23

Durante el peor período de su fiebre, Mike soñó que estaba hablando con Duane McBride.

Duane no parecía muerto. No estaba hecho trizas como decían todos los de la ciudad. No andaba dando bandazos como un zombie o un ser de otro mundo; era el Duane que Mike conocía desde hacía años, pesado, lento, con pantalón de pana y camisa de franela a cuadros. Incluso en el sueño, Duane se tomaba tiempo para ajustarse de vez en cuando las gafas de negra montura.

Estaban en un lugar desconocido para Mike, pero que le era absolutamente familiar: un ondulado pastizal de alta y rica hierba. Mike no sabía exactamente lo que estaba haciendo allí, pero vio a Duane y se reunió con él sobre una roca próxima al borde de un acantilado. El acantilado era más alto que todos los que había visto Mike en la vida real, incluso más alto que el Starved Rock State Park, donde había ido su familia cuando él tenía seis años. La vista se prolongaba hasta el infinito. Había ciudades allá abajo, y un ancho río en el que navegaban lentas barcazas. Duane no miraba siquiera aquel panorama; estaba escribiendo en su libreta. Levantó la mirada cuando Mike se sentó junto a él.

– Siento que estés enfermo -dijo Duane, y se ajustó las gafas.

Dejó la libreta a un lado.

Mike asintió con la cabeza. No estaba seguro de si diría lo que quería decir, pero lo dijo de todos modos:

– Y yo siento que te mataran.

Duane se encogió de hombros.

Mike se mordió el labio. Tenía que preguntarlo.

– ¿Te dolió? Quiero decir cuando te mataron.

Duane estaba comiendo una manzana. Hizo una pausa para engullir.

– Claro que me dolió.

– Lo siento.

Fue lo único que se le ocurrió decir a Mike. Había un perrito jugando con un muñeco chupete en el otro lado de la roca de Duane; pero Mike observó, con la tranquila aceptación característica de los sueños, que no era un perro sino una especie de pequeño dinosaurio, y que el muñeco era un gorila verde.

– Tienes un verdadero problema con aquel soldado -dijo Duane, y ofreció un trozo de manzana a Mike.

Este sacudió la cabeza.

– Sí.

– Los otros también tienen problemas, ¿sabes?

– ¿Sí? -dijo Mike. Había un avión que era en parte pájaro y que tapaba la luz del sol. Se cernió sobre el valle-. ¿Qué otros?

– Ya sabes, los otros chicos.

Esto fue bastante para Mike. Se refería a Dale y a Harlen.

– Si os empeñáis en luchar vosotros solos contra esa cosa -dijo Duane, ajustándose las gafas y mirando al fin el panorama-, terminareis muertos.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Mike

Se daba vagamente cuenta de que un perro estaba ladrando en alguna parte, un perro real, y había sonidos de fondo que le recordaban su casa por la tarde, más que este lugar.

Duane no le miraba.

– Descubre quiénes son esas criaturas. Empieza por el Soldado

Mike se levantó y caminó hasta el borde del acantilado. Ahora no podía ver nada allá abajo; todo era niebla, nubes o algo parecido

– ¿Como puedo hacerlo?

Duane suspiró.

– Bueno, ¿a quién persigue eso?

A Mike ni siquiera le pareció extraño que Duane hubiese dicho «eso» en vez de «él». El Soldado era un eso.

– Persigue a Memo.

Duane asintió con la cabeza y se ajustó las gafas con un movimiento impaciente del dedo.

– Entonces, pregunta a Memo.

– Está bien -convino Mike-. Pero, ¿cómo podremos saber todo lo demás? Quiero decir que nosotros no somos tan inteligentes como lo eras tú.

Duane no se había movido, pero por alguna razón ahora estaba sentado mucho más lejos que antes. En la misma roca, pero más lejos Y ya no estaban en lo alto de un monte, sino en una calle de una ciudad. Estaba oscuro y hacía frío; tal vez era un día de invierno. La roca de Duane en realidad era un banco. Parecía que él estuviese esperando un autobús. Miraba con ceño a Mike, casi con irritación.

– Siempre puedes preguntarme a mí -dijo. Y cuando vio que Mike no le comprendía, añadió-: Además, eres inteligente.

Mike quiso protestar, decirle a Duane que no comprendía la mitad de lo que éste decía y que leía aproximadamente un libro al año, pero advirtió que Duane estaba subiendo al autobús. Sólo que no era un autobús sino una especie de máquina agrícola gigantesca, con ventanillas en los lados y una caseta del timón en lo alto, como las que había visto en ilustraciones de barcos fluviales, y una rueda de paletas que parecía hecha de hojas de afeitar giratorias.

Duane se asomó a una de las ventanillas.

– Eres inteligente -gritó a Mike-. Más de lo que te imaginas. Y además, tienes una gran ventaja.

– ¿Cuál es? -gritó Mike, corriendo para mantenerse a la altura de la máquina-autobús.

No sabía cuál de las cabezas ni cuál de los brazos que se agitaban pertenecían a Duane McBride.

– Que estás vivo -dijo la voz de Duane.

La calle estaba vacía.

Mike se despertó. Todavía estaba febril y le dolía todo el cuerpo, pero el pijama y las sábanas estaban empapados de sudor. Debía ser por la tarde, temprano. La luz del sol reflejada y una lenta corriente de aire entraban a través de las persianas. La temperatura debía ser de casi cuarenta grados, incluso con el ventilador del pasillo funcionando. Mike pudo oír que su madre o una de sus hermanas pasaba la aspiradora en la planta baja.

Mike se estaba muriendo por un vaso de agua, pero se sentía demasiado débil para levantarse y sabía que no podían oírle desde abajo con el ruido de la Hoover. Se contentó con acercarse más a la ventana para que le alcanzase un poco de brisa. Podía ver el césped del jardín de delante, cerca de la pila para pájaros que les había regalado su padre hacía años.

«Pregunta a Memo.»

Muy bien, lo haría en cuanto se sintiese lo bastante restablecido para ponerse los tejanos y bajar.


Todo el día siguiente, domingo diez, la madre de Harlen estuvo furiosa contra él, como si hubiese sido él y no Barney y el doctor Staffney quien le hubiese echado un rapapolvo. La casa estaba llena de esa tensión silenciosa que seguía a las peleas entre sus padres: una hora o dos de gritos, y después tres semanas de frío silencio. Pero a Harlen no le importaba. Si esto servía para que ella se quedara en casa y se interpusiera entre él y la cara de la ventana, llamaría al policía cada dos días para que le echase una buena bronca.

– ¡Yo no te dejo abandonado! -le gritó su madre mientras él estaba calentando un poco de sopa para la comida. Era la primera vez que le hablaba en todo el día-. Sabe Dios que me paso muchas horas despellejándome los dedos para cuidar de ti, para cuidar de la casa…

Harlen miró hacia el cuarto de estar. Las únicas superficies vacías eran las que él y los dos hombres habían limpiado la noche anterior. Barney había lavado también los platos, y el limpio tablero le parecía diferente.

– Y no te atrevas a hablarme en ese tono, jovencito -le gritó su madre.

Harlen la miró fijamente. Él no había dicho una palabra.

– Ya sabes lo que quiero decir. Esos dos… entrometidos… vienen aquí y pretenden darme lecciones, a mí, de cómo he de cuidar a mi hijo. Y lo llaman abandono peligroso.

Le temblaba la voz. Se interrumpió para encender un cigarrillo y también le temblaban las manos. Apagó la cerilla, exhaló humo y tamborileó con las uñas pintadas sobre el tablero. Harlen miró la mancha de lápiz de labios en el cigarrillo. No soportaba las colillas manchadas de lápiz de labios por toda la casa. Le enfurecía, y no sabía por qué.

– Después de todo -prosiguió ella, controlando ahora su voz-, tienes once años. Eres casi un hombrecito. Mira, cuando yo tenía once años cuidaba de mis tres hermanos más pequeños y trabajaba a horas en un restaurante barato de Princeville.

Harlen asintió con la cabeza. Conocía la historia.

Su madre aspiró humo y se volvió, tamborileando todavía con los dedos de la mano izquierda sobre el tablero y sosteniendo agresivamente el cigarrillo con la derecha, como suelen hacer las mujeres.

– ¡Qué cara más dura la de esos idiotas!

Harlen vertió la sopa de tomate en un tazón y esperó a que se enfriase.

– Mamá, sólo vinieron porque aquella mujer loca estuvo en la casa. Pensaban que podía volver.

Ella no se volvió hacia él. Su espalda estaba rígida, como tantas veces la había visto vuelta contra su padre.

Probó la sopa. Todavía estaba demasiado caliente.

– De veras, mamá -dijo-. No pretendían nada. Sólo…

– No me digas lo que pretendían, James Richard -saltó ella, volviéndose al fin de cara a él, con un brazo cruzado sobre el pecho y el otro vertical, sosteniendo aún el cigarrillo-. Comprendo un insulto cuando lo oigo. Lo que ellos no comprenden es que seguramente te imaginaste ver a alguien en la ventana. No se acordaron de que el doctor Armitage, del hospital, dijo que habías sufrido un fuerte golpe en la cabeza…, un hemi… hemo…

– Hematoma subdural -dijo Harlen.

La sopa ya se había enfriado.

– Una conmoción muy grave -terminó ella, y dio una chupada al cigarrillo-. El doctor Armitage me advirtió que podías experimentar algunas…, ¿cómo se dice…?, algunas alucinaciones. Quiero decir que no fue como si vieses a alguien a quien conocías, ¿sabes? A alguien real.

«Hay personas reales en el mundo a las que no conozco», estuvo tentado de replicar. Pero no lo hizo. Un día de frialdad era bastante.

– No -dijo.

Su madre asintió con la cabeza, como si hubiese quedado resuelta la cuestión. Terminó el cigarrillo y volvió a mirar por la ventana de la cocina.

– Me gustaría saber dónde estaban esos altos y poderosos caballeros cuando yo me pasaba las veinticuatro horas del día junto a tu cama en el hospital -murmuró.

Harlen se concentró en terminar la sopa. Fue al frigorífico, pero el único cartón de leche llevaba allí tantísimo tiempo que no se le ocurrió abrirlo. Llenó un vaso de jalea con agua del grifo.

– Tienes razón, mamá. Pero me alegré de verte cuando volviste a casa.

La súbita rigidez de la espalda de su madre le advirtió que no debía continuar con el tema.

– ¿No ibas a ir hoy al Salón de Adelle para que te arreglase el pelo?

– Si lo hiciese, supongo que volvería a visitarte ese polizonte para acusarme de ser una mala madre -dijo ella, en un tono sarcástico que él no le había oído emplear desde que se marchó su padre.

El humo se elevó sobre la mata de cabellos negros y formó una pálida aureola al recibir la luz de sol.

– Ahora es de día, mamá -dijo él-. Con luz de día, no tengo miedo a nada. Ella no volverá siendo de día.

En realidad, Harlen sabía que sólo la primera de estas tres declaraciones era absolutamente cierta. La segunda era falsa. Y la tercera… no lo sabía.

Su madre se llevó la mano al pelo, y aplastó el cigarrillo en el fregadero.

– Está bien; volveré dentro de una hora, o tal vez un poco más. Tienes el número de Adelle, ¿verdad?

– Sí.

Harlen enjuagó el tazón de la sopa y lo colocó junto a los platos del desayuno. El Nash hizo el fuerte ruido acostumbrado al alejarse por Depot Street. Harlen esperó un par de minutos más porque su madre olvidaba con frecuencia algo y volvía a toda prisa para recogerlo, y cuando estuvo seguro de que se había ido definitivamente, subió despacio la escalera y entró en la habitación de ella. Le palpitaba locamente el corazón.

Aquella mañana, mientras su madre dormía, había aclarado las sábanas y las fundas de almohada en la bañera y las había metido después en la lavadora. El pijama lo había arrojado en el cubo de la basura del lado del garaje. Por nada del mundo volvería a dormir con él.

Ahora registró los cajones del tocador de su madre, hurgando debajo de la ropa interior de seda y sintiendo una excitación parecida a la de la primera vez que había traído a casa una de aquellas revistas de C. J. Hacía calor en la habitación. La espesa luz del sol se extendía sobre las revueltas sábanas y la colcha de la cama de su madre; pudo percibir su perfume denso y fuerte. Los periódicos del domingo estaban desparramados sobre la cama, tal como ella los había dejado.

El revólver no estaba en el tocador. Harlen miró en la mesita de noche, apartando a un lado las cajetillas vacías de cigarrillos y un paquete medio vacío de Trojans. Anillos, bolígrafos que no funcionaban, cerillas de diferentes restaurantes y clubs nocturnos, trozos de papel y servilletas con nombres de hombres garrapateados en ellos, una especie de relajador muscular mecánico, un libro en rústica. Ningún arma.

Harlen se sentó en la cama y miró a su alrededor. El armario sólo contenía vestidos, zapatos y por…, ¡espera! Acercó una silla para poder llegar al fondo del único estante, y palpó detrás de cajas de sombreros y de suéters doblados. Su mano tropezó con un frío metal. Sacó una fotografía enmarcada. Su padre sonreía, ciñendo a mamá con su brazo y a un chiquillo de cuatro años con el otro, un chiquillo que sonreía tontamente y en el que Harlen se reconoció vagamente. Al niño le faltaba uno de los dientes de delante, pero no parecía importarle. Los tres estaban delante de una mesa al aire libre; Harlen reconoció el Bandstand Park, en el centro del pueblo. Tal vez antes era el cine gratuito.

Arrojó la foto sobre la cama y buscó debajo del último suéter viejo que había allí. Una culata curva. La guarda metálica de un gatillo.

Lo sacó de allí con ambas manos, cuidando de mantener el dedo lejos del gatillo. Aquella cosa era sorprendentemente pesada por su tamaño. Las partes metálicas eran de un acero azul oscuro; el cañón era extrañamente corto, tal vez sólo tenía cinco centímetros. La culata era de una bonita madera nudosa, a cuadros. Aquella arma casi parecía un 38 de juguete que había tenido de pequeño, hacía un año o dos, e imaginó a casa las revistas pornográficas de C. J. por primera vez. Sólo tardó unos segundos en saber cómo había que cargar las cámaras vacías, y después hizo girar el cilindro para asegurarse de que estaba completamente cargado. Metió las otras balas en los bolsillos de los tejanos, dejó el bote donde lo había encontrado y salió, saltando la valla y dirigiéndose al huerto, en busca de un sitio donde practicar.

Y de algo con lo que practicar.


Memo estaba despierta. A veces tenía los ojos abiertos pero no se daba cuenta de nada. Este no era uno de esos momentos. Mike se agachó al lado de la cama. Su madre estaba en casa -era el domingo diez de julio, el primer domingo en que Mike había dejado de ayudar a misa en casi tres años- y la aspiradora estaba funcionando arriba, en su habitación. Mike se acercó más a la cama y vio que los ojos castaños de Memo le seguían. Ella tenía una mano doblada sobre la colcha como una garra, con los dedos nudosos y el dorso de la mano surcado de venas.

– ¿Puedes oírme, Memo? -murmuró Mike, con la boca cerca de su oído.

Después se echó atrás y la miró a los ojos.

Un pestañeo. Sí. La clave era de un pestañeo para decir «sí», dos para decir «no» y tres para decir «no lo sé» o «no comprendo». Así se comunicaban con ella para las cosas más sencillas: cuando había que cambiarle la ropa interior o la de la cama, cuando había que ponerle el orinal de cuña; cosas así.

– Memo -murmuró Mike, con los labios todavía resecos por los cuatro días de

fiebre-; ¿viste al Soldado en la ventana?

Un pestañeo. Sí.

– ¿Le habías visto antes?

Sí.

– ¿Le tienes miedo?

SI.

– ¿Crees que ha venido para hacernos daño?

Sí.

– ¿Crees todavía que es la Muerte?

Uno, dos, tres pestañeos. No lo sé.

Mike respiró hondo. El peso de sus sueños febriles gravitaba encima de él como cadenas.

– ¿Le… le reconociste?

Sí.

– ¿Es alguien a quien conoces?

Sí.

– ¿Le conocen papá y mamá?

No.

– ¿Le conocería yo?

No.

– Pero tú le conoces, ¿verdad?

Memo cerró los ojos durante un buen rato, como si sintiera dolor o estuviera desesperada. Mike se sentía como un idiota, pero no sabía qué más preguntarle. Ella pestañeó una vez. Sí. Definitivamente, le conocía.

– ¿Está… vivo ahora?

No.

Mike no se sorprendió.

– Entonces es alguien a quien conoces y que está muerto, ¿verdad?

Sí.

– ¿Pero es una persona real? Quiero decir, alguien que estuvo vivo.

Sí.

– ¿Crees… crees que es un fantasma, Memo?

Tres pestañeos. Una pausa. Después, uno.

– ¿Es alguien a quien conocíais el abuelo y tú?

Pausa. Sí.

– ¿Un amigo?

No pestañeó. Sus ojos oscuros se clavaron en Mike, como pidiéndole que hiciese preguntas pertinentes.

– ¿Amigo del abuelo?

No.

– ¿Enemigo del abuelo?

Ella vaciló. Pestañeó una vez. Tenía los labios y la barbilla mojados de saliva. Mike cogió el pañuelo de hilo que estaba sobre la mesita de noche para enjugarla.

– Entonces, ¿era enemigo del abuelo y tuyo?

No.

Mike estaba seguro de que había pestañeado dos veces, pero no comprendía por qué. Ella acababa de decir…

– Un enemigo del abuelo -murmuró. La aspiradora había dejado de funcionar arriba, pero él pudo oír que su madre tarareaba mientras quitaba el polvo en las habitaciones de las niñas-. ¿Enemigo del abuelo, pero no tuyo?

Sí.

– Este soldado, ¿era amigo tuyo?

Sí.

Mike se balanceó sobre los talones. Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cómo podía descubrir quién había sido aquella persona y por qué perseguía a Memo?

– ¿Sabes por qué ha vuelto, Memo?

No.

– Pero le tienes miedo, ¿eh?

Mike sabía que era una pregunta estúpida.

Sí. Pausa. . Pausa. .

– ¿Le tenías miedo cuando… cuando estaba vivo?

Sí.

– ¿Hay alguna manera de que yo pueda descubrir quién era?

SI . Sí .

Mike se puso en pie y caminó arriba y abajo por el pequeño espacio. Pasó un coche por la Primera Avenida. Un olor a flores y a césped recién segado entró por la ventana. Mike se dio cuenta con un sobresalto de culpabilidad de que su padre debía de haber segado el jardín mientras él estaba enfermo. Se agachó de nuevo junto a Memo.

– Memo, ¿puedo examinar tus cosas? ¿Te importa que les eche un vistazo?

Advirtió que había formulado la pregunta de manera que ella no podía responderle. Memo le miró, esperando.

– ¿Me lo permites? -murmuró él.

Sí.

El baúl de Memo estaba en el rincón. Todos los críos tenían absolutamente prohibido mirar lo que había en él: eran los bienes más preciados e íntimos de su abuela, y la madre de Mike velaba por ellos como si la anciana hubiese de utilizarlos algún día

Mike revolvió la ropa hasta que encontró el paquete de cartas, la mayoría de ellas de su abuelo durante sus viajes como vendedor por todo el Estado.

– ¿Aquí, Memo?

No.

Había una caja de fotos, la mayoría de ellas de color sepia. Mike la levantó.

Sí.

Mike hojeó rápidamente las fotos, consciente de que su madre estaba terminando en las habitaciones de las chicas y que sólo tenía que arreglar la de él. Lo habitual era que él descansara en el cuarto de estar mientras ella aireaba el dormitorio y cambiaba las sábanas.

Debía de haber un centenar de fotografías en la caja: retratos en óvalo de parientes conocidos y de caras desconocidas; instantáneas de su abuelo cuando era joven, alto y vigoroso; el abuelo delante de su Pierce Arrow, el abuelo posando orgullosamente con otros dos hombres delante de la tienda de puros que había poseído, breve y desastrosamente, en Oak Hill; el abuelo y Memo en Chicago, en la Feria Universal; fotos de la familia, fotos de excursiones al campo, de vacaciones y de momentos de ocio en el porche; la fotografía de un niño vestido de blanco y durmiendo al parecer sobre un almohadón de seda…, y Mike se dio cuenta, impresionado, de que era el hermano gemelo de su padre, que había muerto siendo muy pequeño.

La foto había sido tomada después de la muerte del pequeño. ¡Qué costumbre tan horrible!

Mike hojeó más deprisa las fotografías. Algunas de Memo como señora mayor; el abuelo lanzando herraduras; una fotografía familiar de cuando Mike era pequeño, con las chicas mayores sonriendo a la cámara; más fotos antiguas…

Mike lanzó ahora una exclamación. Dejó caer el resto de las fotos en la caja y sostuvo una con marco de cartón, alargando el brazo, como si estuviese infectada.

El Soldado miraba orgullosamente. El mismo uniforme caqui, las mismas vendas o como lo hubiese llamado Duane, el mismo sombrero de campaña y el cinturón Sam Browne y… Era el mismo Soldado. Sólo que la cara no estaba esbozada en cera, sino que era una cara humana; ojos pequeños mirando a la cámara, unos labios finos y sonrientes, unos cabellos lisos y peinados hacia atrás, unas orejas grandes, barbilla pequeña y nariz prominente. Mike volvió la foto del revés. En la perfecta caligrafía de su abuela, esta inscripción: «William Campbell Phillips: 9 de nov. 1917.»

Mike sostuvo la foto en alto.

Sí.

– ¿Es realmente él?

Sí.

– ¿Hay algo más en el baúl, Memo? ¿Algo más que me informe sobre él?

Mike no creía que lo hubiese. Quería cerrar el baúl antes de que bajase su madre.

Sí.

Pestañeó, sorprendido. Levantó la caja de fotos.

No.

¿Qué más? Sólo una libreta pequeña con cubiertas de cuero. La levantó y la abrió por la mitad. La escritura era de puño y letra de su abuela. La fecha, enero de 1918.

– Un diario -susurró.

. . La anciana cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Mike cerró de golpe el baúl, se guardó rápidamente la foto y el diario y se acercó a la cama, bajando la cara hasta que su mejilla casi tocó la boca de su abuela. Un aliento suave y seco brotó de los labios de ella.

Él le acarició suavemente los cabellos una vez, y entonces escondió el diario y la foto debajo de su camisa y se dirigió al sofá para «descansar».


Jim Harlen descubrió que la expresión «revólver de barriga», de su padre, significaba probablemente que había que apoyar aquel maldito trasto en la panza de alguien para que hiciese blanco. De no ser así, la pequeña arma no servía de nada.

Había caminado unos sesenta metros en el pequeño huerto de detrás de su casa y de la de los Congden hasta encontrar un árbol que parecía un buen blanco. Había retrocedido unos veinte pasos, levantado el brazo ileso con firmeza, y apretado el gatillo.

No sucedió nada. Mejor dicho, el percutor se levantó un poco y cayó hacia atrás. Harlen se preguntó si habría alguna clase de seguro en aquella maldita cosa… No, ningún botón ni resorte, salvo el que le había permitido abrir el cilindro. Tirar del gatillo era sencillamente más difícil de lo que había creído. Además, aquello le estaba haciendo perder en cierto modo el equilibrio.

Se agachó un poco y utilizó la yema del pulgar para echar atrás el percutor hasta que oyó un chasquido y quedó el arma amartillada. Sujetando bien la culata, apuntó contra el árbol, lamentando no tener un mejor punto de mira que la pequeña bolita de metal en el extremo del corto cañón, y apretó de nuevo el gatillo.

El estampido casi le hizo soltar el revólver. Era realmente muy pequeño, y había esperado que el ruido y el retroceso tampoco fuesen grandes…, como los del rifle del 22 que Congden le dejaba disparar de vez en cuando. Pero no fue así.

El fuerte estampido había hecho que le zumbasen los oídos. Unos perros empezaron a ladrar en los patios de la Quinta Avenida. A Harlen le pareció oler a pólvora, aunque el olor se parecía muy poco a los petardos que había disparado hacía una semana, y su muñeca conservó el recuerdo de la energía gastada. Avanzó para ver dónde había dado la bala.

Nada. No había tocado el árbol. El tronco tenía casi medio metro de diámetro y no le había dado. Ahora se puso a quince pasos de distancia, amartilló el maldito revólver con cuidado, apuntó más minuciosamente, contuvo el aliento y apretó otra vez el gatillo.

El revólver retumbó y saltó en su mano. Los perros se volvieron locos. Harlen corrió hasta el árbol, esperando ver un agujero en el centro. Nada. Miró alrededor, en el suelo, como si pudiese haber allí un agujero visible de bala.

– ¡Menuda mierda! -murmuró.

Retrocedió diez cortos pasos, apuntó cuidadosamente y disparó de nuevo. Esta vez descubrió que había arañado la corteza en el lado derecho del tronco, a cosa de un metro por encima de donde había apuntado. «¡Desde tres malditos metros de distancia!» Los perros se estaban volviendo locos otra vez, y en alguna parte, más allá de los árboles, se abrió de golpe una puerta de tela metálica.

Harlen caminó hacia el oeste en dirección a la vía férrea y se dirigió después hacia el norte, alejándose del pueblo, hasta más allá de los vacíos elevadores de grano y casi hasta llegar a la fábrica de sebo. Había allí un bosquecillo pantanoso de árboles y arbustos al oeste de la vía del ferrocarril y se imaginó que podía emplear el terraplén como muralla. Antes no había pensado en esto y sintió un escalofrío al pensar que una de las balas podía haber cruzado la carretera de Catton y alcanzado los pastos… y tal vez una de las vacas lecheras que allí había. «¡Sorpresa, Bossie!»

Escondido a salvo en la espesura, a ochocientos metros al sur del vertedero, volvió a cargar el revólver, encontró algunas botellas y latas en el camino que conducía hasta el bosque, las colocó como blancos delante del herboso terraplén, apoyó la culata en el muslo para cargar el revólver y empezó a practicar.

El arma era una mierda. Hacía fuego, desde luego, y a Harlen le dolía la muñeca y le zumbaban los oídos, pero las balas no iban a parar donde él apuntaba. Parecía muy fácil cuando Hugh O'Brian, en el papel de Wyatt Earp, disparaba contra alguien desde quince o veinte metros de distancia, y sólo para herirle. El héroe favorito de Harlen había sido el policía montado de Texas, Hoby Gilman, en Trackdown, protagonizado por Robert Culp. Hoby tenía realmente un arma estupenda y Harlen había disfrutado mucho con los episodios hasta que Trackdown dejó de emitirse el año anterior.

Tal vez todo se debía al corto cañón del estúpido revólver de su padre. En cualquier caso, Harlen descubrió que tenía que estar a tres metros del blanco y que entonces tenía que disparar tres o cuatro veces para alcanzar una maldita lata de cerveza o algo parecido. Mejoró en lo de amartillar el arma, aunque tenía la impresión de que bastaba con tirar del gatillo y dejar que el percutor subiese y bajase por sí solo. Consiguió hacerlo, pero gastaba en ello tanta fuerza que aún empeoraba más la puntería.

«Bueno, si tengo que emplear este trasto contra alguien, tendré que esperar hasta que pueda apoyarlo contra su pecho o su cabeza para no fallar.»

Harlen había disparado doce balas y estaba cargando otras seis cuando oyó un ligero ruido detrás de él. Giró en redondo, con el revólver medio levantado, pero el cilindro estaba todavía abierto y sólo dos proyectiles permanecieron en él. Los otros cayeron sobre la hierba. Cordie Cooke salió de entre los árboles de detrás de él. Llevaba una escopeta de dos cañones tan alta como ella, pero doblada por la recámara, tal como había visto Harlen que llevaban sus armas los cazadores. Ella lo miró con sus ojillos de cerdito.

«Dios mío -pensó Harlen-, había olvidado lo fea que es.» La cara de Cordie le recordaba un pastel de crema a quien alguien hubiese puesto ojos, labios delgados y una patata por nariz. Llevaba los cabellos cortados exactamente por debajo de las orejas y unos mechones grasientos le pendían sobre los ojos. Su vestido, parecido a un saco, era el mismo que usaba en el colegio, aunque ahora parecía más sudado y sucio. Los calcetines blancos se habían puesto grises, y los zapatos estaban embarrados. Los dientes, pequeños y prominentes, tenían aproximadamente el mismo color gris de los calcetines.

– Hola, Cordie -dijo, bajando la pistola y tratando de dar a su voz un tono natural-. ¿Qué hay de nuevo?

Ella siguió mirándole de reojo. Era difícil saber si los ojos estaban abiertos debajo de aquellos mechones. Dio tres pasos en su dirección.

– Se te han caído las balas -dijo en el tono nasal que Harlen había imitado muchas veces para hacer reír a los muchachos.

Él esbozó una sonrisa y se agachó para recogerlas. Sólo pudo encontrar dos.

– Hay una detrás de tu pie izquierdo -dijo ella- y otra debajo de tu pie izquierdo.

Harlen se las metió en el bolsillo, en vez de acabar de cargar el tambor, cerró éste y guardó el revólver debajo del cinto de los tejanos.

– Ten cuidado -salmodió Cordie-. Puedes matar a tu pajarito.

Harlen sintió que se ponía colorado desde el cuello hasta las mejillas. Se ajustó el cabestrillo y miró con ceño a la chica.

– ¿Qué diablos quieres?

Ella se encogió de hombros y pasó la escopeta de un brazo al otro.

– Sólo quise saber quién estaba disparando aquí. Pensé que tal vez C. J. tenía ahora un arma más grande.

Harlen recordó lo que había contado Dale Stewart sobre su enfrentamiento con Congden.

– ¿Por esto llevas ese cañón? -preguntó él en el tono más sarcástico de que fue capaz.

– No. J.C. no me da miedo. Pero tengo que tener cuidado con los otros.

– ¿Qué otros?

Ella frunció más los párpados.

– Esa mierda de Roon. Van Syke. Los que se llevaron a Tubby.

– ¿Crees que lo secuestraron?

La chica volvió la cara de torta en dirección al sol y al terraplén del ferrocarril.

– No lo secuestraron. Lo mataron.

– ¿Lo mataron? -Harlen sintió que se le encogían las entrañas-. ¿Cómo lo sabes?

Ella se encogió de hombros y dejó la escopeta junto a un tocón. Sus brazos parecían tubos forrados de pálida piel. Se arrancó una postilla de la muñeca.

– Lo he visto.

Harlen se quedó boquiabierto.

– ¿Viste el cadáver de tu hermano? ¿Dónde?

– En mi ventana.

«La cara en la ventana.» No, ésta era la anciana…, la señora Duggan.

– Mientes -dijo.

Cordie le miró con ojos de color del agua de lavar los platos.

– No miento.

– ¿Le viste en tu ventana? ¿La de tu casa?

– ¿Qué otra ventana tengo, estúpido?

Harlen pensó en aplastarle la cara de torta. Miró la escopeta y vaciló.

– ¿Por qué no vino la policía a por él?

– Porque él ya no habría estado allí cuando hubiesen llegado. Y no tenemos teléfono para llamarla.

– ¿No habría estado allí?

El día era cálido. Resplandecía el sol. Harlen tenía la camisa pegada a la espalda y el brazo sudaba copiosamente debajo de la escayola; le picaba. Pero se echó a temblar.

Cordie se le acercó más hasta que pudo hacerse oír hablando en voz baja.

– No habría estado allí porque se movía de un lado a otro. Estaba en mi ventana, y después se metió debajo de la casa. Donde suelen estar los perros; pero los perros ya no se meten allí.

– Pero tú has dicho que estaba…

– Muerto, sí -dijo Cordie-. Yo creía que se lo habían llevado, pero cuando le vi supe que estaba muerto. -Dio unos pasos y miró la hilera de botellas y latas. Sólo dos de éstas tenían agujeros, y las botellas estaban intactas. Sacudió la cabeza-. Mi madre también le ha visto; pero ella cree que es un fantasma, y que sólo quiere venir a casa.

– ¿Y quiere?

Harlen se sorprendió al oír que su voz era un ronco murmullo.

– No. -Cordie se acercó más y se lo quedó mirando a través de los mechones. Harlen percibió un olor a ropa sucia-. En realidad no es Tubby. Tubby está muerto. Sólo es su cuerpo, que ellos usan de alguna manera. Y está tratando de pillarme. Por lo que le hice a Roon.

– ¿Qué le hiciste al doctor Roon? -preguntó Harlen.

El 38 era un peso frío sobre su estómago. Al estar abierta la escopeta, había visto dos círculos amarillos de metal. Cordie la llevaba cargada. Y estaba loca. Se preguntó si tendría tiempo de sacar el revólver, si ella cerraba la escopeta y la apuntaba contra él.

– Le disparé -dijo Cordie, en el mismo tono llano-. Pero no lo maté. Ojalá lo hubiese hecho.

– ¿Disparaste contra el doctor Roon? ¿Contra nuestro director?

– Sí. -De pronto alargó una mano, levantó la camiseta de Harlen y cogió el revólver. Harlen estaba demasiado sorprendido para impedírselo-. ¿De dónde has sacado esta cosita?

Lo acercó más a la cara, casi oliendo el cilindro.

– Mi padre… -empezó a decir Harlen.

– Un tío mío tenía uno de éstos. Con un cañón tan corto que no vale una mierda a más de seis o siete metros -dijo ella, sosteniendo todavía la escopeta en el brazo izquierdo y dando media vuelta para apuntar el revólver contra la hilera de botellas-. Un trasto -dijo, devolviéndoselo, con la culata por delante-. No bromeaba cuando te dije que no debías meterlo así en tus pantalones -dijo-. Mi tío lo llevaba así y amartillado, y estuvo a punto de cargarse su pajarito un día que estaba borracho. Mételo en el bolsillo de atrás y tápalo con la camiseta.

Harlen así lo hizo. Era un bulto incómodo, pero podía sacarlo rápidamente en caso necesario.

– ¿Por qué disparaste contra el doctor Roon?

– Hace pocos días -dijo ella-. Inmediatamente después de la noche en que Tubby vino a por mí. Sabía que Roon le había atizado contra mí.

– No te he preguntado cuándo -dijo Harlen-, sino por qué.

Cordie sacudió la cabeza como si él fuese el ser más torpe del mundo.

– Porque mató a mi hermano y envió aquel cuerpo a por mí -dijo pacientemente ella-. Algo muy extraño está pasando este verano. Mamá lo sabe. Papá también, pero no le prestan atención.

– ¿Lo mataste? -preguntó Harlen, y los bosques parecieron de pronto oscuros y ominosos a su alrededor.

– Si maté, ¿a quién?

– A Roon.

– No. -Suspiró-. Estaba demasiado lejos. Los perdigones sólo quitaron un poco de porquería del lateral de su viejo Plymouth y le hirieron un poquito en el brazo. Tal vez le metí también alguno en el culo, pero no estoy segura.

– ¿Dónde?

– En el brazo y en el culo -repitió ella, desesperada.

– No; quiero decir en qué sitio disparaste contra él. ¿En el pueblo?

Cordie se sentó en el terraplén. Se le veían las bragas entre los muslos flacos y pálidos. Harlen nunca había pensado que vería las bragas de una niña, llevándolas la niña puestas, sin sentirse interesado por el espectáculo. Ahora no le interesó en absoluto. Las bragas eran tan grises como los calcetines.

– Si le hubiese disparado en la ciudad, cabezota, ¿no crees que ahora estaría en la cárcel o en algún sitio parecido?

Harlen asintió con la cabeza.

– No. Le disparé cuando él estaba delante de la fábrica de sebo. Acababa de bajar de su maldito coche. Me habría acercado más, pero el bosque terminaba a unos doce metros de la puerta principal. Bajó de un salto, y por eso creo que le di en el culo; pude ver el brazo de la chaqueta rasgado, y entonces subió al camión y se largó con Van Syke. Pero creo que me vieron.

– ¿Qué camión? -preguntó Harlen, aunque ya lo sabía.

– Ya sabes cuál -suspiró Cordie-. El maldito camión de recogida de animales muertos.

Agarró a Harlen de la muñeca y tiró con fuerza. Él cayó de rodillas junto a ella en el terraplén de la vía férrea. En alguna parte del bosque empezó a repicar un pájaro carpintero. Harlen pudo oír un coche o un camión en la carretera de Catton, a cuatrocientos metros al sudeste.

– Mira -dijo Cordie sin soltarle la muñeca-, no se necesita ser muy lista para saber que viste algo en Old Central. Por eso te caíste y te hiciste polvo. Y tal vez viste también algo más.

Harlen sacudió la cabeza, pero ella no le hizo caso.

– También mataron a tu amigo -dijo-. A Duane. No sé cómo lo hicieron, pero sé que fueron ellos. -Desvió la mirada, y una extraña expresión se pintó en su semblante-. Es curioso; he estado en la misma clase que Duane McBride desde que íbamos todos al jardín de infancia, pero creo que nunca me dijo nada. No obstante, yo pensaba que era simpático. Siempre pensando, pero no se lo reprocho. Yo me imaginaba que tal vez un día saldríamos él y yo a dar un paseo, sólo para hablar de tonterías y… -Enfocó los ojos y miró a la muñeca de Harlen. La soltó-. Escucha, tú no estás aquí disparando el revólver de tu padre porque estás cansado de tocarte el pito y necesitas un poco de aire fresco. Estás cagado de miedo y yo sé porqué.

Harlen respiró hondo.

– Está bien -dijo con voz ronca-. ¿Qué hemos de hacer?

Cordie Cooke asintió con la cabeza, como si ya fuese hora de ir a lo práctico.

– Reúne a tus amigos -dijo-. A todos los que hayan visto algo de esto. Iremos a por Roon y los otros: los muertos y los vivos. Todos los que nos persiguen.

– Y entonces, ¿que?

Harlen se había acercado tanto a ella que podía ver el fino vello sobre su labio superior.

– Entonces mataremos a los vivos -dijo Cordie y sonrió, mostrando sus dientes grises-. Mataremos a los vivos, y en cuanto a los muertos…, bueno, ya pensaremos algo.

De pronto alargó una mano y la puso sobre la bragueta de Harlen, apretando a través de los tejanos.

El se sobresaltó. Ninguna chica le había hecho una cosa así. Ahora que una lo hacía consideró la posibilidad de disparar para que le soltase.

– ¿Quieres sacar eso de ahí? -murmuró ella, con una voz que era una caricatura de la seducción-. ¿Por qué no nos desnudamos los dos? Por aquí no hay nadie.

Harlen se mordió el labio.

– Ahora no -consiguió decir-. Tal vez más tarde.

Cordie se encogió de hombros y agarró la escopeta. Cerró la recámara.

– Está bien. ¿Qué te parece si vamos al pueblo, buscamos a alguno de tus amigos y nos montamos esta historia en la carretera?

– ¿Ahora?

La frase «mataremos a los vivos» resonó en su cerebro. Recordó los ojos amables de Barney y se preguntó si también lo serían cuando él y los policías del Estado viniesen a ponerle las esposas por disparar contra el director del colegio, el celador y sabe Dios quién más.

– Ahora, naturalmente -dijo Cordie-. ¿Qué cojones ganaríamos esperando? Pronto se hará de noche, y, entonces ellos saldrán de nuevo.

– Está bien -respondió Harlen sin pensarlo.

Se levantó, se sacudió el polvo del pantalón vaquero, ajustó el revólver de su padre en el bolsillo de los tejanos y siguió a Cordie por la vía del tren, en dirección a la ciudad.

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