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Mike tenía que ir al cementerio. Por nada del mundo habría ido solo, por lo que convenció a su madre de que se habían retrasado mucho en llevar flores a la tumba del abuelo. Su padre empezaba el turno de noche el día siguiente; parecía por tanto un buen domingo para visitar el cementerio en familia.

Se había sentido como un ladronzuelo al leer el diario de Memo y esconderlo debajo de la colcha cuando su madre se acercó a ver lo que hacía. Pero la idea había sido de Memo, ¿no?

El diario era grueso y estaba encuadernado en piel, y contenía al menos tres años de notas casi diarias de Memo, desde diciembre de 1916 hasta finales de 1919. El diario le informó de lo que quería saber.

En la fotografía constaba el nombre de William Campbell Phillips, y éste era mencionado en una época tan temprana como el verano de 1916. Por lo visto, Phillips había sido condiscípulo de Memo…, más que esto, un novio de la infancia. Mike había interrumpido entonces la lectura, pareciéndole extraño pensar en Memo como una colegiala.

Phillips se había graduado en el instituto el mismo año que Memo, en 1904, pero cuando Memo ingresó en la Escuela de Ciencias Empresariales de Chicago -donde había conocido al abuelo en un bar de Madison Street, según le había contado la familia- William Campbell Phillips lo había hecho por lo visto en Jubilee College y había estudiado Magisterio. Era maestro en Old Central cuando Memo regresó de Chicago en 1910 como esposa y madre, según pudo deducir Mike de las anotaciones en perfecta caligrafía Palmer.

Pero según las circunspectas notas del diario de Memo correspondientes a 1916, Phillips no había dejado de dar señales de su afecto. Varias veces había pasado por la casa con regalos, mientras el abuelo estaba trabajando en el elevador de grano. Evidentemente le había enviado cartas, y aunque el diario no mencionaba el contenido, Mike podía adivinarlo. Memo las había quemado. Una anotación fascinó a Mike:


29 julio, 1917

Hoy he tropezado con ese dichoso señor Phillips cuando estaba en el Bazar con Katrina y Eloise. Recuerdo a William Campbell como un muchacho tranquilo y amable, poco hablador, siempre observando el mundo con sus ojos profundos y oscuros; pero se ha producido un cambio en él. Katrina lo comentó. Ha habido madres que se han quejado al director del mal genio del señor Phillips. Castiga a los niños con palmetazos a la menor indisciplina. Me alegro de que el pequeño John aún tardará algunos años en llegar a su curso.

Las insinuaciones del caballero son muy desagradables. Hoy ha insistido en conversar conmigo a pesar de mi evidente renuencia. Hace años que le dije al señor Phillips que no podía haber relación social entre nosotros mientras siguiese mostrando un comportamiento tan impertinente. Pero no sirvió de nada.

Ryan cree que es una broma. Evidentemente, los hombres de la ciudad creen que William Campbell es todavía un hijo de mamá y no constituye una amenaza para nadie. Desde luego, nunca hablé a Ryan de las cartas que quemé.


Y Mike encontró una nota interesante a finales de octubre de aquel mismo año:


27 octubre

Ahora, cuando los hombres empiezan a relajarse después del duro trabajo de la recolección, todo el mundo habla en el pueblo del señor Phillips, el maestro, que se ha alistado para luchar contra los hunos.

Al principio pareció una broma, ya que el caballero tiene casi treinta años; pero ayer vino de Peoria a la casa de su madre vestido de uniforme. Katrina dice que estaba muy guapo, pero añadió que circulaban rumores de que el señor Phillips tenía que salir del pueblo, porque estaban a punto de destituirle de su cargo. Después de que los padres del niño Catton denunciasen a la junta directiva de la escuela la excesiva dureza del señor Phillips, que daba palizas en la clase -Tommy Catton estuvo varios días hospitalizado en Oak Hill, aunque el señor P. alegaba que el chico se había caído en la escalera, después de haber tenido que quedarse al terminar la clase-, otros padres también se habían quejado.

Bueno, sea cual fuere el motivo, ha tomado una decisión que le honra. Ryan dice que él se marcharía inmediatamente si no fuese por John, Katherine y Ryan Jr.


Y el 9 de noviembre de 1917:


El señor Phillips pasó hoy por aquí. No puedo escribir sobre lo que pasó después; pero estaré eternamente agradecida al hombre del hielo, que vino pocos minutos después de que llegase el maestro. De no haber sido así…

Él insiste en que vendrá a buscarme. Es un sinvergüenza que no reconoce la santidad de los votos matrimoniales ni la misión sagrada que me corresponde como madre de mis tres pequeños.

Todo el mundo habla de lo guapo que está con su uniforme; pero yo le encuentro patético: un chiquillo en un traje que hace bolsas.

Espero que nunca vuelva.


Y la última mención de él, el 27 de abril de 1918.


Casi todo el pueblo ha asistido hoy al entierro del señor William Campbell Phillips. Yo no he podido hacerlo por culpa del dolor de cabeza.

Ryan dice que el Ejército iba a enterrarle junto con otros hombres caídos en combate, en un cementerio americano de Francia, pero que su madre suplicó al Gobierno que enviaran el cadáver a casa.

Recibí la última carta de él cuando ya nos habíamos enterado de su muerte. Cometí el error de leerla, supongo que por sentimentalismo. La había escrito mientras se estaba recuperando en el hospital francés, sin saber que la gripe terminaría lo que habían empezado las balas alemanas. Decía en la carta que su resolución se había fortalecido en las trincheras, que nada le impediría volver para reclamarme. Éstas eran sus palabras: «reclamarme».

Pero algo se lo impidió.

Mi dolor de cabeza es muy fuerte esta tarde. Debí descansar. No volveré a mencionar a esta triste y obsesionada persona.


La tumba del abuelo estaba cerca de la parte de delante del cementerio del Calvario, a la izquierda de la puerta para peatones y a unas tres hileras hacia atrás. Todos los O'Rourke y los Reilly estaban allí y había más espacio hacia el norte, donde algún día yacerían los padres de Mike, éste y sus hermanas.

Dejaron las flores en su sitio y rezaron en silencio las oraciones acostumbradas. Entonces, mientras todos se dedicaban a arrancar hierbas y a limpiar la zona, recorrió rápidamente las hileras.

No tenía que mirar todas las lápidas; muchas las conocía ya, pero la principal ayuda fueron las banderitas americanas que los Scouts habían plantado allí el Día de los Caídos. Ahora estaban descoloridas por las copiosas lluvias y la brillante luz del sol; pero la mayoría de las banderas aún eran muy visibles y señalaban las tumbas de los veteranos. Había muchos veteranos.

Phillips estaba muy hacia el fondo, en el lado opuesto del cementerio. La inscripción decía: WILLIAM CAMPBELL PHILLIPS, 9 agosto 1888 – 3 marzo 1918, MURIO PARA QUE PUEDA VIVIR LA DEMOCRACIA.

La tierra estaba removida encima de la tumba, como si alguien hubiese estado cavando allí recientemente y vuelto a cubrir el suelo sin cuidado. Había varias depresiones circulares cerca de allí, algunas de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, donde parecía que se hubiese hundido la tierra.

Los padres de Mike le estaban llamando a gritos desde la zona de aparcamiento de más allá de la verja negra. Corrió para reunirse con ellos.


El padre C. se alegró de verle.

– Rusty no puede pronunciar bien el latín, ni siquiera cuando lee -dijo el sacerdote-. Toma otra galleta.

Mike no había recobrado todavía el apetito, pero aceptó la galleta.

– Necesito ayuda, padre -dijo, entre dos bocados-. Su ayuda.

– Todo lo que quieras, Michael -dijo el cura-. Todo lo que quieras.

Mike respiró hondo y empezó a contar toda la historia. Había decidido hacerlo durante los períodos de lucidez en su estado febril, pero ahora que había empezado, aún sonaba más absurdo de lo que había imaginado. Pero prosiguió.

Cuando hubo terminado, se hizo un breve silencio. El padre Cavanaugh le miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Hablas en serio, Michael? No querrás tomarme el pelo, ¿verdad?

Mike le miró fijamente.

– No, supongo que no eres capaz de esto. -El padre C. lanzó un largo suspiro-. O sea que crees haber visto el fantasma de ese soldado…

– No, no -dijo Mike con vehemencia-. Es decir, no creo que sea un fantasma. Me fijé que combaba hacia dentro la tela metálica. Era… algo sólido.

El padre C. asintió con la cabeza, sin dejar de observar cuidadosamente a Mike.

– Pero difícilmente puede ser el William Campbell…

– Phillips.

– William Campbell Phillips, sí. Difícilmente podría ser él después de cuarenta y dos años. Por consiguiente, estamos hablando de un fantasma o de alguna clase de manifestación espiritual. ¿Correcto?

Mike asintió con la cabeza.

– ¿Y qué quieres que haga yo, Michael?

– Un exorcismo, padre. He leído algo sobre ellos en True y…

El cura sacudió la cabeza.

– Michael, Michael…, los exorcismos fueron producto de la Edad Media, una forma de magia popular que se practicaba para arrojar los demonios de la gente cuando se creía que todo lo malo, desde las enfermedades hasta las úlceras, era causado por los demonios. Tú no creerás que esa… esa aparición que viste cuando te hallabas en estado febril fuese un demonio, ¿verdad?

Mike no corrigió al padre C. en lo tocante a cuando vio al soldado.

– No lo sé -dijo sinceramente-. Lo único que sé es que persigue a Memo y creo que usted puede hacer algo para remediarlo. ¿Querrá ir conmigo al cementerio?

El padre Cavanaugh frunció el ceño.

– El cementerio del Calvario es tierra sagrada, Michael. Poco podría hacer allí que no se haya hecho ya. Los muertos yacen allí en paz.

– Pero un exorcismo…

– El exorcismo tiene por objeto expulsar a espíritus de un cuerpo o de un lugar que poseen -le interrumpió el sacerdote-. No vas a sugerir que el espíritu de este soldado se ha apoderado de tu abuela o de tu casa, ¿verdad?

Mike vaciló.

– No…

– Y el exorcismo se practica contra fuerzas diabólicas, no contra los espíritus de los difuntos. Sabes que rezamos por nuestros muertos, ¿verdad, Michael? No compartimos las primitivas creencias tribales de que las almas de los muertos son malignas, cosas que hay que evitar.

Mike sacudió confuso la cabeza.

– Pero, ¿vendrá usted conmigo al cementerio, padre?

No sabía por qué era esto tan importante, pero sí sabía que lo era.

– Desde luego. Podemos ir ahora mismo.

Mike miró hacia las ventanas de la rectoría. Era casi de noche.

– No; quería decir mañana, padre.

– Mañana saldré inmediatamente después de la primera misa para encontrarme en Peoria con un amigo jesuita -dijo el cura-. Estaré fuera hasta muy tarde. Y el martes y el miércoles estaré de retiro en St. Mary. ¿Puedes esperar hasta el jueves?

Mike se mordió el labio.

– Vayamos ahora -dijo. Todavía había un poco de luz-. ¿Puede usted traer algo?

El padre Cavanaugh vaciló cuando se estaba poniendo la cazadora.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabe, un crucifijo. Mejor aún, una Hostia del sagrario. Algo para el caso de que esté allí.

El hombre sacudió la cabeza.

– La muerte de tu amigo te ha impresionado mucho, ¿verdad Michael? Esto parece una película de vampiros. ¿Pretendes que yo saque el Cuerpo de Nuestro Señor de su santuario para un juego?

– Entonces, un poco de agua bendita -dijo Mike. Sacó una botella de plástico del bolsillo-. He traído esto.

– Muy bien -suspiró el padre C.-. Vete a buscar nuestras municiones líquidas mientras yo saco el Papamóvil del garaje. Tendremos que darnos prisa si queremos llegar allí antes de que salgan los vampiros.

Rió entre dientes, pero Mike no lo oyó. Había salido ya y corría hacia San Malaquías, con la botella en la mano.


La madre de Dale había llamado al doctor Viskes el día antes, que era sábado. El refugiado húngaro, que había examinado rápidamente a Dale y observado el castañeteo de los dientes y los síntomas reprimidos de terror, anunció que él no era «cicólogo» de niños, prescribió sopa caliente y no más historietas ni películas de monstruos los sábados y se fue, murmurando para sí.

La madre de Dale se quedó angustiada y estuvo llamando a algunos amigos para que le diesen el nombre de un médico de Oak Hill o de Peoria que fuese psicólogo de niños, y telefoneó dos veces a Chicago para dejar mensajes en el hotel de su marido; pero Dale la había tranquilizado.

– Lo siento, mamá -había dicho, incorporándose en la cama, dominando los temblores y esforzándose en controlar el tono de su voz. Como era de día, le resultaba más fácil-. Siempre me ha asustado el sótano.

Cuando Mike pasaba en dirección del cementerio, Dale y Lawrence estaban en el patio de atrás aprovechando la última luz de la tarde para jugar a la pelota, cuando oyeron que les llamaban en voz baja desde el jardín de delante.

Eran Jim Harlen y Cordie Cooke. Dale encontró tan extraña aquella pareja, tan discordante -nunca había visto que se hablasen en clase-, que se habría echado a reír de no haber sido por el semblante serio de Harlen, el negro cabestrillo en el brazo izquierdo y la escopeta que llevaba la pequeña Cooke.

– ¡Oh! -murmuró Lawrence, señalando el arma-. Vas a meterte en un lío gordo si andas con eso por ahí.

– Cierra el pico -dijo secamente Cordie.

Lawrence cambió de color, apretó los puños y dio un paso hacia la chica, pero Dale se interpuso.

– ¿Qué queréis? -preguntó a los dos recién llegados.

– Ocurren cosas -dijo Harlen.

Miró hacia arriba y frunció el ceño al ver que Kevin Grumbacher bajaba la pequeña cuesta del camino de entrada de su casa

Kev miró a Cordie, observó la escopeta con más atención, levantó las cejas hasta casi juntarlas con los cabellos en cepillo, cruzó los brazos y esperó.

– Kev es de los nuestros -dijo Dale.

– Ocurren cosas -murmuró de nuevo Harlen-. Vayamos a buscar a O'Rourke y hablaremos.

Dale asintió con la cabeza, soltó a Lawrence y le advirtió con una mirada que no armase jaleo. Sacaron las bicicletas del patio lateral. Kev bajó a reunirse con ellos.

Cordie no tenía bici, por lo que los cuatro chicos llevaron las suyas de la mano por la acera, siguiendo el paso de ella. Dale hubiese querido ir mas deprisa, para que no se cruzase con ellos alguna persona mayor, viese la escopeta y le detuviese.

No había coches. Depot era un túnel vacío, más brillante hacia el oeste. La Tercera y la Segunda avenidas estaban desiertas en favor de Hard Road, y allí tampoco había tráfico. Las calles estaban vacías por ser domingo.

A través de las hojas podían ver nubes que captaban los últimos rayos de sol, pero era casi de noche debajo de los olmos. El maizal del extremo este de Depot Street era más alto que las cabezas de ellos y se había convertido en una pared sólida verde oscura al menguar la luz de día.

Mike no respondió a sus llamadas, a pesar de que la bicicleta estaba apoyada en el porche de atrás. Se habían encendido las luces en la casa O’Rourke, y mientras ellos observaban desde detrás de los perales salió el señor O'Rourke vistiendo su ropa gris de trabajo, puso el coche en marcha y se dirigió hacia el sur por la Primera, hacia Hard Road. Murmurando y moviéndose despacio, entraron en el gallinero a esperar el regreso de Mike.


Viajando en el Papamóvil con el padre C., entre las hileras de maíz que flanqueaban Jubilee County Road, Mike experimentaba la sensación de «Tened cuidado, que ahí viene mi hermano mayor.» Él nunca había tenido un hermano mayor que le amparase contra los gamberros o le sacase de apuros -con frecuencia había hecho Mike este papel en favor de niños más pequeños- y le gustaba poder pasar ahora el problema a otro. El miedo de Mike a pasar por tonto a los ojos del padre C. era compensado, y con creces, por su temor por Memo y por el miedo a lo que impulsaba al Soldado hacia su ventana por la noche. Tocó la botella de plástico que llevaba en el bolsillo del pantalón al entrar en la Seis del condado y pasar por delante de la oscura y vacía Taberna del Arbol Negro, cerrada en la tarde de domingo.

Había oscuridad al pie de la colina; el bosque era negro y el follaje espeso y cubierto de polvo a ambos lados de la carretera. Mike se alegró de no estar en la Cueva de debajo de la carretera. Se estaba mejor en el espacio relativamente descubierto de la cima de la colina: se había puesto el sol, pero altos cirros brillaban con reflejos de color de rosa y de coral. Las lápidas de granito captaban la luz reflejada desde arriba y resplandecían, acogedoras. No había sombras.

El padre Cavanaugh se detuvo al cerrar la negra verja detrás de ellos. Señaló hacia la estatua de Cristo en el fondo del largo cementerio.

– Mira, Michael, éste es un lugar de paz. Él vela por los muertos tanto como por los VIVOS.

Mike asintió con la cabeza, aunque en aquel momento pensó en Duane McBride, solo en su finca, enfrentándose con quienes le habían atacado. «Pero Duane no era católico», insistió una parte de su mente. Mike supo que esto no significaba nada.

– Por aquí padre. – Mostró el camino entre las largas hileras de tumbas. Se había levantado un viento que movía las hojas de los pocos árboles contiguos a la verja y las banderitas de los veteranos entre las lápidas. La tumba del Soldado estaba tal como él la había dejado, con el suelo todavía revuelto como si alguien lo hubiese removido con palas.

El padre Cavanaugh se frotó el mentón.

– ¿Te preocupa el estado de la tumba, Michael?

– Pues… sí.

– Esto no es nada -dijo el sacerdote-. A veces las tumbas antiguas tienden a hundirse, y los sepultureros las llenan con un poco de tierra de detrás de la verja. Mira, han esparcido semillas de hierba. Dentro de un par de semanas la hierba volverá a cubrir la tierra.

Mike se mordió una uña.

– El cementerio lo cuida Karl van Syke -dijo a media voz.

– Mike sacudió la cabeza.

– ¿Puede bendecir la tumba, padre?

El padre C. frunció ligeramente el ceño.

– ¿Un exorcismo, Michael? -sonrió con benevolencia-. No creas que es tan fácil, amigo mío; hay muy pocos sacerdotes que sepan practicar el exorcismo. Gracias a Dios es un rito casi abandonado, e incluso deben obtener permiso de un arzobispo o del propio Vaticano para hacerlo.

Mike se encogió de hombros.

– Sólo una bendición -dijo.

El sacerdote suspiró. El viento que soplaba a su alrededor era ahora más fresco, como si precediese a una tormenta invisible. La luz había palidecido, y los colores parecían mortecinos: las lápidas eran grises; el largo herbazal, de una palidez monocroma; la línea de árboles se ennegrecía al extinguirse los últimos rayos de sol. Incluso las nubes habían perdido su resplandor rosado. Una estrella brillaba sobre el horizonte.

– Supongo que a ese pobre soldado una bendición le llegará muy tarde -dijo el padre Cavanaugh.

Mike iba a sacar el agua bendita, pero el sacerdote había movido ya la mano derecha, con tres dedos levantados y el pulgar y el meñique tocándose en lo que Mike había creído siempre que era el más poderoso de los movimientos.

– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti -dijo el sacerdote-. Amén.

Mike le tendió la botella de agua con cierta expresión de urgencia. El padre C. sacudió la cabeza y sonrió, pero esparció unas cuantas gotas sobre la tumba e hizo de nuevo la señal de la cruz. Demasiado tarde, pensó también Mike.

– ¿Satisfecho? -preguntó el padre Cavanaugh

Mike miró fijamente la tumba. Ningún gemido debajo de la tierra. Ninguna voluta de humo donde habían caído las gotas de agua bendita. Se preguntó si había hecho el idiota.

Volvieron despacio hacia el coche, con el padre C. hablando a media voz sobre las pompas fúnebres de siglos pasados

– Padre -dijo Mike, agarrando la manga de la cazadora del cura y deteniéndose.

Señaló.

Estaban a sólo unas pocas hileras de tumbas de la verja. Los árboles de hoja perenne eran una especie de enebros de ramas gruesas y agujas afiladas, que crecían sólo hasta unos cinco metros. Eran tan viejos como las lápidas de principios de siglo. Los tres árboles se alzaban en un triángulo irregular, creando un espacio oscuro entre ellos.

El Soldado estaba plantado exactamente debajo del vértice de ramas. La última luz del crepúsculo permitía ver su sombrero de campaña, la hebilla metálica de su cinturón Sam Browne y las embarradas polainas.

Algo dentro de Mike saltó de entusiasmo, aunque el corazón aceleró sus latidos. «¡Es real! ¡El padre C. lo ve! ¡Es real!»

El padre Cavanaugh lo veía. El cuerpo del sacerdote se puso rígido durante un momento y después se relajó. Miró a Mike y sonrió ligeramente.

– Bueno, Michael -murmuró-. Hubiese debido saber que no querías gastarme una broma.

El Soldado no se movió. El sombrero de ala ancha le ocultaba la cara.

El padre Cavanaugh dio tres pasos en su dirección, apartando el brazo de Mike cuando éste trató de detenerle. Mike no le siguió.

– Hijo mío -dijo el sacerdote-, sal de ahí. -Su voz era suave, persuasiva, como suplicando a un gatito que bajase de un árbol-. Sal y hablaremos.

No hubo movimiento en las sombras. El Soldado podía haber sido un monumento de piedra gris.

– Hablemos un momento, hijo -dijo el padre Cavanaugh.

Dio otros dos pasos hacia las sombras, deteniéndose a un metro y medio del silencioso personaje.

– Padre -murmuró Mike en tono apremiante.

El padre Cavanaugh miró por encima del hombro y sonrió.

– Sea cual sea el juego, Michael, creo que podemos…

Más que saltar, el Soldado pareció que era catapultado desde el grupito de árboles. Hizo un ruido que a Mike le recordó el perro furioso contra el que había luchado Memo hacía años.

El padre Cavanaugh era un palmo y medio más alto que el Soldado, pero la figura vestida de caqui le golpeó con fuerza, agitando los brazos y las piernas como un gran felino sobre una lámina suelta de esquisto, y los dos cayeron y rodaron por el suelo. El sacerdote, sorprendido, tan sólo pudo lanzar un gemido, mientras el Soldado gruñía desde lo más profundo del pecho. Rodaron sobre la hierba corta hasta que fueron a chocar contra una antigua lápida; entonces el Soldado se puso a horcajadas sobre el padre C., y los largos dedos se cerraron sobre el cuello del cura. El padre Cavanaugh tenía los ojos muy abiertos, y la boca todavía más cuando al fin trató de gritar, pero sólo brotó un gorgoteo de su garganta. El Soldado aún tenía puesto el sombrero, pero el ala estaba echada atrás sobre la cabeza, y Mike pudo ver la cara que parecía de cera y los ojos como canicas blancas. El Soldado abrió la boca…, no, no la abrió sino que ésta se volvió redonda como un agujero cortado en arcilla, y Mike pudo ver los dientes, demasiados dientes, todo un anillo de dientes cortos y blancos en el interior de la boca redonda y sin labios.

– ¡Michael! -jadeó el padre C.

Estaba luchando con todas sus fuerzas, que no eran pocas, para impedir que le estrangulasen los dedos increíblemente largos del Soldado El padre C. se sacudía y retorcía, pero el otro personaje, aunque mas bajo, seguía a horcajadas sobre su cintura, y parecía agarrarse a la hierba con las rodillas envueltas en tela caqui.

– ¡Michael!

Mike se puso en movimiento, corrió los tres metros que le separaban de los combatientes y empezó a golpear la estrecha espalda del Soldado. No parecía que golpease carne sino que tocase un saco de anguilas agitadas. La espalda de aquella cosa se estremecía y retorcía debajo de la camisa. Mike golpeó la cabeza del Soldado y el sombrero voló por el aire y fue a caer detrás de una lápida. El cráneo del Soldado era lampiño y de un rosa blanquecino. Mike volvió a golpearle en la cabeza.

El Soldado apartó una mano del cuello del padre C. y golpeó hacia atrás. Mike sintió que se desgarraba su camiseta de manga corta y salió lanzado dos metros hacia la sombra de los enebros.

Rodó sobre el suelo, se puso de rodillas y arrancó una pesada rama del tronco más próximo.

El Soldado estaba bajando la cara sobre el cuello y el pecho del padre C. Sus mejillas parecieron hincharse, como si estuviese mascando tabaco, y la boca se alargó, como si brotasen nuevas hileras de dientes delante de las encías.

Ahora el padre Cavanaugh tenía libre la mano izquierda y empezó a dar puñetazos en la cara y en el pecho del Soldado. Mike pudo ver que aparecían marcas en las mejillas y la frente de aquella cosa, como si el puño de un escultor enfurecido hiciese muescas en la arcilla. Pero las marcas se llenaban a los pocos segundos. La cara del Soldado recobraba sus formas, y los ojos como de mármol blanco se movían entre carne, fijándose en el sacerdote sin la menor señal de ceguera.

La boca de aquella cosa osciló, se alargó, se convirtió en una especie de embudo de borde carnoso que siguió extendiéndose mientras Mike lo miraba fijamente y el padre Cavanaugh chillaba. La asquerosa trompa tenía ahora más de medio palmo de largo al acercarse al cuello del padre C.

Mike corrió hacia delante, plantó los pies como si subiera a la base del bateador e hizo un molinete con la pesada rama, alcanzando al Soldado por encima y detrás de la oreja. El ruido resonó en todo el cementerio y entre los árboles.

Por un instante creyó haber decapitado literalmente al Soldado. El cráneo y la mandíbula inferior se torcieron de lado en un ángulo inverosímil, colgando de un cuello largo y delgado y apoyándose en el hombro derecho de aquella cosa. Ninguna columna vertebral habría podido soportar aquella inclinación.

Los ojos blancos se agitaron entre la carne como un fango claro y se fijaron en Mike. El Soldado levantó el brazo izquierdo con la rapidez de una serpiente, agarró la rama y la arrancó de las manos de Mike, y aunque tenía casi diez centímetros de grueso, la partió como si fuese una cerilla.

La cabeza del Soldado se enderezó por sí sola y recobró su forma, y la boca de lamprea se alargó y descendió sobre el cuerpo convulso del padre Cavanaugh.

– ¡Dios mío! -gritó el padre C.

El sonido de su voz fue ahogado al vomitar el Soldado encima de él. Mike se echó atrás y abrió mucho los ojos, horrorizado, al ver que lo que manaba de aquellas mandíbulas alargadas era una masa parda y agitada de gusanos.

Éstos cayeron sobre la cara, el cuello y el pecho del padre C. Se movieron sobre los párpados cerrados del sacerdote y se deslizaron debajo del cuello desabrochado de su camisa. Unos cuantos cayeron dentro de su boca abierta.

El padre Cavanaugh espurreó, tratando de escupir los gusanos vivos sobre la hierba y volver la cabeza a un lado. Pero el Soldado se acercó más, con la cara alargándose todavía, y sujetó la del cura con sus dedos increíblemente largos, como un amante sujetando la cara de la amada para un beso largo tiempo esperado. Seguían manando gusanos de sus mejillas hinchadas y de aquella boca que era como un embudo.

Mike dio un paso adelante y se detuvo, paralizado el corazón con un horror redoblado al ver que algunos de aquellos gusanos pardos se retorcían sobre el pecho del padre Cavanaugh y después se introducían en su carne, desapareciendo dentro del padre C. Otros se introdujeron en las mejillas y en el cuello tenso del cura.

Mike gritó, alargó un brazo para coger la rama rota y entonces se acordó de la botella de plástico que llevaba en el bolsillo.

Agarró la tosca tela del cuello del uniforme del Soldado, sintió la lana áspera y la sustancia maleable de debajo de ella, y vació la botella a lo largo de la espalda de la cosa, sin esperar un resultado mejor que el que había dado la bendición de la tumba. Pero ahora la reacción fue muy fuerte.

El agua bendita produjo un sonido como de ácido quemando la carne. Una hilera de orificios apareció en la tela caqui de la espalda del uniforme del Soldado, como la marca de una ráfaga de ametralladora. El Soldado lanzó un alarido como de un animal grande al caer en agua hirviente, un silbido y un gorgoteo más que un grito, y se arqueó hacia atrás, doblándose de un modo inverosímil, casi tocando con la cerosa nuca los tacones de sus botas de combate. Los brazos sin huesos se retorcieron y sacudieron como tentáculos, con los dedos aplanados y ahora de más de un palmo de largo.

Mike saltó atrás y arrojó sobre el pecho del monstruo lo que quedaba en la botella.

Un olor a azufre llenó el aire; brotó una llamarada verde de la parte de delante de la guerrera del Soldado, y la criatura se alejó a una velocidad increíble, retorciéndose en posiciones imposibles para un esqueleto humano. El padre Cavanaugh rodó por el suelo, liberado ya, y vomitó sobre una lápida.

Mike se adelantó, se dio cuenta de que había empleado toda el agua bendita y se detuvo a un metro y medio del círculo de enebros, mientras el Soldado escarbaba allí en la oscuridad, se tumbaba de bruces en el suelo y excavaba, introduciéndose en la negra tierra y entre las hojas muertas con la misma facilidad con que se habían introducido los gusanos en la carne del padre C.

El Soldado se perdió de vista en veinte segundos. Mike se acercó más, vio el túnel de mellados bordes, percibió el olor a basura y podredumbre, y pestañeó al plegarse el túnel sobre sí mismo y derrumbarse, convirtiéndose en una depresión más del suelo recientemente revuelto. Volvió junto al padre C.

El sacerdote se había puesto de rodillas pero estaba inclinado sobre la lápida, con la cabeza gacha, vomitando repetidamente hasta que ya no le quedó nada en el estómago. No había señales de los gusanos, salvo unas marcas rojas en las mejillas y en el pecho del cura, que, por lo visto, se había desabrochado la camisa para buscarlos. Entre arcadas secas y jadeos, el sacerdote murmuraba:

– Oh, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús.

Era una letanía.

Mike cobró aliento, se acercó más y rodeó al hombre con un brazo.

El padre Cavanaugh estaba llorando ahora. Dejó que Mike le ayudase a ponerse en pie y se apoyó en él al caminar, tambaleándose hacia la puerta del cementerio.

Se había hecho completamente de noche. El Papamóvil era una oscura sombra más allá de la negra verja de hierro. El viento agitaba las hojas y el maíz al otro lado de la carretera, y hacía que Mike pensara en el sonido de cosas que se deslizaban entre la hierba detrás de él, excavando el suelo por el que caminaban. Procuró que el padre C. se diese prisa.

Era difícil permanecer en contacto con el sacerdote -Mike se imaginaba los gusanos pardos pasando del otro hombre a él-, pero el padre C. no podía mantenerse solo en pie.

Llegaron a la puerta y a la zona de aparcamiento. Mike hizo que el padre Cavanaugh se sentara detrás del volante, dio la vuelta alrededor del coche para subir por el otro lado y se inclinó delante del hombre gemebundo para cerrar las portezuelas y las ventanillas. El padre C. había dejado la llave en el contacto y Mike la hizo girar. El Papamóvil arrancó y Mike encendió inmediatamente las luces, iluminando las lápidas y el grupo de enebros a diez metros de distancia. La alta cruz del fondo del cementerio estaba fuera del alcance de los faros.

El sacerdote murmuró algo, mientras se esforzaba en inhalar el aire.

– ¿Qué? -dijo Mike, a quien también le costaba respirar.

«¿Se mueven aquellas sombras oscuras en el cementerio?» Era difícil saberlo.

– Tú… tendrás que… conducir -balbució el padre Cavanaugh, dejándose caer de lado y bloqueando el asiento.

Mike contó hasta tres, abrió las portezuelas y corrió alrededor del coche hasta el lado del conductor. Empujó el cuerpo doliente del sacerdote a un lado para instalarse detrás del volante, y cerró de nuevo las portezuelas. Algo se había estado moviendo allí, cerca de la barraca del fondo del cementerio.

Mike había conducido varias veces el coche de su padre, y el sacerdote le había dejado llevar el Papamóvil por un camino herboso con ocasión de una visita pastoral. Ahora a duras penas podía ver por encima del alto tablero y del capó del Lincoln, pero podía llegar a los pedales con los pies. Dio gracias a Dios de que la transmisión fuese automática.

Metió la marcha, entró en la Seis del condado sin fijarse en el tráfico, y casi fue a dar en la cuneta del otro lado, calando el motor al frenar con demasiada rapidez. Olió a gasolina al ponerlo de nuevo en marcha, pero arrancó bastante aprisa.

«Sombras entre las lápidas, moviéndose hacia la puerta.»

Mike salió disparado, lanzando grava a diez metros detrás de él mientras avanzaba zumbando cuesta abajo, sin dejar de acelerar al pasar por encima de la Cueva y dejar atrás el Arbol Negro, viendo únicamente la oscuridad de los bosques en su visión periférica, casi fallando el viraje hacia Jubilee Road y reduciendo al fin la marcha al darse cuenta de que se acercaba a la torre del agua de la ciudad a ciento veinte kilómetros por hora.

Pasó por las oscuras calles de Elm Haven, seguro de que Barney o algún otro le verían y detendrían, y casi deseando que lo hiciesen. El padre Cavanaugh estaba encogido y temblando en silencio en el asiento de delante.

Mike paró el motor y casi se puso a llorar cuando aparcó debajo del farol de la rectoría. Pasó al otro lado del coche para ayudar a bajar al padre C.

El cura estaba pálido y febril, con los ojos casi desorbitados bajo los temblorosos párpados. Las señales del pecho y las mejillas parecían marcas de tiña. Se veían lívidas bajo la fuerte luz del farol.

Mike se plantó gritando en la puerta de la rectoría, rezando para que la señora McCafferty, el ama de llaves del cura, estuviese esperando todavía para servir la cena al padre C. Se encendieron las luces del porche y apareció la mujer bajita, con la cara colorada y llevando todavía el delantal.

– ¡Cielo santo! -exclamó, llevándose las toscas manos a la cara-. ¿Qué diablos…?

Miró a Mike echando chispas por los ojos, como si el muchacho hubiese agredido al joven sacerdote.

– Se ha puesto enfermo -fue todo lo que Mike pudo decir.

La señora McCafferty miró al padre C., asintió con la cabeza y ayudó a Mike a subirle a su habitación. A Mike le pareció extraño que la señora ayudase a desnudarse al sacerdote, poniéndole un anticuado camisón mientras aquél permanecía sentado, gimiendo, en el borde de la cama; pero entonces pensó que debía de ser como una madre para el padre C.

Por fin reposó el cura entre sábanas limpias, quejándose ligeramente, con el rostro cubierto de una fina capa de sudor. La señora McCafferty le había tomado ya la temperatura, cuarenta grados, y le estaba refrescando la cara con trapos mojados.

– ¿Qué son esas señales? -preguntó, casi tocando con un dedo una de aquellas marcas que parecían de tiña.

Mike se encogió de hombros, sin atreverse a hablar. Cuando ella salió de la habitación, se levantó la camisa, examinó su pecho y se miró al espejo para asegurarse de que no había señales en su cara ni en su cuello. «Se metieron dentro de él.» La descarga de adrenalina que se había producido en el combate empezaba a neutralizarse, y Mike sintió náuseas y un poco de vértigo.

– Llamaré al médico -dijo la señora McCafferty -. No a ese tal Viskes sino al doctor Staffney.

Mike asintió con la cabeza. El doctor Staffney no ejercía en la población -trabajaba como ortopedista en el St Francis Hospital de Peoria-, pero era católico, más o menos practicante -Mike le veía en misa un par de veces al año-, y la señora McM. no se fiaba del médico húngaro protestante.

– Te quedarás -dijo.

No era una pregunta. Esperaba que Mike se quedase para decirle al médico todo lo que pudiese. «Los gusanos introduciéndose en la carne.»

Mike sacudió la cabeza. Hubiese querido hacerlo, pero era ya de noche y su padre empezaba hoy el turno nocturno. «Memo está sola en casa, con mamá y las niñas.» Sacudió de nuevo la cabeza.

La señora McCafferty iba a reprenderle, pero él tocó la mano del padre C. -estaba fría y húmeda-, bajó corriendo la escalera y salió a la noche, con piernas temblorosas.

Se había alejado media manzana cuando pensó en una cosa. Jadeando y a punto de llorar, volvió corriendo hacia la rectoría, pasó por delante de ésta y entró por la puerta lateral de la iglesia de San Malaquías. Cogió unos corporales limpios de la sacristía y entró en el oscuro santuario.

El interior de la iglesia estaba silencioso y cálido, olía a incienso de las misas celebradas hacía muchas horas, y la luz roja de las velas votivas iluminaba suavemente el viacrucis en las paredes. Mike llenó su botella de plástico en la pila del agua bendita de la entrada principal, hizo una genuflexión y se acercó de nuevo al altar.

Permaneció un momento arrodillado, sabiendo que lo que iba a hacer podía ser un pecado mortal. Él no podía tocar la Hostia con las manos, aunque cayese durante la comunión y no alcanzase a recogerla con la patena que sostenía debajo de la barbilla del comulgante. Sólo el padre Cavanaugh, como sacerdote que era, podía tocar la oblea después de consagrada y convertida en el Cuerpo de Cristo.

Mike dijo en silencio un acto de contrición, subió la escalera y cogió una Hostia consagrada del sagrario de encima del altar. Hizo otra genuflexión, rezó una breve oración, envolvió la Hostia en los corporales y la guardó en el bolsillo.

No paró de correr hasta llegar a su casa.

Se dirigía a la puerta de atrás cuando oyó movimiento en la oscuridad de detrás del retrete, cerca del gallinero. Se detuvo, con el corazón palpitante, pero extrañamente embotadas las emociones. Sacó la botella de agua bendita del bolsillo, la destapó y la sostuvo en alto.

Había movimiento en la oscuridad del gallinero.

– Vamos, maldita sea -murmuró Mike, acercándose allí-. Sal de una vez si te atreves.

– ¡Eh, O'Rourke! -dijo la voz de Jim Harlen-. ¿Por qué diablos te has retrasado tanto?

Se encendió un mechero y Mike pudo ver las caras de Harlen, Kevin, Dale, Lawrence y Cordie Cooke. Ni siquiera la extraña presencia de la niña le sorprendió. Entró en el oscuro cobertizo.

El encendedor de Harlen se apagó y no volvió a encenderse. Mike dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad.

– No vas a creer lo que está pasando -empezó a decir Dale Stewart, con voz tensa.

Mike sonrió, sabiendo que los otros no podían ver su sonrisa en la oscuridad.

– Explícate -murmuró.

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