado, pero ahora murmuraron por turnos, juntando las cabezas de manera que nadie habría podido oírles fuera del Campamento Tres.

– No podía creer que realmente lo hiciesen -jadeó Lawrence.

– ¿Visteis mi maldito zapato? -silbó Harlen-. Cortado justo por el borde de la camisa que había metido dentro de él.

– Todas nuestras cosas hechas pedazos -murmuró Kev-. Mi sombrero. Todo lo que había puesto en el saco de dormir.

Gradualmente Mike consiguió que cesaran en sus suaves exclamaciones y aterradas descripciones, y les pidió que informasen. Lo habían hecho todo de acuerdo con el plan. Dale pensaba que la espera de la noche había sido lo más duro, pasando frankfurts y cociendo melcocha como si estuviesen simplemente acampando. Después se habían metido en las tiendas, llenando sus sacos de dormir y saliendo uno a uno hacia las posiciones convenidas como trampa, más allá del campamento.

– Yo estaba tumbado sobre un maldito hormiguero -murmuró Harlen, y los otros se mondaron de risa hasta que Mike les ordenó que callasen.

Mike había dispuesto las posiciones de la emboscada de manera que no pudiesen disparar los unos contra los otros a través del campamento; todos debían hacerlo hacia el nordeste o el noroeste, pero Kevin confesó que, en su nerviosismo después de que los hombres hubiesen derribado la tienda, lo había hecho hacia la posición de Mike. Este se encogió de hombros, aunque ahora creyó recordar que algo había zumbado junto a su oído después de que el segundo hombre le hubiese arrojado el hacha.

– Bueno -murmuró, pasando un brazo sobre las espaldas de los otros para que se acercasen más-, ahora lo sabemos. Pero la cosa no ha terminado. No podemos marcharnos hasta que sea de día, y aún faltan horas para que amanezca. Ellos podrían conseguir refuerzos, y no todos éstos son humanos.

Dejó que lo comprendiesen bien. No quería asustarles hasta el punto de que no pudiesen actuar, sino sólo que estuviesen alerta.

– Pero no creo que esto suceda -murmuró, con la cabeza tocando la de Kevin y la de Dale. Eran como un equipo de fútbol al apiñarse-. Creo que les hicimos daño. Creo que esta noche ya no volverán. Por la mañana comprobaremos el campamento, recogeremos todo lo que podamos y saldremos pitando de aquí. ¿Quién trajo mantas?

Habían proyectado guardar cinco para el Campamento Tres, pero, por alguna razón, sólo tenían tres. Mike sacó una chaqueta de repuesto, nombró a dos muchachos para que montasen guardia durante la primera hora -Kev tenía un reloj de pulsera fosforescente-, se encargó él mismo del primer turno, junto con Dale, y dijo a los otros que se acostasen y que dejaran de charlar.

Pero él y Dale hablaron un poco en voz baja, agazapados Junto a la abertura de la sólida pared de altos arbustos.

– Realmente lo han hecho -murmuró Dale, haciéndose eco de lo que había dicho su hermano menor veinte minutos antes-. Realmente han tratado de matarnos.

Mike asintió con la cabeza, sin estar seguro de que el otro chico pudiese verle desde tres palmos de distancia.

– Sí. Ahora sabemos qué están tratando de hacer con nosotros. Lo mismo que le hicieron a Duane.

– ¿Porque se imaginan que lo sabemos todo?

– Tal vez no -respondió Mike-. Tal vez quieren matarnos a todos por principios generales. Pero ahora lo sabemos. Y podemos seguir adelante.

– Pero, ¿y si emplean… las otras cosas? -dijo Dale en voz baja.

Harlen u otro de los muchachos estaba roncando suavemente, con los calcetines blancos resplandeciendo al sobresalir de debajo de la manta.

Mike continuaba aferrado al frasco de agua bendita. Tenía el arma de Memo en la otra mano, cargada; sólo necesitaba quitar el seguro y echar atrás el percutor para poder disparar.

– Entonces también los pillaremos -dijo.

Su confianza no era tan grande como parecía.

– ¡Dios mío! -murmuró Dale, y sus palabras sonaron como una oración.

Mike asintió con la cabeza, se acercó más al otro y esperó a que amaneciese.

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