6

El sábado por la mañana, primer sábado del verano, Mike O'Rourke se levantó al amanecer. Entró en el oscuro salón para ver cómo estaba Memo -que casi despierta-, y cuando vio el pálido brillo de la piel y el pestañeo de un ojo entre el revoltijo de mantas y pañuelos, supo que aún estaba viva. La besó, percibiendo un ligerísimo olor a podredumbre parecido al que brotaba del camión el día anterior, y se dirigió a la cocina.

Su padre se había levantado ya y se estaba afeitando sobre el grifo de agua fría del fregadero; entraba a las siete de la mañana en la fábrica de cerveza Pabst, de Peoria, y la ciudad se hallaba a más de una hora en coche. El padre de Mike era corpulento: metro ochenta de estatura, pero más de ciento treinta kilos de peso, la mayor parte acumulado en una panza grande y redonda que le mantenía apartado del fregadero al afeitarse. Sus cabellos rojos se habían ido cayendo hasta quedar reducidos a poco más que una pelusa anaranjada encima de las orejas, pero su frente estaba tostada por el sol, de trabajar en el jardín los fines de semana, y los capilares rotos de las mejillas y de la nariz contribuían al tono rubicundo de su tez. Se afeitaba con la antigua navaja que había pertenecido a su abuelo. Se interrumpió, con un dedo en la estirada mejilla y la navaja a punto, para saludar con la cabeza a su hijo que se dirigía al retrete exterior.

Mike se había dado cuenta últimamente de que su familia era la única de Elm Haven que todavía tenía que utilizar un retrete exterior. Había otros -como el de la señora Moon, detrás de su vieja casa de madera, y el de Gerry Daysinger detrás del cuarto de las herramientas-, pero éstos no eran más que vestigios del pasado. Los O'Rourke sí utilizaban su retrete exterior. Hacía años que la madre de Mike hablaba de instalar cañerías para el agua, además de la bomba de encima del fregadero; pero el padre había argumentado siempre que era demasiado caro porque el pueblo no tenía red de alcantarillado y las fosas sépticas costaban una fortuna. Mike sospechaba que su padre no quería un lavabo interior. Con las cuatro hermanas y la madre de Mike siempre hablando, hablando y hablando en la pequeña casa, el padre de Mike decía a menudo que aquel retrete era el único lugar donde encontraba verdadera paz y tranquilidad.

Mike regresó por el caminito enlosado que serpenteaba entre el jardín de su madre y el huerto de su padre, levantó la mirada para ver los estorninos que revoloteaban entre las altas hojas que captaban las primeras luces del amanecer, cruzó el pequeño porche de atrás Y se lavó las manos en el fregadero de la cocina que su madre acababa de dejar libre. Entonces se dirigió a la alacena, cogió el bloc y el lápiz del colegio y se sentó a la mesa.

– Vas a llegar tarde para los periódicos -dijo su padre, que estaba tomando café de pie junto al mármol de la cocina y mirando el huerto a través de la ventana.

El reloj de la pared indicaba las 5.08.

– No, no llegaré tarde -dijo Mike.

A las cinco y cuarto dejaban los periódicos delante del banco contiguo a la cooperativa de Main Street, donde trabajaba la madre de Mike. Nunca se había retrasado para recogerlos.

– ¿Qué estás escribiendo? -preguntó su padre, que parecía haber centrado su atención en el café.

– Unas notas para Dale y los compañeros.

Su padre asintió con la cabeza, como si realmente no le hubiera oído, y volvió a mirar el huerto.

– La lluvia del otro día le ha ido bien al maíz.

– Hasta luego, papá.

Mike guardó las notas en el bolsillo de los tejanos, se caló una gorra de béisbol, y dio una palmada en el hombro de su padre. Afuera, montó en su vieja bicicleta y al llegar a la Primera Avenida se puso a pedalear a toda velocidad.

En cuanto hubiese terminado su trayecto de la mañana en busca de los periódicos, iría a la iglesia de San Malaquías, en el lado oeste de la ciudad y cerca de la vía del ferrocarril, y actuaría de monaguillo en la misa del padre Cavanaugh, como hacía todos los días del año. Había sido monaguillo desde los siete años, y aunque otros niños llegaban y se iban, el padre C. decía que ninguno era tanto de fiar como Mike, ni pronunciaba el latín con tanto cuidado y devoción. Algunas veces el trabajo era duro, sobre todo en invierno, cuando había nevado mucho y no podía usar la bici para ir por el pueblo. Entonces a veces llegaba corriendo a San Malaquías, se ponía la pequeña sotana y el sobrepelliz sin quitarse la chaqueta ni cambiarse los zapatos, y ayudaba a misa con nieve derritiéndose en las suelas de su calzado; y entonces, si sólo estaban allí los habituales feligreses de las siete y media – la señora Moon, la señora Shaugnessy, la señorita Ashbow y el señor Kane-, Mike pedía permiso al padre C., inmediatamente después de la comunión, y salía corriendo para llegar al colegio antes de que tocase la última campana.

Pero con frecuencia llegaba tarde. La señora Shrives ni siquiera le hablaba cuando entraba; se limitaba a mirarle severamente y señalaba con la cabeza hacia el despacho del director. Mike esperaba allí a que el doctor Roon tuviese tiempo para reñirle o castigarle con la palmeta que guardaba en el cajón inferior izquierdo de su mesa. Los palmetazos ya no le preocupaban, pero le fastidiaba tener que estarse sentado en el despacho y perderse la clase de lectura, y sobre todo la de matemáticas.

Mike apartó de la mente la idea del colegio y se sentó en la alta acera, delante del banco, esperando la camioneta que traía el periódico de la mañana de Peoria. Era verano.

La idea del verano, el calor en la cara, la realidad del olor a pavimento caliente y a mieses húmedas, llenaban de energía el espíritu de Mike y henchían su pecho, incluso mientras desempaquetaba los periódicos y los doblaba, pegando notas en algunos e introduciéndolos en el compartimiento especial de su bolsa de reparto, y también mientras circulaba de mañana por las calles, arrojando periódicos y gritando los buenos días a las mujeres que recogían las botellas de leche y a los hombres que subían en los coches para ir al trabajo. Y la realidad de ello, la gravedad disminuida del verano, continuó alentándole, hasta el momento de apoyar su bici en la pared de San Malaquías y entrar corriendo en el fresco interior, sombreado y perfumado de incienso, de su lugar predilecto en el mundo.


Dale se despertó tarde, después de las ocho, y continuó en la cama durante un buen rato. La luz y la sombra de las hojas del olmo gigante llenaban la ventana.

Un aire cálido penetraba a través de las cortinas. Lawrence ya se había levantado; Dale podía oír el sonido de las películas de dibujos animados en el cuarto de estar, señal de que su hermano estaría viendo a Heckle y Jeckle, y a Ruff y Reddy.

Dale se levantó, hizo su cama y la de Lawrence, se puso los calzoncillos, los tejanos, una camiseta de manga corta, calcetines limpios y bambas, y bajó a desayunar.

Su madre había preparado su torta predilecta de cereales y pasas. Estaba muy animada, hablando de las películas que por la noche se iban a proyectar en el espectáculo gratuito. El padre de Dale todavía estaba de viaje -su territorio de ventas abarcaba dos estados-, pero llegaría a casa a altas horas de la noche.

Desde el cuarto de estar, Lawrence le gritó a Dale que se diese prisa porque se estaba perdiendo a Ruff y Reddy.

– ¡Es un programa para niños pequeños! -le respondió Dale-.,No me interesa!

Pero comió más deprisa.

– Ah, esto estaba con el periódico esta mañana -dijo su madre, dejando la nota junto al tazón.

Dale sonrió al ver el papel barato del Block del Gran Jefe y reconoció la cuidadosa caligrafía y las faltas de ortografía de Mike:


REUNION DE TODOS EN LA CUEBA

A LAS NUEBE Y MEDIA

M


Dale sacó del tazón el último trozo de tarta y se preguntó qué podía ser tan importante para que se tuviesen que reunir todos allí. La cueva estaba reservada para acontecimientos especiales: secretos asuntos urgentes, reuniones extraordinarias de la Patrulla de la Bici cuando eran más pequeños para preocuparse por aquellas cosas.

– Bueno, ¿verdad que no es realmente una cueva, Dale? -preguntó su madre en tono ligeramente preocupada.

– Pero mamá, si ya sabes que no es más que aquella vieja alcantarilla de más allá del Arbol Negro.

– Está bien, pero acuérdate de que me prometiste segar el césped del Jardín antes de que la señora Sebert venga a visitarnos esta tarde.


El padre de Duane McBride no estaba suscrito al periódico de Peoria -no leía ningún periódico salvo The New York Times, y sólo de tarde en tarde-, por lo que Duane no recibió una de las notas de Mike. El teléfono sonó alrededor de las nueve de la mañana. Duane esperó -era una línea telefónica compartida entre varios abonados, un timbrazo significaba que la llamada era para los Johnson, sus vecinos más próximos; dos, que era la línea de Duane, y tres, que llamaban a Swede Olafson, de la misma calle, más abajo.

El teléfono sonó dos veces, se detuvo y sonó otras dos veces.

– Duane -dijo la voz de Dale Stewart-. Pensé que habrías salido para hacer tus recados.

– Ya los he hecho -dijo Duane.

– ¿Está tu padre en casa?

– Ha ido a Peoria a comprar algunas cosas.

Hubo una pausa. Duane sabía que Dale no ignoraba que muy a menudo su padre no volvía de sus «compras» del sábado hasta altas horas de la noche del domingo.

– Mira, tenemos una reunión en la Cueva a las nueve y media. Mike tiene que decirnos algo.

– ¿Quiénes vamos a ir?

Duane miró su libreta. Había estado trabajando en sus apuntes desde después del desayuno. Había empezado este trabajo particular en abril y la libreta estaba llena de tachaduras, correcciones, párrafos y páginas enteras suprimidos, anotaciones garrapateadas en los estrechos márgenes. Sabía que este ejercicio iba a ser tan imperfecto como todos los demás.

– Ya sabes -dijo Dale-, Mike, Kevin, Harlen y tal vez Daysinger. No sé. He recibido hace un rato la nota junto al periódico.

– ¿Y Lawrence?

Duane miró el mar de maíz que se alzaba, ahora casi hasta la altura de las rodillas, a ambos lados del largo camino enarenado de su casa. Cuando estaba viva, su madre había prohibido que se plantase algo más alto que habas en las ocho hectáreas de delante de la casa. «Cuando crece el maíz, hace que me sienta demasiado aislada -había dicho al tío Art-. Me da claustrofobia.» El viejo la había complacido y había plantado habas. Pero Duane no podía recordar un tiempo en que el verano no significase la lenta separación de su finca del mundo que les rodeaba. «Alto hasta la cintura el cuatro de julio», decía un viejo dicho sobre el maíz; pero en esta parte de Illinois, el cuatro de julio llegaba generalmente a la altura del hombro de Duane. Y más allá de aquella fecha del verano, no era tanto lo que crecía el maíz como lo que se encogía la casa de campo. Duane ni siquiera podía ver el camino vecinal en el que terminaba el de la casa, a menos que subiese al segundo piso para mirar por encima del maíz. Y ni él ni su viejo subían ya al segundo piso.

– ¿Qué quieres saber de Lawrence? -preguntó Dale.

– ¿Vendrá?

– Claro que vendrá. Ya sabes que siempre va con nosotros.

Duane sonrió.

– No quería que te olvidases de tu hermanito -dijo.

Sonó un ruido apremiante en la línea.

– Bueno, Duane, ¿vendrás o no?

Duane pensó en el trabajo que tenía que hacer en la finca aquel día. Tendría suerte si terminaba antes de anochecer, aunque empezase enseguida.

– Estoy muy atareado, Dale. ¿No sabes lo que pretende Mike?

– Bueno, no estoy seguro, pero creo que tiene algo que ver con Old Central. Tubby Cooke ha desaparecido. Ya lo sabes.

Duane hizo una pausa.

– Allí estaré. Las nueve y media, ¿eh? Si salgo ahora podré llegar a eso de las diez.

– ¡Oh! -dijo Dale, y su voz adquirió un tono metálico-. ¿Aún no tienes bici?

– Si Dios hubiese querido que tuviese una bici -dijo Duane-, habría tenido que nacer apellidándome Jchwinn. Nos veremos allí

Colgó antes de que Dale pudiese replicar.

Duane bajó a buscar su libreta con sus apuntes sobre Old Central, se caló una gorra con la palabra GATO en ella y salió a llamar a su perro. Witt acudió enseguida. El nombre se pronunciaba «Vit» y era una abreviatura de Wittgenstein, un filósofo sobre el que discutían incesantemente su padre y el tío Art. El viejo collie estaba casi ciego y se movía despacio debido a la artritis, pero se dio cuenta de que Duane pensaba ir a alguna parte y se acercó a él agitando la cola, esperanzado para indicarle que estaba dispuesto a participar en la expedición.

– ¡Huy! -dijo Duane, temiendo que con aquel calor la caminata resultara demasiado fatigosa para su viejo amigo-. Hoy te quedarás aquí, UIT, Guardando la casa. Yo volveré a la hora de la comida.

El collie consiguió dar a sus ojos, nublados por las cataratas, una expresión dolida y suplicante. Duane le acarició, le llevó de nuevo al granero y se aseguró de que el cuenco estuviese lleno de agua.

– Mantén bien a raya a los ladrones y a los monstruos del maíz, Uitt.

El collie se resignó, con un suspiro canino, y se tendió sobre la capa de paja que le servía de cama.

El día era caluroso cuando Duane descendió por el camino de entrada de la casa hacia la carretera Seis del condado. Se arremangó las mangas de la camisa de franela a cuadros y pensó en Old Central y en Henry James. Acababa de leer The Turn of the Screw y ahora pensó en la hacienda llamada Bly, en la sutil sugerencia de James de que una casa podía resonar con tanta malignidad que creaba «fantasmas» para perseguir a los niños Miles y Flora.

El viejo estaba alcoholizado y era un fracasado, pero también era un ateo convencido y un ferviente racionalista, y había criado a su hijo de esta manera. Desde siempre, Duane había considerado el universo como un complejo mecanismo sujeto a leyes lógicas: unas leyes que solo eran parcial y defectuosamente comprendidas por las pobres inteligencias humanas, pero leyes al fin y al cabo.

Abrió la libreta y encontró el pasaje sobre Old Central. «… una impresión de… ¿mal presagio? ¿De maldad? Demasiado melodramático.

Una impresión de alerta…» Duane suspiró, arrancó la hoja y la guardó en un bolsillo del pantalón de pana.

Llegó a la carretera Seis y torció hacia el sur. La luz del sol resplandecía sobre la gravilla blanca de la calzada y tostaba los antebrazos descubiertos de Duane. Detrás de él, en los campos a cada lado del camino de su casa, los insectos zumbaban y revoloteaban entre el maíz.


Dale, Lawrence, Kevin y Jim Harlen fueron juntos en bicicleta a la Cueva.

– ¿Por qué diablos tenemos que reunirnos tan lejos? -gruñó malhumorado Harlen.

Su bicicleta era más pequeña que la de los otros, de cuarenta y cinco centímetros, y tenía que pedalear mucho más fuerte para no quedarse atrás.

Pasaron por delante de la casa de O'Rourke, sombreada por sus frondosos árboles, siguieron hacia el norte, en dirección a la torre del agua, y después hacia el este por la ancha carretera cubierta de gravilla; Kevin, Dale y Lawrence por la apisonada rodera de la izquierda, y Harlen por la derecha. No había tráfico, viento, ni el menor ruido, salvo el de la respiración de los muchachos y el crujido de la grava bajo los neumáticos. Había un kilómetro y medio hasta la Seis del condado. Más allá de los campos y hacia el nordeste del cruce de carreteras, empezaban los montes y los espesos bosques. Si hubiesen continuado por la carretera desde la torre del agua, se habrían adentrado en el terreno montañoso entre Elm Haven y una población casi abandonada llamada Jubilee College.

La Seis seguía hacia el sur durante dos kilómetros y medio, conectando con la 151A, la Hard Road que cruzaba Elm Haven; pero aquel atajo era poco más que rodadas polvorientas que cruzaban los campos, intransitables durante la mayor parte del invierno y de la primavera.

Torcieron hacia el norte, pasaron por delante de la Taberna del Arbol Negro y rodaron a toda velocidad por la primera y empinada cuesta abajo, casi de pie sobre los pedales. Los árboles formaban una bóveda sobre la estrecha carretera, sumiéndola en una oscura sombra. La primera vez que Dale había oído La leyenda de la hondonada dormida, cuando la leyó en clase la señora Grossaint, maestra de cuarto, se había imaginado este lugar con un puente cubierto debajo.

Pero aquí no había ningún puente cubierto sino sólo una baranda de madera carcomida a ambos lados de la carretera. Los muchachos se detuvieron al final de la cuesta y caminaron, con las bicis de la mano, por un estrecho sendero, entre la maleza del lado oeste de la carretera. La maleza les llegaba hasta más arriba de la cintura y estaba cubierta del polvo que levantaban los coches al pasar. Vallas de alambre espinoso separaban el oscuro bosque del espeso follaje a lo largo de la orilla de la carretera. Escondieron las bicicletas debajo de matorrales, asegurándose de que no pudiesen verse desde la carretera, y continuaron descendiendo por el sendero hacia la fresca ribera del riachuelo.

En el fondo, el camino casi no podía verse al pasar por debajo de los altos matojos y de los árboles enanos, serpenteando junto al estrecho arroyo. Dale condujo a los otros al interior de la Cueva.

Pero no era propiamente una cueva. Por alguna razón, el condado había tendido allí un conducto subterráneo prefabricado de cemento debajo de la carretera, en vez de utilizar las tuberías de acero ondulado de setenta y cinco centímetros que solían usarse en todas partes. Tal vez habían esperado inundaciones de primavera; tal vez tenían un conducto de cemento que no sabían cómo emplear. En cualquier caso aquello era muy grande, tenía un metro ochenta de diámetro, y había un surco de treinta y cinco centímetros en su base por el que fluía el agua del arroyo, de manera que los chicos podían reclinarse en el fondo curvo del conducto y estirar las piernas sin mojarse. Incluso en los días más cálidos se estaba fresco en la cueva; la entrada se hallaba casi tapada por enredaderas y hierbajos, y el ruido de los coches que pasaban por la carretera, a tres metros por encima de ellos, hacía que su escondrijo pareciese mucho más oculto.

Más allá del extremo de la cueva se había formado una pequeña charca de desagüe. En verano sólo tenía unos dos metros y medio de ancho por la mitad de profundidad; pero resultaba de una belleza sorprendente, con el agua goteando desde el conducto, como una cascada en miniatura, y la superficie casi negra por la sombra de los árboles.

Mike había llamado Arroyo de los Cadáveres al riachuelo que la alimentaba, porque la pequeña charca contenía con frecuencia animales muertos en la carretera y arrojados a ella. Dale recordaba que había encontrado cuerpos de zarigüeyas, mapaches, gatos, erizos, y en una ocasión un gran perro pastor alemán. Recordaba que había estado tumbado en el borde de la Cueva, con los codos apoyados en el cemento frío, contemplando al perro a través de más de un metro de agua perfectamente clara. El pastor alemán tenía abiertos los negros ojos y parecía mirar a su vez a Dale, y la única prueba de que el animal estaba muerto, aparte del hecho de yacer en el fondo de una charca, era un pequeño rastro de una especie de gravilla blanca que brotaba de su hocico abierto, como si hubiese vomitado piedras.

Mike les estaba esperando en la Cueva. Un minuto más tarde Duane McBride se reunió con ellos, resoplando y jadeando al bajar por el sendero, con el semblante rojo bajo la gorra. Pestañeó en la súbita oscuridad de la alcantarilla.

– Ah, una reunión de la Sociedad de la Almeja y la Sopa de Pescado Tanatopsis -dijo, resoplando todavía un poco.

– ¿Eh? -dijo Jim Harlen.

– Olvídalo -dijo Duane.

Se sentó cansado y se enjugó la cara con el faldón de la camisa de franela.

Lawrence estaba pinchando una enorme telaraña con un palo que había encontrado. Se volvió en redondo cuando Mike empezó a hablar.

– Tengo una idea.

– Alto, parad las prensas -dijo Harlen-. Un nuevo titular de primera página para el periódico de mañana.

– Cállate -dijo Mike, pero sin irritación-. Todos estabais ayer en la escuela cuando Cordie y su madre fueron en busca de Tubby.

– Yo no estaba -dijo Duane.

– Sí. -Mike asintió con la cabeza-. Cuéntale lo que pasó, Dale.

Dale explicó la discusión entre la señora Cooke y el doctor Roon y J. P. Congden.

– La vieja Double-Butt también estaba allí -concluyó-. Dijo que había visto marchar a Tubby. La madre de Cordie dijo que era mentira.

Duane arqueó una ceja.

– Entonces, ¿qué piensas tú, O'Rourke? -preguntó Harlen, que estaba construyendo una pequeña presa en el surco del fondo de la alcantarilla con ramitas y hojas. El agua estaba ya subiendo y encharcándose en el cemento.

Lawrence apartó las bambas antes de que se mojasen.

– ¿Quieres que le demos un beso a Cordie para que no se sienta desgraciada? -preguntó Harlen.

– No -dijo Mike-. Quiero encontrar a Tubby.

Kevin había estado arrojando piedras en la charca. Ahora se detuvo. Su camiseta de manga corta, recién lavada, parecía muy blanca en la penumbra.

– ¿Cómo vamos a hacerlo, si Congden y Barney han fracasado? Y además, ¿por qué nosotros?

– Debería hacerlo la Patrulla de la Bici -dijo Mike-. Es el tipo de cosa que queríamos hacer cuando formamos el club. Y podemos hacerlo, porque podemos ir a sitios y ver cosas que están vedadas a Barney y a Congden.

– No lo entiendo -dijo Lawrence-. ¿Cómo vamos a encontrar a Tubby, si se escapó?

Harlen se inclinó hacia delante e hizo ademán de agarrar la nariz de Lawrence.

– Te utilizaremos como sabueso, mocoso. Te daremos un par de calcetines viejos y sucios de Tubby y podrás oler su rastro. ¿De acuerdo?

– Cállate, Harlen-dijo Dale.

– No serás tú quien me haga callar -dijo Jim Harlen, arrojando un poco de agua a la cara de Dale.

– Callaos los dos -dijo Mike. Y prosiguió, como si no le hubiesen interrumpido-. Lo que haremos será seguir a Roon, a la vieja Double-Butt, a Van Syke y a los otros, y descubrir si le hicieron algo a Tubby.

Duane estaba jugando a la cuna con un cordel que había encontrado en su bolsillo.

– ¿Por qué tenían que hacerle algo a Tubby Cooke?

Mike se encogió de hombros.

– No lo sé. Tal vez porque son malos. ¿No te parecen extraños?

Duane no sonrió.

– Creo que muchas personas son extrañas, pero esto no les da motivos para andar por ahí secuestrando a niños gordos.

– Si se los diese -dijo Harlen-, estarías perdido.

Duane sonrió, pero se volvió ligeramente en dirección al otro chico. Harlen era un palmo y medio más bajo que Duane y pesaba aproximadamente la mitad que éste.

Et tu, Brute? -dijo Duane.

– ¿Qué quiere decir esto? -preguntó Harlen, entrecerrando los ojos.

Duane volvió al juego de la cuna.

– Es lo que dijo César cuando Bruto le preguntó si había comido alguna hamburguesa de Harlen aquel día.

– Bueno -dijo Dale-, decidamos esto. Yo tengo que ir a segar el césped.

– Y yo tengo que ayudar a mi padre a limpiar el depósito del camión de la leche esta tarde -dijo Kevin-. Decidamos.

– Decidamos ¿qué? -dijo Harlen-. ¿Si vamos a seguir a Roon y a Double-Butt para ver si mataron y se comieron a Tubby Cooke?

– Sí -dijo Mike-. O si saben lo que le pasó y lo están encubriendo por alguna razón.

– ¿Quieres tú seguir a Van Syke? -preguntó Harlen a Mike-. Ese tipo es el único de los extraños personajes de Old Central que está lo bastante majareta como para matar a un niño. Y nos mataría a nosotros si descubriese que le seguíamos.

– Yo me encargaré de Van Syke -dijo Mike-. ¿Quién quiere seguir a Roon?

– Yo -dijo Kevin-. Nunca va a ninguna parte, salvo al colegio y a la habitación que tiene alquilada; no creo que sea difícil seguirle.

– ¿Y quién se encarga de la señora Doubbet? -preguntó Mike.

– ¡Yo! -dijeron Harlen y Dale al mismo tiempo.

Mike señaló a Harlen.

– Ocúpate tú de ella. Pero procura que no se dé cuenta de que la estás siguiendo.

– Me confundiré con los árboles.

Lawrence derribó la presa de Harlen con su palo.

– ¿Qué haremos Dale y yo?

– Alguien debería vigilar a Cordie y a su familia -dijo Mike-. Tubby podría volver mientras nos estuviésemos moviendo por ahí y no nos enteraríamos.

– ¡Oh! -dijo Dale-. Viven lejos, junto al vertedero.

– No tenéis que ir cada hora. Sólo echarles un vistazo cada día o cada dos días, observar si Cordie viene al pueblo, y cosas por el estilo.

– Está bien.

– ¿Y qué hará Duane? -dijo Kevin.

Mike arrojó una piedra a la charca y miró a los ojos al chico más corpulento.

– ¿Qué quieres hacer, Duane?

El cordel de Duane parecía ahora la telaraña de Lawrence por su complejidad. Suspiró y se sumió en una intrincada figura con la cuerda.

– Lo que vosotros queréis hacer es realmente una locura. Queréis saber si Old Central está de algún modo detrás de esto. Por tanto, yo seguiré a Old Central.

– ¿Crees que podrás con esto, bola de sebo? -preguntó Harlen.

Había ido hasta el borde de la alcantarilla y estaba orinando en la oscura charca.

– ¿Qué quieres decir con eso de seguir a Old Central? -preguntó Mike.

Duane se frotó la nariz y se ajustó las gafas.

– Estoy de acuerdo en que hay algo extraño en esa escuela. Lo investigaré. Buscaré alguna información sobre antecedentes. Tal vez pueda averiguar también algo sobre Roon y los demás.

– Roon es un vampiro -dijo Harlen, sacudiendo las últimas gotas y subiendo la cremallera del pantalón-. Van Syke es un hombre lobo

– ¿Y la vieja Double-Butt? -preguntó Lawrence.

– Es una vieja puta que pone muchos deberes.

– ¡Eh! -dijo Mike-. Cuida tu lenguaje delante del peque.

– Yo no soy un peque -dijo Lawrence.

Mike dijo a Duane:

– ¿Dónde encontrarás esa información?

El muchachote se encogió de hombros.

– Casi no hay nada en lo que llaman biblioteca en Elm Haven, pero trataré de encontrar algo en Oak Hill.

Mike asintió con la cabeza.

– Está bien, podemos volver a reunirnos dentro de un par de días

Se interrumpió. Uno o dos coches habían pasado por la carretera mientras ellos hablaban, arrojando gravilla entre las hojas y levantando nubes de polvo al pasar; pero ahora el zumbido fue tan fuerte que pareció que un semirremolque rodase sobre sus cabezas. El camión se detuvo con un chirrido de frenos.

– ¡Shhhh! -susurró Mike, y los seis se tumbaron de barriga al suelo como si así pudiesen esconderse más.

Harlen se retiró de la salida.

Se oyó el ruido de un motor en punto muerto y luego el de una puerta de camión al abrirse, al tiempo que descendía un hedor espantoso que envolvía como un gas invisible pero letal.

– ¡Maldita sea! -murmuró Harlen-. El camión de recogida de animales.

– Cállate -susurró Mike, y Jim obedeció.

Unas botas crujieron sobre la gravilla encima de ellos. Después, silencio, mientras Van Syke o quien fuera se plantaba sobre la orilla de la carretera, directamente encima de la charca.

Dale cogió el palo que había dejado caer Lawrence y lo levantó como una delgada cachiporra. La cara de Mike estaba blanca como la leche. Kevin miró a los otros a su alrededor, moviendo la nuez. Duane cruzó las manos entre las rodillas y esperó.

Algo pesado se deslizó entre las hojas y cayó con un chasquido dentro de la charca, salpicando de agua a Harlen.

– ¡Mierda! -exclamó éste, e iba a decir algo más cuando Mike le tapó la boca con la mano.

Crujió de nuevo la gravilla y después se oyó un ruido de maleza al partirse, como si Van Syke empezase a bajar la cuesta.

Se escuchó el motor de otro coche, al bajar un automóvil o una camioneta por la pendiente del cementerio del Calvario. Luego, el chirrido de unos frenos y el sonido de un claxon.

– No puede pasar -murmuró Kevin.

Mike asintió con la cabeza. Las pisadas entre los matorrales se detuvieron y volvieron atrás. Una portezuela se cerró de golpe y el camión subió cuesta arriba, hacia la Taberna del Arbol Negro, con un chirrido de cambio de marchas. El coche que iba detrás de él hizo sonar de nuevo el claxon. Poco después volvió a reinar el silencio y casi desapareció el hedor. Casi.

Mike se levantó y caminó hasta el borde de la alcantarilla.

– ¡Maldición! -murmuró.

Mike casi nunca maldecía.

Los otros se agruparon en el extremo del conducto subterráneo.

– ¿Qué diablos es? -susurró Kevin.

Se tapó la cara con la camiseta para librarse del olor que parecía surgir del agua oscura.

Dale miró por encima del hombro de Kevin. Las ondas y el fango revuelto se estaban posando; el agua no era del todo clara pero podía distinguir una carne blanca, un vientre hinchado, unos brazos delgados, unos dedos y unos ojos castaños muertos que parecían mirar a través del agua.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Harlen-. Es un bebé. Ha arrojado un bebé muerto aquí.

Duane cogió el palo de Dale, se tumbó de bruces, metió el brazo dentro del agua y pinchó aquella cosa muerta, haciendo que se volviese. Se movieron pelos en los brazos del cadáver y los dedos parecieron agitarse. Duane hizo que la cabeza casi subiese hasta la superficie.

Los otros muchachos se echaron atrás. Lawrence se marchó al otro extremo de la alcantarilla, gimiendo ligeramente, a punto de llorar.

– No es un bebé -dijo Duane-. Por lo menos no es un bebé humano. Me parece un macaco de la India.

Harlen estiró el cuello para mirar, pero sin acercarse más.

– Si es un mono, ¿dónde está la piel?

– Pelos -dijo distraídamente Duane. Utilizó otro palo para dar una vuelta a aquella cosa. La espalda emergió en la superficie del agua y pudieron ver claramente la cola. También era lampiña-. No sé cómo habrá perdido el pelo. Tal vez estaba enfermo. Tal vez alguien lo coció.

– Lo coció -repitió Mike, contemplando la charca con una expresión de asco infinito.

Duane soltó aquella cosa y todos observaron cómo se posaba de nuevo en el fondo. Los dedos se movieron, como señalándolos o despidiéndose de ellos.

Harlen tamborileó en el techo de cemento, con un ritmo tenso.

– Oye, Mikey, ¿todavía quieres encargarte de Van Syke?

Mike no se volvió.

– Sí -dijo.

– Salgamos de aquí -dijo Kevin.

Salieron a gatas, aplastando hierbajos en su prisa por llegar a las bicicletas, y estuvieron vacilando un momento allí antes de pedalear cuesta arriba. El hedor flotaba todavía en el aire.

– ¿Y si vuelve? -murmuró Harlen, diciendo lo que Dale estaba pensando.

– Dejaremos las bicis entre las matas -dijo Mike-. Echaremos a correr a través del bosque. Iremos a casa de tío Henry y de tía Lena.

– ¿Y Si vuelve cuando estemos en la carretera de la ciudad? -preguntó Lawrence.

Su voz era temblorosa.

– Nos meteremos en los campos de maíz -dijo Dale. Tocó a su hermano pequeño en el hombro-. Mira, Van Syke no va detrás de nosotros. Solo ha venido a arrojar aquel mono muerto en el riachuelo.

– Bueno, pero vayámonos de aquí -dijo Kevin, y todos montaron en sus bicicletas, dispuestos a subir por la empinada cuesta.

– Esperad un momento -dijo Dale. Duane McBride acababa de subir a la carretera. El corpulento muchacho estaba colorado y resoplaba; su asma era audible. Dale hizo girar su bici-. ¡Estás bien?

Duane hizo un ademán.

– Muy bien.

– ¿Quieres que vayamos contigo a la granja?

Duane les hizo una mueca.

– ¿Y os quedaréis allí, cogiéndome la mano, hasta que mi padre vuelva a casa después de medianoche o mañana?

Dale vaciló. Estaba pensando que Duane debería ir a casa con él, que deberían permanecer todos juntos. Entonces se dio cuenta de lo tonta que era esta idea.

– Me pondré en contacto con vosotros cuando descubra algo sobre Old Central -dijo Duane.

Agitó una mano, se volvió y empezó a subir trabajosamente la primera de las dos empinadas cuestas que se interponían entre él y el camino de su casa.

Dale le despidió con la mano y se reunió con los otros para la fatigosa subida de su propia cuesta. Más allá del camino que conducía a la Taberna del Arbol Negro, la carretera era llana, como sólo pueden serlo las carreteras de Illinois. Pedalearon con fuerza, y la torre del agua se hizo visible en cuanto abandonaron la carretera Seis del condado y pasaron a la de Jubilee College.

No se cruzaron con ningún coche ni camión antes de llegar a Elm Haven.

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