37

– ¿Queréis que vayamos? -preguntó Kevin por el walkie-talkie. Tanto él como Harlen estaban vestidos y preparados en el dormitorio de Kev.

– No; quedaos donde estáis, a menos que os llamemos -radió Mike desde lo alto de la escalera-. Pulsaremos dos veces el botón de transmisión Si OS necesitamos.

– Entendido.

En el momento en que Mike cortó la comunicación se apagaron las luces de la casa Stewart. Sacó la linterna de la bolsa y dejó ésta sobre el escalón más próximo a la cocina. Dale cogió la linterna que guardaba su padre en un estante cerca del principio de la escalera. La cocina y la casa, delante de la puerta abierta, estaban a oscuras; en el sótano había algo más que oscuridad.

Se oyó un ruido como de algo que escarbaba o se deslizaba.

Dale metió el cartucho del 410, dejó vacío el cañón del 22 y cerró la escopeta. Amartilló el arma. La luz de la linterna iluminó la pared en la curva de la escalera cerca del pie de ésta. Más ruidos como de arañazos sonaron detrás de la esquina.

– Vamos -dijo Dale, sujetando la linterna con una mano y la escopeta firmemente con la otra.

Mike le siguió con su arma y linterna.

Bajaron de un salto los dos últimos y altos escalones, oliendo la humedad del lugar. Delante de ellos, el horno y el tragante proyectaban tuberías como cabellos de Gorgona. El ruido como de deslizamiento sobre piedra procedía de su derecha, a través de la pequeña abertura en la pared.

Sonaba en la carbonera.

Dale entró rápidamente en ella, iluminando con la linterna a la izquierda y a la derecha y después de nuevo atrás, el tragante, las paredes, el pequeño montón de carbón que había quedado del invierno, la pared del norte con su panel al exterior y la tolva del carbón en una esquina, las telarañas en la pared más próxima, y de nuevo el espacio abierto.

Brilló un débil resplandor en el hueco de debajo de la fachada de la casa y del porche: no una luz, no algo tan brillante como una luz, sino una pálida fosforescencia parecida a la de la esfera del reloj de Kevin. Dale se acercó más y proyectó la luz de la linterna en el bajo espacio cubierto de telarañas.

Ocho metros hacia dentro, donde normalmente hubiese debido terminar el hueco al final del porche, la luz de la linterna se reflejó en las estriadas paredes de un agujero de medio metro de diámetro, perfectamente redondo y que seguía emitiendo aquel resplandor verdoso que habían visto desde la carbonera.

Dale dejó sus cosas en la repisa y se metió en el hueco, haciendo caso omiso de las telarañas en su cara al empezar a moverse sobre el húmedo suelo en dirección al túnel.

Mike le agarró de los tobillos.

– Suéltame. Iré tras él.

Mike no discutió; tiró de Dale hacia atrás, hasta que la chaqueta del pijama se deslizó por encima de la repisa de ladrillos.

– ¡Suéltame! -gritó Dale, tratando de liberarse-. ¡Voy a buscarle!

Mike sujetó la cara de su amigo y le impuso silencio, apretándole de espaldas contra la piedra fría.

– Todos iremos a buscarle. Pero esto es lo que ellos esperan que hagas, que te metas en el túnel. O que vayas directamente donde le llevan a él.

– ¿Dónde es? -jadeó Dale, sacudiendo la cabeza, sintiendo todavía la marca de los fuertes dedos de Mike en la mandíbula inferior.

– Traza una línea -dijo Mike, señalando en dirección al túnel.

Dale volvió los ojos turbios hacia la oscuridad. Hacia el sudoeste, por debajo del patio de recreo del colegio…

– Old Central -dijo. Sacudió de nuevo la cabeza-. Lawrence puede estar todavía vivo.

– Tal vez sí. Que nosotros sepamos, nunca se habían llevado a nadie, los habían matado. Quizá le quieren vivo. Probablemente para que nosotros vayamos tras él. -Pulsó el botón de transmisión-. Kev, Harlen, tomad todas vuestras cosas y nos encontraremos delante del surtidor de gasolina dentro de unos tres minutos. Nosotros vamos a vestirnos y salimos para allá.

Dale se volvió en redondo, de manera que la linterna iluminó de nuevo el túnel.

– Está bien, está bien, pero yo iré a buscarle. Iremos al colegio.

– Sí -dijo Mike, iniciando la marcha escaleras arriba, iluminándola con la linterna-. Harlen y tú buscaréis la manera de entrar en la escuela mientras Kevin hace su trabajo. Yo iré por el túnel.

Llegaron al dormitorio y Dale se puso los tejanos, las bambas y un suéter, prescindiendo de sutilezas tales como los calzoncillos y los calcetines.

– Dijiste que ellos esperan que vayamos al colegio o que sigamos el túnel.

– Una cosa u otra -respondió Mike-. No creo que las dos.

– ¿Por qué has de ir tú por el túnel? Él es mi hermano.

– Sí -dijo Mike. Respiró cansadamente-. Pero yo tengo más experiencia en estas cosas.

El señor Ashley-Montague echó un par de tragos más en la parte de atrás de su automóvil mientras se proyectaban las películas de dibujos y los reportajes, pero se apeó cuando empezó la película principal. Era un estreno reciente, muy popular en sus cines de Peoria: La casa Usher, de Roger Corman. La protagonizaba el inevitable villano Vincent Price en el papel de Roderick Usher, pero el filme de horror era mucho mejor que la mayoría de los de su clase. Al señor Ashley-Montague le gustaban sobre todo los rojos y negros predominantes, y los rayos amenazadores que parecían dar relieve a cada piedra de la antigua mansión Usher.

Había terminado el primer rollo cuando estalló la tormenta. El señor Ashley-Montague estaba apoyado en la barandilla del quiosco de música cuando las ramas empezaron a agitarse en lo alto, volaron papeles sobre la hierba del parque y los escasos espectadores se arrebujaron en sus mantas o comenzaron a marcharse para refugiarse en los coches y en sus casas. El millonario miró por encima del tejado del Parkside Café y se alarmó al ver lo bajas y rápidas que parecían las negras nubes al ser iluminadas por los silenciosos relámpagos. Era lo que su madre siempre llamaba «tormenta de brujas», más frecuentes a principios de primavera y finales de otoño que en pleno verano.

En la pantalla, Vincent Price, como Roderick Usher, y su joven visitante, llevaban el pesado ataúd de la hermana de Usher a la cripta familiar llena de telarañas. El señor Ashley-Montague sabía que la muchacha sólo padecía de un ataque de catalepsia, frecuente en la familia; el público también lo sabía, y Poe lo había sabido… ¿Por qué no lo sabía Usher? «Tal vez lo sabe -pensó el señor Ashley-Montague-. Tal vez participa deliberadamente en la acción de enterrar viva a su hermana.»

El primer trueno retumbó sobre los extensos campos del sur del pueblo, subiendo de un rumor subsónico a un repiqueteo como de dientes y terminando con una nota aguda.

– ¿Interrumpimos la sesión, señor? -gritó Tyler desde el proyector.

El chofer-mayordomo se sujetaba la gorra contra el viento. Sólo cuatro o cinco personas permanecían en sus coches o debajo de los árboles del parque para ver la película.

El señor Ashley-Montague miró a la pantalla. El ataúd estaba vibrando; unas uñas arañaban el interior del féretro de bronce. Cuatro plantas más arriba, el oído casi sobrenatural de Roderick Usher captaba todos los sonidos. Vincent Price se estremeció y se tapó los oídos con las manos, gritando algo que se perdió bajo el estruendo de otro trueno.

– No -dijo el señor Ashley-Montague-. Casi ha terminado. Esperemos un poco.

Tyler asintió con la cabeza, visiblemente contrariado, y se levantó el cuello de la chaqueta al arreciar el viento.

– Denissssss. -El susurro procedía de los arbustos de delante del quiosco de música-. Deniiiissssss…

El señor Ashley-Montague frunció el ceño y caminó hasta la barandilla opuesta. No pudo ver a nadie entre los arbustos, aunque el revuelo causado por el viento y la relativa oscuridad que allí reinaba hacía difícil saber si había alguien agazapado entre las altas plantas.

– ¿Quién es? -gritó.

Nadie de Elm Haven se tomaba la libertad de llamarle por su nombre de pila, y pocas personas en otras partes gozaban de este honor.

– Deniiiiissssssss.

Era como si el viento y los arbustos estuviesen susurrando.

El señor Ashley-Montague no tenía intención de bajar allí. Se volvió y chascó los dedos a Tyler.

– Alguien quiere gastarme una broma. Vete a ver quiénes son, y échalos de allí.

Tyler asintió con la cabeza y bajó ágilmente la escalera. Era más viejo de lo que parecía; en realidad había pertenecido a un comando británico en la Segunda Guerra Mundial, al frente de una pequeña unidad especializada en saltar en paracaídas detrás de las líneas japonesas en Birmania y en cualquier otra parte para crear miedo y confusión. La familia de Tyler las había pasado moradas después de la guerra, pero la experiencia del hombre fue el factor principal que tuvo en cuenta el señor Dennis Ashley-Montague para contratarle como mayordomo y guardaespaldas.

En la pantalla, la ancha tela blanca que ondeaba furiosamente al introducirse el viento entre ella y la pared del Parkside café, Vicent Price gritaba que su hermana estaba viva, viva, ¡viva! El joven caballero agarró una linterna y corrió hacia la cripta.

Estalló el primer rayo, iluminando en un instante todo el pueblo con una claridad de estroboscopio y haciendo que el señor Ashley-Montague pestañease ciegamente durante varios segundos. El trueno fue ensordecedor. Los últimos que se habían quedado mirando la película corrieron hacia sus casas o se alejaron en coche para resguardarse de la tormenta. Sólo la limusina del millonario permanecía en la enarenada zona de aparcamiento de detrás del quiosco de música.

El señor Ashley-Montague caminó hasta la parte delantera del quiosco, sintiendo que las primeras gotas frías de lluvia tocaban sus mejillas como lágrimas de hielo.

– ¡Déjelo, Tyler! Carguemos el equipo y…

Fue el reloj de pulsera lo que primero vio, el Rolex de oro de Tyler reflejando la luz del rayo siguiente. Estaba en la muñeca de Tyler, en el suelo, entre los arbustos y el quiosco de música. La muñeca no estaba sujeta a un brazo. Un gran agujero había sido abierto a patadas, a mordiscos, en el enrejado de madera de la base del quiosco. Salían ruidos de aquel agujero.

El señor Ashley-Montague retrocedió hasta la baranda posterior del quiosco de música. Abrió la boca para gritar pero se dio cuenta de que estaba solo: Main Street estaba tan desierta como si fuesen las tres de la madrugada y ni un coche solitario descendía por Hard Road. Sin embargo, quiso gritar; pero los truenos eran ahora casi continuos, superponiéndose los unos a los otros. El cielo parecía una locura de nubes negras iluminadas desde atrás, y el viento era el propio de una tormenta de brujas.

El señor Ashley-Montague miró hacia su limusina aparcada a menos de quince metros. Las ramas se agitaban sobre su cabeza y una de ellas se desgarró y cayó sobre un banco del parque.

«Eso quiere que corra hacia el coche.»

El señor Ashley-Montague sacudió la cabeza y se quedó donde estaba. Se mojaría un poco. Pero la tormenta cesaría en algún momento. Más pronto o más tarde el agente de policía del pueblo o el sheriff del condado o alguien se detendría allí y sentiría curiosidad por saber por qué se estaba proyectando todavía la película bajo la lluvia.

En la pantalla, una mujer de cara blanca, uñas ensangrentadas y una mortaja harapienta caminó por un pasadizo secreto. Vincent Price se puso a gritar.

Debajo del señor Ashley-Montague, el suelo de madera del quiosco de música de setenta y dos años se combó de pronto hacia arriba y se astilló con un ruido que rivalizó con el estampido de los truenos.

El señor Dennis Ashley-Montague tuvo tiempo de lanzar un solo grito antes de que la boca de lamprea, con dientes de quince centímetros, se cerrase sobre sus pantorrillas, debajo de las rodillas, y le arrastrase hacia abajo a través del agujero astillado.

En la pantalla, un plano de la Casa Usher era iluminado desde atrás por relámpagos mucho menos espectaculares que las explosiones reales sobre el Parkside Café.


– Éste es el plan -dijo Mike.

Estaban todos junto al surtidor próximo al cobertizo del camión de Kevin. Las puertas de éste estaban abiertas y también la bomba. Dale llenaba botellas de Coca cola, pero entonces miró hacia arriba.

– Dale y Harlen irán al colegio. ¿Sabéis la manera de entrar en él?

Dale sacudió la cabeza.

– Yo sí -dijo Harlen.

– Muy bien -dijo Mike-. Empezad en el sótano. Yo trataré de reunirme con vosotros allí. Si estoy en alguna otra parte del edificio, gritaré. Si no puedo hacerlo, registrad el lugar por vuestra cuenta.

– ¿Quién tendrá las radios? -preguntó Harlen.

Se había quitado el cabestrillo y podía utilizar los dos brazos, aunque la ligera escayola hacía que el izquierdo se moviese todavía con torpeza.

Mike tendió su radio a Harlen.

– Tú y Kev. Kev, ¿sabes lo que tienes que hacer?

El delgado muchacho asintió con la cabeza, pero después la sacudió.

– En vez de los setecientos litros que habíamos planeado, ¿quieres bombearla toda?

Mike asintió con la cabeza. Estaba introduciendo pistolas de agua debajo del cinto, en la espalda, y llenándose los bolsillos de cartuchos del 410.

Kev cerró un puño.

– ¿Por qué? Sólo dijiste de lanzar un poco sobre las puertas y las ventanas.

– Este plan no daría resultado -dijo Mike. Abrió el arma de su abuela, comprobó que el cartucho estuviese en su sitio y la cerró-. Lo quiero lleno. Si es necesario, entraremos el camión por la puerta de delante.

Señaló a través del patio de recreo del colegio. Se había levantado el viento, los relámpagos rasgaban el cielo, y los olmos centinelas agitaban las gruesas ramas como brazos levantados.

Kevin miró fijamente a Mike.

– ¿Cómo vamos a hacerlo? Hay cuatro o cinco escalones en la entrada principal. Aunque el camión pueda pasar por la puerta, nunca podrá subir los escalones.

Mike señaló a Dale y a Harlen.

– ¿Os acordáis que cuando el año pasado desmontaron el viejo pórtico del oeste, amontonaron unas gruesas tablas junto al depósito de desperdicios?

– Yo sí -dijo Harlen-. Estuve a punto de caer encima de ellas hace unas pocas semanas.

– Pues las colocaremos en la entrada principal de la escuela antes de que entréis. Como una especie de rampa.

– Como una especie… de rampa -le imitó Kevin, mirando el camión cisterna de cuatro toneladas de su padre. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, lo cual era ahora casi continuo, la enorme cuba de acero inoxidable reflejaba el centelleo-. Debéis de estar tomándome el pelo -dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

– Vamos allá -dijo Dale. Empezaba ya a bajar la cuesta hacia el colegio, dejando a los otros atrás-. ¡Vamos!

No había señales del coche de su madre. Todas las luces estaban apagadas en esta parte del pueblo. Sólo Old Central parecía resplandecer con la misma luz enfermiza que iluminaba el interior de las nubes.

Mike dio una palmada en la espalda de Harlen, hizo lo propio con Kevin y trotó hacia la casa de Dale. Éste se había detenido en el otro lado de la calle, mirando a su amigo. Mike oyó que le gritaba algo, pero las palabras fueron ahogadas por el siguiente trueno. Podían haber sido «suerte». O posiblemente «Adiós».

Mike agitó una mano y bajó al sótano de los Stewart.


Dale esperó con impaciencia a Jim Harlen durante medio minuto y entonces subió corriendo por el camino enarenado.

– ¿Vienes o no?

Harlen estaba buscando algo en el cobertizo del camión de Grumbacher.

– Kev dijo que había algunas cuerdas… ¡Oh!, aquí están. -Descolgó dos gruesos rollos de cuerda de unos clavos en los pares-. Apuesto cualquier cosa a que tienen ocho metros de largo cada una.

Se colgó en bandolera los voluminosos rollos sobre los hombros y el pecho.

Dale se volvió en redondo, disgustado. Empezó a correr a través del oscuro patio de recreo, sin preocuparse de que Harlen pudiese seguirle. Lawrence estaba allí, en alguna parte. Como Duane…

– ¿Para qué diablos quieres las cuerdas? -preguntó a éste, Harlen al alcanzarle jadeando después de la corta carrera.

– Si vamos a entrar en ese maldito colegio, quiero tener una manera de salir de él menos violenta que la última vez.

Dale sacudió la cabeza.

El viento arrancaba ramas, que cayeron a su alrededor cuando pasaron por debajo de los olmos. La hierba corta del campo de juego estaba como aplastada por una mano enorme e invisible.

– Mira -murmuró Harlen.

Por todas partes se veían ahora las aristas levantadas por las criaturas excavadoras: abultamientos del suelo que serpenteaban y se cruzaban, tallando en las dos hectáreas y media del patio de recreo una loca geometría de ondas.

Dale metió la mano debajo del cinturón y sacó una pistola de agua, sintiendo al mismo tiempo lo tonto que era hacer eso. Pero se guardó la linterna de Boy Scout en el cinto y sostuvo la pistola de agua con la mano izquierda y la Savage con la derecha.

– ¿Tienes agua mágica de Mike? -murmuró Harlen.

– Agua bendita.

– Lo que sea.

– Vamos -susurró Dale.

Se inclinaron contra el fuerte viento. El cielo era una masa de hirvientes nubes negras perfiladas por la luz verdosa de los relámpagos. Los truenos retumbaban como fuego de cañón.

– Si llueve, esto que Kevin piensa hacer se irá al carajo.

Dale no dijo nada. Pasaron por delante del porche del norte y se pusieron debajo de las ventanas cerradas con tablas. Dale advirtió que el viento había arrancado las de la ventana de vidrios de colores de encima de la entrada; pero estaba demasiado alta para que pudiesen alcanzarla, y doblaron la esquina noroeste pasando junto al depósito de basura donde Jim había permanecido inconsciente durante diez horas, y se internaron en la sombra del lado norte del enorme edificio.

– Aquí están las tablas -jadeó Harlen-. Coge una y la colocaremos sobre los peldaños de la entrada, como ha dicho Mike.

– Vaya tontería -dijo Dale-. Enséñame la entrada que has dicho que conocías.

Harlen se quedó helado.

– Oye, puede ser importante…

– ¡Enséñamela!

Sin pensarlo, Dale había levantado la escopeta, de manera que el cañón apuntaba en la dirección de Jim Harlen.

Éste llevaba su pequeña pistola debajo del cinturón Y de los absurdos rollos de cuerda.

– Escucha, Dale… Sé que estás medio loco por lo de tu hermano, y yo generalmente no cumplo órdenes de nadie, pero Mike tendría algún motivo. Ayúdame con un par de esas tablas y te enseñaré la manera de entrar.

Dale tuvo ganas de gritar, decepcionado. Pero en lugar de eso bajó la escopeta, la dejó apoyada en la pared y levantó un extremo de la larga y pesada tabla. Habían amontonado varias docenas de estas viejas tablas cuando demolieron el porche occidental del colegio el pasado otoño; estaban todavía allí, empapadas en agua y pudriéndose.

Los muchachos tardaron cinco minutos en llevar ocho tablas al porche norte y tenderlas sobre los peldaños.

– Esas cosas no sostendrían una bicicleta, si han de servir de rampa -dijo Dale-. Mike está loco.

Harlen se encogió de hombros.

– Dijimos que lo haríamos. Ahora ya lo hemos hecho. Venga, vamos.

A Dale no le había gustado dejar la escopeta y se alegró al encontrarla todavía apoyada en la pared. Salvo cuando los relámpagos lo iluminaban todo con su brillo, reinaba una oscuridad completa junto a esta pared de la escuela. Todas las luces del patio de recreo y todos los faroles de la calle estaban apagados, pero los pisos altos del edificio parecían envueltos en un resplandor verdoso.

– Por aquí -dijo Harlen.

Todas las ventanas del sótano estaban cubiertas de tela metálica, así como los contrachapados. Harlen se detuvo ante la ventana más próxima a la esquina sudoeste del colegio, arrancó la larga tabla suelta y dio una patada a la herrumbrosa tela metálica. Ésta se soltó.

– Gerry Daysinger y yo pateamos esto durante un recreo aburrido en abril -dijo Harlen-. Échame una mano.

Dale apoyó la escopeta en la pared y ayudó a arrancar la tela metálica de la pared. Polvo de ladrillos y de metal oxidado cayeron a través de la ventana hasta un nivel más bajo que el de la acera.

– Sujétala -dijo Harlen, con su voz casi ahogada por el viento y un trueno.

Se sentó en el suelo, se apoyó en la pared, tiró de la tela metálica y rompió el cristal de una patada, con el zapato derecho, destrozando al mismo tiempo el marco de madera. Rompió un segundo cristal, y después un tercero. La mitad de la pequeña ventana quedó abierta en la oscuridad, con los trozos de cristal reflejando el enfurecido cielo.

Harlen se arrastró hacia atrás sobre el trasero y extendió un brazo, con la palma de la mano hacia arriba.

– Usted primero, mi querido Gastón.

Dale agarró la escopeta y se deslizó por la ventana, pataleando en la oscuridad; encontró una tubería con el pie izquierdo y arrojó el arma para poder apartar los cristales rotos con las dos manos. Saltó de la tubería al suelo, a un metro y medio debajo de él, encontró la escopeta y la sostuvo sobre el pecho.

Harlen bajó detrás de él. Un relámpago reveló un revoltijo de tuberías de hierro, codos macizos de unión entre ellas, las patas rojas de una mesa grande de trabajo, y mucha oscuridad. Dale desprendió la linterna de su cinturón y se colgó la escopeta del cinto.

– Enciéndela, por el amor de Dios -murmuró Harlen, con voz tensa.

Dale encendió la linterna. Estaban en la habitación de la caldera; el techo oscuro estaba lleno de tuberías y grandes depósitos de metal se alzaban como crematorios a ambos lados. Había sombras entre los hornos gigantescos, sombras debajo de las cañerías, sombras en los pares y una oscuridad todavía más intensa más allá de la puerta que daba al pasillo del sótano.

– Vamos -murmuró Dale, sosteniendo la linterna directamente encima del cañón de la Savage.

Lamentó no haber traído cartuchos del 22 además de los del 410.

Dale fue el primero en penetrar en la oscuridad.


– Hijo de puta -murmuró Kevin Grumbacher.

Casi nunca decía palabrotas, pero todo marchaba mal.

Los otros le habían dejado, y Kevin hacía todo lo posible para arruinar el camión y el medio de vida de su padre. Esto le ponía enfermo: forzar el surtidor y el depósito subterráneo de gasolina, utilizar la manguera de la leche para trasegar gasolina dentro de la cuba de acero inoxidable. Por mucho que limpiasen después la manguera de caucho, siempre quedaría un poco de gasolina para contaminar la leche. Y estas mangueras costaban una pequeña fortuna. Kevin no quería ni pensar en lo que estaba haciendo a la cuba.

El problema estaba en que con la electricidad apagada, el acondicionador de aire de la casa dejaría de funcionar y esto haría que sus padres se despertasen pronto, y aún más pronto si arreciaba la tormenta. Su padre tenía fama de dormir profundamente, pero su madre paseaba con frecuencia por la casa durante las tormentas. Era una suerte que su dormitorio estuviese en la planta baja, junto al cuarto de la tele.

Pero Kevin había tenido que sacar el camión cuba del garaje sin poner en marcha el motor; tenía la llave, pero el ruido habría despertado a su padre aunque tuviese en marcha el acondicionador de aire. Arreciaba la tormenta, pero Kevin no podía contar con que no se oyese el motor del camión.

Afortunadamente el camino de entrada de la casa era cuesta abajo, y Kevin había puesto el vehículo en punto muerto y había dejado que se deslizase los tres metros necesarios para acercarlo al surtidor de gasolina. Conectaría el cordón de la bomba centrífuga con la toma de 230 voltios del garaje; pero entonces se acordó de que no había corriente. «Magnífico. Realmente magnífico.»

Su padre tenía un generador de gasolina Coleman en la parte de atrás del garaje, pero esto aún haría más ruido que el camión.

No había más remedio que intentarlo. Kevin pulsó los interruptores adecuados, puso las palancas convenientes, cebó una vez el carburador del generador con gasolina del bidón del camión y tiró con fuerza de la cuerda de arranque. El generador dio dos estampidos, tosió una vez y arrancó.

«No es tan fuerte. No más fuerte que el ruido de diez cochecitos en una cuba grande de aluminio.»

Pero la puerta de atrás de la casa no se abrió; su padre no salió corriendo, envuelto en su bata y con los ojos brillantes de furor. Todavía no.

Kevin conectó el cordón en la toma adecuada, cerró las puertas del cobertizo contra el viento que trataba de arrancarlas de sus manos y manipuló con las llaves para abrir la tapa de acceso al depósito subterráneo. Utilizó la varilla de dos metros y medio que guardaba su padre en un lado del cobertizo para comprobar la profundidad del carburante. Kevin abrió la puerta de atrás del camión, sacó la voluminosa manguera, la sujetó y se dirigió a la tapa de llenado. La manguera, al desenrollarse en la oscuridad de la cuba, le hizo pensar en cosas que prefería olvidar.

La tormenta estaba arreciando. El abedul y los álamos de delante de la casa de Grumbacher parecían querer desarraigarse, mientras los relámpagos iluminaban el mundo con falsos colores Kodachrome.

Kevin arrojó el palo y vio que la manguera se ondulaba al empezar a funcionar la bomba. Cerró los ojos al oír que la primera gasolina empezaba a borbotear y a verterse en la casi estéril cuba de acero inoxidable. «Lo siento, niños, pero vuestra leche va a tener saborcillo a Shell durante un tiempo.»

Su padre lo mataría, pasara lo que pasara. Raras veces se mostraba colérico, pero cuando lo hacía era con una furia teutónica que asustaba a la madre de Kevin y a todos los que se encontraban alrededor.

Kevin pestañeó cuando el viento le arrojó polvo y arena a la cara. Dale y Harlen ya no se veían en el patio de recreo del colegio, y Mike había desaparecido en el sótano de los Stewart. Kevin se sintió de pronto muy solo. «Doscientos ochenta litros por minuto. En el depósito subterráneo al menos debe de haber tres mil ochocientos litros: la mitad de la capacidad del camión cisterna. ¿Cómo…? ¿Quince minutos de bombeo? Papá no dormirá tanto tiempo.»

Kevin llevaba seis minutos en su tarea, con la bomba borboteando y dando sacudidas en sus manos, el generador zumbando en el resonante cobertizo y la tormenta arreciando furiosamente, cuando miró desde su altura y vio las ondulaciones de la tierra en el patio de recreo de Old Central.

Era como la estela de dos tiburones en el océano, con las aletas partiendo el agua como ondas en un túnel de viento. Salvo que aquello no era océano ni viento sino que lo que venía, fuera lo que fuese, se abría paso bajo el suelo sólido del campo de juegos y se dirigía hacia la carretera y el camión de la leche.

Dos estelas. Dos abultamientos en la tierra como si dos topos gigantescos avanzasen directamente hacia él.

Y avanzaban deprisa.

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