15

El domingo, doce de junio, fue un día cálido y brumoso, con una capa de nubes que convertía el cielo en un cuenco gris invertido. La temperatura era de veintiocho grados a las ocho de la mañana, y de treinta y cinco al mediodía. El viejo se levantó temprano y se marchó al campo, por lo que Duane dejó la lectura de The New York Times para después de hacer algún trabajo.

Estaba recorriendo las hileras de alubias de detrás del granero y arrancando los tallos de maíz que empezaban a invadirlas, cuando vio penetrar el coche en el largo camino de entrada. Al principio creyó que era el del tío Art, pero entonces se dio cuenta de que era un coche blanco más pequeño. Después vio la bombilla roja en el techo.

Duane salió del campo, enjugándose la cara con el faldón de su camisa desabrochada. No era el coche de policía de Barney; en la portezuela del conductor figuraba en letras verdes la inscripción SHERIFF DE CREVE COEUR COUNTY. Un hombre de cara flaca y curtida, y ojos ocultos por unas gafas de sol de aviador, dijo:

– Niño, ¿está el señor McBride?

Duane asintió con la cabeza, caminó hasta el borde del huerto de alubias, se llevó los dedos a la boca y silbó con fuerza. Pudo ver la lejana silueta de su padre que se detenía, miraba hacia arriba y venía en su dirección. Duane casi esperó que Wittgenstein saliese cojeando del granero. El sheriff se había apeado del coche. A Duane le pareció un hombre alto, de al menos un metro noventa de estatura. Tal vez más. Llevaba puesto un sombrero de ala ancha de sheriff de condado, y esto, unido a la estatura del hombre, su cara chupada, las gafas de sol, el cinturón con revólver y las botas de cuero, a Duane le hizo pensar en un cartel de reclutamiento. El efecto sólo quedaba un poco empañado por el sudor que empapaba la camisa caqui debajo de las axilas.

– ¿Algo malo? -preguntó Duane, pensando que tal vez el señor Ashley-Montague había lanzado al policía contra él.

El millonario se había mostrado muy disgustado la noche pasada y no estaba en el cine gratuito cuando volvió para que el tío Henry y la tía Lena le llevasen en el coche.

El sheriff asintió con la cabeza.

– Lo siento, pero así es, hijo.

Duane se quedó plantado allí, con el sudor goteando de su barbilla, hasta que llegó el viejo.

– ¿El señor McBride? -dijo el sheriff.

El viejo asintió con la cabeza y se pasó un pañuelo por la cara sudorosa, dejando un surco terroso sobre el pelo gris.

– Soy yo. Ahora bien, si se trata de esa maldita cuestión del teléfono, ya le dije a Ma Bell…

– No, señor. Ha habido un accidente.

El viejo se quedó petrificado, como si le hubiesen dado una bofetada.

Duane observó la cara de su padre y vio en ella un segundo de vacilación, y después el impacto de la certidumbre. Sólo una persona podía llevar el nombre del viejo en una tarjeta en la cartera para un caso de accidente.

– Art -dijo el viejo. No era una pregunta-. ¿Está muerto?

– Sí, señor.

El sheriff se ajustó las gafas de sol casi en el mismo instante en que Duane tocaba con el dedo medio la montura de las suyas.

– ¿Cómo?

Los ojos del viejo parecían enfocados en algo de los campos de detrás del sheriff. O en nada.

– Un accidente de automóvil. Hace aproximadamente una hora.

– ¿Dónde?

El viejo movía ligeramente la cabeza arriba y abajo, como si recibiese una noticia esperada. Duane conocía aquel movimiento de cuando escuchaban los noticiarios de la radio o el viejo hablaba de corrupción en la política.

– En Jubilee College Road -dijo el sheriff, con voz firme pero no tan monótona como la del viejo-. Stone Creek Bridge. A unos tres kilómetros de…

– Sé dónde está el puente -le interrumpió el viejo-. Art y yo solíamos ir a nadar allí. -Enfocó un poco la mirada y se volvió hacia Duane como si fuese a decirle algo, a hacer algo. Pero en vez de esto se volvió de nuevo al sheriff-. ¿Dónde está?

– Estaban levantando el cadáver cuando me marché de allí -dijo el sheriff-. Si quiere le llevaré.

El viejo asintió con la cabeza y se sentó al lado del sheriff en el coche. Duane corrió y saltó a la parte de atrás.

«Esto no es real», pensó, mientras pasaban por delante de la casa del tío Henry y tía Lena, llegaban a la primera colina, al menos a ciento diez por hora, y dejaban atrás el cementerio. Duane casi se dio de cabeza contra el techo al descender el coche hacia los bosques. «También a nosotros nos va a matar.» El veloz coche del sheriff arrojaba polvo y grava a diez metros dentro de los bosques. En los lados de la carretera, mientras subían hacia la Taberna del Arbol Negro, las hierbas, los arbustos y las ramas de los árboles eran de un blanco grisáceo, como si estuviesen cubiertos de yeso molido. Duane sabía que no era más que polvo de anteriores vehículos, pero el follaje gris y el cielo gris le hacían pensar en el Hades, en las sombras de los muertos que esperaban allí en una nada gris, en la escena que le había leído el tío Art, cuando él era muy pequeño, sobre el descenso de Ulises al Hades para desafiar a aquellas sombras y encontrarse con las de su madre y sus antiguos aliados muertos.

El sheriff no redujo la marcha ante la señal de Stop en la intersección de la Seis y la Jubilee College Road, sino que giró, derrapando pero sin perder la dirección, hacia la carretera de grava fuertemente apisonada. Duane se dio cuenta de que la luz del techo centelleaba, aunque no sonaba la sirena. Se preguntó a qué venía aquella prisa. Delante de él, el viejo tenía la espalda perfectamente recta y la cabeza inclinada hacia delante, moviéndose sólo con los virajes del coche.

Rodaron tres kilómetros hacia el este. Duane miró sobre los campos a su izquierda para ver dónde empezaba el extenso bosque que ocultaba Gipsy Lane. Había campos de maíz a ambos lados, salvo las arboledas al pie de las colinas.

Duane contó las depresiones, sabiendo que en el cuarto y pequeño valle estaba el Stone Creek.

Descendieron por cuarta vez. El sheriff dio un frenazo y aparcó el coche en el lado izquierdo de la carretera, en sentido contrario al tráfico. Pero no había tráfico. En la tierra llana y en la ladera escasamente boscosa de la colina reinaba un silencio de mañana de domingo.

Duane observó los otros vehículos aparcados a lo largo del borde de la carretera y cerca del puente de hormigón: un camión de remolque, el feo Chevy negro de J. P. Congden, un coche oscuro y de asientos posteriores fijos que no reconoció, otro camión grúa del taller Texaco de Ernie, en el extremo este de Elm Haven. «¡Ninguna ambulancia! ¡Ni rastro del coche del tío Art! Tal vez era un error.»

Lo primero que advirtió Duane fueron los desperfectos en el pretil del puente. El hormigón había sido colocado cuarenta o cincuenta años atrás, de modo que quedaban unos huecos como de balaustrada debajo de la baranda de noventa centímetros de altura. Ahora más de un metro del hormigón había sido derribado en el extremo este. Duane pudo ver barras de hierro enmohecido, de refuerzo, que sobresalían del hormigón como una extraña escultura de una mano apuntando hacia el terraplén.

Duane se acercó al viejo y miró por encima del pretil. Ernie, de Texaco de Ernie, estaba allá abajo, con tres o cuatro hombres más, entre ellos el juez de paz de cara de ratón. Sí, era el Cadillac de tío Art.

Duane se dio cuenta inmediatamente de lo que había ocurrido. Art había sido obligado a desviarse hacia la derecha, al cruzar el puente de un solo carril, de modo que la parte delantera izquierda del gran automóvil se había estrellado contra el hormigón, haciendo que el motor saltase hacia atrás junto al conductor, y que el Caddy cayese al Stone Creek como un juguete roto. Las dos toneladas de automóvil habían golpeado los árboles del otro lado, y los árboles jóvenes y un roble de tronco de veinticinco centímetros habían desviado el vehículo contra el olmo más grande de la ladera. Duane pudo ver el profundo tajo de un metro en la corteza de la que todavía manaba savia. Se preguntó tontamente si viviría el olmo.

Después de hundidas la portezuela derecha de atrás y un trozo de la carrocería por el segundo impacto, el Caddy había rodado diez o doce metros cuesta arriba, arrancando arbustos y arbolitos y saltando sobre una peña -el parabrisas se había desprendido en este punto y estaba hecho añicos más allá de la roca-, antes de que la gravedad y/o la colisión con otro árbol grande lo lanzasen cuesta abajo hasta el arroyo.

Yacía allí, boca abajo. La rueda delantera izquierda se había desprendido, pero las otras tres se veían extrañamente al aire, casi indecentes. Duane advirtió que habían dejado muchas huellas; el tío Art no toleraba los neumáticos gastados. El bastidor descubierto parecía limpio y nuevo, salvo donde había sido arrancada parte del eje.

Una puerta del Caddy estaba abierta y doblada casi por la mitad. El compartimiento del pasajero tenía un palmo o dos de agua. Fragmentos de metal, de cromo y de cristal resplandecían en la falda de la colina, a pesar de que no brillaba el sol. Duane vio otras cosas: un calcetín de rombos tirado sobre la hierba, un paquete de cigarrillos cerca de la peña, mapas de carreteras revoloteando entre los arbustos.

– Se han llevado el cadáver, Bob -gritó Ernie, casi sin levantar la mirada de donde estaba sujetando un cable al eje delantero-. Donnie y el señor Mercer llegaron con la… Ah, hola, señor McBride.

Ernie volvió a su trabajo.

El viejo se mordisqueó los labios y habló al sheriff sin volver la cabeza.

– ¿Estaba muerto cuando llegaron ustedes?

Duane vio el bosque y el borde de la loma reflejados en las gafas del sheriff.

– Sí, señor. Estaba muerto cuando pasó por aquí el señor Carter y vio algo al pie de la colina, una media hora antes de que yo viniese aquí. El señor Mercer…, es el juez de instrucción del condado, ya sabe…, dijo que el señor McBri…, bueno, su hermano…, murió instantáneamente.

J. P. Congden subió resoplando la cuesta, se acercó a los presentes, envolviéndoles en vapores de whisky, y se arremangó el guardapolvo.

– Siento mucho lo de su…

El viejo hizo caso omiso del juez de paz y empezó a bajar la empinada pendiente, resbalando en el barro y agarrándose a las ramas para llegar hasta el fondo. Duane le siguió. El sheriff bajó también, pero con mucho cuidado de no clavarse espinas o mancharse de barro los planchados pantalones marrones.

El viejo se agachó en la orilla del arroyo, contemplando el interior del destrozado Caddy. El techo se había hundido y salía agua del volcado tablero de instrumentos. Duane vio que el aparato automático que regulaba las luces había sido arrancado. El lado del pasajero se hallaba relativamente indemne; incluso el techo hundido lo había respetado; pero el asiento del conductor había atravesado los cojines del de atrás. El volante había desaparecido, pero su soporte estaba todavía allí, hundido en tres palmos de agua. Delante, donde hubiese debido estar el conductor, una masa de metales retorcidos y de tabique refractario arrancado llenaban el espacio, como el cuerpo de un robot asesinado.

El sheriff se arremangó los pantalones y se agachó, manteniendo las relucientes botas fuera del barro y del agua turbia. Carraspeó.

– Después de perder el control, su hermano chocó contra el pretil del puente y…, bueno…, como puede ver, el impacto debió de causarle la muerte instantánea.

El viejo asintió con la cabeza como antes. Estaba acurrucado, con los pies y los tobillos dentro del agua y las muñecas sobre las rodillas. Se miró fijamente los dedos, como si no le perteneciesen.

– ¿Dónde está?

– El señor Mercer le llevó a la Funeraria Taylor -dijo el sheriff-. Tiene que… bueno, tiene que terminar algunas cosas; después podrá ponerse usted de acuerdo con el señor Taylor.

El viejo sacudió delicadamente la cabeza.

– Art nunca quiso una ceremonia fúnebre. Y menos en la Funeraria de Taylor.

El sheriff se ajustó las gafas.

– Señor McBride, ¿era bebedor su hermano?

El viejo se volvió y miró al sheriff por primera vez.

– No en un domingo por la mañana.

Su voz tenía el tono perfectamente tranquilo que Duane sabía que precedía a un estallido de rabia.

– Sí, señor -dijo el sheriff.

Cuando Ernie se puso a tensar el cable con el torno de la grúa, todos se apartaron de allí. La parte delantera del Caddy se levantó, vertió agua por las ventanillas y empezó a girar lentamente hacia el terraplén.

– Bueno, tal vez sufrió un ataque al corazón o se metió una abeja en el coche. Muchas personas pierden el control por culpa de los insectos. Le sorprendería saber cuánta gente…

– ¿A qué velocidad iba? -preguntó Duane, asombrado de oír su propia voz.

El viejo y el sheriff se volvieron a mirarle. Duane observó su pálida y gorda imagen en las gafas del sheriff.

– Suponemos que a ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora -dijo el sheriff-. Sólo he mirado las huellas del patinazo; no las he medido. Pero iba muy deprisa.

– A mi hermano no le gustaba la velocidad -dijo el viejo, acercando la cara a la del sheriff-. Era un fiel cumplidor de la ley. Yo siempre le decía que era una tontería.

El sheriff se quedó un momento de cara al viejo y después levantó la mirada hacia el puente roto.

– Bueno, pues por lo visto esta mañana se pasó de la raya. Tendremos que hacer algunas pruebas para ver si había estado bebiendo.

– ¡Cuidado! -gritó Ernie, y los tres se echaron atrás al alzarse verticalmente el Caddy sobre el agua. Duane vio que un cangrejo de río saltaba del coche con el agua sucia y los mapas empapados. Recordó que allí había pescado cangrejos con Dale, Mike y los chicos de la población hacía un par de veranos.

– ¿Pudo alguien obligarle a salir de la carretera? -preguntó Duane.

El sheriff le dirigió una mirada fija y sostenida.

– No hay señales de esto, hijo. Y nadie denunció el accidente.

El viejo resopló.

Duane se acercó más al Caddy, que ahora había dado la vuelta de manera que podían ver el lado del conductor. Señaló una raya roja apenas visible en la abollada portezuela.

– ¿No podría ser esta pintura del vehículo que empujó el coche del tío Art contra el pretil del puente?

El sheriff se acercó más, levantando las gafas de sol hacia el goteante y destrozado coche.

– A mí no me parece reciente, hijo. Pero lo estudiaremos. -Se echó atrás, se llevó las manos al cinturón del revólver y chascó la lengua-. No muchos vehículos podrían echar de la carretera a un Caddy de estas dimensiones.

– Podría hacerlo un camión grande como el de recogida de animales muertos -dijo Duane.

Miró hacia arriba y vio que J. P. Congden le estaba observando.

– Tendrán que apartarse de ahí mientras subimos este maldito cacharro -gritó Ernie.

– Vamos -dijo el viejo.

Era la primera palabra que dirigía a Duane desde que había llegado el sheriff. Los dos empezaron a subir, resbalando, la empinada pendiente. Entonces el viejo hizo algo que no había hecho en cinco años. Cogió la mano de Duane.


La finca parecía diferente cuando volvieron. La capa de nubes se estaba abriendo un poco, y una luz viva se derramaba sobre los campos. La casa y el granero parecían recién pintados, y la vieja camioneta mágicamente restaurada. Duane se quedó junto a la puerta de la cocina, pensando, mientras el viejo escuchaba las últimas palabras del sheriff. Cuando arrancó el coche de éste, Duane salió de su ensimismamiento.

– Voy a ir al pueblo -dijo el viejo-. Espérame aquí hasta que regrese.

Duane echó a andar hacia la camioneta.

– Yo quiero ir contigo.

Su padre le detuvo, apoyando suavemente una mano en su hombro.

– No, Duanie. Voy a ir a la Funeraria de Taylor antes de que ese maldito buitre empiece a arreglar a Art. Y tengo que hacer algunas preguntas.

Duane iba a protestar, pero entonces se fijó en los ojos de su padre y se dio cuenta de que el hombre quería estar solo, necesitaba estar solo, aunque fuese los pocos minutos que tardaría en llegar al pueblo. Asintió con la cabeza y volvió atrás, para sentarse en el porche.

Pensó en terminar su trabajo en el campo, pero decidió no hacerlo. Se dio cuenta, con una punzada de culpa, de que tenía hambre. Aunque le ardía la garganta, mucho más que cuando murió Witt, y su pecho parecía a punto de estallar por una gran presión interior, Duane tenía hambre. Sacudió la cabeza y entró en la casa.

Mientras comía un bocadillo de morcilla, queso, tocino y lechuga, recorrió el taller del viejo, preguntándose dónde habría dejado The New York Times, aunque sin dejar de pensar en el Cadillac destrozado, los cristales y el metal cromado desparramados, y la raya de pintura roja en la portezuela del conductor.

La luz verde estaba centelleando en el contestador automático del viejo. Distraídamente, todavía masticando y pensando, enrolló la pequeña cinta y puso en funcionamiento el aparato.

– ¿Darren? ¿Duane? Maldita sea, ¿por qué no desconectáis esa dichosa máquina y contestáis al teléfono? -dijo el tío Art.

Duane dejó de masticar y detuvo la cinta. Su corazón pareció detenerse; entonces latió una vez, muy fuerte, y después palpitó dolorosamente. Duane engulló con dificultad, respiró hondo y pulsó los botones de enrollar y poner en funcionamiento la cinta.

– … y contestáis al teléfono? Duane, esta llamada es para ti. He descubierto lo que estás buscando. Lo de la campana. Siempre ha estado en mi biblioteca. Es asombroso, Duane. Increíble, pero inquietante. He preguntado a una decena de mis viejos amigos de Elm Haven, pero ninguno de ellos recuerda la campana. No importa, el libro dice que… bueno, ya te lo enseñaré. Ahora son… las nueve y veinte. Estaré ahí antes de las diez y media. Hasta pronto, chico.

Duane pasó dos veces más la cinta; después apagó la máquina, buscó a su espalda, encontró una silla y se sentó pesadamente. La presión en su pecho era ahora demasiado fuerte para resistirla, y se desfogó, dejando que rodasen lágrimas por sus mejillas y que le sacudiesen muchos sollozos. De vez en cuando se quitaba las gafas, se frotaba los ojos con el dorso de la mano y mordía el bocadillo. Pasó bastante rato antes de que se levantase y volviese a la cocina.


El teléfono de la oficina del sheriff no contestó, pero Duane pudo al fin ponerse al habla con él en su casa. Se había olvidado de que era domingo.

– ¿Un libro? -dijo el sheriff-. No, no he visto ningún libro. ¿Es importante, hijo?

– Sí -dijo Duane. Y añadió-: Para mí.

– Bueno, en el lugar del accidente no lo he visto. Desde luego todavía no se ha registrado toda la zona. Podría estar tirado por allí… o dentro del coche.

– ¿Dónde está el coche ahora? ¿En casa de Ernie?

– Sí. O en la de J. P. Congden.

– ¿Congden? -Duane arrojó la corteza de pan en el cubo de la basura-. ¿Por qué tiene que estar en la casa del señor Congden?

Duane oyó que el sheriff lanzaba lo que podía ser un suspiro de disgusto.

– Bueno, J. P. se entera de los accidentes de carretera por la frecuencia de radio de la policía, y a veces hace un trato con Ernie. J. P. paga a Ernie por el coche destrozado y lo vende al taller de recuperación de automóviles de Oak Hill. Al menos eso es lo que creemos que hace con ellos.

Como la mayoría de los chicos de la población, Duane había oído comentar a los adultos que el juez de paz traficaba con coches robados. Duane se preguntó si algunas partes de estos coches destrozados serían útiles para aquel negocio sucio.

– ¿Sabe dónde ha ido a parar el de hoy?

– No -dijo el sheriff-. Probablemente al solar de Ernie, ya que ha tenido que llevar de nuevo allí la grúa. Es el único que está de servicio en domingo, y su mujer aborrece el bombeo de la gasolinera. Pero no te preocupes hijo; si encontramos algo personal, lo entregaremos a tu padre y a ti. Sois los parientes más próximos, ¿no?

– Sí -dijo Duane pensando en lo antigua y digna que era la palabra kin (pariente). Recordaba haber leído una obra de Chaufer, un libro del tío Art, donde la palabra se escribía cyn-. Sí -repitió, a media voz.

– Bueno, no te preocupes, hijo. Se os entregará el libro o cualquier cosa que estuviese en el coche. Iré por la mañana a casa de Ernie y lo comprobaré personalmente. Mientras tanto, puede que tenga que aclarar algunas cosas para el atestado que estoy redactando. ¿Estaréis tu padre y tú en casa esta noche?

– Sí.

La casa pareció vacía cuando terminó la conversación. Duane oyó el tictac del gran reloj de encima de la cocina y los mugidos del ganado en los pastos del oeste. Las nubes volvían a estar espesas. Hacía calor, pero no había verdadera luz de sol.


Dale Stewart se enteró de la muerte del tío de Duane avanzada la tarde; se lo comunicó su madre, que había estado hablando con la señora Grumbacher, la cual lo había oído de la señora Sperling, que era buena amiga de la señora Taylor. Lawrence y él estaban haciendo un modelo de Spad cuando su madre se lo dijo suavemente. Los ojos de Lawrence se llenaron de lágrimas.

– ¡Oh, pobre Duane! -dijo-. Primero su perro y ahora su tío.

Dale había dado entonces un fuerte golpe a su hermano en el hombro, sin saber exactamente por qué.

Tardó un rato en armarse de valor, pero al fin se dirigió al teléfono del pasillo y marcó el número de Duane, dejando que el timbre sonase dos veces, como era debido. Se oyó un chasquido y la misteriosa máquina se puso en funcionamiento y dijo, con la voz serena de Duane: «Oiga. Ahora no podemos contestar al teléfono, pero lo que diga quedará grabado y le llamaremos. Por favor, cuente hasta tres y hable.»

Dale contó hasta tres y colgó, con el rostro rojo. Le había costado bastante llamar al pobre Duane, pero expresar su condolencia a un magnetófono era superior a sus fuerzas. Dejó a Lawrence trabajando con el modelo, sacando la lengua y casi bizqueando de concentración, y fue calle abajo en bicicleta hasta la casa de Mike.

– ¡Iauquí! -gritó Dale, saltando de la bici y dejando que rodase sola unos metros antes de caer sobre la hierba.

– ¡Quiauí! -respondió Mike desde el arce gigantesco que extendía sus ramas sobre la calle.

Dale retrocedió, subió los pocos peldaños de la casa arbórea instalada a cuatro metros y medio de altura y continuó trepando entre las ramas hacia la más alta y secreta plataforma, a diez metros más arriba. Mike estaba sentado con la espalda apoyada en uno de los troncos divergentes y las piernas colgando sobre las tablas de aquélla. Dale acabó de subir y se sentó reclinando la espalda en el otro tronco. Miró hacia abajo, pero el suelo se perdía detrás de las hojas y comprendió que los dos eran invisibles desde abajo.

– Hola -dijo-, acabo de enterarme…

– Sí -dijo Mike. Estaba chupando un largo tallo de hierba-. Yo me he enterado hace un rato. Pensaba ir a hablar contigo. Tú conoces a Duane más que yo.

Dale asintió con la cabeza. Duane y él se habían hecho amigos cuando estudiaban cuarto al descubrir su interés común por los libros y los cohetes. Pero Dale había soñado en los cohetes; Duane los había construido. Dale era un lector precoz; había leído La Isla del Tesoro y el verdadero Robinson Crusoe cuando estaba en cuarto. Pero la lista de lecturas de Duane era increíble. Sin embargo los dos habían seguido siendo amigos, pasando juntos los períodos de descanso, viéndose algunas veces durante el verano. Dale creía que él podía ser la única persona a quien Duane había hablado de su ambición de convertirse en escritor.

– No he obtenido respuesta -dijo Dale. Hizo un raro ademán-. Le telefoneé.

Mike estudió el tallo de hierba que estaba chupando y lo dejó caer sobre la capa de hojas, a cuatro metros y medio debajo de ellos.

– Sí. Mi madre también llamó esta tarde. Le contestó aquella máquina. Va a ir allí más tarde, con unas cuantas señoras, para llevar comida. Probablemente también irá tu madre.

Dale asintió de nuevo. En Elm Haven o sus aledaños, una muerte significaba que un batallón de mujeres descenderían como valquirias llevando comida. «Duane me habló de las valquirias.» Dale no podía recordar exactamente lo que hacían las valquirias, pero sí que bajaban cuando alguien moría.

– Sólo vi a su tío un par de veces -dijo-. Era muy amable. Inteligente y amable. No quisquilloso como el padre de Duane.

– El padre de Duane es alcohólico -dijo Mike.

El tono de su voz expresaba que no era un juicio ni una crítica, sino sólo la declaración de un hecho. Dale se encogió de hombros.

– Su tío tiene… tenía los cabellos blancos y llevaba barba también blanca. Hablé con él una vez, cuando yo estaba jugando en la finca, y me pareció… raro.

Mike arrancó una hoja y empezó a romperla.

– Creo que la señora Somerset dijo a mi madre que la señora Taylor había dicho que al hombre le atravesó alguna cosa del volante y quedó destrozado. Dijo que la señora Taylor había dicho que no podría estar en un ataúd abierto. Y también dijo que el padre de Duane fue a la funeraria y amenazó al señor Taylor con hacerle un ojo del culo nuevo si tocaba el cuerpo de su hermano. Quiero decir el cuerpo del hermano del señor McBride.

Dale arrancó también una hoja. Asintió con la cabeza. No había oído nunca lo de «hacer un ojo del culo nuevo» y tuvo que esforzarse para no sonreír. Era una buena frase. Entonces recordó de qué estaban hablando, y se le fueron las ganas de sonreír.

– El padre Cavanaugh fue a la funeraria -iba diciendo Mike-. Nadie sabía la religión que profesaba el señor McBride, el tío, y el padre C. le dio la extremaunción por si acaso.

– ¿Qué es la extrema… o lo que sea? -preguntó Dale.

Terminó con la hoja y empezó con otra. Pasaron algunas niñas por debajo, sin sospechar que había alguien que hablaba en voz baja a doce metros encima de ellas.

– El último rito -dijo Mike.

Dale asintió con la cabeza, aunque se quedó tan a oscuras como antes. Los católicos tenían muchas cosas extrañas y se figuraban que todo el mundo sabía lo que eran. Cuando estaban en cuarto, Dale había visto que Gerry Daysinger se burlaba del rosario de Mike; se lo colgó del cuello, se puso a bailar y se burló de Mike por llevar un collar. Mike no dijo nada; simplemente derribó a Daysinger, se sentó sobre su pecho y le quitó cuidadosamente el rosario. Desde entonces nadie había vuelto a burlarse de Mike por esto.

– El padre C. estaba allí cuando llegó el padre de Duane -siguió diciendo Mike-, pero éste no quiso hablar de nada. Sólo dijo al señor Taylor que se guardase de tocar a su hermano con sus sucias manos, y le indicó dónde tenía que enviar el cadáver para la incineración.

– La incineración -murmuró Dale.

– Es cuando te queman en vez de enterrarte.

– Ya lo sé, tonto -saltó Dale-. Sólo que… me sorprendió -Y se dio cuenta de que también había sentido alivio. En los últimos quince minutos, parte de su mente había estado imaginando que tendría que ir a las exequias en la funeraria, ver al cadáver allí, sentarse con Duane. Pero la incineración…, no era unas exequias, ¿verdad?

– ¿Cuándo será? -preguntó-. La incineración.

Era una palabra importante, definitiva.

Mike se encogió de hombros.

– ¿Quieres que vayamos a verlo?

– A ver, ¿a quién? -preguntó Dale.

Sabía que Digger Taylor a veces introducía a sus amigos en el cuarto de los ataúdes antes de la ceremonia y les mostraba cadáveres. Chuck Sperling se jactó una vez de que él y Digger habían visto a la señora Duggan cuando la habían tendido desnuda en la sala de embalsamamiento.

– ¿A quién? A Duane, desde luego -dijo Mike-. ¿A quién más crees que deberíamos ir a ver, estúpido?

Dale estrujó lo que quedaba de la hoja y trató de enjugarse la savia de la mano. Miró de reojo el cielo, a través del ya menos espeso dosel que les cubría.

– Pronto se hará de noche.

– No. Nos quedan un par de horas. Esta semana los días son más largos que en cualquier otra época del año. Lo único que pasa es que esta tarde el cielo está nublado.

Dale pensó en el largo pedaleo hasta la casa de Duane. Recordó lo que había dicho éste del día en que el camión de recogida de animales muertos había tratado de atropellarle. Ellos tendrían que ir por la misma carretera. Pensó en que tendría que hablar con el señor McBride y con las otras personas mayores que estuviesen allí. ¿Había algo más desagradable que visitar a alguien después de una muerte?

– Está bien -dijo-. Vamos allá.

Bajaron del árbol, agarraron sus bicis y se dirigieron al pueblo. El cielo estaba casi negro, como anunciando una tormenta. El aire se hallaba absolutamente en calma. A medio camino hacia la Seis del condado se hizo visible un vehículo delante de ellos entre una nube de polvo. Dale y Mike se arrimaron a la derecha, casi metiéndose en la cuneta, para dejarlo pasar.

Eran Duane y su padre que iban con su camioneta en la otra dirección. El vehículo no se detuvo.


Duane vio a sus dos amigos en sus bicis e imaginó que probablemente se dirigían a su casa para verle. Miró por encima del hombro a tiempo de observar que se detenían y se quedaban plantados, mirando unos segundos hacia el vehículo, antes de que les envolviese la nube de polvo. El viejo ni siquiera se había fijado en Mike y Dale. Duane no dijo nada.

No le había resultado fácil convencer al viejo de que el libro era muy importante y que tenían que ir a buscarlo aquella misma noche. Duane le había hecho escuchar la cinta.

– ¿Qué diablos significa todo esto? -había preguntado el viejo, que estaba terriblemente deprimido desde que había vuelto de la funeraria de Taylor.

Duane vaciló sólo un segundo. Podía contárselo todo a su padre, como se lo había contado al tío Art. Pero no era el momento adecuado. La cuestión de la Campana Borgia parecía una tontería ante la realidad de la pérdida que el viejo y él estaban lamentando. Duane explicó que el tío Art y él habían estado investigando esta campana, un artefacto que había traído de Europa uno de los Ashley-Montague y que parecía que todo el mundo había olvidado. Duane procuró que sonara como algo entretenido, uno de los innumerables proyectos que había compartido con el tío Art, como aquella vez que se habían vuelto locos por la astronomía y habían construido sus propios telescopios, o el otoño en que habían tratado de construir todos los aparatos que había diseñado Leonardo da Vinci. Esta clase de cosas.

El viejo lo comprendió, pero no vio la urgencia de ir de nuevo esta noche al pueblo para examinar el destrozado Cadillac. Duane sabía que su sobriedad temporal le estaba atormentando como alfileres de acero. También sabía que si dejaba que el viejo se perdiese de vista en la taberna de Carl o en la del Arbol Negro, tardaría días en volver a verlo. Las tabernas estaban oficialmente cerradas los domingos, pero algunos clientes entraban con bastante facilidad por la puerta de atrás.

– Tal vez yo podría ir en busca del libro mientras tú compras una botella de vino o de algo parecido -dijo Duane-. Ya sabes, para brindar esta noche por la memoria del tío Art.

El viejo le miró airadamente, pero poco a poco se relajaron sus facciones. Raras veces aceptaba un compromiso, pero si era bueno no dejaba de advertirlo. Duane sabía que había estado luchando entre la necesidad de no beber hasta que se tomasen todas las medidas referentes al tío Art, y la imperiosa necesidad de empinar el codo.

– Está bien -dijo el viejo-. Echaremos un vistazo y compraré algo para llevar a casa. También tú podrás brindar por él.

Duane asintió con la cabeza. Lo único que temía en la vida, hasta ahora, era el alcohol. Tenía miedo de que fuese una enfermedad de familia y una copa pudiese hacerle pasar de la raya y crear en él el hábito que había esclavizado a su padre durante más de treinta años. Pero había asentido y se habían dirigido a la ciudad después de mirar una comida que ninguno de ellos había tocado.

El Texaco de Ernie estaba cerrado. Generalmente cerraba a las cuatro de la tarde los domingos, y hoy no era una excepción. Había tres coches destrozados en la parte de atrás, pero ningún Caddy. Duane refirió al viejo lo que había dicho el sheriff sobre Congden.

Su padre volvió la cabeza, pero no antes de que Duane le oyese murmurar contra «ese maldito ladrón hijo de puta capitalista».

Old Central estaba envuelto en sombras cuando pasaron por delante al subir por la Segunda Avenida y torcer por Depot Street. Duane vio que los padres de Dale Stewart estaban sentados en su largo porche y que cambiaban de posición al reconocerle. Continuaron hacia el oeste por Depot y más allá de Broad.

El Chevy negro de Congden no estaba en el patio ni aparcado en los fangosos surcos que podían haber sido un paseo alrededor de los lados de la destartalada casa. El viejo llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta, salvo los furiosos ladridos del que parecía ser un perro muy grande. Duane siguió a su padre hacia la parte de atrás de la casa y a través de un herboso solar lleno de muelles, latas de cerveza, una vieja lavadora y una serie de cosas enmohecidas, detrás de un pequeño cobertizo.

Había ocho automóviles. Dos de ellos estaban sobre bloques y daban la impresión de que podían ser reconstruidos algún día; los otros estaban tirados sobre las altas hierbas, como cadáveres de metal. El Cadillac de tío Art era el que estaba más cerca del cobertizo.

– No te metas en él -dijo el viejo. Había algo extraño en su tono de voz-. Si ves el libro allí, yo lo sacaré.

De nuevo sobre sus ruedas, los desperfectos del coche eran todavía más evidentes. El techo estaba aplastado casi hasta el nivel de las portezuelas. Incluso desde el lado correspondiente al pasajero, donde se hallaban, podía verse que el pesado automóvil se había torcido sobre su propio eje a consecuencia del choque contra el puente. El capó había desaparecido, y Congden o alguien había ya desparramado partes del motor sobre la hierba. Duane pasó hacia el lado del conductor.

– Papá.

El viejo se acercó a él y miró también. Faltaban la portezuela del conductor y la izquierda de atrás.

– Estaban en su sitio cuando sacaron el coche del agua -dijo Duane-. Le dije al sheriff que se fijara en la raya de pintura roja.

– Ya me acuerdo.

El viejo cogió una vara de metal y empezó a hurgar entre las hierbas, que eran altas hasta la cintura, como si allí pudiese encontrar las portezuelas.

Duane se agachó y miró el interior del coche; después pasó detrás de él para observar a través de la abertura dejada por la portezuela de atrás. Abrió la del lado derecho y se inclinó sobre lo que quedaba del asiento posterior.

Metal retorcido. Tapicería desgarrada. Muelles. Tejido y material aislante del techo, colgando como estalactitas. Cristales rotos. Olor a sangre, a gasolina y a líquido de transmisión. Ningún libro.

El viejo volvió.

– Ni rastro de las portezuelas. ¿Has encontrado lo que buscabas?

Duane sacudió la cabeza.

– Tenemos que volver al lugar del accidente.

– No. -El tono de la voz de su padre le indicó a Duane que no habría discusión posible-. Esta noche no.

Duane se volvió, sintiendo que le caía un gran peso sobre sus hombros, algo todavía más pesado que el agudo dolor que ya sentía. Miró alrededor del cobertizo, pensando en la noche que le esperaba en compañía del viejo y de una botella. El trato no había servido para nada.

Tenía las manos en los bolsillos cuando dobló la esquina del cobertizo. El perro saltó sobre él antes de que pudiese sacarlas.

Al principio, Duane no supo que era un perro. No era más que algo enorme Y negro que lanzaba unos gruñidos como no había oído en su vida. Entonces aquella cosa saltó, con los dientes brillándole a nivel de los ojos del muchacho, y Duane cayó atrás sobre muelles y cristales rotos, con la masa del cuerpo del perro lanzándose sobre él y retorciéndose, gruñendo y arremetiendo para alcanzarle.

En aquel segundo, sobre el sucio suelo, con las manos ahora libres pero arañadas y vacías, Duane supo una vez más lo que era enfrentarse con la muerte. Pareció que el tiempo se detenía y que Duane se paralizaba en él. Sólo el enorme perro podía moverse, tan deprisa que no era más que un borrón negro, y lo hacía hacia Duane, alzándose sobre él, mostrando sólo dientes y saliva al abrir la enorme boca para morder el cuello de Duane McBride.

El viejo se colocó entre el perro y su hijo caído y golpeó. La vara alcanzó al doberman en las costillas y le lanzó tres metros atrás en dirección a la casa. El aullido del animal sonó como un cambio de marchas estropeado.

– Levántate -jadeó el viejo, agachándose entre Duane y el perro, que Ya se había puesto en pie.

Duane no sabía si su padre hablaba con él o con el doberman.

Se había puesto de rodillas cuando el animal atacó de nuevo. Esta vez tenía que pasar por encima del viejo para llegar hasta el muchacho, que al parecer era lo que se proponía hacer cuando saltó con un gruñido que hizo que a Duane se le aflojasen las tripas.

El viejo hizo una pirueta, sujetó la vara con ambas manos, dejó que el perro volase junto a él y levantó la vara de metal. A Duane le pareció un bateador golpeando una pelota alta y corta hacia un campo lejano.

La barra alcanzó al doberman debajo de la mandíbula, le torció la cabeza hacia atrás en una posición imposible que hizo dar a la bestia un perfecto salto mortal de espaldas antes de estrellarse contra la pared del cobertizo y resbalar hasta el suelo.

Duane se puso en pie y se alejó del animal tambaleándose, pero esta vez el doberman no se levantó. El viejo se acercó a él y le dio una patada debajo de la mandíbula, y la cabeza del perro osciló como algo sujeto por una cuerda floja. Tenía los ojos muy abiertos Y la muerte los estaba ya nublando.

– Menuda sorpresa se va a llevar el señor Congden -comentó Duane pensando que lo mejor sería tomárselo a broma.

– Que se joda -dijo el viejo, pero no había pasión en su voz. Parecía casi relajado por primera vez desde que el coche del sheriff se había detenido en el camino de su casa ocho horas antes-. No te separes de mí.

Sin soltar la barra, el viejo dio la vuelta alrededor de la casa y volvió a llamar a la puerta principal. Seguía cerrada. Nadie respondió a la llamada.

– ¿Oyes algo? -dijo, acariciando la barra de metal.

Duane sacudió la cabeza.

– Yo tampoco -dijo su padre.

Entonces Duane cayó en la cuenta. O el perro que estaba dentro de la casa se había quedado sordo de repente, o era el mismo que yacía muerto en el patio de atrás. Alguien le había dejado salir.

El viejo se dirigió a la acera y miró arriba y abajo de Depot Street. Era casi de noche debajo de los árboles. Un trueno, en el este, anunció tormenta.

– Vamos, Duanie -dijo el viejo-. Mañana encontraremos tu libro.

Estaban cerca de la torre del agua, y Duane casi había dejado de temblar cuando recordó una cosa.

– Tu botella -dijo, maldiciéndose por recordárselo a su padre, pero al mismo tiempo pensando que se la merecía.

– ¡Al diablo la botella! -El viejo miró a Duane Y sonrió ligeramente-. Brindaremos por Art con Pepsi. Es lo que él y tú solíais beber siempre, ¿no? Brindaremos por él y contaremos anécdotas suyas, y celebraremos un verdadero velatorio. Después nos acostaremos temprano, para que mañana podamos arreglar algunas cosas que necesitan arreglo. ¿De acuerdo?

Duane asintió con la cabeza.


Jim Harlen volvió del hospital a casa el domingo, exactamente al cabo de una semana de ser hospitalizado. Llevaba el brazo izquierdo escayolado, y la cabeza y las costillas vendadas; tenía ojos de mapache, por la pérdida de sangre, y todavía estaba en tratamiento por el dolor. Pero el médico y su madre decidieron que ya era hora de que volviese a casa.

Harlen no quería ir a casa.

No quería acordarse del accidente. Recordaba más de lo que reconocía: que se había ido del cine gratuito aquel sábado, que había seguido a la vieja Double-Butt y que había decidido escalar el colegio para mirar en su interior. Pero no podía recordar la caída, ni lo que la había causado. Cada noche que había pasado en el hospital había tenido pesadillas y se había despertado jadeando, palpitándole el corazón y la cabeza, agarrado a la barandilla de metal de la cama para sostenerse. Las primeras noches su madre había estado allí; poco después aprendió a llamar a la enfermera para tener una persona mayor en la habitación. Las enfermeras, sobre todo la señora Carpenter, que era la mayor, le complacían y se quedaban en el cuarto, acariciándole a veces los cortos cabellos hasta que se dormía de nuevo.

Harlen no recordaba los sueños que le hacían gritar cuando se despertaba, pero sí la impresión que le dejaban y que era suficiente para que se sintiese mareado y se le pusiese la carne de gallina. El hecho de volver a casa le causaba una impresión parecida.

Un amigo de su madre a quien no había visto nunca les llevó a casa, tumbado el chico en el asiento de atrás del automóvil. Se sentía tonto e impotente con la escayola, y tenía que levantar la cabeza de las almohadas para ver deslizarse el paisaje. Cada kilómetro del viaje de quince minutos, desde Oak Hill hasta Elm Haven, parecía absorber luz, como si el coche se adentrase en una zona de oscuridad.

– Parece que va a llover -dijo el amigo de su madre-. Realmente las mieses lo necesitan.

Harlen gruñó. Fuese quien fuere aquel estúpido -Harlen había olvidado ya el nombre que había dicho su madre al presentárselo, con la misma naturalidad que si fuese un viejo amigo de la familia a quien Harlen debía aprender a conocer y apreciar-, desde luego no era un agricultor. El limpio y reluciente automóvil, un Woody, las manos suaves y el traje de tweed de ciudad, daban prueba de ello. Aquel papanatas probablemente no sabía ni le importaba si las mieses necesitaban lluvia o abono.

Llegaron a casa a eso de las seis -su madre tenía que recogerlo a las dos, pero lo hizo horas más tarde- y aquel tipo dio un gran espectáculo al ayudar a Harlen a subir a su habitación, como si tuviese rotas las piernas en vez de un brazo. Harlen tuvo que reconocer que el ejercicio de subir la escalera le mareaba. Se sentó en la cama, mirando a su alrededor, sintiéndose muy extraño en su habitación, y trató de aliviar el dolor de cabeza pestañeando, mientras su madre bajaba corriendo la escalera en busca del medicamento. Harlen pudo oír una conversación en voz baja seguida de un largo silencio. Se imaginó el beso, se imaginó al papanatas introduciendo la vieja lengua y a su madre doblando la pierna derecha hacia arriba y atrás, haciendo oscilar el zapato de alto tacón, como hacía siempre que daba el beso de buenas noches a sus amigos, mientras Harlen la observaba desde la ventana de su habitación.

Una luz amarilla y enfermiza que entraba por la ventana tiñó la estancia de un color de azufre. De pronto comprendió por qué su habitación le había parecido tan extraña: su madre la había limpiado. Había quitado los montones de ropas, las pilas de tebeos, los soldados de juguete y los trenes rotos, los trastos polvorientos de debajo de su cama, e incluso los viejos ejemplares de Boy's Life amontonados desde hacía años en el rincón. Con una punzada de culpabilidad, Harlen se preguntó si ella habría limpiado su armario y habría encontrado las revistas de desnudos. Iba a levantarse para comprobarlo, pero el mareo y el dolor de cabeza le hicieron tumbarse de nuevo sobre la almohada. ¡Qué más daba! A todos sus dolores se añadió el que sentía en el brazo todas las tardes y que le calaba hasta los huesos. ¡Le habían puesto un clavo de acero! Cerró los ojos y trató de imaginarse un clavo del tamaño de los de la vía férrea a través de su fracturado húmero.

«Mi húmero no tiene nada de humorístico», pensó Jim Harlen y se dio cuenta de que estaba peligrosamente cerca de romper a llorar. «¿Dónde coño estará mi madre? O mejor dicho, ¿dónde coño estará jodiendo?»

Su madre entró en la habitación, muy animada y satisfecha por tener a su pequeño Jimmy en casa. Harlen advirtió la capa de maquillaje en sus mejillas. Y el perfume no era como el suave olor a flores de las enfermeras que le cuidaban por la noche; olía como algún animal almizcleño nocturno. Tal vez un visón, o una comadreja en celo.

– Tómate las pastillas. Yo voy a preparar la cena -dijo.

Le dio el frasco de las pastillas y no el platito que utilizaban las enfermeras para poner la dosis. Harlen se tragó tres píldoras de codeína, en vez de una que debía tomar. «Que se joda el dolor.» Su madre estaba demasiado ocupada trajinando en la habitación, mullendo almohadas y deshaciendo su maleta de hospital, para darse cuenta de cuántas pastillas tomaba. Si iba a armar jaleo por lo de las revistas porno, pensó Harlen, lo había dejado para otro día.

Esto le parecía bien. No importaba que quemase la cena que estaba preparando -cocinaba un par de veces al año y siempre era un desastre-, porque Harlen sentía ya el efecto entumecedor del medicamento y estaba presto a sumergirse en el agradable y cálido espacio sin paredes donde había pasado tanto tiempo en los primeros días de estancia en el hospital, cuando le habían administrado los calmantes más fuertes contra el dolor.

Preguntó algo a su madre.

– ¿Qué, querido?

Se interrumpió al colgar la ropa de la maleta, y Harlen se dio cuenta de que su voz había sonado bastante estropajosa. Repitió de nuevo la pregunta:

– ¿Han venido mis amigos?

– ¿Tus amigos? Pues sí, querido; estaban muy preocupados y dijeron que te mejoraras.

– ¿Quiénes?

– ¿Perdón, querido?

– ¿Quiénes? -gritó Harlen, y después se esforzó en bajar la voz-. ¿Quiénes vinieron?

– Bueno, tú dijiste que aquel simpático campesino…, ¿cómo se llama?, Donald, fue al hospital la semana pasada…

– Duane -dijo Harlen-. Y no es un amigo. Es un chico del campo que tiene paja detrás de las orejas. Quiero decir que quién vino a casa a preguntar por mí.

Su madre frunció el entrecejo y se frotó los dedos, como hacía siempre que estaba nerviosa. Harlen pensó que el brillante esmalte rojo de las uñas hacía que sus dedos blancos pareciesen terminar en tocones ensangrentados. La idea le hizo gracia.

– ¿Quiénes? -dijo-. ¿O'Rourke? ¿Stewart? ¿Daysinger? ¿Grumbacher?

Su madre suspiró.

– No puedo recordar los nombres de tus amiguitos, Jimmy, pero tuve noticias de ellos. Al menos por sus madres. Todas están muy preocupadas. Aquella amable señora que trabaja en la cooperativa estaba especialmente interesada.

– La señora O'Rourke. -Harlen suspiró-. Pero ¿no han venido Mike o los muchachos?

Ella plegó bajo el brazo los pijamas de hospital, como si fuese de primordial importancia el limpiarlos. Como si sus pijamas y calzoncillos sucios no hubiesen estado tirados en el suelo de esta misma habitación durante semanas, antes de que ingresara en el hospital.

– Estoy segura de que han venido, querido, pero yo he estado bueno, muy ocupada, teniendo que pasar tanto tiempo en el hospital y cuidar de… otras cosas.

Harlen trató de volverse sobre el costado derecho; la escayola era una engorrosa protuberancia en el lado izquierdo, doblada en el codo pero pesada y rígida. El chico sintió que la codeína empezaba a surtir efecto. Tal vez podría engatusar a su madre para que le dejase todo el frasco y él mismo pudiese cuidar de su dolor. A los médicos no les importaba que uno sufriese; no les afectaba que uno se despertase por la noche asustado y sintiéndose tan mal que le entraran deseos de orinarse encima. Incluso a las buenas enfermeras que olían tan bien les importaba un bledo; venían cuando uno las llamaba, pero se alejaban haciendo chirriar los zapatos por el pasillo embaldosado cuando salían de servicio y se iban a casa a acostarse con algún fulano.

Su madre le besó. Olía a la misma colonia del papanatas. volvió la cara hacia el otro lado antes de que aquel olor y el del humo de sus cigarrillos le mareasen.

– Ahora duerme bien, querido.

Le arrebujó como cuando era pequeño, pero la escayola no se adaptaba bien a las sábanas y tuvo que envolverla con éstas, como si se tratara de un árbol de Navidad. Harlen flotaba en el súbito alivio del dolor, en esa insensibilidad que hacía que se sintiese más vivo que en toda la semana.

Todavía no era de noche. A Harlen le gustaba quedarse dormido cuando era de día…, era la maldita oscuridad lo que aborrecía. Podría dormir un rato antes de que se despertase para su mudo servicio de centinela. Tratando de estar alerta, para el caso de que viniese aquello.

Para el caso de que viniese, ¿eh?

El medicamento parecía liberar su mente, como si las barreras de lo que había ocurrido, de lo que había visto, estuviesen a punto de derrumbarse; como si las cortinas estuviesen a punto de descorrerse.

Harlen trató de darse la vuelta, tropezó con la escayola y gimió nerviosamente, sintiendo el dolor como algo separado de él, como un perro pequeño pero insistente que le tirase de la manga. No dejaría que se derrumbasen las barreras, que se abrieran las cortinas. No quería que volviese aquello que le despertaba cada noche, sudoroso y con el corazón palpitándole.

Que se fueran a la porra O'Rourke, Stewart, Daysinger y los demás. Que se fueran todos a la porra. No eran verdaderos amigos. ¿Quién los necesitaba? Harlen odiaba todo el maldito pueblo, con sus gordos y malditos vecinos y sus malditos y estúpidos muchachos. y el colegio.

Jim Harlen se sumió en un sopor agitado. La sulfurosa luz amarilla se volvió roja sobre el papel de la pared, antes de desvanecerse en la oscuridad y mientras se oía acercarse la tormenta.


Una hora antes del anochecer, a varias manzanas al este de Depot Street, Dale y Lawrence estaban sentados en la baranda del porche observando los relámpagos de calor que iluminaban el oscuro cielo. Sus padres descansaban en los sillones de mimbre del porche. Cada vez que brillaba un relámpago silencioso, Old Central se dejaba ver a través de la cortina de olmos al otro lado de la calle, con sus paredes de piedra y de ladrillos pintadas de un azul eléctrico por el resplandor. El aire estaba inmóvil porque no había llegado aún el viento que precedía a la tormenta.

– No parece que se esté preparando un tornado -dijo el padre de Dale.

Su madre bebió un poco de limonada y permaneció en silencio. El aire se iba haciendo cada vez más pesado a medida que se acercaba la tormenta. La mujer se estremecía ligeramente cada vez que los silenciosos relámpagos iluminaban el colegio, el patio de recreo y la Segunda Avenida, que se extendía hacia el sur en dirección a la Hard Road. Dale estaba fascinado por las súbitas explosiones de luz y por el extraño color que impartía a la hierba, las casas, los árboles y el asfalto de las calles. Era como si estuviesen viendo una película en blanco y negro en la tele, y de pronto apareciese en color, al menos con intermitencias.

Los relámpagos recorrían los horizontes oriental y meridional, centelleando sobre las copas de los árboles como una intensa aurora boreal. Dale recordó relatos de su tío Henry sobre los bombardeos de artillería en la Primera Guerra Mundial. El padre de Dale había servido en Europa durante la guerra más reciente, pero nunca hablaba de ello.

– Mira -dijo Lawrence en voz baja, señalando hacia el patio de recreo del colegio.

Dale se inclinó hacia delante para seguir la dirección que indicaba su hermano con el brazo. Cuando resplandeció otro relámpago, vio el surco a través del patio de recreo. Se habían visto algunos de estos surcos después de terminado el curso, como si alguien estuviese instalando tuberías. Pero ni Dale ni nadie de su familia habían visto trabajar a hombres allí durante el día. ¿Y por qué instalaban tuberías en un colegio que cualquier día sería derribado?

– Vamos -murmuró Dale, y él y su hermano saltaron de la baranda a los escalones de tierra, y de los escalones al jardín de delante

– ¡No vayáis lejos! -gritó su madre-. Va a llover.

– No nos alejaremos -dijo Dale por encima del hombro.

Cruzaron trotando Depot Street, saltando sobre las bajas y herbosas cunetas que sustituían a los desagües en caso de tormenta, y corrieron debajo de las ramas extendidas del gigantesco olmo centinela del otro lado de la calle

Dale miró a su alrededor y se dio cuenta por primera vez de la sólida barrera que constituían los olmos gigantescos. Caminar entre ellos para pasar al patio de recreo era como cruzar la muralla de una fortaleza para entrar en el patio de un castillo.

Y Old Central parecía un castillo encantado aquella noche. La luz de los relámpagos era reflejada por las ventanas no entabladas de las buhardillas. La piedra y los ladrillos parecían extrañamente verdosos bajo aquella luz. El arco de la entrada cubría solamente oscuridad.

– Mira -dijo Lawrence.

Se había detenido a menos de dos metros del surco parecido a una topera que cruzaba el campo de juego. Era como si alguien hubiese tendido una tubería desde el colegio -Dale pudo ver que el abultado surco llegaba hasta los ladrillos próximos a una ventana del sótano- hacia la segunda base y en dirección al montículo del pitcher. Pero se había detenido a mitad de camino en el campo de béisbol.

Dale se volvió y miró en la dirección que tomaría aquel surco si seguía extendiéndose. Era la del porche principal de su casa, a treinta metros de distancia.

Lawrence lanzó un grito y saltó atrás. Dale giró sobre sus talones.

Al iluminarse brevemente el cielo, Dale observó que el suelo se abultaba, que se elevaban terrones con hierba y que la larga línea de aquel abultamiento se extendía otros seis palmos y se detenía a menos de un metro de sus zapatos.


Mike O'Rourke estaba dando de comer a Memo, mientras brillaban los relámpagos detrás de la cortina. Dar de comer a la anciana no era agradable: su garganta y su aparato digestivo funcionaban hasta cierto punto; en otro caso no habrían podido cuidar de ella en casa y habrían tenido que llevarla a una clínica de Oak Hill. Pero sólo podía comer alimentos para niños, y tenían que abrirle Y cerrarle la boca antes y después de cada bocado. Parecía engullir a la fuerza para no ahogarse. Invariablemente, buena parte de la comida terminaba en la barbilla de la abuela y en la ancha servilleta que le ataban al cuello.

Pero Mike seguía con paciencia la operación, hablándole de pequeñas cosas, como las noticias del periódico del domingo, la lluvia inminente y las hazañas de sus hermanas, durante los largos intervalos entre las cucharadas.

De pronto, entre dos bocados, Memo abrió mucho los ojos y empezó a pestañear rápidamente, tratando de comunicar algo. Mike lamentaba a menudo que ella y la familia no hubiesen aprendido el alfabeto Morse antes del ataque; pero ¿cómo habían de pensar entonces que lo necesitaría? Ahora que pestañeaba la anciana, habría sido muy oportuno detenerse, pestañear y detenerse de nuevo a intervalos.

– ¿Qué pasa, Memo? -murmuró Mike, acercándose más a ella y limpiándole el mentón con la servilleta.

Miró por encima del hombro, casi esperando ver una sombra oscura en la ventana. Pero sólo había oscuridad entre las cortinas, y después el súbito resplandor de un relámpago que iluminó las hojas del tilo y los campos del otro lado de la calle.

– Todo está bien -dijo Mike a media voz, ofreciendo otra cucharada de puré de zanahoria a su abuela.

Evidentemente, no todo estaba bien. El pestañeo de Memo se hizo más agitado y los músculos de su garganta trabajaron tan rápidamente que Mike temió que iba a regurgitar la comida de la tarde. Se acercó más a ella, para asegurarse de que no se ahogaba; pero pareció que respiraba bien. El pestañeo se hizo frenético. Mike se preguntó Si iba a tener otro ataque, si esta vez se moriría. Pero no llamó a sus padres. La quietud exterior que precedía a la tormenta había dominado de algún modo sus movimientos y emociones, sujetándole a su silla al inclinarse hacia Memo con la cuchara extendida.

El pestañeo cesó y Memo abrió mucho los ojos. En el mismo instante, algo rascó las tablas del suelo de la vieja casa -Mike sabía que allí no había nada salvo un pequeño hueco- y el ruido sonó debajo del suelo de la cocina, en la esquina sudoeste de la casa; después cambió de sitio, pasando, más rápidamente de lo que podían correr un perro o un gato, de la cocina a un rincón del cuarto de estar y un trozo del pasillo, y debajo del suelo del salón -la habitación de Memo-, de los pies de Mike y de la maciza cama de cobre amarillo donde yacía la anciana.

Mike miró debajo de su brazo todavía extendido, entre sus zapatos sobre la raída alfombra. El ruido era tan fuerte como si alguien se hubiese deslizado debajo de la casa en una carretilla, con un cuchillo largo o una barra de metal, y arañase todos los clavos y abrazaderas de debajo de las viejas tablas. El ruido se convirtió en un repiqueteo, como si la hoja del cuchillo se utilizase para romper las tablas entre las bambas de Mike.

Miró hacia abajo, boquiabierto, esperando que aquello se abriese paso entre las tablas del suelo. Se imaginó que aparecían unos dedos como cuchillos y que le agarraban una pierna. Le bastó una mirada para ver que Memo había cerrado los ojos tan fuerte como podía. De pronto, inmediatamente, cesó el ruido y Mike recobró la voz.

– ¡Mamá! ¡Papá! ¡Peg!

Estaba gritando, pero no chillando del todo. La mano que sostenía la cuchara continuaba extendida, pero ahora temblaba.

Su padre vino del cuarto de baño, que estaba al otro lado del pasillo, con los tirantes colgando y la abultada panza y los calzoncillos sobresaliendo de la pretina del pantalón. Su madre acudió desde su habitación, ciñéndose la vieja bata. Unas pisadas en la escalera anunciaron no a Peg sino a Mary, que se apoyó en la jamba de la puerta para mirar dentro del salón.

Todos le acribillaron a preguntas.

– ¿A qué vienen esos gritos? -repitió su padre, cuando se hizo una pausa.

Mike les miró sucesivamente.

– ¿No lo habéis oído?

– Oído, ¿qué? -preguntó su madre, con una voz que era siempre más áspera de lo que ella pretendía.

Mike miró la alfombra entre sus zapatos. Sentía que había algo allá abajo. Esperando. Miró de nuevo a Memo, que continuaba con el cuerpo rígido y los ojos cerrados con fuerza.

– Un ruido -dijo Mike, dándose cuenta de lo débil que sonaba su voz-. Un ruido terrible debajo de la casa

Su padre sacudió la cabeza y se enjugó las mejillas con una toalla.

– Yo no he oído nada en el cuarto de baño. Seguramente habrá sido uno de esos mal… -Miró a su mujer, que había fruncido el ceño-. Uno de esos dichosos gatos. O tal vez otra mofeta. Voy a coger una linterna y una escoba y lo voy a echar de aquí, sea lo que sea.

– ¡No! -gritó Mike, mucho más fuerte de lo que pretendía. Mary hizo una mueca y sus padres le miraron, intrigados-. Quiero decir que va a llover -dijo-. Esperemos hasta mañana, cuando haya luz. Me meteré ahí y echaré a esa bestia.

– Ten cuidado con las arañas viudas negras -dijo Mary, estremeciéndose y subiendo de nuevo la escalera.

Mike pudo oír una música de rock and roll en su radio.

Su padre volvió al cuarto de baño. La madre entró, acarició la cabeza de Memo, le tocó la mejilla y dijo:

– Parece que mamá se ha dormido. Esperaré aquí y le daré la comida cuando se despierte, si quieres subir a acostarte.

Mike tragó saliva y bajó el brazo tembloroso, apoyándolo sobre una rodilla que tampoco se mantenía demasiado firme. Podía sentir que había algo allá abajo, separado sólo por dos centímetros de madera y una alfombra de cuarenta años. Podía sentirlo ahí, en la oscuridad, esperando a que él se marchase.

– No -dijo a su madre-. Me quedaré hasta que acabemos.

Le dirigió una sonrisa. Ella le tocó la cabeza y volvió a su habitación.

Mike esperó. Al cabo de un momento, Memo abrió los ojos. Fuera, los relámpagos de calor centellearon sin ruido.

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