38

Después de los primeros diez metros, Mike encontró más fácil el paso por el túnel. Ahora éste era más ancho, de unos setenta o setenta y cinco centímetros, mientras que al principio se había tenido que esforzar para conseguir pasar los hombros. Los lados con aristas del túnel eran duros, de tierra compacta y de una materia gris con la consistencia de pegamento seco de avión, y le recordaron las huellas dejadas por un tractor oruga o un bulldozer en el suelo después de que el sol secara el barro durante días. Mike pensó que arrastrarse por el túnel no era más difícil que pasar por una de las pequeñas alcantarillas de acero ondulado que se construían debajo de las carreteras. Sólo que este túnel tenía cientos de metros, o kilómetros, en vez de unos pocos.

Olía mal, pero Mike prescindió de esto. La luz de la linterna se reflejaba roja en las aristas del agujero haciendo que Mike pensara de nuevo en un largo intestino infernal, aunque el muchacho trataba de borrar esta idea de su mente. El dolor en los codos y en las rodillas empeoraba por momentos, pero también trataba de no pensar en esto, recitando avemarías e intercalando ocasionalmente un padrenuestro. Lamentó no haber traído consigo el trozo de hostia que había dejado sobre la cama de Memo.

Mike siguió adelante, sintiendo que el túnel torcía a la izquierda y a la derecha, descendiendo unas veces y ascendiendo otras hasta el punto de que imaginó que había menos de un metro de tierra sobre su cabeza. En este momento sintió que se hallaba a un nivel profundo. Dos veces había llegado a una intersección con otros túneles -uno de los cuales descendía hacia la izquierda-, lo había iluminado con la linterna, manteniéndose a la escucha, y entonces había seguido adelante por el túnel que parecía más recientemente excavado. Al menos este túnel era el que olía peor.

En cada recodo esperaba tropezar con el cadáver de Lawrence Stewart, cerrándole el camino. Tal vez sólo quedarían unos huesos y unos tirones de carne…, tal vez aún sería peor. Pero si encontraba al niño de ocho años, al menos podría salir con honor del laberinto de túneles y decir a Dale y a los otros que ya no había motivo para que entrasen de noche en el colegio.

Sólo que nunca podría encontrar el camino de regreso. Había tenido que dar tantas vueltas y revueltas que se habría perdido para siempre.

Sin salir del túnel principal -creía que era el túnel principal- siguió adelante, con los tejanos rotos en las rodillas y la carne sangrando debajo de él. Era como si se arrastrase sobre un suelo de cemento con aristas. La linterna oscilaba sobre una tierra roja, iluminando veinte metros de túnel en un momento dado, y sólo cincuenta centímetros cuando el túnel descendía o daba otra vuelta. Mike esperaba un visitante en cada recodo.

Las pistolas de agua que llevaba en el cinto goteaban y le hacían sentirse como un maldito imbécil. Una cosa era luchar contra unos monstruos, pensó, y otra muy distinta hacerlo con los calzoncillos mojados. Desprendió del cinturón la que le molestaba más y se la puso entre los dientes; era mejor tener mojada la barbilla que dar la impresión de que necesitaba unos pañales.

El túnel torció de nuevo a la derecha e inició una pendiente muy pronunciada. Mike avanzó despacio, utilizando los codos como frenos y con la luz de la linterna oscilando contra el techo rojo. Mike siguió arrastrándose.

Lo sintió venir antes de verlo.

La tierra empezó a temblar ligeramente. Mike recordó una noche de verano, hacía tiempo, en que Dale y él habían estado viendo un partido de béisbol en Oak Hill y luego habían ido a dar un paseo a la luz de la luna por la vía del ferrocarril. Habían sentido una vibración en las suelas de los zapatos y después habían aplicado la oreja sobre los raíles sintiendo desde lejos que se acercaba el expreso diario entre Galesburg y Peoria.

Lo de ahora era parecido. Sólo que mucho más fuerte, con la vibración transmitiéndose por los huesos de las manos y las rodillas hasta la espina dorsal, y haciéndole castañetear los dientes. Y con el temblor llegó el hedor.

Mike pensó un momento en apagar la linterna pero decidió no hacerlo; aquellas cosas desde luego podían verle, ¿por qué no había de verlas él? Se tumbó de bruces, con la linterna debajo de la barbilla, la escopeta de Memo en la mano derecha y la pistola de agua en la izquierda. Entonces recordó que tendría que recargar el arma y se apresuró a sacar otros cuatro cartuchos, envolviéndolos en la manga corta de la camiseta, donde podría cogerlos más deprisa.

Por un segundo la vibración pareció extenderse a su alrededor, encima y detrás de él, y experimentó un instante de pánico al pensar en la cosa atacándole desde atrás, agarrándole antes de que pudiese darse la vuelta y apuntar el arma. Sintió crecer el pánico como una oleada de bilis, pero entonces se localizaron e intensificaron las vibraciones. «Está delante de mí.»

Continuó tumbado en el suelo, esperando.

La cosa apareció en un recodo del túnel, a unos seis metros delante de él. Era peor de lo que Mike podía haber imaginado.

Estuvo a punto de orinarse encima, pero dominó la vejiga y esto le ayudó a controlar su pensamiento. «No es tan malo, no es tan malo.»

Lo era.

Era la anguila que Mike había capturado desde una pequeña barca, y una lamprea con su boca devoradora e interminables hileras de dientes que desaparecían dentro del intestino que era su cuerpo, y era también un gusano del tamaño de una tubería grande de cloaca, con apéndices temblorosos que podían haber sido un millar de dedos diminutos alrededor de la boca, o tal vez zarcillos oscilantes, o quizá labios dentados… En aquel momento a Mike esto le importaba poco.

La linterna iluminó una carne gris y rosada, y venas pulsátiles, Visibles a través de la piel. Nada de ojos. Dientes. Más dientes. Un intestino rosa, no muy diferente del propio túnel.

Aquella cosa se detuvo, los labios como zarcillos se retorcieron, la boca de lamprea se agitó, y el monstruo se acercó a gran velocidad.

Mike disparó primero la pistola de agua «Santa María, Madre de Dios», vio que el agua describía un arco de tres metros y que la carne rosa chisporroteaba; se dio cuenta de que aquella cosa era demasiado grande para ser destruida o seriamente lesionada por el agua bendita o por un ácido; vio que seguía avanzando, comprendió que no podía retroceder a tiempo y disparó la escopeta.

La explosión le ensordeció y le cegó.

Abrió la recámara, expulsó el cartucho gastado, cogió otro de la manga, lo puso en su sitio y cerró el arma.

Disparó de nuevo y pestañeó para borrar ecos retinianos.

La cosa se había detenido…, tenía que haberse detenido… porque de no ser así se lo habría tragado la tierra. La linterna se había ladeado. Mike volvió a cargar el arma, apuntó y sujetó la linterna con la mano izquierda.

Sí, se había detenido. A menos de dos metros y medio. La mandíbula circular había sido destrozada en varios sitios. Trozos de túnel caían sobre ella. Un fluido gris verdoso goteaba del cuerpo gigantesco de gusano.

Pero éste parecía más perplejo que dañado, más curioso que asustado.

– ¡Maldito seas! -gritó Mike entre sus avemarías.

Disparó de nuevo. Volvió a cargar. Acercó otro metro el arma, arrastrándose hacia delante, y disparó otra vez. Al menos le quedaban diez cartuchos. Se retorció para sacar alguno del bolsillo de la derecha.

Aquella cosa parecida a una lamprea se retiró detrás del recodo del túnel.

Sin dejar de gritar, sólo en parte coherente, y arrastrándose sobre las rodillas y los codos despellejados, Mike lo siguió lo más deprisa que pudo.


– ¿Dónde estamos? -preguntó Dale. Habían salido del cuarto de la caldera a un estrecho pasillo, lo habían seguido, habían doblado varias esquinas a la izquierda, y habían llegado a un corredor más ancho. Ahora volvían a estar en otro más estrecho. Había tuberías gigantescas instaladas en el techo. Los pasillos del sótano estaban llenos de pupitres amontonados, cajas de cartón vacías, pizarras destrozadas. Y telarañas. Muchas, muchas telarañas.

– No sé dónde estamos -dijo Harlen a su vez. Los dos chicos tenían encendidas las linternas. Los rayos pasaban de una superficie a otra como insectos locos-. Este extremo del sótano era del dominio de Van Syke. Ninguno de nosotros entraba aquí.

Esto era bastante cierto. El pasillo era estrecho; el techo, bajo; había muchas pequeñas puertas y accesos en el hormigón inclinado y en las paredes de piedra. Las tuberías rezumaban humedad. Dale pensó que aquel lugar era un laberinto, que nunca encontrarían el camino hacia los pasillos que conocía después de años de bajar a los aseos del sótano. La escalera de éste se hallaba debajo de la principal del colegio.

Llegaron a otra esquina. El dedo pulgar de Dale había estado tenso sobre el percutor de la Savage durante bastante rato aunque tenía puesto el seguro. Estaba convencido de que se volaría una pierna en el momento menos pensado. Harlen tenía los dos brazos estirados, con la linterna en la mano de debajo de la escayola y la pistola del 38 en la otra. Harlen se movía como una veleta bajo un fuerte viento.

El sótano de Old Central no estaba en silencio. Dale oía crujidos, resbalones, arañazos -las cañerías transmitían ecos y temblores de gemidos, como si una boca enorme respirase dentro de ellas desde arriba-, mientras que las gruesas paredes de piedra parecían dilatarse y contraerse ligeramente, como si algo muy grande apretase y aflojase la presión desde el otro lado.

Dale dobló otra esquina, describiendo rápidos arcos de luz con la linterna y teniendo la Savage levantada hasta el hombro, a pesar del dolor del brazo derecho.

– ¡Vaya mierda! -exclamó Harlen dando la vuelta detrás de él.

Se hallaban en el pasillo principal del sótano. Dale lo reconoció de años de bajar al lavabo, caminando hacia los salones de música y de arte en el extremo del largo corredor. Las escaleras, una para bajar y otra para subir, estarían a otros veinte metros a lo largo de este pasillo.

De las cañerías colgaban estalactitas grises de humedad. Las paredes estaban cubiertas de una especie de fina capa de aceite verdoso. Había montones de una materia gris en el pasillo, como estalagmitas en formación de velas gigantescas y fundidas.

Pero no fue esto lo que le hizo exclamar a Harlen: las paredes estaban llenas de agujeros, algunos de dos palmos de diámetro y otros abriéndose desde el suelo hasta el techo. Del corredor central partían túneles que desaparecían en el suelo y en la piedra del campo de fútbol. Una débil fosforescencia brotaba de estos túneles; Dale y Harlen hubiesen podido apagar sus linternas y ver con toda claridad en este sitio sin ventanas.

Pero no las apagaron.

– Mira -dijo Harlen.

Empujó una puerta en la que había una sola palabra pintada: CHICOS. Dentro de lo que había sido su lavabo, los tabiques de metal habían sido arrancados de sus soportes y retorcidos como si hubiesen sido de hojalata. Los retretes y urinarios también habían sido desprendidos y empujados casi hasta el techo, con tubos y accesorios colgando de ellos.

La larga habitación estaba casi llena de estalactitas grises, montones de cera verdosa y suavemente pulsátil, y tiras de algo que parecía como una tela de araña hecha de piel lampiña. El agujero redondo de la pared de su izquierda tenía al menos dos metros y medio de diámetro. Dale percibió el olor a tierra mojada y a podredumbre que salía de él. Había otra docena de túneles, algunos en el suelo y en el techo.

– Vayámonos de aquí -murmuró Harlen.

– Mike dijo que se reuniría con nosotros aquí abajo.

– Es posible que Mike no venga -dijo Harlen-. Encontremos a tu hermano y larguémonos.

Dale vaciló sólo un segundo.

Las escaleras habían estado cerradas por puertas de batiente. Una de ellas, la del lado norte, había sido arrancada de sus goznes superiores y pendía torcida. Dale se apoyó en ella e iluminó la escalera con la linterna.

Un fluido oscuro descendió por los peldaños entre montículos grises y la cera escarchada de las paredes. Se deslizó por debajo de la puerta y se encharcó alrededor de las bambas de Dale y de Harlen.

Dale respiró tres veces hondo, apartó la puerta a un lado y empezó a subir la escalera hacia el primer descansillo, sintiendo y oyendo chapotear sus bambas a cada paso. El líquido era de un rojo parduzco mate, pero parecía demasiado espeso para ser agua o sangre. Más bien parecía aceite de motor o líquido de transmisión. Olía un poco a orines de gato. Dale se imaginó un gato gigantesco de tres pisos de alto agazapado encima de ellos, y casi se echó a reír. Harlen le dirigió una mirada de aviso.

– Mike subirá a buscarnos -murmuró Dale sin preocuparse de quién pudiese oírle.

Pero en aquel instante no creía que Mike estuviese todavía vivo.


A dos largas manzanas hacia el sur, al otro lado de la abandonada y oscurecida Main Street, el Bandstand Park estaba vacío, salvo por la limusina aparcada en la franja enarenada del lado oeste. El proyector todavía funcionaba porque había sido conectado con el circuito del departamento de bomberos voluntarios. El quiosco de música estaba en silencio, con el gran agujero del suelo sólo visible desde cierto ángulo. Una rama muy gruesa había caído sobre los altavoces, aplastándolos ~; enmudeciendo la película.

La pantalla había sido parcialmente arrancada de sus soportes en la pared del Parkside Café, y la lona de cuatro y medio por seis chasqueaba sobre aquélla, como un cañón de fuego rápido. En la pantalla, un hombre y una mujer luchaban en lo que parecía ser un calabozo. La cámara pasó a una habitación encima de ellos, donde un candelabro volcado encendía una cortina de terciopelo rojo. El fuego se extendía, elevándose hasta el techo.

Una mujer abrió la boca para gritar pero no se oyó más ruido que el chasquido de la lona y el estampido más fuerte de un rayo.

Un largo semirremolque pasó por Hard Road, con los lados metálicos azotados por el viento con fuerza de galerna y los limpiaparabrisas oscilando a pesar de que aquí no llovía. No redujo la marcha al pasar por la zona eléctricamente controlada de limitación de la velocidad a 40 kilómetros por hora.

Los relámpagos que brillaban hacia el sur revelaron una sólida pared negra que avanzaba sobre los campos en dirección a Elm Haven, a la velocidad que podría alcanzar un caballo a pleno galope; pero no había nadie que pudiese verle.

En la pantalla sacudida por el viento y en la pared blanca del café, las llamas parecían tridimensionales al devorar la Casa Usher.


Kevin saltó sobre el alto guardabarros del camión cisterna, agarró el walkie-talkie y pulsó tres veces el botón de transmisión. No hubo respuesta.

– ¡Eh, Dale…, eh, algo viene hacia aquí! -gritó por radio.

Sólo recibió unos parásitos como respuesta y un chasquido que fue como el eco de un relámpago en lo alto.

Ciertamente, algo se estaba acercando. Las estelas gemelas que surcaban el suelo mojado del patio de recreo desaparecieron debajo del asfalto de Depot Street.

«Como tiburones sumergiéndose», pensó Kevin. Ahora tenía en sus manos la Colt 45, Modelo Oficial, de su padre, y metió una bala en la recámara, sosteniendo la culata de la semiautomática con la izquierda y manteniendo un dedo sobre la guarda del gatillo mientras deslizaba hacia atrás la tapa corrediza. Con el primer proyectil en la recámara y la pistola «amartillada y cerrada», como decía su padre, Kevin puso el pulgar en el percutor, esperando que aquella especie de lamprea emergiese en este lado de la calle.

Nada ocurrió durante un minuto o más. No sonaba ningún ruido, al menos ningún ruido audible, sobre el estruendo de la tormenta y el continuo barboteo de la bomba centrífuga. Kevin sostuvo con ambas manos la pistola y bajó suavemente el percutor para que una bala no le arrancase un pie. Miró hacia la bomba y la manguera, consideró que seguían funcionando perfectamente, y se quedó en el camión en vez de saltar de él.

Uno de los gusanos-lampreas surgió del suelo a dos metros a la derecha del camión, y el otro lanzó gravilla al aire al salir de debajo del camino de entrada. Sus cuerpos eran largos y segmentados. Kevin observó la boca móvil del primero de ellos al pasar, vio los zarcillos temblorosos y el intestino pulsátil bordeado de dientes.

Levantó la pistola al emerger y sumergirse de nuevo aquella cosa, pero no disparó. Mein Gott! Le temblaban los brazos.

La del camino de entrada se sumergió de nuevo hacia la derecha, desplazando más gravilla y pasando por debajo de la manguera al desaparecer su interminable espalda. «¿Qué pasará si golpea el depósito subterráneo?»

Kevin se encaramó más alto en el camión, mirando la tapa abierta de la cuba, llamando desesperadamente por el walkie-talkie:

– ¡Dale…! ¡Harlen! ¡Todos! Ayudadme. Venid. ¡Cambio!

Un silencio cargado de parásitos.

Kevin avanzó hacia la cabina, se inclinó y abrió la portezuela del lado del pasajero, pensando en meterse allí contra el viento.

La cosa en forma de lamprea emergió a un metro y medio a la derecha de la cabina y se lanzó, abriendo una boca más grande que la anchura del propio cuerpo, temblando los lóbulos y los zarcillos pulsátiles al chocar contra la puerta con un ímpetu que hizo oscilar el vehículo de tres toneladas y media.

Kevin había soltado la puerta y rodaba sobre el techo de la cabina para alejarse de aquella cosa, con la boca abierta para gritar, pero emitiendo sólo rápidos jadeos. Se balanceó sobre el lado del conductor de la cabina, clavando las uñas en el liso metal del techo. Se abalanzó, pero consiguió agarrarse a la parte superior del marco de la ventanilla abierta y cayó pesadamente sobre los pies en el estribo mientras la radio salía despedida e iba a dar en la hierba del patio.

La segunda lamprea surgió a cinco metros de distancia y avanzó arqueando el cuerpo y levantando tierra hasta tres metros en el aire. Kevin la vio venir, vio que la radio se alejaba más, impulsada por la estela de aquella cosa, y entonces se lanzó sobre el capó del camión, tratando de afirmar allí las largas piernas.

La segunda lamprea se estrelló contra la portezuela del conductor con la misma furia ciega de que había hecho alarde la primera. Se echó atrás y levantó la temblorosa boca casi dos metros en el aire, como una cobra antes de atacar. Kevin extendió los miembros sobre el oscilante capó y miró hacia la izquierda; la primera cosa se había echado atrás, se había sumergido de nuevo debajo de la grava y surgió ahora con toda su fuerza para estrellarse una vez más contra la portezuela de la derecha. Se rompieron cristales y la pesada puerta se combó hacia dentro.

Tres metros de lamprea se desenrollaron con temblorosos zarcillos en el suelo buscando sus piernas. Kevin percibió todo el olor a muerte que brotaba del interior pulsátil de la cosa, y entonces levantó las piernas como un jinete acróbata, impulsado completamente por la fuerza de sus brazos y con los tejanos azules resbalando sobre la cuba de acero.

– ¡A por ellos! -dijo una voz, por encima del viento.

Kevin miró desde la cuba y vio a Cordie Cooke junto al cobertizo. El viento pegaba el vestido amorfo sobre su cuerpo y lo agitaba como una bandera parda detrás de ella. Los cortos y mal cortados cabellos eran echados atrás, dejando la cara al descubierto.

Cordie soltó el perrazo que sujetaba con una correa. Éste se arrojó contra el enorme gusano que estaba a diez metros de distancia, al otro lado del camión. Kevin levantó las piernas al erguirse aquella cosa segmentada y atacar de nuevo desde el lado del césped.

El monstruo cayó hacia atrás, dejando un rastro de lodo sobre el lado de la cisterna de acero. Ahora había una mella a menos de un palmo del pie de Kevin.

El perro saltó lanzando gruñidos sobre la primera lamprea, separando las fuertes patas delanteras al caer sobre la espalda segmentada de aquella cosa. La lamprea arqueó el cuerpo y se sumergió, con el perro mordiendo, gruñendo y saltando de su espalda para correr seis pasos y saltar de nuevo sobre ella al surgir más abajo en el camino.

– ¡Ven! -gritó Kevin.

Cordie corrió cuesta abajo y saltó sobre el guardabarros. Se habría caído si Kevin no la hubiese agarrado de una muñeca y tirado de ella. La primera lamprea surgió y golpeó la cuba con la boca, a un palmo y medio por debajo de las piernas desnudas de la muchacha; después resbaló sobre el guardabarros de atrás y empezó de nuevo a dar la vuelta, con el perro aferrado locamente a su espalda. La segunda lamprea reptaba sobre el césped como para adquirir velocidad.

– Sube aquí -jadeó Kevin, tirando de Cordie desde encima de la cuba.

Y allí se quedaron los dos, balanceándose bajo el fuerte viento, con los brazos a horcajadas sobre la tapa levantada de la cuba.

De pronto, la primera lamprea se encogió sobre sí misma, abriendo la boca y atacando más deprisa de lo que podría hacer una serpiente. El perro sólo tuvo tiempo de aullar una vez antes de que la mayor parte de él desapareciese en las abiertas fauces. El cuerpo latió, la boca se ensanchó, y el perro se convirtió en un bulto cerca del extremo de delante del gigantesco gusano, y éste se sumergió de nuevo, desapareciendo debajo de la grava del terreno, próximo a la calle.

– ¡Lucifer! -gritó Cordie.

Estaba sollozando sin ruido.

– ¡Cuidado! -gritó Kevin.

Saltaron al lado derecho del camión al atacar de nuevo la segunda lamprea desde el patio, levantando la boca pulsátil dos metros y medio en el aire y golpeando la parte alta de la cuba, esta vez cerca de la tapa.

Kevin y Cordie miraron por encima del hombro al trazar un círculo y volver la primera cosa.

La bomba centrífuga seguía funcionando y la gasolina continuaba vertiéndose en la cisterna cuando las dos lampreas se alzaron al unísono.

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