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El cine gratuito empezaba al anochecer, pero la gente comenzó a llegar al Bandstand Park cuando la luz del sol todavía iluminaba Main Street, como un gato leonado, reacio a abandonar el cálido pavimento. Familias campesinas aparcaban sus camionetas y breaks a lo largo de una zona enarenada del lado del parque correspondiente a Broad Avenue, para tener una vista mejor cuando proyectasen la película sobre la pared del Parkside Café; entonces merendaban sobre la hierba o se sentaban en el quiosco de música y charlaban con gente del pueblo a quienes hacía tiempo que no veían. La mayoría de los que vivían en la localidad llegaban cuando el sol se había puesto y los murciélagos empezaban a volar en el cielo oscurecido. Broad Avenue parecía, bajo la bóveda de los olmos, un túnel sombrío que se abría a la más iluminada y ancha Main Street y terminaba en la brillante promesa del parque, con su luz, su ruido y sus risas.

El espectáculo gratuito era una tradición que se remontaba a los primeros días de la Segunda Guerra Mundial, cuando el cine más próximo, Ewalts Palace, de Oak Hill, había cerrado porque el hijo de los Ewalt, Walt, que era el único operador, se había alistado en la Infantería de Marina. Peoria era el otro lugar más próximo donde había cine, pero el viaje de sesenta y cinco kilómetros era demasiado largo para la mayoría de la gente debido al racionamiento de gasolina. Entonces el viejo señor Ashley-Montague trajo un proyector de Peoria cada sábado por la noche de aquel verano de 1942. Se exhibieron noticiarios, anuncios de bonos de guerra, cintas de dibujos y películas de largo metraje en Bandstand Park, proyectando imágenes de seis metros de altura sobre la blanca pantalla colocada en la pared del Parkside Café.

En realidad los Ashley-Montague no habían vivido en Elm Haven desde la semana en que fue incendiada su mansión y el abuelo del actual señor Ashley-Montague se había suicidado en 1919. Pero miembros varones de la familia la visitaban en ocasiones, hacían donativos para causas de la comunidad, y en general velaban por la pequeña población como terratenientes de la Vieja Inglaterra, protegiendo a un pueblo que había crecido dentro de su propiedad. Y dieciocho veranos después de que el hijo del último Ashley-Montague de Elm Haven trajese su primer espectáculo gratuito del sábado por la noche en junio de 1942, su hijo continuó la tradición.

Ahora, en la cuarta noche de junio del verano de 1960, el largo Lincoln del señor Ashley-Montague se detuvo en el lugar que siempre se le reservaba al oeste del quiosco de música. El señor Taylor, el señor Sperling y otros miembros del concejo municipal le ayudaron a transportar el pesado proyector hasta su plataforma de madera en el quiosco. Las familias se instalaron sobre sus mantas y los bancos del parque. Los niños revoltosos fueron obligados a bajar de las ramas inferiores de los árboles y a salir de sus escondrijos de debajo del quiosco. Los padres montaron sus sillas plegables en la parte de atrás de las camionetas y repartieron bolsas de palomitas de maíz, y se hizo en el parque el silencio que precedía al espectáculo, al oscurecerse el cielo sobre los olmos e iluminarse el rectángulo de lona en la pared del Parkside Café.

Dale y Lawrence salieron tarde, esperando que su padre llegase a casa a tiempo para que toda la familia pudiese ir al cine gratuito. No fue así, pero un poco después de las ocho y media llamó por la línea del Estado para decir que estaba en camino y que no lo esperasen. La madre dio a cada uno una bolsa de papel castaño llena de palomitas de maíz que había preparado, una moneda de diez centavos para que tomasen un refresco en el Parkside, y les dijo que volviesen a casa en cuanto terminase la película.

No cogieron las bicis. Normalmente ninguno de los dos iba a pie a ninguna parte si podían evitarlo; pero ir andando al cine gratuito era una tradición que se remontaba a cuando Lawrence era demasiado pequeño para tener una bicicleta y Dale le conducía al parque, llevándole de la mano al cruzar las calles silenciosas.

Ahora estaban silenciosas. El resplandor del cielo de la tarde se había desvanecido pero aún no habían aparecido las estrellas, y los huecos entre los olmos eran oscurecidos por las nubes. El aire era denso, perfumado por el olor del césped recién segado y de las flores. Los grillos iniciaron la sinfonía nocturna en los oscuros jardines y los espesos setos, y un búho probó su voz en el álamo muerto de detrás de la casa de la señora Moon. Old Central era una masa negra en el centro de sus campos de juego abandonados, y los muchachos se apresuraron en la Segunda Avenida, al pasar por delante de la escuela, y torcieron hacia el oeste por Church Street.

Había faroles en cada esquina, pero los largos espacios intermedios estaban a oscuras debajo de los árboles. Dale quería correr para no perderse la película de dibujos, pero Lawrence tenía miedo de tropezar en las piedras desiguales de la acera y que se le cayesen las palomitas de maíz; fueron caminando rápidamente bajo la sombra de las hojas, con los árboles susurrando encima de ellos. Las grandes casas antiguas a lo largo de Church Street estaban a oscuras o iluminadas tan sólo por el resplandor blanco y azul de los televisores a través de las ventanas saledizas y de las puertas con persianas. Unos cuantos cigarrillos brillaban en los porches, pero estaba demasiado oscuro para ver a la gente que había allí. En la esquina de la Tercera y Church, donde el doctor Roon tenía habitaciones alquiladas en el segundo piso de la vieja pensión de la señora Samson, Dale y Lawrence cruzaron corriendo la calle, trotaron al pasar por delante del oscuro edificio de ladrillos que contenía la pista de patinaje cerrada durante el verano, y torcieron a la izquierda hacia Broad.

– Parece la víspera de Todos los Santos -dijo Lawrence con su vocecilla-. Como si hubiese gente disfrazada en la sombra, donde no podemos verla. Como si esto fuese mi cesta de los regalos, pero no hubiese nadie en casa y…

– Cállate -dijo Dale.

Podía oír ahora la música del cine, alegre y metálica: una película de dibujos de Warner Brothers. El túnel de olmos de Broad había quedado detrás de ellos; sólo brillaban unas pocas luces en las grandes casas victorianas apartadas de la calle. La primera iglesia presbiteriana, que era la de la familia Stewart, resplandecía pálida y vacía en la esquina de enfrente de la oficina de Correos.

– ¿Qué es eso? -murmuró Lawrence, deteniéndose y sujetando con fuerza su bolsa de palomitas de maíz.

– Nada. ¿Qué? -dijo Dale, deteniéndose como su hermano.

Hubo un susurro, como un chirrido en la oscuridad, entre los olmos y encima de ellos.

– No es nada -dijo Dale, tirando de Lawrence-. Pájaros. -Lawrence no quiso moverse y Dale se detuvo para escuchar de nuevo-. Murciélagos.

Entonces Dale pudo verlos: unas formas oscuras que revoloteaban los huecos más claros entre las hojas, unas sombras aladas visibles sobre el blanco de la iglesia, al revolotear de un lado a otro.

– No son más que murciélagos.

Tiró de la mano de Lawrence, pero éste no quiso moverse.

– Escucha -murmuró.

Dale pensó en darle un puntapié en la culera de sus Levi's, o en agarrarle por una de sus grandes orejas y arrastrarle a lo largo de la última manzana hasta el cine gratuito. Pero en lugar de hacer eso se puso a escuchar.

El susurro de las hojas. Las locas escalas de la banda sonora de una película de dibujos, amortiguadas por la distancia y el aire húmedo. El correoso batir de alas. Voces.

En lugar del gorjeo casi ultrasónico de los murciélagos explorando su camino, el sonido que predominaba en la oscuridad que les rodeaba era de vocecillas agudas. Gritos. Chillidos. Maldiciones. Palabrotas. La mayoría de los sonidos no llegaban a formar realmente palabras sino que eran como sílabas enloquecedoras, audibles, pero no del todo claras, de una conversación a gritos en una habitación contigua. Pero dos de esos sonidos sí que eran claros.

Dale y Lawrence permanecieron petrificados en la acera, sujetando sus bolsas de palomitas de maíz y mirando hacia lo alto, mientras los murciélagos chillaban sus nombres con consonantes que sonaban como dientes royendo pizarras. Lejos, muy lejos, la voz amplificada de Porky Pig decía: «¡Esto es todo, amigos!»

– ¡Corramos! -murmuró Dale.


Jim Harlen tenía órdenes de no ir al cine gratuito; su madre se había ido a Peoria para otra cita, y aunque decía que él era lo bastante mayor para quedarse solo en casa no le permitía salir de ella. Harlen preparó la cama con su muñeco de ventrílocuo vuelto de cara a la pared y unos abultados tejanos para alargar las piernas debajo de la colcha, por si ella volvía a casa antes que él y quería comprobar si estaba allí. Pero no lo haría. Nunca volvía a casa antes de la una o las dos de la madrugada.

Harlen cogió un par de Butterfingers de la alacena, como tentempié durante la película; sacó la bicicleta del cobertizo y pedaleó por Depot Street. Había estado viendo Gunsmoke por la tele y se había hecho de noche antes de lo que había calculado. No quería perderse la película de dibujos.

Las calles estaban vacías. Harlen sabía que todos los que eran lo bastante mayores para poder conducir, pero lo bastante jóvenes para no ser tan estúpidos como para quedarse a ver a Lawrence Welk, o el cine gratuito, habían salido hacía horas con destino a Peoria o a Galesurg. Desde luego él estaba seguro de que no se quedaría en Elm Haven los sábados por la noche cuando fuese mayor.

En cualquier caso, Jim Harlen no pensaba permanecer mucho más tiempo en Elm Haven. O su madre se casaría con uno de esos tipos con quienes se citaba -probablemente algún mecánico que gastaba todo su dinero en trajes- y Harlen se trasladaría a Peoria, o huiría de casa dentro de uno o dos años. Harlen envidiaba a Tubby Cooke. El gordinflón había sido tan brillante como la bombilla de 25 vatios que la madre de Harlen tenía encendida en el porche de atrás, pero también lo bastante listo para largarse de Elm Haven. Desde luego, Harlen no había tenido que aguantar los palos que probablemente Tubby había recibido, teniendo en cuenta lo borracho que casi siempre estaba su padre y lo estúpida que parecía su madre, pero tenía sus propios problemas.

Aborrecía que su madre hubiese adoptado su apellido de soltera, dejando que él conservase el de su padre cuando ni siquiera le era permitido mencionarlo en presencia de ella. Aborrecía que ella se marchase todos los viernes y sábados, llevando aquellas blusas escotadas de campesina y los atractivos vestidos negros que causaban una impresión extraña en él… como si su madre fuese una de esas mujeres de las revistas que él escondía en el fondo de su armario. Aborrecía que ella fumase, dejando señales de pintalabios alrededor de las colillas de los cigarrillos en los ceniceros, haciendo que se imaginase las mismas manchas en las mejillas… o en los cuerpos de aquellos tipos a quienes Harlen no conocía siquiera. Aborrecía cuando ella había bebido demasiado y trataba de disimularlo, portándose como una perfecta dama; pero él siempre lo advertía en su dicción exacta, en sus lentos movimientos y en su manera de mostrarse empalagosa y de abrazarlo.

Aborrecía a su madre. Si no hubiese sido tan… -la mente de Harlen esquivaba la palabra «puta»- si hubiese sido una esposa mejor, su padre no habría empezado a citarse con la secretaria con quien se había fugado.

Harlen descendió por Broad Avenue, pedaleando con fuerza y enjugándose los ojos, furiosamente, con la manga. Algo blanco, moviéndose entre las grandes y viejas casas del lado izquierdo de la calle hizo que mirase, volviese a mirar y detuviese después su bici sobre la grava.

Alguien se estaba moviendo en el callejón entre los anchos patios. Harlen captó nuevamente la imagen de un cuerpo bajo y grueso, unos brazos pálidos y un vestido claro, antes de que el personaje desapareciese en la oscuridad del callejón. «Pero si es la vieja Double-Butt…» El callejón discurría entre su grande y vieja casa y la rosada mansión victoriana, ahora cerrada, que había pertenecido a la señora Duggan.

«¿Qué diablos está haciendo la vieja Double-Butt, caminando a hurtadillas por el callejón?» Harlen estuvo a punto de borrar esto de su mente y dirigirse al cine gratuito, pero entonces recordó que él estaba encargado de seguir a la maestra.

«Esto es una mierda. O'Rourke es un imbécil si se imagina que voy a seguir continuamente a ese viejo dinosaurio por el pueblo. No veo que el ni ninguno de los otros sigan a los suyos esta tarde. Mike es muy bueno dando órdenes, y a todos esos idiotas les encanta hacer lo que él dice, pero yo soy demasiado mayor para esas tonterías»

Pero ¿qué estaba haciendo la señora D. en el callejón después de anochecer?

«Sacando la basura, bobo.»

Pero el camión de la basura no pasaría hasta el martes Y ella no llevaba nada. En realidad, iba muy bien vestida, probablemente con aquel elegante traje de color de rosa que había llevado el último día antes de las vacaciones de Navidad. Y no es que la vieja arpía les hubiese ofrecido una verdadera fiesta: sólo treinta minutos para hacer regalos a las personas cuyo apellido habían sacado al azar

«¿Adónde diablos va?»

¿No se sorprendería O'Rourke si fuese Jim Harlen el único de la dichosa Patrulla de la Bici que realmente descubriese algo sobre la gente que habían acordado seguir? Quizá lo que estaba haciendo la vieja Double-Butt con el doctor Roon o con el horripilante Van Syke, mientras todo el mundo estaba en el cine gratuito.

La idea le repugnó en cierto modo.

Pedaleó a través de la calle, dejó caer la bicicleta detrás de los arbustos del lado del callejón correspondiente a la señora Duggan y miró desde detrás de aquéllos. El pálido bulto apenas era visible casi al final del callejón, donde éste desembocaba en la Tercera Avenida

Harlen permaneció un segundo agazapado allí; pensó que la bicicleta haría demasiado ruido sobre la escoria y la grava, y echó a andar, pasando de sombra en sombra, manteniéndose cerca de las altas vallas y evitando los cubos de basura para no hacer ruido. Pensó en los perros que ladraban y recordó que el único que podía estar en un traspatio en estos andurriales era Dexter, que pertenecía a los Gibson, pero Dexter era viejo y le trataban como a un cachorro. Probablemente estaría dentro de casa, mirando con ellos a Lawrence Welk.

La vieja Double-Butt cruzó la Tercera Avenida, pasó por delante de la pensión donde Roon tenía su apartamento en la tercera planta, y se dirigió al patio de recreo del lado sur de Old Central.

«¡Mierda! Sólo va a buscar algo al colegio.» Entonces recordó que esto era imposible.

Cuando aquella tarde habían vuelto al pueblo después de la desagradable excursión a la Cueva, él, Dale y los otros habían advertido que alguien había cerrado con tablas las ventanas de la primera planta de Old Central, probablemente para protegerlas de muchachos como Harlen, que aborrecían la escuela, y también que tanto la puerta del norte como la del sur estaban cerradas con cadenas y candados. La señora Doubbet -Harlen la había visto claramente a la luz del farol de la esquina- desapareció en la sombra de la base de la escalera de incendios, y Harlen se escondió detrás de un álamo al otro lado de la calle. Incluso desde dos manzanas de distancia podía oír la música que indicaba el comienzo de la película principal en el cine gratuito.

Entonces sonó un ruido de tacones en peldaños de metal y Harlen percibió unos brazos pálidos, al subir la maestra por la escalera de incendios hasta el segundo piso. Una puerta se abrió chirriando allá arriba.

«Tiene una maldita llave.»

Harlen trató de pensar en por qué iría la vieja Double-Butt a Old Central de noche, un sábado, en verano, y después de que la escuela hubiese sido cerrada para una posible demolición.

«Bueno, eso es que se lo monta con el doctor Roon.»

Harlen trató de imaginarse a la señora Doubbet tendida sobre su mesa de roble, mientras el doctor Roon la penetraba. Pero su imaginación no valía para tanto. Después de todo, no había visto realizar el acto sexual a nadie…; incluso las revistas que guardaba en el armario únicamente mostraban a las chicas solas, jugando con sus tetas, actuando como si estuviesen dispuestas para el coito.

Harlen sintió que le palpitaba el corazón mientras esperaba que se encendiese una luz allí arriba, en el segundo piso. Pero no se encendía.

Dio una vuelta alrededor del colegio, manteniéndose muy cerca del edificio, para que ella no pudiese verle si miraba por una de las ventanas.

Ninguna luz.

Espera. Había un resplandor allí, en el lado noroeste, una ligera fosforescencia que procedía de las ventanas altas de la sala de la esquina. La antigua clase de la señora Doubbet. La clase de Harlen el año pasado.

¿Cómo podría ver él lo que pasaba? Las puertas de la planta baja estaban cerradas con candados; las ventanas del sótano, protegidas con rejas de metal. Pensó en subir por la escalera de incendios y pasar por la puerta que acababa de cruzar la vieja Double-Butt. Entonces imaginó que se encontraba con ella en la escalera de incendios o, peor aún, en el oscuro pasillo de arriba; pero abandonó rápidamente esta idea.

Harlen permaneció un momento allí, observando cómo pasaba el resplandor de una ventana a otra como si la vieja mujerona llevase una jarra transparente llena de luciérnagas alrededor del aula. Desde una distancia de tres manzanas, llegó un sonido de carcajadas; esta noche la película debía de ser cómica.

Harlen miró hacia la esquina de la escuela. Había un contenedor de basura que le permitiría subir a una estrecha cornisa a un metro ochenta encima de la acera. Una cañería de desagüe con soportes de metal le llevaría hasta otra cornisa emplazada sobre las ventanas de la primera planta y a la moldura de piedra de la esquina del edificio; lo único que tendría que hacer sería continuar subiendo por la tubería de desagüe entre el marco de piedra de la ventana, trepando como mejor pudiese metiendo los zapatos en los surcos de aquella moldura y haciendo contracción, para subir a la cornisa que se extendía alrededor del segundo piso a pocos palmos debajo de las ventanas.

La cornisa tenía unos quince centímetros de ancho; lo sabía muy bien porque la había contemplado a menudo a través de la ventana del aula, e incluso había dado de comer a las palomas que se posaban en ella, con migajas que sacaba del bolsillo, cuando le castigaban a quedarse. No era lo bastante ancha para andar por ella alrededor del colegio o hacer algo parecido, pero sí lo suficiente para conservar el equilibrio mientras se agarraba a las tuberías de desagüe. Sólo tendría que encaramarse unos tres palmos y levantar la cabeza para mirar por la ventana, la ventana donde brillaba, se apagaba y volvía a brillar el débil resplandor.

Harlen subió sobre el contenedor de basura y se detuvo para mirar hacia arriba. Era una altura de dos pisos…, bastante más de seis metros, el suelo estaba allí, casi todo él embaldosado o cubierto de grava

– Bueno -murmuró Harlen-, adelante. Me gustaría ver si tú eres capaz de hacer esto, O'Rourke.

Empezó a trepar.


Mike O'Rourke estaba al cuidado de su abuela la noche del cine gratuito. Sus padres habían ido al baile de los Caballeros de Colón en el Silverleaf Dance Emporium, un viejo edificio bajo la sombra de árboles de hojas de plata, a veinte kilómetros Hard Road abajo, en dirección a Peoria, y Mike se había quedado en casa con sus hermanas y Memo. Técnicamente, su hermana mayor, Mary, que tenía diecisiete años, quedaba al mando de la casa; pero su amigo se había presentado diez minutos después de que el señor y la señora O'Rourke se hubiesen marchado. Mary tenía prohibido salir de noche cuando sus padres estaban fuera, y ahora estaba castigada a no hacerlo en un mes debido a recientes infracciones cuya naturaleza Mike no tenía interés en conocer, pero cuando su granujiento galán compareció con su Chevi del 54, se largó con él, haciendo jurar a sus hermanas que mantendrían el secreto y amenazando con matar a Mike si éste se chivaba. Mike se encogió de hombros; con esto podría chantajear a Mary algún día, si le hacía falta.

Entonces quedó Margaret, de quince años, al cuidado de la casa, pero diez minutos después de marcharse Mary, tres muchachos del Instituto y dos amigas de Peg [2], todos ellos demasiado jóvenes para conducir coches, llamaron desde el oscuro patio de atrás, y Peg se marchó con ellos al cine gratuito. Las dos chicas sabían que sus padres no volvían a casa hasta mucho después de medianoche, los días en que había baile.

Oficialmente esto dejaba a Bonnie, de trece años, al frente de la casa; pero Bonnie nunca se encargaba de nada. Mike pensaba a veces que ningún nombre había sido tan mal aplicado [3]. Así como el resto de los hijos O'Rourke, incluso Mike, habían heredado unos bellos ojos y una gracia irlandesa en sus facciones, Bonnie estaba demasiado rolliza, tenía los ojos castaños apagados y todavía más apagados los cabellos del mismo color, una tez cetrina moteada ahora con los primeros estragos del acné, y una actitud agria que reflejaba el peor aspecto de su madre cuando estaba serena y la acritud de su padre cuando estaba borracho. Bonnie se había dirigido al dormitorio que compartía con Kathleen, de siete años, encerrado en ella a la pequeña y rehusado abrir la puerta incluso cuando Kathleen empezó a llorar.

Kathleen era la más bonita de las niñas O'Rourke. Pelirroja, de ojos azules, con una tez sonrosada y pecosa y una sonrisa seductora que hacía que el padre de Mike contase historias sobre las muchachas campesinas de una Irlanda que nunca había visitado. Kathleen era hermosa. Era también ligeramente retrasada, y a los siete años aún asistía al jardín de infancia. A veces le costaba tanto entender las cosas, que Mike se iba al retrete exterior para contener las lágrimas a solas. Todas las mañanas, al ayudar a misa al padre Cavanaugh, Mike rezaba una oración para que Dios reparase el defecto de su hermana menor. Pero hasta ahora Dios no lo había hecho, y el retraso de Kathleen se hacía cada vez más manifiesto a medida que los compañeros de su edad iban haciendo progresos en cuentas y lectura.

Mike tranquilizó a Kathleen, le preparó un estofado para la cena, la metió en la cama de Mary bajo el alero y bajó a cuidar de Memo.

Mike tenía nueve años cuando Memo había sufrido su primer ataque. Recordaba la confusión de la casa cuando la anciana dejó de ser una presencia verbal en la cocina y se convirtió de pronto en la dama moribunda del salón. Memo era la madre de su madre, y aunque Mike no conocía la palabra matriarca, recordaba su definición funcional: la vieja de delantal con topos, siempre en la cocina o cosiendo en su salón, resolviendo problemas y tomando decisiones, con la voz de fuerte acento irlandés de Mary Margaret Houlihan filtrándose a través de la reja de la calefacción, en el suelo de la habitación de Mike, cuando sacaba a la madre de éste de una de sus depresiones o reñía a su padre cuando se había pasado otra velada bebiendo con sus amigos.

Fue Memo quien salvó económicamente a la familia cuando a John O’rrourke le suspendieron de su empleo en Pabst durante un año, cuando Mike tenía seis; recordaba las largas conversaciones en la mesa de la cocina, cuando su padre protestaba por tratarse de los ahorros de toda la vida de Memo, y ella insistía en prestárselos. Y había sido Memo quien había salvado físicamente a Mike y a Kathleen, cuando él tenía ocho años y Kathleen cuatro, y aquel perro rabioso había bajado por Depot Street. Mike había advertido algo raro en aquel animal y se había echado atrás, gritando a Kathleen que no se acercase Pero su hermana adoraba a los perros; no comprendía que pudiese hacerle daño, y había corrido hacia el animal, que gruñía y echaba espuma por la boca. Kathleen estaba a menos de un metro del perro y éste la miraba fieramente y se preparaba para atacar; lo único que pudo hacer Mike fue chillar con una voz aguda y estridente que ni a él le sonaba como la suya.

Entonces había aparecido Memo con su delantal de lunares revoloteando y una escoba en la mano derecha, y se había soltado del pañuelo los cabellos rojos que empezaban a hacerse grises. Había apartado a Kathleen con una mano y golpeado tan fuerte con la escoba que había levantado al perro sobre sus cuatro patas y lo había dejado tumbado en medio de la calle. Memo había empujado a Kathleen hacia Mike y le había ordenado que la llevase a casa, con una voz tranquila pero autoritaria, y después se había vuelto en el momento en que se levantaba el perro y atacaba de nuevo. Mike había mirado por encima del hombro mientras corría, y nunca olvidaría la imagen de Memo plantada allí, con las piernas separadas, el pañuelo colgando alrededor del cuello… y esperando, esperando… El policía Barney dijo mas tarde que nunca había visto matar a un perro con una escoba, y menos a un perro rabioso, pero que la señora Houlihan casi había decapitado al monstruo.

Era la palabra que había empleado Barney: monstruo. Después de aquello, Mike había estado seguro de que Memo podía más que cualquier monstruo que rondase por la noche.

Pero entonces, menos de un año más tarde, Memo había quedado postrada. El primer ataque había sido muy fuerte y la había paralizado cortando la energía que movía los músculos de su siempre animado semblante. El doctor Viskes había dicho que era cuestión de semanas, tal vez de días. Pero Memo había sobrevivido aquel verano. Mike recordaba lo extraño que había sido transformar el salón, centro de inagotable actividad de Memo, en cuarto de enferma para ella. Lo mismo que el resto de la familia, Mike había esperado el fin.

Ella había sobrevivido aquel verano. En otoño comunicaba lo que quería por medio de un sistema de pestañeos convencionales. En Navidad había podido hablar, aunque sólo la familia comprendía sus palabras. En Pascua había triunfado lo bastante en la batalla con su cuerpo como para poder usar la mano derecha y empezar a incorporarse en el cuarto de estar. Tres días después de Pascua había sufrido el segundo ataque, y un mes más tarde el tercero.

Durante el último año y medio, Memo había sido poco mas que un cadáver que respiraba en el salón, amarillo y fláccido el semblante, dobladas las muñecas como las garras de un ave muerta. No podía moverse, no podía controlar sus funciones corporales y no tenía manera de comunicar con el mundo, salvo con las pestañas. Pero seguía viviendo.


Mike entró en el salón cuando estaba oscureciendo rápidamente en el exterior. Encendió la lámpara de petróleo -la casa tenía electricidad pero Memo siempre había preferido las lámparas de petróleo en su habitación del piso de arriba, y ellos habían mantenido la tradición- y se acercó a la cama alta donde yacía su abuela.

Estaba tumbada sobre el costado derecho, de cara a él, como solía estarlo menos cuando la volvían cuidadosamente cada día para reducir las inevitables llagas. Su cara estaba surcada por un laberinto de arrugas y la piel parecía amarillenta, cerosa…, no humana. Los ojos miraban fijamente, sin expresión, ligeramente abultados por alguna terrible presión interna o por la mera frustración de no poder comunicar los pensamientos que había detrás de ellos. Babeaba, y Mike cogió una de las toallas limpias colocadas sobre los pies de la cama y le enjugó delicadamente la boca.

Se aseguró de que no necesitaba que le cambiasen la ropa -no se suponía que compartiese este trabajo con sus hermanas, pero como observaba a Memo más que todas ellas juntas, los intestinos y la vejiga de su abuela no tenían secretos para él-, vio que estaba seca y limpia, y se sentó en la silla baja para cogerle la mano.

– Hoy ha hecho un día estupendo, Memo -murmuró. No sabía por qué hablaba en voz baja en su presencia, pero observó que los otros también lo hacían. Incluso su madre-. Un día de auténtico verano.

Mike miró a su alrededor. Gruesas cortinas cubrían la ventana. Las mesas estaban llenas de frascos de medicamentos, y encima de las otras superficies había fotos en negro y en sepia de episodios de su vida cuando estaba viva. ¿Cuanto tiempo había pasado desde la última vez que pudo dirigir la mirada a una de sus fotografías?

Había una vieja Vitrola en el rincón, y Mike puso uno de los discos predilectos de ella: Caruso cantando El Barbero de Sevilla. La fuerte voz y los agudos llenaron la estancia. Memo no reaccionó, ni siquiera con un pestañeo, pero Mike creía que todavía podía oírlo. Enjugó saliva de su barbilla y de las comisuras de sus labios, la acomodó mejor sobre la almohada y se sentó de nuevo en el taburete, sin soltarle la mano, que parecía seca y muerta. Había sido Memo quien había contado a Mike «La pata del mono» una víspera de todos los Santos, cuando él era pequeño, y se había asustado tanto que habían tenido que dejarle la luz encendida por la noche durante seis meses.

«¿Qué ocurriría -se preguntó- si desease algo estrechando la mano de Memo?» Mike sacudió la cabeza, borrando de ella la desagradable idea y rezando una Avemaría como penitencia.

– Mamá y papá están en el Silverleaf -murmuró, tratando de parecer alegre. El canto era ahora suave, con más chirridos que voz humana-. Mary y Peg están en el cine. Dale ha dicho que esta noche dan La máquina del tiempo. Dice que se trata de un hombre que viaja hacia el futuro.

Mike se interrumpió y observó cuidadosamente a Memo, creyendo que esta se había movido un poco: un ligero e involuntario movimiento de la cadera y de la ropa de la cama. Oyó un sonido ligero, como de una ventosidad. Habló rápidamente para disimular su confusión

– Una idea fantástica, ¿verdad, Memo? ¡Viajar hacia el futuro! Dale dice que la gente podrá hacerlo algún día, pero Kevin cree que es imposible. Kev dice que no es como viajar en el espacio como han hecho los rusos con el Sputnik… ¿Recuerdas cuando tú y yo lo vimos hace un par de años? Yo dije que quizás enviarían un hombre la próxima vez, y tu dijiste que te gustaría ir.

»Bueno, de todos modos Kev dice que es imposible ir hacia delante o hacia atrás en el tiempo. Dice que son demasiadas para… -Se esforzó en encontrar la palabra. Le fastidiaba parecer un tonto delante de Memo; Memo era la única de la familia que no había creído que fuera tonto por suspender el cuarto curso-. Para… paradojas. Algo así como lo que ocurriría Si uno retrocediese en el tiempo y matase…

Mike calló cuando se dio cuenta de lo que estaba diciendo. Su abuelo, el marido de Memo, había muerto hacía treinta y dos años en el elevador de grano, al ceder una puerta metálica y caer encima de él once toneladas de trigo mientras estaba limpiando el contenedor principal. Mike había oído contar a su padre y a otros hombres que el viejo Devin Houlihan había nadado en el torbellino ascendente de grano como un perro en una inundación, hasta que se había asfixiado. La autopsia había mostrado que sus pulmones estaban llenos de polvo como dos sacos repletos de granzas.

Mike miró la mano de Memo. Le acarició los dedos, pensando en una tarde de otoño, cuando tenía seis o siete años y Memo había estado meciéndose en este mismo salón y hablándole mientras cosía. «Michael, tu abuelo murió cuando la Muerte vino a buscarle. El hombre de la capa negra entró en aquel elevador de grano y se llevó a mi Devin de la mano. Pero él luchó, oh, sí, ¡vaya si luchó! Y esto es precisamente lo que yo haré, Michael, cuando el hombre de la capa negra trate de entrar aquí. No le dejaré. No sin luchar con él. No, Michael, no sin luchar con él.»

Después de aquello, Mike se había imaginado la Muerte como un hombre envuelto en una capa negra, y a Memo golpeándole como había hecho con el perro rabioso. Ahora bajó la cara y la miró a los ojos, como si la mera proximidad pudiese establecer un contacto. Podía ver su propia cara reflejada allí, deformada por las lentes de las pupilas de ella y por el parpadeo de la lámpara de petróleo.

– No le dejaré entrar, Memo -susurró Mike, y vio que su aliento agitaba la pelusa pálida de la mejilla de ella-. No le dejaré entrar, a menos que tú me digas que lo haga.

Entre la cortina y la pared podía ver la oscuridad que oprimía el cristal de la ventana. Arriba crujió una tabla al asentarse la casa. Fuera, algo arañó la ventana.

Terminó el disco y la aguja rascó los surcos vacíos, como una uña rascando una pizarra; pero Mike continuó sentado allí, con la cara cerca de la de Memo y una mano apretando firmemente la de ella.


Los murciélagos parecían algo ridículo, lejano y ya medio olvidado, mientras Dale Stewart, sentado al lado de su hermano en el Bandstand Park, observaba La máquina del tiempo. Había oído decir que la película podía ser ésta -el señor Ashley-Montague traía con frecuencia películas terminadas de proyectar pocos días antes en el cine que poseía en Peoria- y se había muerto de ganas por verla desde que el año anterior había leído el Classic Comic.

La brisa agitó los árboles del parque mientras Rod Taylor salvaba a Yvette Mimieux de ahogarse en el río y el apático Eloi observaba con rostro inexpresivo. Lawrence se sentó sobre las rodillas, como hacía siempre que estaba entusiasmado, y masticó las últimas palomitas de maíz, echando un trago de tanto en tanto de la botella de Dr. Peper que habían comprado en el Parkside Café. Lawrence abrió los ojos como platos al ver cómo descendía Rod Taylor al mundo subterráneo de los Morlocks, y se arrimó más a su hermano mayor

– No temas -murmuró Dale-. Tienen miedo a la luz y el hombre lleva cerillas.

En la pantalla, los ojos de los Morlocks brillaban amarillos, como las luciérnagas en los arbustos del extremo sur del parque. Rod Taylor encendió una cerilla y los monstruos se echaron atrás, cubriéndose los ojos con los antebrazos azules. Las hojas continuaban susurrando y Dale miró hacia arriba, advirtiendo que las estrellas habían sido tapadas por las nubes. Confió en que la película no tuviese que dejar de proyectarse por culpa de la lluvia.

El señor Ashley-Montague había traído dos altavoces adicionales además del que iba con el proyector portátil, pero el sonido era todavía más metálico de lo que habría sido en un verdadero cine. Los gritos de Rod Taylor y los alaridos de los enfurecidos Morlocks se mezclaban con el susurro de las hojas agitadas por el viento Y el aleteo correoso de las oscuras sombras que volaban entre los árboles del parque.

Lawrence se acercó más a su hermano, manchándose los Levi's con la hierba y olvidándose de masticar las palomitas de maíz. Se había quitado la gorra de béisbol y estaba mordiendo la visera, como hacía a menudo cuando estaba nervioso.

– Todo va bien -murmuró Dale, golpeando suavemente el hombro de su hermano con el puño-. Sacará a Weena de las cuevas.

Las imágenes en colores continuaron bailando mientras arreciaba el viento.


Duane estaba en la cocina comiendo un tardío bocadillo, cuando oyó que llegaba la camioneta al camino de entrada.

Normalmente no la habría oído desde el sótano y con la radio encendida, pero la puerta de tela metálica se hallaba abierta y las ventanas levantadas, y todo estaba en silencio, salvo por los incesantes sonidos veraniegos de los grillos y las ranas de zarzal cerca del estanque, y el ocasional chasquido de la puerta metálica automática de la artesa del cerdo.

«El viejo vuelve temprano a casa», pensó, e inmediatamente se dio cuenta de que el ruido del motor era diferente. Era una camioneta más grande, o al menos un motor más potente.

Duane se agachó y miró a través de la tela metálica. Dentro de pocas semanas, el maíz taparía toda la vista del camino desde la casa pero ahora aún podía ver a una treintena de metros. No apareció ninguna camioneta. No oyó el crujido previsto de la grava.

Duane frunció el entrecejo, dio un bocado a la morcilla y salió por la puerta de tela metálica al pasadizo entre la casa y el granero para ver mejor el camino de entrada. A veces entraba gente por allí, pero no con frecuencia. Y el ruido había sido sin duda alguna del motor de una camioneta; el tío Art no quería conducir camionetas, decía que ya era bastante mala la vida en el campo para encima tener que aceptar la forma de locomoción más fea inventada por Detroit, y el motor que había oído Duane no era el del Cadillac de tío Art.

Se quedó plantado en la cálida oscuridad, comiendo su bocadillo y mirando hacia el camino. El cielo estaba oscuro, era un techo amorfo de nubes, y los campos de maíz estaban envueltos en el silencio sedoso que precede a la tormenta. Las luciérnagas centelleaban a lo largo de las zanjas y contra la negrura de los manzanos silvestres junto al camino que llevaba a la carretera Seis.

Había un camión grande, con las luces apagadas y estacionado inmóvil cerca de la entrada del camino, a cien metros de distancia. Duane no podía ver los detalles, pero el tamaño de aquel vehículo era como una cuña oscura en una abertura que hubiese debido ser mayor.

Duane esperó unos momentos, terminando su bocadillo y tratando de decidir si conocía a alguien con un camión de aquellas dimensiones dispuesto a visitarles un sábado por la noche. No conocía a nadie.

«¿Será alguien que trae borracho al viejo?» Había ocurrido otras veces. Pero no tan temprano.

Muy hacia el sur brilló un relámpago, demasiado lejos para que pudiese oírse el trueno. La breve iluminación no había mostrado a Duane ningún detalle del camión, sino sólo que la oscura forma estaba todavía allí. Algo rozó el muslo de Duane.

– Quieto, Wittgenstein -murmuró, hincando una rodilla y rodeando con un brazo el cuello del viejo collie. El perro estaba temblando y emitía un sonido gutural que no llegaba a ser un gruñido-. Silencio -murmuró, acariciando y sujetando la delgada cabeza del perro, que no dejó de temblar.

«Si han bajado del camión, ahora ya casi podrían estar aquí», pensó Duane, y luego se preguntó quiénes podían ser.

– Vamos, Witt -dijo en voz baja.

Sujetando al collie por el collar, volvió a entrar en la casa, apagó todas las luces y se metió en el cuarto lleno de trastos que el viejo llamaba su estudio. Encontró la llave en un cajón de la mesa, se dirigió al comedor y abrió el armario de las armas. Vaciló sólo un momento antes de dejar en su sitio la escopeta del calibre 30-06 y la del 12, y cogió la del 16.

En la cocina, Wittgenstein se puso a gemir y rascó el linóleo con las uñas.

– Silencio, Witt -dijo Duane en voz baja-. No pasa nada, no pasa nada, muchacho.

Miró la recámara para asegurarse de que estaba vacía, la cerró y abrió de nuevo, levantándola y sosteniendo el cargador vacío contra la pálida luz que se filtraba a través de las cortinas, y abrió el cajón de abajo. Los proyectiles estaban allí, en la caja amarilla, y Duane se agachó junto a la mesa del comedor para cargar cinco cartuchos y guardar otros tres en el bolsillo de la camisa de franela.

Wittgenstein se puso a ladrar. Duane le encerró en la cocina, abrió la ventana de tela metálica del comedor, salió al oscuro patio lateral y dio lentamente la vuelta alrededor de la casa.

El resplandor de la luz de la entrada iluminó el espacio de delante de ésta y los primeros cien metros del camino. Duane se agachó y esperó. El corazón le latía más deprisa que de costumbre, y respiró hondo y despacio hasta que los latidos volvieron a ser normales.

Había cesado el ruido de los grillos y de otros insectos. El aire estaba absolutamente inmóvil y las miles de cañas de maíz no se movían. Volvió a brillar un relámpago hacia el sur. Esta vez el trueno fue audible quince segundos más tarde.

Duane esperó, respirando suavemente por la boca y con el dedo pulgar en el seguro del arma. La escopeta olía a aceite. Wittgenstein había dejado de ladrar, pero Duane podía oír las uñas del collie sobre el linóleo al Ir de una a otra puerta cerrada en la cocina.

Duane esperó.

Unos cinco minutos más tarde zumbó el motor del camión, que arrancó haciendo crujir la grava.

Duane pasó rápidamente al borde del campo de maíz, se agachó y fue hasta la primera fila, desde donde podía ver el camino de entrada.

Todavía sin luces, el camión retrocedió hasta la Seis, se detuvo un momento y después se dirigió hacia el sur, hacia el cementerio, la Taberna del Arbol Negro y Elm Haven.

Duane sacó la cabeza del maizal, pero no vio luces traseras al alejarse el ruido por la carretera Seis. Volvió a encogerse entre el maíz y permaneció agazapado allí, respirando suavemente, sosteniendo la escopeta de calibre 16 sobre las rodillas y escuchando.

Veinte minutos más tarde empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Duane esperó tres o cuatro minutos más y entonces salió de entre el maíz, caminó cerca de los campos para que no se recortase su silueta contra el cielo, dio una vuelta completa a la casa y al granero -los gorriones del granero estaban callados y los cerdos gruñían y hozaban normalmente en la pocilga- y entró por la puerta de la cocina. Wittgenstein agitó la cola como un cachorro, mirando con ojos miopes a Duane y a la escopeta, y yendo del muchacho a la puerta y de la puerta al muchacho.

– Bueno -dijo Duane, sacando los proyectiles uno a uno y alineándolos sobre el mantel a cuadros de la mesa de la cocina-, esta noche no vamos a ir de caza, tonto. Pero vas a tener una comida especial, y después pasarás la noche abajo conmigo.

Se dirigió a la alacena y la cola de Witt marcó un ritmo más rápido contra el linóleo.

Fuera llovía menos después del chaparrón inicial, pero el viento sacudía el maíz y azotaba los manzanos silvestres.


Jim Harlen descubrió que la escalada no era tan fácil como había pensado, sobre todo con el viento arreciando y levantando polvo del enarenado patio de recreo y el aparcamiento del colegio. Se detuvo a mitad de su ascensión para enjugarse los ojos.

Bueno, al menos el ruido que hacía el viento, sacudiéndolo todo, amortiguaría los sonidos que podía hacer él al trepar por la maldita cañería.

Estaba entre el primer piso y el segundo, casi seis metros por encima del contenedor de basura, cuando se dio cuenta de lo estúpida que era su maniobra. ¿Qué iba a hacer si se presentaban Van Syke, Roon u otra persona? Probablemente Barney. Trató de imaginarse lo que diría su madre cuando volviese de su cita y se encontrase con que su único hijo estaba en el calabozo de J. P. Congden, esperando ser llevado a la cárcel de Oak Hill.

Harlen sonrió ligeramente. Esto haría que su madre se fijase en él. Acabó de trepar por los últimos palmos de la tubería de desagüe, encontró la cornisa del segundo piso con la rodilla derecha y descansó allí, con la mejilla apretada contra los ladrillos. El viento tiraba de su camiseta de manga corta. Delante de él veía brillar entre las hojas de los olmos la luz del farol de la esquina de School Street y la Tercera Avenida. Había subido mucho.

A Harlen no le asustaba la altura. Había ganado a O'Rourke y a Stewart y a todos los demás al trepar por el gran roble de detrás del jardín de Congden el pasado otoño. En realidad, había llegado tan arriba que los otros le habían gritado que bajase; pero él había insistido en subir hasta la última rama, una rama tan delgada que no parecía que pudiese sostener a una paloma sin romperse, y mirar desde lo alto del roble el mar de copas de árboles que era Elm Haven. Esto era un juego de niños comparado con aquello.

Pero Harlen miró hacia abajo y lamentó haberlo hecho. Salvo por la tubería de desagüe y la moldura de la esquina, no había nada entre él y el metálico contenedor de basura y la acera de hormigón a seis metros debajo de él.

Cerró los ojos, concentrándose en encontrar el equilibrio sobre la estrecha cornisa, y los abrió para mirar hacia la ventana.

Esta no estaba a tres palmos de distancia… sino que más bien eran seis. Tendría que soltar la maldita tubería para llegar hasta allí.

Y el resplandor se había extinguido. Estaba casi seguro de ello. Harlen se imaginó súbitamente a la vieja Double-Butt saliendo de detrás de la esquina del colegio, mirando hacia arriba en la oscuridad y gritando: «¡Jim Harlen! ¡Baja de ahí inmediatamente!»

Y entonces, ¿qué? ¿Anularía su aprobado del sexto curso? ¿Le privaría de las vacaciones de verano?

Harlen sonrió, respiró hondo, cargó todo su peso sobre las rodillas y se deslizó a lo largo de la cornisa, con los brazos extendidos sobre la pared de ladrillos, sostenido solamente por la fricción y por diez centímetros de cornisa.

La mano derecha encontró el antepecho de la ventana y los dedos agarraron la extraña moldura de debajo del alféizar. Estaba seguro. Estaba bien.

Permaneció un momento en aquella posición, con la cabeza agachada y la mejilla pegada a los ladrillos. Lo único que tenía que hacer era levantar la cabeza y mirar dentro de la estancia

En aquel instante, una parte de su mente le dijo que no lo hiciese.

«Deja esto. Vete al cine y vuelve a casa antes de que regrese mamá.»

El viento agitó las hojas debajo de él y le arrojó más polvo a los ojos. Harlen miró hacia la tubería de desagüe. Volver atrás no era problema; descender sería mucho más fácil que subir. Harlen pensó en Gerry Daysinger o en uno de los otros muchachos llamándole gallina.

«No tienen que saber que he estado aquí arriba.»

«Entonces, ¿por qué has trepado aquí, imbécil?»

Harlen pensó en contarlo a O'Rourke y a los otros, adornando un poco el relato, si la vieja Double-Butt sólo había ido a recoger su tiza predilecta o algo parecido. Se imaginó la cara de asombro de aquellos maricas cuando les contase su ascensión y que había visto a la vieja Double-Butt y a Roon haciendo aquello sobre la mesa del aula…

Harlen levantó la cabeza y miró por la ventana.

La señora Doubbet no estaba en su mesa del fondo de la sala sino en la mesita de trabajo de este extremo del aula, a menos de un metro de él. No había luces encendidas, pero una pálida fosforescencia llenaba la estancia con la luz enfermiza de madera pudriéndose en un bosque oscuro.

La señora Doubbet no estaba sola. La fosforescencia procedía de una forma junto a ella, que también estaba sentada junto a la pequeña mesa, a poca distancia de donde Harlen apretaba la cara contra el cristal.

Él la reconoció enseguida.

La señora Duggan, ex compañera de enseñanza de la señora Doubbet, siempre había estado delgada. Durante los meses en que el cáncer había hecho estragos en ella hasta que dejó de enseñar antes de la Navidad, había adelgazado todavía más. Harlen recordaba que sus brazos parecían poco más que huesos envueltos en una piel pecosa. Nadie de la clase había visto a la señora Duggan durante las últimas semanas antes de su muerte en febrero, ni en el entierro; pero la mamá de Sandy Whittaker la había visitado en su casa y en la funeraria, y había dicho a Sandy que al final la pobre señora había quedado reducida a piel y huesos.

Harlen la reconoció al momento.

Miró una vez a la vieja Double-Butt, que estaba inclinada hacia delante, sonriendo ampliamente y prestando toda su atención a su compañera, y entonces volvió a mirar a la señora Duggan.

Sandy había dicho que la señora Duggan había sido enterrada con su mejor vestido de seda, el verde que había llevado para la fiesta de Navidad en su último día de enseñanza. Ahora también llevaba este vestido. Se había estropeado en algunos sitios y la fosforescencia se traslucía a través de él.

Los cabellos de la anciana estaban todavía cuidadosamente peinados hacia atrás, sujetos con unas horquillas de concha que Harlen había observado en clase; pero había perdido mucho pelo, dejando al descubierto la blanquecina piel del cráneo en algunos sitios. Había agujeros en el cuero cabelludo, como en el vestido de seda.

Desde aquella distancia de menos de un metro, Harlen podía ver la mano de la señora Duggan sobre la mesa: los largos dedos, el holgado anillo de oro, el suave resplandor de los huesos.

La señora Doubbet se acercó más al cadáver de su amiga y dijo algo. Parecía desconcertada; después miró hacia la ventana delante de la que estaba acurrucado Harlen, con las rodillas apretadas contra la cornisa.

Harlen se dio cuenta, en el último instante, de que debía de ser visible, de que el resplandor iluminaría su cara detrás del cristal, como iluminaba los tendones descubiertos que relucían como fideos a través de grietas en la muñeca de la señora Duggan, y las oscuras colonias de moho bajo la piel traslúcida. Lo que quedaba de la piel.

Por el rabillo del ojo pudo ver que la vieja Double-Butt se había vuelto para mirarle, pero él no apartó la mirada del cogote de la señora Duggan, donde se encogía la piel apergaminada y eran visibles las vértebras, que se movían como piedras blancas debajo de la tela podrida.

La señora Duggan se volvió también y lo miró. Desde tres palmos donde había estado la sonrisa fosforescente, brotó de la oscura cuenca de sus ojos un grupo de gusanos cuando la mujer se inclinó hacia delante como para saludarlo.

Harlen se irguió y se volvió para correr, sin acordarse de que estaba en una estrecha cornisa a seis metros de altura sobre la piedra y el hormigón de la acera. Pero se habría echado a correr aunque se hubiese encontrado en la rama del roble.

No gritó al caer.

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