14

El padre de Duane estuvo sereno durante el resto de la semana. No era exactamente un récord, pero hizo que toda la primera semana de vacaciones de verano fuese mucho más feliz para Duane.

El jueves, nueve de junio y día siguiente al de la excursión a la biblioteca de la Universidad de Bradley, el tío Art había dejado un mensaje por teléfono diciendo que estaba investigando sobre la campana de Duane, que no se preocupase porque encontraría algo sobre ella. Más tarde, por la noche, había hablado directamente por teléfono con Duane y le había dicho que ni el alcalde de Elm Haven, Ross Catton, ni ninguna de las personas con quienes se había puesto en contacto recordaban nada sobre una campana. Incluso había preguntado a la señorita Moon, la bibliotecaria, la cual había preguntado a su madre y le había telefoneado después. La señorita Moon dijo que su madre sólo había sacudido la cabeza, pero que se había mostrado muy inquieta al oír la pregunta. Desde luego, añadió, eran muchas las cosas que entonces la agitaban.

Aquella misma noche el viejo llegó a casa después de ir a la cooperativa; Duane había estado conteniendo el aliento hasta saber si la cooperativa había sido su verdadero destino, pero el viejo llegó sereno, y mientras guardaban la harina y las latas de conservas, dijo:

– Ah, he oído decir a la señora O'Rourke que una de tus compañeras de la escuela fue detenida ayer.

Duane interrumpió lo que estaba haciendo, con una pesada lata de judías en la mano derecha. Con la otra mano se subió las gafas.

– ¿Eh?

El viejo asintió con la cabeza, mordisqueándose los labios y rascándose la mejilla como solía hacer cuando estaba sereno y un poco dolido.

– Una tal Cordie. La señora O'Rourke dijo que iba un curso delante de su hijo Mike. -Miró a Duane-. Así que debe ser de tu curso.

Duane asintió con la cabeza.

– Bueno -siguió diciendo su padre-, no puede decirse que fue exactamente detenida. Barney la sorprendió andando por la población con una escopeta cargada. Se la quitó y llevó a la chica a su casa. Ella no quiso decir lo que estaba haciendo, sólo que tenía algo que ver con su hermano Tubby. -Se rascó la mejilla y pareció sorprendido al darse cuenta de que se había afeitado-. ¿No se llama Tubby el muchacho que se escapó hace un par de semanas?

– Si.

Duane siguió descargando la caja de latas en conserva.

– ¿Tienes alguna idea de por qué estaba su hermana acechando en la ciudad con una escopeta?

Duane hizo una nueva pausa.

– ¿A quién estaba acechando?

El viejo encogió los hombros.

– Nellie O'Rourke dijo que el director…, ¿cómo se llama…?, el señor Roon, llamó a Barney para hacer la denuncia. Le dijo que la niña estaba rondando con una escopeta alrededor del colegio y delante de su apartamento alquilado. ¿Por qué tenía que hacer una chiquilla una cosa así?

Duane asintió con la cabeza. Al darse cuenta de la curiosidad del viejo y de que parecía esperar algún comentario de su hijo, Duane acabó de colocar las latas en los estantes de la alacena, se volvió y dijo:

– Cordie es una buena chica, pero está un poco chiflada.

El viejo se quedó un momento plantado allí, asintió con la cabeza como si aceptase la respuesta, y se dirigió a su taller.


El viernes, a la salida del sol, Duane volvió a pie a Oak Hill para poder estar de vuelta en casa a media mañana. Quería comparar los datos de los libros y los periódicos de allí con las notas que había tomado en Bradley, pero no había nada nuevo. El artículo de The New York Times sobre la fiesta de 1876 en honor a la campana era interesante -una prueba evidente de que la cosa había existido fuera de Elm Haven-, pero no pudo encontrar más referencias. Trató de que la bibliotecaria le diese el número de teléfono de los Ashley-Montague, argumentando que no podía terminar su trabajo escolar sin consultar los libros de la Sociedad Histórica que habían sido legados a la familia; pero la señora Frazier le dijo que no tenía idea de cuál era su número -los teléfonos de las familias ricas no figuraban nunca en el listín, al menos el de los Ashley-Montague, según había podido comprobar Duane-, y después le dio una afectuosa palmada en la cabeza y dijo:

– No es saludable hacer trabajos escolares en verano. Vete por ahí, busca un lugar fresco y ponte a jugar. Sinceramente, creo que tu madre aún debería estar vistiéndote… imagínate, con esta temperatura de treinta y cinco grados que hoy tenemos.

– Sí, señora -le había respondido Duane, ajustándose las gafas y saliendo.

Llegó a casa a tiempo para ayudar al viejo a cargar cuatro cerdos y llevarlos al mercado de Oak Hill. Duane suspiró al pensar que había caminado cuatro horas y visto el mismo paisaje que observaba ahora en diez minutos de viajar en la camioneta. La próxima vez preguntaría lo que pensaba hacer su padre antes de emprender un viaje a pie.


El sábado, el cine gratuito, segundo de aquel verano, ofrecía Hércules, una vieja película que sin duda había retirado el señor Ashley-Montague de uno de los programas del cine al aire libre de Peoria. Duane iba raras veces al cine gratuito por la misma razón de que el viejo y él poseían un aparato de televisión pero nunca lo encendían, pero sobre todo porque encontraba que los libros y los programas de radio eran más agradables a la imaginación que las películas y lo que daban por la tele.

Pero a Duane le gustaban las películas italianas de hombres musculosos. Y había algo en el doblaje que le divertía: las bocas de los actores moviéndose como locas durante dos minutos, y después unas pocas sílabas brotando de la banda sonora. También había leído en alguna parte que un hombre solo, en un estudio romano, hacía todos los efectos de sonido de esas películas -pisadas, choques de espadas, cascos de caballo, erupciones de volcanes, absolutamente todo- y esta idea le encantaba.

Pero no era ésta la razón de que entrase a pie en la ciudad el sábado por la noche. Duane quería hablar con el señor Ashley-Montague, y éste era el único lugar donde sabía que podría encontrarlo.

Habría pedido a su padre que le llevase, pero el viejo había empezado a manipular una de sus máquinas de aprender después de la cena, y Duane no quería tentar al Destino sugiriendo un viaje que les obligaría a pasar por delante de la taberna de Carl.

El viejo no levantó la mirada de lo que estaba soldando cuando Duane le dijo adónde iba.

– Está bien -respondió, con el semblante oscurecido por las volutas de humo que brotaban del circuito-, pero no vuelvas a pie de noche.

– De acuerdo -dijo Duane, pero preguntándose cómo pensaba el viejo que iba a volver a casa.

Resultó que no tuvo que andar durante todo el camino. Acababa de pasar por delante de la casa del tío de Dale Stewart, cuando salió una camioneta del camino de entrada, llevando al tío Henry y a la tía Lena.

– ¿Adónde vas, muchacho?

El tío Henry sabía el nombre de Duane, pero llamaba «muchacho» a todos los varones de menos de cuarenta años.

– A la ciudad, señor.

– ¿Al cine gratuito?

– Sí, señor.

– Sube, muchacho.

La tía Lena mantuvo abierta la portezuela de la vieja International mientras subía Duane. Allí se estaba muy estrecho.

– Puedo ir en la parte de atrás -ofreció Duane, dándose cuenta de que ocupaba la mitad del tapizado asiento.

– Tonterías -dijo el tío Henry-. Así el ambiente es más acogedor. ¡Sujétate bien!

La camioneta empezó a rodar por las montañas rusas de la primera colina, traqueteando en la oscuridad y trepando hacia la cima de la colina del cementerio del Calvario.

– Circula por la derecha, Henry -dijo tía Lena.

Duane se imaginó que la anciana decía esto cada vez que pasaban por aquí, o sea cada vez que iban a la ciudad o a casi cualquier otra parte, ¿y cuántas veces habría sido en más de sesenta años? ¿Quizás un millón?

El tío Henry asintió cortésmente con la cabeza y se mantuvo exactamente donde estaba, en el centro de la carretera. No iba a ceder las rodadas a nadie. Aquí arriba había más luz, aunque hacía veinte minutos que se había puesto el sol. La camioneta traqueteó más fuerte en las roderas, parecidas a los surcos de una tabla de lavar, cerca de la cima, y entonces se adentró en la oscuridad de debajo de los árboles próximos al Arroyo de los Cadáveres. Las luciérnagas brillaban en la negrura del bosque a ambos lados. Las hierbas que crecían a lo largo de la orilla se habían cubierto de polvo durante el día y tenían el aspecto de haber sufrido alguna mutación albina. Duane se alegró de que alguien se hubiese ofrecido a llevarle.

Mientras circulaban en dirección a la torre del agua, Duane miró de reojo a Henry y a Lena Nyquist. Tenían unos setenta y cinco años. Duane sabía que en realidad eran tíos abuelos de Dale por parte de la madre de éste, pero en Creve Coeur County todos les llamaban tío Henry y tía Lena. Resultaban una pareja atractiva, al librarse como buenos escandinavos de los peores efectos devastadores de la vejez. Tía Lena tenía los cabellos blancos, pero espesos y largos, y su cara de mejillas sonrosadas conservaban cierta firmeza a pesar de las arrugas. Sus ojos eran muy brillantes. Tío Henry había perdido parte del pelo pero todavía le colgaba un mechón sobre la frente que le daba un aire de muchacho travieso a punto de ser detenido por la policía. Duane sabía por su padre que el tío Henry era un caballero a la antigua usanza, que sin embargo le gustaba contar chistes verdes mientras tomaba una cerveza.

– ¿No es ahí donde estuvieron a punto de atropellarte? -preguntó tío Henry, señalando hacia un lugar del campo donde aún eran visibles las señales.

– Sí, señor -dijo Duane.

– Mantén las dos manos sobre el volante, Henry -dijo con firmeza tía Lena.

– ¿Pillaron al tipo que lo hizo?

Duane respiró hondo.

– No, señor.

El tío Henry resopló.

– Apostaría cinco contra uno a que fue aquel maldito Karl van Syke. El hijo de… -El viejo captó la mirada admonitoria de su esposa-. El hijo de mala madre nunca valió para nada, y mucho menos para guardián de colegio y cuidador del cementerio. Bueno, nosotros podemos verlo durante todo el invierno y gran parte de la primavera, y ese… ese Van Syke nunca está allí. El lugar se llenaría de hierbajos y sería una porquería si no fuera por los que vienen de San Malaquías a ayudar todos los meses.

Duane asintió con la cabeza, pero prefirió no decir nada.

– Cállate, Henry -dijo suavemente tía Lena-. Al joven Duane no le gusta que hables mal del señor Van Syke. -Se volvió a Duane y le tocó la mejilla con una mano tosca y arrugada-. Sentimos mucho lo de tu perro, Duane. Recuerdo que ayudé a tu padre a elegirlo entre la camada del perro de Vira Whittakér antes de que tú nacieses. El cachorro fue un regalo para tu madre.

Duane asintió nuevamente y desvió la mirada hacia el campo municipal de béisbol a su derecha, observándolo fijamente, como si nunca lo hubiese visto con anterioridad.

Main Street estaba llena de gente. Los coches se situaban ya en diagonal en la zona de aparcamiento, y las familias se dirigían al Bandstand Park con sus cestas y mantas. Había algunos hombres sentados en el alto bordillo de delante de la taberna de Carl, sosteniendo botellas de Pabst en sus manos enrojecidas y hablando a gritos. Tío Henry tuvo que aparcar cerca de la cooperativa debido a la muchedumbre. El viejo gruñó, diciendo que aborrecía sentarse en las sillas plegables que habían traído; prefería quedarse en la camioneta e imaginarse que era uno de esos cines donde se veían las películas desde el coche.

Duane les dio las gracias y se dirigió apresuradamente al parque. Ya era demasiado tarde para poder estar mucho tiempo a solas con el señor Ashley-Montague antes de que empezase la película; pero quería hablar con el aunque sólo fuera un minuto.


Dale y Lawrence no habían proyectado ir al cine gratuito, pero su padre estaba en casa -se había tomado el sábado libre, lo cual era una rareza-, Gunsmoke y todos los programas de la noche eran reposiciones, y el matrimonio quería ir al cine. Cogieron una manta y una bolsa grande de palomitas de maíz y caminaron hacia el centro de la ciudad bajo la suave luz del crepúsculo. Dale observó que unos cuantos murciélagos volaban sobre los árboles; pero no eran más que murciélagos. El miedo de la semana anterior parecía un sueño malo y lejano.

Había más gente que de costumbre en el espectáculo. Las zonas herbosas, al este del quiosco de música y delante de la pantalla, estaban casi llenas de mantas, por lo que Lawrence se adelantó corriendo para buscar un sitio cerca de un viejo roble. Dale buscó con la mirada a Mike pero recordó que esta noche cuidaba de su abuela, como hacía la mayoría de los sábados. Kevin y su familia nunca venían al cine gratuito: tenían un televisor en color, uno de los dos únicos que había en la población. La familia de Chuck Sperling tenía el otro.

Al hacerse el silencio, después de anochecer del todo y antes de empezar la primera película de dibujos animados, Dale vio a Duane McBride que subía la escalera del quiosco de música. Murmuró algo a sus padres y corrió a través del parque, saltando sobre piernas extendidas y una pareja de adolescentes tendidos sobre su manta. Subió al escalón superior del quiosco de música, que estaba generalmente reservado al señor Ashley-Montague y al operador que trajese consigo, para saludar a Duane; pero vio que el grandullón estaba hablando con el millonario Junto al proyector. Dale se apoyó en la barandilla, no dijo nada y escuchó.

– … y de qué te serviría este libro, si existiese? -decía el señor Ashley-Montague.

Junto a él, un joven con corbata de lazo había acabado de conectar los altavoces y estaba colocando la bobina de la corta película de dibujos animados. Duane abultaba mucho al lado del benefactor de la población.

– Como le he dicho, estoy redactando un trabajo sobre la historia de Old Central School.

El señor Ashley-Montague dijo:

– El colegio está cerrado durante el verano, hijo -y se volvió a su ayudante.

Hizo una señal con la cabeza y se iluminó la pantalla del lado del Parkside Café. La multitud sentada sobre el césped o en sus vehículos siguió a gritos la cuenta atrás desde el diez hasta el uno, antes de que diera comienzo una cinta de dibujos animados de Tom y Jerry. El ayudante enfocó la imagen y ajustó el volumen del sonido.

– Por favor, señor -dijo Duane McBride, acercándose un paso al millonario-. Le prometo que devolveré los libros en perfecto estado. Sólo los necesito para terminar mi investigación.

El señor Ashley-Montague se sentó en la silla de jardín que su ayudante había preparado para él. Dale no había estado nunca tan cerca de aquel hombre; siempre se había imaginado al señor A.-M. como un joven, pero a la luz del lado del proyector y a la que reflejaba la pantalla, pudo ver que el millonario tenía unos cuarenta años. Tal vez más. Su corbata de lazo y la manera un tanto afectada de vestir le hacía parecer mayor. Esta noche llevaba un traje blanco de hilo que casi resplandecía en la oscuridad.

– ¿Investigación? -dijo el señor Ashley-Montague, riendo entre dientes-. ¿Qué edad tienes, hijo? ¿Catorce años?

– Dentro de tres semanas cumplo doce -dijo Duane.

Dale no sabía que el cumpleaños de su amigo fuese en julio.

– Doce -dijo el señor Ashley-Montague-. A los doce años no se investiga, amigo. Busca en la biblioteca lo que necesites para tu trabajo escolar.

– He buscado en la biblioteca, señor -dijo Duane, y Dale advirtió que a pesar de que utilizara la palabra «señor» no había verdadera deferencia en la voz de Duane. Era como si un adulto estuviese hablando a otro-. Allí no había los datos necesarios. La bibliotecaria de Oak Hill me dijo que el resto de los materiales de la Sociedad Histórica del condado le habían sido confiados a usted. Supongo que los documentos de la Sociedad Histórica son todavía de uso público… y lo único que pido son unas pocas horas para buscar los temas relacionados con Old Central.

El señor Ashley-Montague cruzó los brazos y observó la pantalla, donde Tom estaba dándole una paliza a Jerry. O tal vez era Jerry quien daba una paliza a Tom… Dale nunca estaba seguro de cuál era el nombre del gato y cuál el del ratón. Por fin, el hombre, que ya se había sentado, dijo:

– ¿Y cuál es exactamente el tema de tu trabajo?

Duane respiró hondo.

– La campana Porsha -dijo al fin.

O fue lo que Dale creyó que decía. En aquel instante, una explosión de ruido de la película de Tom y Jerry casi ahogó las palabras.

El señor Ashley-Montague se levantó de un salto de la silla, agarró los brazos de Duane, los soltó y se echó atrás, como confuso.

– No hay tal cosa -oyó Dale que decía el hombre, bajo el estruendo de los altavoces.

Duane dijo algo que se perdió al estallar un enorme petardo debajo del gato. Incluso el señor Ashley-Montague tuvo que inclinarse hacia delante para oírle.

– … había una campana -estaba diciendo el millonario cuando Dale pudo oír de nuevo-, pero fue quitada de allí hace años. Hace décadas. Creo que antes de la Primera Guerra Mundial. Era falsa, desde luego. Mi abuelo fue… defraudado, creo que ésta es la palabra. Engañado. Estafado.

– Bueno, esto es lo que necesito para terminar mi ensayo -dijo Duane-. En otro caso, tendré que decir que el paradero actual de la campana es un misterio.

El señor Ashley-Montague paseó arriba y abajo junto al proyector. La película de dibujos había terminado y el ayudante estaba preparando rápidamente su breve documental de la 20th Century sobre la expansión del comunismo, comentado por Walter Cronkite. Dale levantó la mirada y vio al reportero de negros cabellos sentado a una mesa. La corta película era en blanco y negro; Dale la había visto en el colegio el año pasado, en una sesión especial. De pronto un mapa de Europa y Asia empezó a teñirse de negro al extenderse la amenaza comunista. Unas flechas penetraban en la Europa del Este, en China y en otros lugares cuyo nombre Dale no conocía exactamente.

– No hay ningún misterio -saltó el señor Ashley-Montague-. Ahora lo recuerdo. La campana del abuelo fue descolgada y guardada en alguna parte a finales de siglo. Creo que ni siquiera se podía tocar con ella debido a las grietas que tenía. Fue sacada del sitio donde la guardaban y fundida. El metal se utilizó para fines militares en la Gran Guerra.

Una vez dicho esto se volvió de espaldas y se sentó de nuevo, como dando por terminada la conversación.

– Sería estupendo si pudiese citar esto del libro y tal vez fotografiar un par de viejas ilustraciones para mi ensayo -dijo Duane.

El millonario suspiró, como en respuesta a la creciente extensión del dominio comunista en la pantalla. La voz de Walter Cronkite retumbó tan fuerte como la película de Tom y Jerry.

– Jovencito, no hay tal libro. Lo que me dio el doctor Priestmann no fue más que un montón de papeles heterogéneos, desordenados y anónimos Varias carpetas, si no recuerdo mal. Te aseguro que no los guardé.

– ¿Podría decirme a quién se los…? -empezó a preguntar Duane.

– ¡No se los di a nadie! -dijo el señor Ashley-Montague casi a voz en grito-. Los quemé. Yo había patrocinado los estudios del profesor, pero de nada me sirvieron. Te aseguro que no hay ningún misterio con el que puedas terminar tu ensayo. Cítame a mí, joven. La campana fue un error, uno de los muchos trastos que trajo el abuelo de su viaje de luna de miel por Europa. Fue retirada de Old Central al terminar el siglo, guardada en un almacén, creo que en Chicago, y fundida para hacer balas o algo parecido en 1917, cuando entramos en la guerra. Bueno, esto es todo.

El documental de la 20th Century había terminado, el operador estaba colocando rápidamente el primer rollo grande de Hércules, y varias cabezas se volvieron para mirar al quiosco de la música donde retumbaba la voz del señor Ashley-Montague en el relativo silencio de la sala.

– Si sólo pudiese… -empezó Duane.

– No hay «sólo» que valga -cortó el millonario-. Se acabó la conversación, jovencito. La campana no existe. Y esto es todo.

Señaló hacia la escalera del quiosco con un gesto de muñeca que a Dale le pareció bastante femenino. Otro ademán hizo que se acercase el ayudante -estaba a punto de empezar la película con una cuenta atrás voceada por el público- y Duane se encontró delante de un hombre de un metro ochenta con las mangas arremangadas. Por lo que Dale sabía, el ayudante podía ser un mayordomo, un guardaespaldas o un acomodador de uno de los cines del señor A.-M.

Duane se encogió de hombros, dio media vuelta y bajó la escalera mucho más despacio de lo que habría hecho Dale si un adulto le hubiese echado a cajas destempladas. Incluso dándose cuenta de que pasaba inadvertido en el rincón de atrás del quiosco, envuelto en la oscuridad, Dale saltó sobre la barandilla y fue a dar en la hierba, un metro y medio más abajo, casi chocando con el tío Henry y la tía Lena al aterrizar.

Corrió para alcanzar a Duane, pero el grandullón había salido ya del parque y caminaba por Broad Avenue, con las manos en los bolsillos, silbando una tonadilla y encaminándose sin duda a las ruinas de la vieja casa Ashley, a dos manzanas hacia el sur. Dale ya no tenía miedo a la noche; esta tontería pertenecía al pasado, pero en realidad no tenía ganas de pasear con aquella oscuridad por debajo de los olmos. Además, la música y el diálogo doblado sonaban con fuerza detrás de él, y quería ver Hércules.

Volvió al parque, pensando que si no hablaba con Duane más tarde esta noche… bueno…, lo haría otro día. No había prisa. Estaban en verano.


Duane caminó hacia el oeste por Broad Avenue, demasiado agitado para prestar atención a la película de Hércules. Las hojas proyectaban densas sombras en la calle. Los faroles a lo largo de los callejones que se dirigían hacia el sur eran oscurecidos por las ramas y las hojas. Hacia el norte había una sola hilera de casas pequeñas, con sus sencillos jardines confundiéndose los unos con los otros y convirtiéndose en maleza donde las vías del ferrocarril torcían un poco hacia el sur y se adentraban en los campos de maíz donde terminaba la calle. Sólo la vieja casa de Ashley-Montague, que la gente aún llamaba Mansión Ashley, se alzaba en el último callejón oscuro.

Duane contempló el curvo paseo de entrada, convertido en túnel por las altas ramas y los arbustos desatendidos. Quedaba poco del edificio salvo los chamuscados restos de dos columnas, tres chimeneas y unas cuantas vigas ennegrecidas y derrumbadas en el sótano infestado de ratas. Duane sabía que Dale y los otros muchachos solían jugar bajando en bicicleta por aquel paseo, pasando por delante del porche principal e inclinándose para tocar las columnas o los escalones sin desmontar ni reducir la marcha. Pero ahora estaba muy oscuro; ni siquiera las luciérnagas iluminaban las espesas zarzas del paseo circular. El ruido, la luz y el público del cine gratuito habían quedado a dos manzanas detrás de él, pero los árboles intermedios los hacían más lejanos.

Duane no tenía miedo a la oscuridad. En absoluto. Pero esta noche tampoco tenía interés en andar por aquel pasillo. Silbando torció hacia el sur por un camino enarenado para salir a las nuevas calles donde vivía Chuck Sperling.

Detrás de él, en la parte del paseo más oscura y llena de matorrales, algo se agitó, movió unas ramas y se deslizó alrededor de una fuente largo tiempo olvidada entre la mala hierba y las ruinas.

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