16

No llovió el domingo por la noche, ni el lunes; pero el día era húmedo y gris. El padre de Duane había partido el miércoles para la incineración de tío Art en Peoria, y tenía que cuidar de algunos detalles, notificarlo a varias personas. Al menos tres (un viejo compañero del Ejército, un primo con quien el tío Art había estado en buena relación y una ex esposa) se habían empeñado en asistir, por lo que a fin de cuentas se celebrarían unas breves exequias. El viejo hizo que fuese a las tres de la tarde, en la única empresa de pompas fúnebres de Peoria donde se realizaban incineraciones.

El viejo había intentado hablar por teléfono con J. P. Congden el lunes, pero el hombre nunca estaba en casa. Duane se hallaba en la puerta de la suya y oyó aquella tarde la conversación, cuando vino el policía Barney con una denuncia.

– Bueno, Darren -había dicho Barney al viejo-. J. P. va diciendo a todo el mundo que mataste a su perro.

El viejo había enseñado los dientes.

– El maldito perro atacó a mi hijo. Era un doberman grande y estúpido, con cerebro microscópico, aproximadamente como el del gilipollas de Congden.

Barney revolvió el sombrero entre las manos y pasó los dedos por la suave cinta.

– J. P. dice que el perro estaba dentro de su casa. Que encontró su cuerpo en la casa Que alguien entró en ésta y lo mató.

El viejo escupió al suelo.

– ¡Eso es tan falso como la mayoría de las multas que pone Congden! El perro estaba dentro cuando llamamos. Mi chico y yo fuimos al cobertizo de atrás después de mirar el Cadillac de Art, que por cierto no debería estar allí, como sabes muy bien. Es ilegal que un tercero compre un vehículo que ha sufrido un accidente, antes de que éste haya sido completamente investigado. En todo caso, el perro saltó contra Duane después de que entrásemos en el patio de atrás, lo cual quiere decir que el cabrón de Congden lo soltó, sabiendo que nos atacaría.

Barney miró al viejo a los ojos.

– No tienes ninguna prueba de ello, ¿verdad?

El viejo se echó a reír.

– ¿Por qué te ha enviado él? ¿Tiene Congden alguna prueba de que fui yo quien mató a aquel doberman?

– Dijo que te vieron los vecinos.

– ¡Tonterías! La señora Dumont es su vecina más próxima y está ciega. La única persona de aquella manzana que me conoce es Miz Jensen, y está en Oak Hill con su hijo Jimmy. Además, yo tenía derecho a entrar en su propiedad. Congden confiscó ilegalmente el coche de mi hermano y arrancó las portezuelas, para que no se pudiese investigar la verdadera naturaleza del accidente.

Barney se caló el sombrero y tiró del ala.

– ¿De qué estás hablando, Darren?

– Estoy hablando de dos portezuelas que faltan en el lado del conductor del Cadillac y que contienen pruebas de cómo ocurrió el accidente. Pintura roja. Pintura roja, como la del camión que trató de atropellar a mi hijo hace ya una semana.

Barney sacó una libreta del bolsillo, escribió en ella con un trozo de lápiz y levantó la cabeza.

– ¿Lo notificaste al sheriff Conway?

– Ya lo creo que se lo dije -respondió el viejo. Estaba nervioso y se frotaba las mejillas. Se había afeitado por la mañana y la ausencia de pelos parecía desconcertarle-. Me dijo que «lo estudiaría». Yo le dije que haría bien en estudiarlo, porque presentaría una querella contra él y contra Congden si no llevaban a cabo una investigación completa.

– Entonces, ¿crees que hubo un segundo vehículo?

El viejo miró atrás hacia Duane, que estaba plantado en mitad de la puerta.

– Sé que mi hermano no entró con el Cadillac en el puente a más de ciento diez kilómetros por hora y por su propia voluntad -dijo al policía Barney-. Art era un imbécil en lo de observar los límites de velocidad, aunque fuese en carreteras infames como Jubilee College Road. No; alguien le echó de la calzada.

Barney volvió a su coche.

– Llamaré a Conway y le diré que también yo voy a investigar esto.

Duane pestañeó, detrás de la puerta de tela metálica. El policía del pueblo no tenía competencia para investigar muertes en las carreteras del condado. Lo que estaba haciendo era un puro y simple favor.

– Mientras tanto -prosiguió el policía-, diré a nuestro juez de paz que sus vecinos deben de estar equivocados. Tal vez el perro murió de muerte natural. El muy hijo de puta la ha emprendido conmigo algunas veces. -Tendió la mano al viejo-. Siento mucho lo de Art, Darren.

El viejo, sorprendido, estrechó la mano del agente. Duane se acercó a su padre, y juntos observaron cómo se alejaba el coche por el largo camino de entrada. Duane pensó que si se volvía a mirar a su padre encontraría lágrimas en sus ojos, por primera vez desde el accidente. Y no se volvió a mirarle.


Aquella tarde fueron a buscar un traje a casa del tío Art, para llevarlo a la funeraria de Peoria la mañana siguiente.

– Una maldita estupidez -murmuró el viejo, mientras recorrían los seis kilómetros y medio en la camioneta-. No van a exhibirlo, sólo lo van a incinerar en el ataúd. Igual podría estar desnudo; no creo que a él ni a nosotros nos importe lo más mínimo.

Duane reconoció en su manera de refunfuñar otra señal de un día sin alcohol, así como de dolor o de malhumor en general. El viejo estaba a punto de batir el récord de los últimos dos años.

Esta excursión era lo que Duane había estado esperando. No había querido dar demasiada importancia al hecho de buscar señales del libro que había encontrado el tío Art y que llevaba para mostrárselo cuando le habían matado; pero sabía que su padre tendría que ir allí antes del entierro.

Era ya de noche cuando llegaron. El tío Art había vivido en una blanca casita de campo a unos cientos de metros de la carretera. La alquilaba a la familia que seguía cultivando los campos de los alrededores, este año de alubias, y sólo el huerto de detrás de la casa era obra del tío Art. El viejo miró el huerto un momento antes de entrar por la puerta de atrás, y Duane supo que estaba pensando que tendrían que venir aquí para cuidarlo. Dentro de pocas semanas estarían comiendo los tomates que tanto gustaban al tío Art.

La casa no estaba cerrada. Duane pestañeó y se ajustó las gafas al entrar, sintiéndose acometido de nuevo por el dolor y la impresión de pérdida. Se dio cuenta de que ello se debía al olor del tabaco de pipa del tío Art en el aire inmóvil y atrapado. En aquel instante comprendió lo efímera que era la vida, lo fugaz que resultaba la presencia de cualquiera: unos pocos libros, un olor a tabaco que su consumidor no volvería a disfrutar, unas cuantas prendas de vestir que serían utilizadas por otros, las inevitables fotografías, documentos y correspondencia que significarían mucho menos para cualquier otro. Con una sensación parecida al vértigo, Duane comprendió que un ser humano no causaba en este mundo una impresión más duradera que la de una mano en el agua. Retira la mano, y el agua se apresura a llenar el hueco, como si nada hubiese ocurrido.

– Sólo será un minuto -dijo el viejo, casi en voz baja, por una razón que ninguno de los dos comprendía, pero a la que se sometían-. Puedes quedarte aquí.

Habían cruzado la cocina y entrado en el más oscuro «estudio».

Duane encendió una luz y asintió con la cabeza. El viejo desapareció en el dormitorio. Duane oyó que abría la puerta del armario.

La casa de tío Art era pequeña: sólo una cocina, un «estudio» en lo que antes había sido comedor y que no se utilizaba, un cuarto de estar donde apenas cabía una tumbona, muchos estantes con libros, dos sillones a los lados de una mesa con un tablero de ajedrez -Duane reconoció la partida que el tío Art y él habían estado jugando hacía tres fines de semana-, y un aparato de televisión muy grande. El pequeño dormitorio era la última habitación. La puerta principal se abría a un pequeño porche de cemento que daba a unos dos acres de jardín. Ningún visitante entraba ni salía nunca por la puerta principal, pero Duane sabía que al tío Art le gustaba sentarse en el porche por la noche, fumando su pipa y mirando hacia el norte a través de los campos. Se podía oír bastante bien el tráfico en la Jubilee College Road, pero los coches quedaban ocultos por la colina.

Duane salió de su ensimismamiento y trató de concentrarse. El tío Art había dicho una vez que llevaba un diario, desde 1941. Duane pensó que el libro que había mencionado por teléfono había desaparecido, robado por Congden o por quien fuese, pero podía haber alguna mención de él.

Encendió la lámpara de encima de la desordenada mesa. El comedor había sido la habitación más grande de la casa, y el «estudio» se componía de librerías que llegaban desde el suelo hasta el techo, llenas de libros en su mayor parte encuadernados, y librerías más bajas en el centro de la estancia, a ambos lados de la puerta grande que Art había convertido en mesa escritorio.

Sobre ésta había facturas, el teléfono, montones de cartas que Duane miró sólo por encima, recortes de columnas de ajedrez de periódicos de Chicago y de Nueva York, revistas, historietas de The New Yorker, una foto enmarcada de su segunda esposa, otro marco con un dibujo de Leonardo da Vinci de un aparato parecido a un helicóptero, un tarro lleno de canicas, otro lleno de regaliz -Duane había metido mano en él desde que podía recordar-, y trozos de papel con viejas listas de la compra, listas de compañeros de la fábrica de orugas que eran miembros del sindicato, listas de ganadores del Premio Nobel, y miles de cosas. Ningún diario.

La mesa no tenía cajones. Duane miró a su alrededor. Podía oír que el viejo revolvía cajones en el dormitorio, probablemente buscando ropa interior y calcetines. Sólo tardaría un minuto.

«¿Dónde guardaría un diario el tío Art?» Duane se preguntó si sería en el dormitorio. No, Art no escribía en la cama. Lo haría aquí, en su mesa de trabajo. Pero en ésta no había ningún libro. Ni tenía cajones.

«Libros.» Duane se sentó en el sillón del viejo capitán, sintiendo cómo habían desgastado el barniz los brazos de su tío. «Él debía de escribir todos los días en su diario. Probablemente todas las noches, sentado aquí.» Duane extendió la mano izquierda. «El tío Art era zurdo.»

Una de las librerías bajas, la colocada cerca del caballete izquierdo de soporte de la puerta grande que hacía de mesa, estaba al alcance de su mano. En realidad era un doble estante, con libros vueltos hacia fuera y otros, más de una docena de volúmenes sin título, vueltos hacia dentro, casi invisibles en la oscuridad de debajo de la mesa. Duane sacó uno de ellos: encuadernado en cuero, papel grueso y de primera calidad, unas quinientas páginas. No había letra impresa en su interior sino una escritura apretada hecha con una anticuada pluma. La escritura llenaba todas las páginas y era literalmente ilegible.

Duane abrió el volumen y lo miró más de cerca, debajo de la lámpara, ajustándose las gafas. No estaba escrito en inglés sino más bien en algún híbrido lenguaje hindi o arábigo, una sólida muralla de garabatos, lazos, arabescos y florituras. No había palabras separadas; las líneas eran una maraña inseparable e indescifrable de símbolos desconocidos. Pero encima de cada columna había números, y éstos no estaban escritos en clave. Duane miró la cabecera de la página que tenía delante y leyó: 19, 3, 57.

Duane recordó que el tío Art había dicho a menudo que en Europa y en la mayor parte del mundo solían escribir la fecha poniendo primero el día, después el mes y después el año, lo cual era más lógico que el sistema americano. «De lo menos a lo más», había dicho a su sobrino cuando éste tenía seis años. «Es mucho más lógico de esta manera.» Duane se había mostrado siempre de acuerdo. Ahora estaba mirando la hoja del diario de su tío correspondiente al 19 de marzo de 1957.

Volvió a colocar el libro en su sitio y cogió el que estaba más a la izquierda. El más fácil de alcanzar. La primera página escrita llevaba la fecha del 1, 1, 60. La última, sin terminar, la de 11, 6, 60. El tío Art no había escrito en su diario el domingo por la mañana, pero sí el sábado por la noche.

– ¿Estás ya? -El viejo estaba plantado en el umbral, sosteniendo un traje todavía en la bolsa de celofán de la lavandería, y la vieja bolsa de gimnasia del tío Art en la otra mano. Entró en el círculo de luz junto a la mesa y señaló con la cabeza el libro que Duane había cerrado instintivamente-. ¿Es eso lo que Art iba a traerte?

Duane sólo vaciló un segundo.

– Creo que sí.

– Entonces, cógelo.

El viejo pasó a través de la cocina. Duane apagó la luz, pensó en los otros dieciocho años de pensamientos personales que contenían aquellos volúmenes y se preguntó si no estaría obrando mal. Evidentemente, los diarios estaban escritos en una especie de clave personal. Pero Duane era experto en descifrar claves; si descifraba ésta, leería cosas que el tío Art no había querido que él, ni nadie, las viese.

«Pero quería que yo supiese lo que había descubierto. Parecía excitado por ello. Serio, pero excitado. Y tal vez un poco asustado.»

Duane respiró hondo y cogió el pesado libro, sintiendo ahora la presencia de su tío a su alrededor, en el olor del tabaco, de la familiar humedad de los cientos y cientos de libros, del cuero de las encuadernaciones, e incluso en el ligero y agradable olor del sudor de su tío: el olor limpio del sudor de un trabajador.

Ahora la habitación estaba muy oscura. La impresión de la presencia del tío Art era un poco inquietante, como si su fantasma estuviese plantado allí, detrás de Duane, incitándole a sentarse aquí y ahora, a encender la luz y leer aquello, con su espíritu inclinado sobre él. Duane casi esperó sentir el contacto de una mano helada en su cogote.

Caminando, sin apresurarse, cruzó la cocina para ir a reunirse con su padre en la camioneta.


Dale y Lawrence habían estado jugando al béisbol todo el día, a pesar de las nubes amenazadoras y de la agobiante humedad, y a la hora de cenar estaban cubiertos de polvo que en algunos lugares donde había corrido el sudor se había transformado en barro. Su madre los vio llegar desde la ventana de la cocina, e hizo que se quedasen en la escalera de atrás y en calzoncillos antes de dejarles entrar. Dale se encargó de llevar la ropa a la habitación de atrás del sótano, donde estaba la lavadora.

Dale aborrecía el sótano. Era la única parte de aquella casa grande y vieja que le ponía nervioso. En verano esto no tenía importancia ya que casi nunca tenía que bajar allí, pero en invierno tenía que hacerlo cada noche, después de cenar, para echar carbón en el horno.

Los escalones para bajar al sótano tenían al menos tres palmos de altura, como si hubieran sido hechos para alguien de zancadas sobrehumanas. La gran escalera de hormigón torcía hacia la izquierda, para descender entre la pared exterior y la de la cocina, dando la impresión de que el sótano estaba mucho más abajo de lo que debía estar. «Escalera de mazmorra», decía Lawrence.

La bombilla desnuda en lo alto de la escalera casi no proyectaba luz allá abajo, donde el pasillo se dirigía hacia el horno. Había luz más allá del horno, pero había que encenderla tirando de un cordón colgante, lo mismo que la de la carbonera. Dale miró a la derecha, hacia la puerta de la carbonera, al pasar por delante de ella. En realidad no era una puerta, sino una abertura de seis palmos en la pared, hasta el nivel superior de la carbonera. Esta tenía una altura de sólo un metro y medio, y Dale sabía que a su padre le costaba mucho agacharse allí para sacar a paladas el carbón. El tragante del horno, que ahora estaba cerrado, formaba un ángulo desde el pasillo a la carbonera, de modo que había que arrojar el carbón hacia abajo para introducirlo en aquella boca ávida. Más allá del tragante estaba el viejo horno propiamente dicho, una enorme y tosca estructura de metal, con tentáculos de tuberías saliendo en todas direcciones, que parecía llenar el pasillo.

Lo que Dale aborrecía más de la carbonera, en las noches de invierno en que tenía que sacar de ella paladas de carbón, no era el trabajo, aunque tenía callos en las manos durante todo el invierno, ni el sabor del polvo de carbón que permanecía en su boca incluso después de lavarse los dientes; lo que realmente aborrecía era el hueco en el fondo de la carbonera.

Allí la pared se alzaba a unos noventa centímetros del suelo y terminaba justo a tres palmos debajo del techo, revelando un suelo de madera y de piedra, tuberías de agua y algunas telarañas. Dale sabía que aquel espacio pasaba por debajo de buena parte de la habitación que empleaba su padre como despacho, cuando estaba en casa, y también debajo del porche grande de la entrada. Cuando sacaba el carbón con la pala, oía correr ratones y ratas más grandes por allí, y una noche se había vuelto rápidamente y había visto unos ojillos rojos que lo estaban mirando.

A menudo sus padres le encomiaban por lo bien que llenaba el horno y lo deprisa que trabajaba. Para Dale, aquellos veinte minutos de cada noche de invierno eran la parte peor del día, y estaba dispuesto a trabajar desaforadamente con tal de llenar el maldito horno y salir de allí. Le gustaba más cuando acababa de ser llenada la carbonera y podía permanecer cerca del horno para echar las paladas. A finales de mes, cuando el carbón quedaba reducido a un pequeño montón en el rincón más lejano, tenía que cruzar la carbonera, levantar la carga, llevarla tres metros a través de la habitación y arrojarla, dando la espalda al hueco.

No tener que arrojar el carbón era una de las razones de que a Dale le gustase el verano. Ahora le bastó una mirada para saber que no había más que un pequeño montón de negra antracita en el último rincón. La luz de lo alto de la escalera iluminaba débilmente la carbonera; el hueco en el fondo estaba envuelto en una oscuridad total.

Dale encontró el primer cordón de la luz, pestañeó ante el súbito resplandor, pasó alrededor del horno para entrar en la segunda habitación, utilizada sólo para contener aquél; cruzó la tercera habitación, donde su padre tenía un banco de trabajo con algunos utensilios, y torció de nuevo hacia la derecha para entrar en la última habitación, donde su madre tenía la lavadora y la secadora.

Su padre había dicho que había costado un horror bajar allí aquellas máquinas y que si un día se trasladaban, la lavadora y la secadora se quedarían donde estaban. Dale lo creía: recordaba a su padre, a los mozos de Sears, al señor Somerset y a otros dos vecinos luchando con aquellas máquinas durante más de una hora. Esta habitación de atrás no tenía ventanas -ninguna de las del sótano las tenía- y el cordón de la luz pendía en el centro. Cerca de la pared del sur, un pozo circular de noventa centímetros de diámetro parecía hundirse en la oscuridad. Era el sumidero que absorbía el agua de un sótano demasiado bajo para el nivel hidrostático local. Pero el sótano se había inundado cuatro veces en los cuatro años y medio que llevaban viviendo aquí, y en una ocasión Dale había tenido que pasar por aquí, con tres palmos de agua, para arreglar la bomba.

Dale arrojó la ropa sucia sobre la lavadora, apagó la luz al pasar, cruzó la habitación del fondo, el taller y la habitación del horno hasta el pasillo, sin mirar esta vez hacia la carbonera, y subió los diez gigantescos escalones. El sótano era tan frío y húmedo que le causó una fuerte impresión sentir el aire pegajoso que se filtraba por la puerta de tela metálica de atrás y ver la suave luz del crepúsculo sobre la casa de Grumbacher, hacia el oeste.

Dale cruzó rápidamente la cocina, confuso por andar en calzoncillos. Lawrence estaba ya chapoteando en la bañera e imitando los ruidos de un ataque submarino. Afortunadamente la madre de Dale estaba en el porche de la entrada, de modo que él pudo cruzar medio patinando el vestíbulo, con los pies descalzos, subir corriendo la escalera, dar la vuelta al rellano y entrar en su habitación, para ponerse la bata antes de que entrase su madre. Se tumbó en la cama, con la pequeña lámpara encendida, y hojeó un viejo ejemplar de Astounding Science Fiction hasta que le llegó el turno de tomar el baño.


Una vez que estuvo a solas, en su tranquilo e iluminado rincón del sótano, Duane McBride tardó menos de cinco minutos en descifrar la clave.

El diario del tío Art parecía escrito en hindi, pero en realidad estaba escrito en sencillo inglés. Ni siquiera había transposiciones. Desde luego, a Duane le había servido de mucho el haber compartido la fascinación de su tío por Leonardo da Vinci.

El genio del Renacimiento había escrito su propio diario en una clave muy simple: a la inversa, de manera que pudiese leerse el texto en un espejo. Duane puso un espejo de mano sobre su mesa de trabajo y vio las anotaciones en inglés, de derecha a izquierda. El tío Art había juntado las palabras, para que la clave no fuese tan evidente; también había enlazado las letras por la parte de arriba, y esto era lo que daba a la línea estampada un extraño aspecto arábigo o védico. En vez de puntos había utilizado un símbolo que parecía una F mayúscula invertida, con dos puntos delante de ella. Una F invertida, con un punto, era una coma.

Duane vio que la página y el pasaje que había abierto trataban de problemas del trabajo, de un presidente de sindicato sospechoso de malversación de fondos, y de un diálogo reproduciendo una discusión política entre Art y su hermano. Duane miró el pasaje, recordó aquella discusión (el viejo estaba completamente borracho y preconizaba el derrocamiento violento del Gobierno), y pasó apresuradamente al apartado final:

11, 6, 60.

He encontrado un pasaje sobre la campana que Duane estaba buscando. Corresponde a los Apocrypha: Additions to the Book of the Law, de Aleister Crowley. Debía haberme imaginado que sería Crowley, el autocalificado mago de nuestra era, quien sabría algo sobre todo esto.

Esta noche he pasado un par de horas en el porche, pensando. Al principio iba a guardar esto para mí, pero el pequeño Duane ha trabajado de firme en la investigación de este misterio local, y decidí que tenía derecho a saberlo. Mañana me llevaré el libro y compartiré con él toda la sección sobre «familiares». La sección de los Borgia es una extraña lectura.

Un par de las secciones pertinentes: «Mientras los Medici eran partidarios de los familiares animales tradicionales como puente hacia el Mundo de la Magia se dice que la familia Borgia, durante los productivos siglos del Renacimiento (desde el punto de vista de la práctica del Arte), eligió un objeto inanimado como talismán.

»Según la leyenda, la gran Estela Reveladora, el obelisco egipcio de hierro del Santuario de Osiris, había sido robado del lugar que le correspondía en el siglo V o VI d. de C., y durante mucho tiempo constituyó fuente de poder de la familia Borgia, de Valencia, España.

»En 1455, cuando un miembro de aquella antigua familia de hechiceros se convirtió en papa -una gran ironía ya que su auge político se había debido a los Poderes Oscuros de este símbolo precristiano-, lo primero que hizo fue encargar la construcción de una gran campana. Hay pocas dudas de que esta campana, traída a Roma aproximadamente cuando murió aquel papa Borja, era la Estela Reveladora, fundida y refundida en una forma más aceptable para las masas de cristianos que esperaban su llegada.

»Se dijo que esta campana tenía, mucho más que cualquier otro objeto mágico, la forma que se encontraba en casi todas las casas reales moriscas o españolas de aquella época: Los Borja la consideraban como "la que lo devoraba Todo y lo engendraba Todo". Entre los egipcios, la Estela Reveladora era conocida como la "corona de la muerte" y su metamorfosis había sido predicha en el Libro del Abismo.

»Y a diferencia de los familiares orgánicos, que actúan meramente como medios, la Estela, incluso en su encarnación como campana, exigía su propio sacrificio. Según la leyenda, Don Alonso de Borja ofreció una nieta recién nacida a la campana, antes de ir a Roma para el Cónclave de 1455, que, contra todos los pronósticos, le eligió papa. Pero Don Alonso, ahora conocido como papa Calixto III, o careció de agallas para continuar los sacrificios o creyó que el poder de la Estela había sido provechosamente gastado con su acceso al solio pontificio. Fuese cual fuere la razón, cesaron los sacrificios. A la muerte del papa Calixto III, la campana fue instalada en la torre del palacio del sobrino de Don Alonso, Rodrigo de Borja, cardenal de Roma, sucesor en la archidiócesis de Valencia y primer verdadero heredero de la dinastía Borgia.

»Pero dice la leyenda que la Estela, ahora disfrazada de campana, no había terminado sus exigencias.»


Después de bañarse, Dale Stewart subió a su dormitorio. Lawrence estaba en su cama. O mejor dicho, sobre ella, sentado en su centro con las piernas cruzadas. Había algo extraño en su expresión.

– ¿Qué te pasa? -dijo Dale.

Lawrence estaba tan pálido que se veían claramente todas sus pecas.

– Yo… no sé. Entré para encender la luz y… bueno, oí algo.

Dale sacudió la cabeza. Recordaba una vez, hacía un par de años, en que se habían quedado los dos solos viendo la tele mientras su madre iba de compras. Era una tarde de invierno y habían estado viendo La venganza de la momia en el programa del sábado por la tarde. En cuanto hubo terminado la película, Lawrence había «oído» algo en la cocina… Las mismas pisadas lentas y deslizantes de la momia coja en el filme. Dale había ido a reunirse con su hermano, presa de pánico; habían abierto la contraventana y saltado al jardín de delante cuando se acercaron las «pisadas». Cuando volvió su madre a casa, los encontró plantados en el porche de la entrada, en calcetines y camiseta, temblando.

Bueno, Dale tenía ahora once años, no ocho.

– ¿Qué has oído? -preguntó.

Lawrence miró a su alrededor.

– No lo sé. Más que oído… he sentido. Como si hubiese alguien en la habitación.

Dale suspiró. Arrojó los calcetines sucios en la cesta y apagó la luz.

La puerta del armario estaba entreabierta. Dale la empujó al dirigirse a su cama.

La puerta no se cerró.

Pensando que una zapatilla u otra cosa impedía el cierre, Dale se detuvo y empujó más fuerte.

La puerta se resistió. Algo en el interior del armario estaba empujando para salir.


En su sótano, Duane se enjugó la cara con un pañuelo. Generalmente se estaba fresco allí, incluso en los días más cálidos del verano pero ahora descubrió que sudaba copiosamente. El libro estaba abierto sobre su «mesa escritorio», hecha con una puerta sobre caballetes. Duane había estado copiando la información pertinente en su libreta, con la mayor rapidez posible; pero ahora dejó el lápiz a un lado y se limitó a leer.

Ahora, la escritura invertida de su tío casi tenía sentido sin el espejo, pero Duane todavía sostuvo el libro delante del espejo:

La Estela Reveladora, fundida ahora en su disfraz de campana, había sido parcialmente activada por el sacrificio de la nieta del primer papa Borgia. Pero según el Libro de Ottaviano, los Borgia temían el poder de la Estela y no estaban preparados para el Apocalipsis que según la leyenda y la tradición acompañaría al pleno despertar de la Estela. En El Libro de la Ley se decía que la Estela Reveladora ofrecía un gran poder a aquellos que la servían. Pero al mismo tiempo, cuando se terminaban los debidos sacrificios, el talismán se convertía en el Tañido Fúnebre de los Últimos Días: un presagio del Apocalipsis final que seguiría a la Aceleración de la Estela por sesenta años, seis meses y seis días.

Rodrigo, el siguiente papa de la dinastía Borgia, hizo llevar la Campana a la torre que había añadido al complejo del Vaticano. Allí, en la Torre Borgia, Alejandro, que era el nombre de Rodrigo Borgia como papa, se dijo que había impedido la Aceleración de la Estela gracias a los murales místicos de un artista enano y medio loco llamado Pinturicchio. Estos «grotescos» dibujos, tomados de las grutas de debajo de Roma, servían para reprimir el mal de la Estela y permitir que la familia se beneficiase del poder del talismán.

O así lo creía el papa Alejandro.

Tanto en El Libro de la Ley como en los libros secretos de ottaviano, hay indicios de que la Estela empezó a dominar las vidas de los Borgia. Años más tarde, Alejandro hizo trasladar la Campana al macizo e inexpugnable Castel Sant'Angelo, pero incluso enterrando el artefacto en aquel sepulcro de piedra y huesos, no perdió el poder sobre los seres humanos que habían intentado controlarlo.

El relato abreviado de Ottaviano refiere la locura que se apoderó de los Borgia y de Roma durante aquellas décadas: asesinatos e intrigas terribles en el brutal ambiente de aquellos días; relatos de demonios rondando por las catacumbas de Roma, de seres infrahumanos moviéndose en el Castel Sant'Angelo y por las calles de la ciudad, e historias sobre el dominio de la Estela Reveladora al dirigirse a su propia aceleración.

A partir de este punto, después de la terrible muerte de Ottaviano, la leyenda de la Estela se sume en la oscuridad. La destrucción de la Casa Borgia es cosa sabida. Se dice que una generación más tarde, cuando el primer papa Medici ascendió al Trono de San Pedro, su primera orden papal fue quitar la Campana de Roma, fundirla y enterrar el maldito metal en tierra bendita, pero lejos del Vaticano.

Actualmente no se conserva ninguna clave del paradero o el destino de la Estela Reveladora. La leyenda del poder de la Estela, como «lo que lo devoraba Todo y lo engendraba Todo», se ha continuado en la necromancia hasta la actualidad.


Duane dejó a un lado el libro del tío Art. Podía oír al viejo que trajinaba arriba, en la cocina. Entonces sonó un murmullo, la puerta de tela metálica se cerró de golpe y Duane oyó que la camioneta arrancaba chirriando y se alejaba por el camino de entrada. La abstinencia del viejo se había acabado. Duane no sabía si se dirigía a la taberna de Carl o a la del Arbol Negro, pero estaba seguro de que pasarían horas antes de que su padre volviese.

Duane permaneció sentado unos pocos minutos en el círculo de luz de la lámpara, mirando el libro y las notas que había tomado. Después se levantó para ir a cerrar la puerta.


La puerta del armario se estaba abriendo lentamente.

Dale se apoyó en ella, detuvo la lenta apertura de diez centímetros en la oscuridad y se volvió para mirar a Lawrence. Su hermano lo estaba contemplando con los ojos muy abiertos.

– Ayúdame -murmuró Dale.

Se produjo un renovado esfuerzo en el otro lado de la puerta y ésta se abrió un par de centímetros más al resbalar los calcetines de Dale sobre el desnudo suelo de madera.

– ¡Mamá! -gritó Lawrence, saltando de la cama y corriendo al lado de Dale. Apoyaron los hombros contra la puerta, cerrándola unos cinco centímetros.

– ¡Mamá! -gritaron al unísono.

La puerta se detuvo, creció la presión sobre las tablas pintadas de amarillo, y empezó a abrirse de nuevo.

Dale y Lawrence se miraron, apretando fuertemente las mejillas sobre las toscas tablas, sintiendo la terrible fuerza transmitida a través de la madera.

La puerta se abrió otros siete centímetros. No había ningún ruido dentro del armario; en cambio, fuera de él, los dos muchachos resoplaban y jadeaban, con los calcetines de Dale y los pies descalzos de Lawrence escarbando en el suelo.

La puerta se abrió otros pocos centímetros. Ahora había una abertura de un palmo y medio, y un viento fresco parecía soplar a través de ella.

– ¡Dios mío! No puedo… aguantarla -jadeó Dale.

Tenía apoyado el muslo izquierdo en el viejo tocador, pero no podía hacer palanca suficiente para cerrar la puerta. Lo que estaba allí, fuese lo que fuere, tenía al menos la fuerza de una persona adulta.

La puerta se abrió otros cinco centímetros.

– ¡Mamá! -chilló Lawrence-. ¡Socorro, mamá! ¡Mamá!

Recibió alguna respuesta desde el porche de la entrada, pero Dale comprendió que no podrían sostener la puerta el tiempo suficiente para que llegase su madre.

– ¡Corre! -exclamó.

Lawrence le miró, con su cara aterrorizada a sólo unos centímetros de distancia, y soltó la puerta. Corrió, pero no fuera de la habitación. En dos zancadas y un salto, subió encima de su cama.

Sin la ayuda de Lawrence, Dale no podía sujetar la puerta. La presión era invencible. Cedió a ella, saltando sobre el tocador de un metro veinte de altura y encogiendo las piernas. La lámpara y algunos libros cayeron contra el suelo.

La puerta se abrió de golpe, contra las rodillas de Dale. Lawrence se puso a chillar.

Dale oyó las pisadas de su madre en la escalera, y su voz, que preguntaba algo; pero antes de que pudiese abrir la boca para responderle, sopló una ráfaga de aire frío, como si hubiesen abierto una nevera, y entonces salió algo del armario.

Era algo bajo y largo, de al menos un metro veinte de longitud, y tan insustancial como una sombra, pero mucho más oscuro. Una cosa negra que se deslizaba por el suelo como un frenético insecto que acabase de salir de una tinaja. Dale pudo ver unos filamentos parecidos a patas que se agitaban furiosamente. Levantó los pies sobre el tocador. Una fotografía enmarcada se estrelló contra el suelo.

– ¡Mamá!

Lawrence y él se habían puesto a chillar de nuevo al unísono.

La cosa negra se arrastró vagamente sobre el suelo. Dale pensó que era como una cucaracha, en el caso de que las cucarachas pudieran tener más de un metro de largo y unos centímetros de altura y estar hechas de humo negro. Unos apéndices oscuros golpearon y rascaron las tablas del suelo.

– ¡Mamá!

La cosa se metió debajo de la cama de Lawrence.

Lawrence no hizo ruido al saltar sobre la cama de Dale como un acróbata del trampolín.

Su madre se detuvo en la puerta, mirando a los chicos que seguían gritando.

– Es una cosa… que ha salido del armario… y se ha metido ahí debajo…

– Debajo de la cama… Una cosa negra… ¡grande!

Su madre corrió hacia el armario del pasillo y volvió rápidamente con una escoba.

– ¡Fuera! -dijo, y encendió la luz del techo.

Dale vaciló sólo un segundo antes de saltar al suelo, ponerse detrás de su madre y correr hacia la puerta. Lawrence saltó de la cama de Dale a la suya y a la puerta. Ambos salieron al pasillo y chocaron con la barandilla. Dale miró dentro de la habitación.

Su madre estaba a cuatro patas, levantando polvo de debajo de la cama de Lawrence.

– ¡Mamá! ¡No! -gritó Dale, y entró corriendo para intentar que su madre se echase atrás.

Ella dejó caer la escoba y cogió de los brazos a su hijo mayor.

– Dale… Dale…, basta. Basta. Ahí no hay nada. Mira.

Dale miró, entre jadeos que rápidamente se convirtieron en sollozos. No había nada debajo de la cama.

– Probablemente se metió debajo de la de Dale -dijo Lawrence desde la puerta.

Con Dale todavía agarrado a ella, su madre se volvió y levantó las motas de polvo de debajo de la cama de Dale. A éste casi se le paró el corazón cuando su madre se puso de rodillas en el suelo, con la escoba por delante.

– Mira -dijo ella, levantándose y sacudiéndose el polvo de la falda y de las rodillas-. Ahí no hay nada. Y ahora dime qué crees que visteis.

Los dos muchachos se pusieron a farfullar al mismo tiempo. Dale escuchó su propia voz y se dio cuenta de que su descripción sonaba a algo grande, negro, sombrío, bajo. Había abierto la puerta del armario y corrido debajo de la cama como un insecto gigantesco.

– Tal vez ha vuelto a meterse en el armario -sugirió Lawrence, conteniendo a duras penas las lágrimas y jadeando para recobrar aliento.

Su madre los miró fijamente pero se acercó al armario y acabó de abrirlo. Dale retrocedió hasta la puerta de la habitación mientras su madre separaba la ropa colgada de las perchas, apartaba a un lado las bambas y miraba alrededor del marco de la puerta del armario. Éste no era profundo. Estaba vacío.

La mujer cruzó los brazos y esperó. Los chicos estaban en la puerta de la habitación, mirando por encima del hombro hacia el rellano y las oscuras entradas de la habitación de sus padres y del cuarto de invitados, como si la sombra pudiese venir arrastrándose tras ellos sobre el suelo de madera.

– Os habéis asustado el uno al otro, ¿no? -preguntó ella.

Los dos muchachos negaron con la cabeza y volvieron a farfullar, describiendo de nuevo aquella cosa y mostrando Dale cómo habían tratado de mantener cerrada la puerta del armario.

– ¿Y ese insecto abrió la puerta empujando?

Su madre sonreía ligeramente.

Dale suspiró. Lawrence le miró como diciendo: «Lo cierto es que está todavía debajo de mi cama. Lo que pasa es que no podemos verlo.»

– Mamá -dijo Dale con la mayor tranquilidad de que fue capaz, y en tono natural y razonable-, ¿podemos dormir esta noche en tu habitación, en nuestros sacos de dormir?

Ella vaciló un segundo. Dale sospechó que estaba recordando aquella vez en que se quedaron fuera a causa de la «momia»… o tal vez aquella del verano pasado en que se sentaron cerca del campo de béisbol por la noche, tratando de establecer contacto telepático con naves espaciales de otros planetas… y habían vuelto a casa aterrorizados porque las luces de un avión habían pasado por encima de ellos.

– Está bien -dijo ella-. Coged vuestros sacos de dormir y el catre plegable. Tengo que salir y decirle a la señora Somerset que mis grandes muchachos interrumpieron nuestra conversación con gritos por culpa de un sombrío insecto.

Bajó la escalera con sus dos niños pegados a ella. Éstos esperaron hasta que volvió a entrar, antes de subir de nuevo al piso de arriba, haciendo que aguardase en la puerta de la habitación de los invitados mientras buscaban los sacos de dormir y el catre.

Ella se negó a dejar encendida la luz del pasillo toda la noche. Los dos chicos contuvieron el aliento cuando entró a apagar la del techo, pero volvió enseguida, dejando la escoba junto a la cabecera de la cama como un arma. Dale pensó en la escopeta de aire comprimido que su padre guardaba en el armario junto a su Savage. Los cartuchos estaban en el cajón de abajo de la cómoda de cedro.

Dale tenía su catre tan cerca del borde de la cama que no había ningún hueco entre ésta y aquél. Mucho después de que su madre se hubiese quedado dormida, pudo sentir que su hermano estaba despierto, alerta y vigilante como él.

Cuando la mano de Lawrence salió de debajo de la manta para apoyarse en el catre de Dale, éste no la rechazó. Se aseguró de que eran ciertamente la mano y la muñeca de su hermano, no algo surgido de la oscuridad de debajo de la cama, y después la cogió firmemente hasta que se quedó dormido.

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