28

El enrejado del lado oeste del quiosco de música tallaba la luz de la tarde en un discreto juego de rombos que se extendía sobre el oscuro suelo en dirección a Mike y Mink Harper, mientras el viejo alternaba largos tragos de champán, ratos de enfurruñado silencio y largos períodos de confusa narración.

– Fue aquel frío invierno después de que empezase el año nuevo, con el que empezó también el nuevo siglo, y yo era un pequeño rapaz no mayor de lo que tú eres ahora. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? No… ¿once? Sí, yo tendría esa edad cuando colgaron al negro.

»Yo ya no iba al colegio. La mayoría de nosotros íbamos sólo el tiempo necesario para aprender a leer, a firmar y a contar un poco, que era todo lo que un hombre debía saber en aquellos tiempos. Mi padre nos necesitaba a todos para trabajar en la finca. Por esto había dejado ya de estudiar cuando colgaron al negro allí…

»Aquel año desaparecieron varios niños. La pequeña Campbell atrajo toda la atención, porque encontraron su cuerpo y su familia era rica, pero hubo cuatro o cinco más que no volvieron a casa aquel invierno. Recuerdo a un pequeño polaco llamado Strbnsky; su padre trabajaba en una brigada de obreros del ferrocarril que había venido al pueblo y se había quedado en él. El chico se llamaba Stefan… Bueno, Stefan y yo habíamos estado rondando alrededor de la taberna en busca de nuestros padres, unas semanas antes de la Navidad, y yo encontré al mío y lo llevé a casa en el carro que conducíamos mi hermano Ben y yo; pero Stefan no volvió a casa. Nadie volvió a verlo después de aquello. Recuerdo la última vez que lo vi, caminando entre los montones de nieve de la vieja Main Street, con los pantalones remendados y cargando con el cubo con que solía llevar a casa la cerveza para su vieja. Algo se apoderó de Stefan, como se apoderó de los gemelos Myer y de aquel pequeño latino, que no me acuerdo cómo se llamaba y que vivía donde ahora está el vertedero; pero fue la niña Campbell quien atrajo toda la atención, por ser sobrina del médico y todo eso.

»Así, cuando el primo de la niña Campbell, el pequeño Billy Phillips, entró en la taberna…, no en la de Carl porque la de Carl todavía no se había construido…, sino en aquel gran edificio donde ahora está la maldita mercería…, bueno, cuando aquel mocoso de Billy Phillips entró allí una tarde diciendo que había un negro en la vía del ferrocarril, que llevaba las enaguas de su prima en la bolsa, el lugar se vació en treinta segundos… y recuerdo que yo corrí también para mantenerme a la altura de las largas zancadas de mi viejo. Y allí estaba el señor Ashley sentado en su elegante calesa, con una escopeta sobre las rodillas, la misma que utilizó para matarse pocos años después, sentado allí como Si nos estuviese esperando a todos.

»"Vamos, muchachos -gritó-. Hay que hacer justicia".

»Y entonces toda la multitud de hombres se puso a gritar y rugir como suele hacer la chusma…, la chusma que no tiene más sentido común que un perro detrás de una perra en celo, muchacho. y entonces salimos todos disparados, resoplando vaho bajo la luz de la tarde que hacía que todo fuese dorado, incluso el aliento de los caballos, según recuerdo ahora, el tronco de yeguas negras del señor Ashley y los de algunos de los hombres…, y moqueando la nariz, corrimos hacia el norte de la población, donde solía estar la zanja del ferrocarril más allá de la fábrica de sebo, y el negro miró una vez desde donde estaba agachado junto a una fogata asando tocino, y entonces todos los hombres se le echaron encima. Había allí un par de amigos negros suyos. Nunca iban solos en aquellos tiempos, y desde luego no les estaba permitido andar por la población después de anochecer…, pero sus amigos no opusieron resistencia sino que se largaron como perros temerosos de una pahza.

»El negro tenía una bolsa grande y vieja, y los hombres la revolvieron, y desde luego allí estaban las enaguas de la niña Campbell, sucias de sangre seca y… de otras cosas, chico. Algún día sabrás lo que quiero decir.

»Así que le arrastraron hasta la escuela, que era una especie de centro de todo en aquellos días. En la escuela celebrábamos nuestros mítines y las votaciones cuando había elecciones, y toda clase de tómbolas y ventas benéficas. Así que arrastraron al negro hasta allí… y recuerdo que me quedé en el exterior, mientras tocaban la campana para decir a todo el mundo que viniese deprisa, que estaba ocurriendo algo importante. Y recuerdo que estaba allí intercambiando bolas de nieve con Lester Collins, Merriweather Whittaker y el padre de Coony Daysinger…, que no recuerdo cómo se llamaba… y con otros chicos que habían bajado con sus padres. Pero se fue haciendo de noche, y hacía frío. Aquel invierno no podía ser más frío; todo el maldito pueblo estaba aislado por los montones de nieve y los caminos helados. Ni siquiera se podía ir a Oak Hill de tan mal como estaban las carreteras. Pasaba el tren, pero no todos los días. Y a veces, en aquella época del año, estaba semanas sin pasar, con la nieve acumulada en el norte del pueblo donde estaba la zanja del ferrocarril, cuando no había máquinas quitanieves ni nada por este estilo. Así que teníamos que apañarnos solos.

»Cuando sentimos demasiado el frío entramos en la escuela, y el juicio…, lo llamaron juicio… casi había terminado. No debió de durar más de una hora. No había un verdadero juez. El juez Ashley se retiró joven y estaba un poco loco… pero de todos modos llamaron juicio a aquello. El señor Ashley desempeñó su papel. Recuerdo que yo estaba con los otros chicos en la galería donde solían hallarse los libros, mirando hacia el salón central donde se apretujaban todos los hombres, y maravillándome de lo apuesto que parecía el juez Ashley, con su caro traje gris, su corbata de seda y aquel sombrero de copa que llevaba siempre. Desde luego no se lo ponía cuando juzgaba… Recuerdo que vi el resplandor de las lámparas sobre sus cabellos blancos y me admiró que un hombre tan joven pudiese ser tan sabio…

»El caso es que Billy Phillips estaba acabando de declarar que se dirigía a casa cuando el negro trató de pillarle. Dijo que había corrido tras él diciendo que iba a matarle y a comérselo como había hecho con la niña… Aquel chico era el mayor embustero que jamás he conocido…, siempre solía hacer novillos cuando yo iba aún al colegio, y entonces llegaba arrastrándose y diciendo que había estado cuidando a su madre enferma…, la vieja señora Phillips estaba siempre enferma y muriéndose de algo…, o decía que había estado enfermo él, cuando todos sabíamos que andaba rondando por ahí o pescando o haciendo otras cosas. En todo caso, Billy dijo que había escapado del negro, peor aún, que después había vuelto atrás, que había observado su campamento y había visto que sacaba las enaguas de la niña Campbell…, ésta era prima de Billy, ¿te lo había dicho? Bueno, que sacaba sus enaguas y las tocaba junto a la fogata. Terminó diciendo que había corrido hacia el pueblo y lo había contado a los hombres de la taberna.

»Otro tipo, que pudo ser Clement Daysinger…, ahora me acuerdo que se llamaba Clement…, dijo que había visto al negro rondando alrededor de la casa del doctor Campbell antes de la Navidad, aproximadamente cuando desapareció la niña. Declaró que no lo había recordado antes, pero que ahora estaba seguro de que el negro rondaba por allí de un modo realmente sospechoso. Después de Clement, otras personas recordaron también al negro acechando por allí.

»Así pues, el juez Ashley golpeó la mesa con su Colt, como si fuese un… ¿cómo se llama?, un mazo… y dijo al negro: "¿Tienes algo que decir en tu defensa?", pero el negro sólo miró a todo el mundo con sus ojos amarillos y no dijo nada. Desde luego, sus labios gruesos estaban mucho más hinchados, porque algunos hombres habían considerado justo pegarle; pero creo que habría podido hablar si hubiese querido. Supongo que no quería hacerlo.

»El juez Ashley…, entonces todos volvíamos a considerarle como un verdadero juez…, golpeó de nuevo con su Colt sobre la mesa que habían arrastrado dentro del salón y dijo: "Eres culpable, por Dios, y por esto te condeno a ser colgado por el cuello hasta que mueras, y que Dios se apiade de tu alma". Y entonces la multitud de hombres se quedó un minuto allí, hasta que el juez gritó algo al fin y el viejo Carl Doubbet agarró al negro, y de pronto dos docenas de hombres arrastraron al negro más allá de las clases de los chicos y lo subieron por la gran escalera de debajo de los vidrios de colores, hasta el sitio desde el que observábamos nosotros…, y le arrastraron tan cerca de mí que hubiese podido alargar la mano y tocar aquellos labios hinchados que se estaban volviendo morados… Y los chicos los seguimos cuando lo arrastraron escalera arriba hacia el piso donde estaba el instituto… y allí fue donde Carl o Clement u otro de los hombres le pusieron la capucha negra… y entonces le hicieron subir los últimos escalones, los que ya no están a la vista porque los tapiaron, ya sabes… y le llevaron por aquella pequeña pasarela que rodeaba el interior del campanario.

»Ya no se puede ver… He ayudado a Karl van Syke y a Miller antes que a él a limpiar aquel lugar durante cuarenta años, y por esto sé lo que me digo… Ahora ya no se puede ver, pero antes había aquella pequeña pasarela en la parte inferior del campanario y desde ella se podía ver hasta la primera planta. Y había tres galerías que subían hasta aquella campana grande y vieja que había traído el señor Ashley de Europa. El caso es que todos estábamos en aquellas galerías, la de la primera planta llena de hombres… y también algunas mujeres; recuerdo haber visto allí a Emma, la madre de Sally Moon, con el idiota de su maridito Oliver, ambos con semblante resplandeciente de emoción y de alegría… y todos mirando al juez Ashley y a los otros que estaban alrededor del negro en el campanario:

»Recuerdo que pensé que iban a espantar terriblemente al negro… a apretar aquella cuerda alrededor del flaco cuello y a espantarle de tal manera que empezaría a hablar, a decir la verdad…; pero no fue aquello lo que hicieron. No señor, hicieron otra cosa: el juez Ashley pidió prestado un cuchillo a uno de los hombres que estaban allí, tal vez a Cecil Whittaker, y cortó la maldita cuerda que colgaba de la campana hasta la primera planta. Recuerdo que me incliné sobre la barandilla del piso del instituto y miré hacia abajo, mientras la cuerda se retorcía y caía y la gente se apartaba de ella y volvía después a su sitio, mirando de nuevo arriba, hacia el negro. Y entonces el juez Ashley hizo una cosa extraña.

»Debí de imaginármelo cuando cortó la cuerda, pero no lo hizo. Estaba manipulando la capucha del negro y pensé: Ahora van a quitársela y a asustarle; le dirán que van a arrojarle a la multitud o algo parecido… Pero no lo hicieron. Lo que hicieron fue coger el extremo corto de la cuerda de la campana y atarlo alrededor del cuello del negro, sin quitarle la capucha, y entonces el juez Ashley hizo una señal con la cabeza a los hombres que estaban allá arriba con él, y los hombres subieron al negro encima de la barandilla que daba la vuelta a la parte interior del campanario… Y entonces, chico, se hizo aquel maldito silencio… No se oía absolutamente nada. Debía de haber allí trescientas personas, pero no se oían los acostumbrados murmullos, resuellos, arrastramiento de pies o incluso respiraciones emitidas por semejante gentío. Sólo silencio. Con todos los hombres, mujeres y niños, incluido yo, mirando hacia tres plantas más arriba, donde se tambaleaba el negro en el borde de aquella galería, con la cara tapada por la capucha negra, las manos atadas detrás de la espalda y sin nada que lo sostuviese salvo las manos de dos hombres que le tenían agarrado de los brazos.

»Y entonces alguien, sospecho que el juez Ashley, aunque no lo veía claramente debido a la oscuridad del campanario y a que estaba observando al negro como todos los demás, le dio un empujón.

»El negro pataleó, naturalmente. La caída no fue lo bastante larga para que se rompiese el cuello como en un verdadero ahorcamiento. Pataleó como un gran hijo de perra, balanceándose de un lado a otro de la caja de la escalera, rebotando en ella su trasero negro y lanzando gritos ahogados debajo de la capucha. Yo podía oírle muy bien. Cada vez que se balanceaba hacia nuestro lado de la galería del instituto, sus pies quedaban a pocos palmos de mi cabeza. Recuerdo que se le cayó un zapato y que el otro tenía un agujero por el que sacaba el dedo gordo del pie al patalear. También recuerdo que Coony Daysinger alargó una mano tratando de tocar al negro mientras se balanceaba y pataleaba…, no para detenerle o sujetarle o algo parecido, sino solamente para tocarle, como harían muchos en un escenario si se lo permitiesen…; pero precisamente entonces vimos que el negro se orinaba en los pantalones; se podía ver cómo se oscurecían los raídos pantalones con la mancha al extenderse por la pernera…, y entonces los que estaban en la primera planta empezaron a gritar y a empujarse para apartarse Y entonces el negro dejó de patalear y pendió en silencio, y Coony retiró la mano y ninguno de nosotros se atrevió a tocarle.

»¿Sabes lo que fue más extraño, chico? Cuando empujaron al negro desde la pasarela, la vieja campana empezó a tocar, lo cual era lógico. Y siguió tocando mientras el negro se balanceaba y pataleaba y se ahogaba, lo cual no llamó la atención a nadie porque aquellos tirones de la cuerda habrían hecho sonar endiabladamente cualquier campana. Pero, ¿sabes lo que fue extraño? Alguno de nosotros se quedó por allí hasta después de que descolgasen al negro y llevasen su cuerpo al vertedero o a alguna otra parte para desprenderse de él…, y la maldita campana siguió sonando. Creo que siguió haciéndolo durante toda la noche y el día siguiente, como si aquel negro estuviese aún colgando de ella. Alguien dijo que al ser colgado el hombre debió de alterar el equilibrio de la campana o algo así. Pero era un sonido extraño… Te juro que al salir del pueblo aquella noche con el viejo, oliendo el aire frío, la nieve y el whisky de mi padre, y escuchando el ruido de los cascos de los caballos sobre el hielo y la tierra congelada, reducido Elm Haven a unos árboles oscuros y a un humo frío de chimenea resplandeciendo bajo la luz de la luna detrás de nosotros…, la maldita campana siguió sonando desaforadamente.

»Oye, muchacho, ¿tienes otra botella de este magnífico champán. Esta parece un soldado muerto.»


– Así que ya lo ves -estaba diciendo el señor Dennis Ashley-Montague-, la que llamas leyenda de la Campana Borgia es tan falsa como los llamados certificados de autenticidad que hicieron que mi abuelo la comprase. No hay ninguna leyenda sino tan sólo una vieja y mal fundida campana vendida a un crédulo viajero de Illinois.

– No -dijo Dale. El señor Ashley-Montague había estado hablando durante varios minutos, con la luz de la ventana de cristales en rombos de detrás de él proyectándose bellamente sobre la maciza mesa de roble y creando una aureola alrededor de sus ralos cabellos-. Bueno, me parece que no le creo.

El millonario frunció el ceño y cruzó los brazos, sin duda no acostumbrado a que un chico de once años le llamase mentiroso. Arqueó una pálida ceja.

– ¡Oh! ¿Y tú qué crees, jovencito? ¿Que esa campana está causando toda clase de sucesos sobrenaturales? ¿No eres ya un poco mayor para esto?

Dale no respondió a la pregunta. Pensaba en Harlen, que estaba fuera, en el Chevy, impidiendo al inquieto Congden que arrancase y se marchase con el coche, y sabía que no tenía mucho tiempo.

– ¿Dijo usted a Duane McBride que la campana había sido destruida?

El señor Ashley-Montague frunció el entrecejo.

– No recuerdo esa conversación. -Pero su voz sonó falsa a Dale, como si supiese que podía haber habido testigos-. Bueno, tal vez me lo preguntó. Pero la campana fue destruida, fundida como chatarra durante la Gran Guerra.

– ¿Y qué me dice del negro? -insistió Dale.

Aquel hombre delgado sonrió ligeramente. Dale conocía la palabra «condescendiente», y pensó que podía aplicarse muy bien a aquella sonrisa.

– ¿A qué negro te refieres, joven?

– Al que fue colgado en Old Central -dijo Dale-. Colgado de la campana.

El señor Ashley-Montague sacudió lentamente la cabeza.

– Hubo un desgraciado incidente a principios de siglo en el que estuvo involucrado un hombre de color, pero te aseguro que nadie fue colgado, como tú dices, y menos colgado de una campana en el colegio de Elm Haven.

– Muy bien -dijo Dale, sentándose en la silla de alto respaldo de delante de la mesa y cruzando las piernas como si le sobrase tiempo-. Dígame lo que pasó.

El señor Ashley-Montague suspiró, pareció considerar si debía sentarse también y se contentó con pasear arriba y abajo por delante de la ventana, mientras hablaba. Lejos, detrás de él, Dale pudo ver una larga barcaza que subía por el río Illinois.

– Lo que sé es muy esquemático -dijo el hombre-. Yo no había nacido aún. Mi padre tenía poco menos de treinta años, pero no se había casado todavía; los Ashley-Montague se enorgullecen de tomar esposa cuando son ya hombres maduros. En todo caso, sólo sé lo que oí contar a mi familia. Mi padre murió en 1928, ¿sabes?, poco después de nacer yo; por consiguiente no puedo comprobar la exactitud de los detalles. El doctor Priestman no mencionó este incidente en sus crónicas del condado.

»En fin, tengo entendido que al empezar el siglo se produjeron algunos sucesos desagradables en tu parte del condado. Creo que uno o dos niños desaparecieron, aunque es muy posible que se fugaran. La vida en el campo era muy dura en aquellos tiempos, y no era raro que los niños se escaparan de casa para no llevar una vida de trabajo duro con su familia. Lo cierto es que encontraron una niña, hija de un médico local, si no estoy equivocado. Parece que había sido…, hum…, que habían abusado de ella y la habían asesinado después. Entonces algunos de los hombres más distinguidos del pueblo, entre ellos mi abuelo, que era juez retirado, recibieron pruebas irrebatibles de que un negro vagabundo era el autor del crimen…

– ¿Qué clase de pruebas? -preguntó Dale.

El señor Ashley-Montague interrumpió de pronto su paseo y frunció el ceño.

– Irrebatibles. Es una palabra muy fuerte, ¿no? Quiere decir…

– Sé lo que quiere decir irrebatible -dijo Dale, mordiéndose el labio para no añadir: estúpido. Empezaba a pensar y a hablar como Harlen-. Significa que no puede negarse. Me refería a qué clase de pruebas.

El millonario cogió un abrecartas de hoja curva y tamborileó con él sobre la mesa de roble, visiblemente irritado. Dale se preguntó si iba a llamar al mayordomo para que le echase de allí. No lo hizo.

– ¿Qué importa la clase de pruebas? -dijo, y empezó a pasear de nuevo, golpeando la mesa con el abrecartas después de cada circuito-. Creo recordar que era una prenda de vestir de la niña. Y tal vez también el arma del crimen. En cualquier caso, era irreb… irrefutable.

– ¿Y entonces lo ahorcaron? -preguntó Dale, pensando en lo nervioso que se debía de estar poniendo C. J. Congden allá fuera

El señor Ashley-Montague miró a Dale echando chispas, aunque el efecto fue un tanto amortiguado por las gruesas gafas del millonario.

– Ya te he dicho que nadie fue ahorcado. Se celebró un juicio improvisado, tal vez en el colegio, aunque esto habría sido muy raro. Los ciudadanos presentes, todos ellos respetables, actuaron como una especie de gran jurado… ¿Sabes lo que es un gran jurado?

– Sí -dijo Dale, aunque no habría sabido definirlo. Se lo imaginaba por el contexto.

– Bueno, en vez de ser el jefe de una multitud partidaria del linchamiento, como tú pareces suponer, jovencito, mi abuelo fue la voz de la ley y de la moderación. Tal vez había elementos que querían castigar al negro allí y en el acto… No lo sé porque mi padre nunca me lo dijo, pero mi abuelo insistió en que aquel hombre fuese llevado a Oak Hill y entregado allí al agente de la ley, al sheriff, si lo prefieres.

– ¿Y lo fue? -preguntó Dale.

El señor Ashley-Montague dejó de pasear.

– No. Ésa fue la tragedia… y pesó mucho sobre la conciencia de mi abuelo y de mi padre. Parece que el negro era llevado a Oak Hill en un carruaje cuando saltó, echó a correr, y aunque iba esposado y llevaba cadenas en las piernas, consiguió llegar a una zona pantanosa junto a la carretera de Oak Hill, cerca de donde ahora está la granja de los Whittaker. Los hombres que le escoltaban no pudieron alcanzarle a tiempo, aunque aquel suelo traidor tampoco les habría sostenido. Y se ahogó… mejor dicho, se asfixió, porque lo que más había en el pantano era fango.

– Creía que esto había ocurrido en invierno -dijo Dale-. En enero.

El señor Ashley-Montague se encogió de hombros.

– Sin duda una racha de calor -dijo-. O posiblemente…, probablemente ~ se rompió la superficie helada debajo del acusado. Aquí es muy frecuente el deshielo a mediados de invierno.

Dale no tuvo nada que decir a esto.

– ¿Podría prestarme la historia del condado que escribió el doctor Priestmann?

El señor Ashley-Montague no disimuló lo que pensaba de una petición tan atrevida, pero cruzó los brazos y dijo:

– ¿Y entonces me dejarás volver a mi trabajo?

– Desde luego -dijo Dale.

Se preguntó qué diría Mike cuando le contase esta conversación tan inútil. «Y ahora Congden me matará… ¿y por qué?»

– Espera aquí -dijo el millonario y subió por la empinada escalera a la galería de la biblioteca. Miró los títulos a través de las gruesas gafas, resiguiendo despacio la hilera de libros.

Dale paseó por debajo de la galería, mirando otra hilera de volúmenes, más próxima a la mesa del millonario. A Dale le gustaba tener sus libros predilectos en sitios donde pudiese cogerlos fácilmente; tal vez los millonarios pensaban de la misma manera.

– ¿Dónde estás? -gritó la voz desde arriba.

– Mirando por la ventana -respondió Dale mientras observaba los antiguos volúmenes encuadernados en cuero.

Muchos de los títulos eran en latín. Y pocos de los ingleses tenían sentido para él. El polvo de los libros viejos que flotaba en el aire le daba ganas de estornudar.

– No estoy seguro de tener… Ah, aquí está -dijo el señor Ashley-Montague desde la galería.

Dale oyó que retiraba un pesado volumen.

El muchacho estaba acariciando los lomos de los libros; de no haberlo hecho no se habría dado cuenta de que uno, pequeño, sobresalía más que los otros. No pudo leer los símbolos grabados en relieve en el lomo; pero cuando lo sacó, vio un subtítulo en inglés debajo de los mismos símbolos en la cubierta: El Libro de la Ley. Y debajo del título, en escritura antigua, estas palabras: Scire, Audere, Velle, Tacere. Dale sabía que Duane McBride leía el latín con facilidad, y un poco el griego, y lamentó que su amigo no estuviese allí.

– Sí, esto es -dijo la voz encima mismo de Dale.

Después sonaron pisadas en la galería, en dirección a la escalera.

Dale acabó de sacar el libro, vio varias pequeñas señales blancas entre las hojas, y en un instante de pura audacia guardó el pequeño libro debajo del cinturón de los tejanos, en la espalda, soltando la camiseta para ocultarlo.

– ¿Jovencito? -dijo el señor Ashley-Montague, y sus pulidos zapatos negros y pantalones grises se hicieron visibles en la escalera, a cuatro palmos por encima de la cabeza de Dale.

Este separó rápidamente los otros libros, para que no se viese tanto el hueco entre ellos, dio tres pasos rápidos en dirección a la ventana y se medio volvió hacia el hombre que bajaba, manteniéndose de espaldas a la pared y mirando por la amplia ventana, como arrobado en el paisaje.

El señor Ashley-Montague resopló ligeramente al caminar sobre la alfombra y ofrecerle la histórica obra.

– Toma. Este libro de notas y fotografías casi tomadas al azar es lo único que me envió el doctor Priestmann. No tengo idea de lo que piensas encontrar en él…, aquí no hay nada sobre la campana ni sobre el triste incidente del negro, pero puedes llevártelo a casa si me prometes devolverlo por correo, y en el mismo buen estado en que se encuentra

– Prometido -dijo Dale, cogiendo el pesado libro y sintiendo que el volumen más pequeño descendía dentro del fondillo de los tejanos. Ahora debía de verse por debajo de la camiseta-. Siento haberle molestado.

El señor Ashley-Montague asintió brevemente con la cabeza y volvió a su mesa mientras Dale daba lentamente media vuelta, tratando de mantenerse de cara al hombre, intentando disimular.

– Encontrarás el camino de salida, desde luego -dijo el señor Ashley-Montague, fijando su atención en las notas de encima de su mesa.

– Bueno… -dijo Dale, pensando en cómo tendría que volverse para salir del estudio si el señor A.-M. levantaba la cabeza y… ¿Era delito grave hurtar un libro valioso? Imaginó que esto dependería del libro-. Creo que no, señor -dijo.

Había una campanilla sobre la mesa del hombre y Dale tuvo la seguridad de que la tocaría y vendría el flaco mayordomo para enseñarle la salida y que verían el fondillo súbitamente cuadrado de los tejanos. Tal vez podría aprovechar la entrada del mayordomo para subirse los pantalones sin ser visto y tirar de la camiseta…

– Ven por aquí -dijo el señor Ashley-Montague con impaciencia.

Salió del estudio a toda prisa.

Dale se apresuró a seguirle, mirando las grandes habitaciones al cruzarlas, apretando el volumen de Priestmann sobre el pecho y sintiendo que el libro más pequeño descendía en el fondillo del pantalón. La parte de arriba debía de estar ahora levantando su camiseta y resultaría perfectamente visible.

Casi habían llegado al vestíbulo cuando el sonido de una televisión en una pequeña sala contigua hizo que el señor A.-M. y Dale se volviesen. Una multitud rugía en la pantalla del televisor; alguien estaba pronunciando un discurso, y el eco llenaba un vasto salón. El señor Ashley-Montague se detuvo para mirar un instante y Dale se deslizó junto a él, dando la vuelta para estar de cara al hombre y sujetando el volumen de historia con una mano, mientras buscaba a tientas con la otra el tirador de la puerta. Las pisadas del mayordomo resonaron en un pasillo embaldosado.

Dale habría podido salir entonces, pero lo que vio en el televisor hizo que se detuviese a mirar con el señor Ashley-Montague. David Brinkley estaba diciendo, en su voz extraña y entrecortada: «Y así los demócratas han querido darnos este año lo que ciertamente debe de ser el más firme programa de Derechos Civiles de la historia del partido demócrata…, ¿no te parece, Chet?»

El rostro afligido de Chet Huntley llenó la pequeña pantalla en blanco y negro. «Yo diría que eso es indudable, David, aunque lo más interesante en este debate…»

Pero lo que había llamado la atención de Dale no eran las palabras de los locutores ni la muchedumbre que enfocaba la cámara, sino la imagen de un hombre en muchos cientos de pancartas que se alzaban y oscilaban sobre la multitud roja, blanca y azul, como peces en un mar político. Las inscripciones de las pancartas decían: SIEMPRE CON JFK o, simplemente, KENNEDY EN 1960. La foto era de un hombre guapo, de dientes muy blancos y tupidos cabellos castaños.

El señor Ashley-Montague sacudió la cabeza y resopló, como si estuviese viendo algo o a alguien sumamente despreciable. El mayordomo se había colocado al lado de su señor, al volver el millonario su atención al chico.

– Espero que no tendrás que hacerme más preguntas -dijo al salir Dale de espaldas y detenerse en el amplio rellano.

Jim Harlen le gritó algo desde el asiento de atrás del coche, que se hallaba a diez metros de distancia en el ancho paseo.

– Sólo una -dijo Dale, a punto de caer por la escalera, entrecerrando los ojos para protegerlos del sol y valiéndose de la conversación como pretexto para no volver la espalda a los dos hombres de la puerta-. ¿Qué echarán en el cine al aire libre el sábado?

El señor Ashley-Montague puso los ojos en blanco y miró después a su mayordomo.

– Creo que una película de Vincent Price, señor -dijo el hombre-. Una cinta titulada La casa Usher.

– ¡Estupendo! -gritó Dale. Casi había llegado al negro Chevrolet-. ¡Gracias de nuevo! -exclamó cuando Harlen abrió la portezuela de atrás y él subió al coche-. En marcha -dijo a Congden.

Este se echó a reír sarcásticamente, arrojó un cigarrillo en el cuidado césped y pisó a fondo el acelerador, patinando en la larga curva del paseo. Iba a ochenta kilómetros por hora cuando se acercaron a la pesada verja.

La negra puerta de hierro se abrió delante de ellos.


Mike no quería estar más tiempo allí abajo. La penumbra de debajo del quiosco de música, el olor a tierra húmeda y el más fuerte del propio Mink, incluso el avance de los rombos de luz sobre el oscuro suelo contribuían a darle una terrible impresión de claustrofobia y de tristeza, como si estuviese yaciendo junto al viejo borracho en un holgado ataúd, esperando que llegasen los sepultureros. Pero Mink no había terminado su historia, ni una botella que había encontrado debajo de los periódicos.

– Esto habría sido el final -prosiguió Mink-, con el ahorcamiento del negro y todo eso, pero resultó que aquello no era como parecía. -Bebió un largo trago de la botella de vino, tosió, se enjugó la barbilla y miró a Mike con gran intensidad. Tenía los ojos muy enrojecidos-. El verano siguiente desaparecieron más niños…

Mike se puso muy tieso. Podía oír el paso de un camión por la Hard Road, a unos niños pequeños que jugaban a la sombra, cerca del Monumento a la Guerra en la entrada del parque, y a unos agricultores que charlaban al otro lado de la calle, en la tienda de John Deer. Mink bebió de nuevo y sonrió, como agradeciendo la atención de Mike. Fue una sonrisa rápida y furtiva; a Mink le quedaban tres dientes y ninguno de ellos era digno de ser exhibido.

– Sí -dijo-. El verano siguiente, el de mil novecientos… desaparecieron otros dos niños pequeños. Uno de ellos fue Merriweather Whittaker, mi viejo compañero. La gente mayor dijo que nadie lo había encontrado Jamás, pero un par de años más tarde estaba yo cerca de Gypsy Lane…, bueno, debieron de ser más de dos años, porque estaba allí con una niña, tratando de meter mano en sus pantalones… no sé si entiendes lo que quiero decir. En aquellos tiempos las niñas no llevaban pantalones, salvo las bragas, por lo que el significado estaba claro, no sé si me entiendes. -Mink echó otro trago, se enjugó la sucia frente con una mano sucia y frunció el ceño-. ¿Dónde estaba?

– Estabas cerca de Gypsy Lane -murmuró Mike.

«Es raro que los niños ya conociesen entonces Gypsy Lane», pensó.

– Ah, sí. Bueno, a la amiguita con quien estaba no le importaba un bledo lo que yo tenía en la cabeza…, que me aspen si sé por qué creía que la había llevado allí, no sería para oler los gladiolos…, pero se largó pitando en busca de su amigo. Ahora recuerdo que habíamos ido de merienda al campo y yo estaba arrancando hierba y arrojando tierra a un árbol…, ya sabes lo que pasa cuando estás excitado y no hay nada que hacer… y arranqué una mata de hierba del suelo y encontré un hueso, un maldito hueso blanco en vez de una raíz. Un puñado de malditos huesos. Y huesos humanos, entre ellos un pequeño cráneo, aproximadamente del tamaño del de Merriweather. Aquella maldita cosa había sido agujereada, como si alguien hubiese querido extraer el cerebro para postre.

Mink echó un último trago y arrojó la botella a través de aquel espacio oscuro. Se frotó las mejillas como si hubiese perdido de nuevo el hilo de su historia. Cuando prosiguió, lo hizo en tono más bajo, casi confidencial.

– El sheriff me dijo que eran huesos de vaca…, como si yo no supiese la diferencia que hay entre huesos de vaca y huesos humanos… y trató de convencerme de que no había visto ningún cráneo…, pero lo había visto, y sé que aquella parte de Gypsy Lane pasa por detrás de la finca del viejo Lewis. A nadie le habría costado mucho llevar a Merriweather allí, hacerle lo que le hicieron y después enterrar sus huesos en una fosa poco profunda.

»Pero hubo más, aparte de los malditos huesos de Merriweather… Pocos años después, estaba yo bebiendo con Billy Phillips, antes de que se fuese a la guerra…

– ¿William Campbell Phillips? -le interrumpió Mike.

Mink Harper pestañeó.

– Sí, William Campbell Phillips… ¿Y sabes quién era Billy Phillips? Primo de la pequeña Campbell que había sido asesinada. Billy era un niño llorón, que siempre estaba limpiándose la nariz llena de mocos y buscando la manera de esquivar el trabajo o de correr en busca de su madre cuando se metía en algún lío. Me quedé de una pieza cuando se alistó durante la guerra… ¿Dónde estaba, muchacho?

– Estabas bebiendo con Billy Phillips.

– Ah, sí. Yo y Billy estábamos tomando unas copas antes de que se fuese a ultramar durante la Gran Guerra. Normalmente Billy no habría bebido con nosotros, que simplemente éramos trabajadores… Él era maestro…; sólo enseñaba a los mocosos de la escuela, pero él presumía de ser profesor de Harvard… En todo caso, él y yo estábamos en el Arbol Negro una noche, él de uniforme y todo eso, y después de algunos tragos el presuntuoso Billy Phillips se mostró casi humano conmigo. Empezó a hablar de lo mala que era su madre, de cómo le impedía divertirse, y de que le había enviado a la universidad en vez de dejar que se casara con la mujer a quien amaba…

– ¿Dijo quién era aquella mujer? -le interrumpió Mike.

Mink frunció los párpados y se mordisqueó los labios.

– ¿Eh? No…, no creo…, no; estoy seguro de que no mencionó a nadie… Probablemente alguna de esas maestras con las que rondaba por ahí. Una vieja mujercita del montón, a juzgar por el concepto en que teníamos a Billy Phillips. ¿Dónde estaba?

– Bebiendo con Billy, que se volvió humano…

– Ah, sí. Billy y yo estábamos empinando el codo la noche antes de marcharse a Francia, donde lo mataron… creo que murió de pulmonía o algo parecido…, y cuando se le soltó la lengua me dijo: «Mink…», entonces me llamaban Mink, «Mink, ¿sabes lo de aquella niña, sus enaguas, el presunto crimen y todo aquello?» Billy empleaba siempre palabras rebuscadas, como «presunto», pensando probablemente que todos los de Elm Haven eran demasiado estúpidos para comprenderle…

– ¿Y qué dijo de las enaguas? -le incitó Mike.

– ¿Eh? Ah, dijo: «Mink, aquellas enaguas no eran del negro. Yo nunca me acercaba a él. Fue el juez Ashley quien me pagó un dólar de plata para meter aquellas enaguas en la bolsa del negro.» Mira, lo que se imaginó Billy cuando era un mocoso fue que el juez sabía quién era el autor del crimen y necesitaba que Billy le ayudase a prenderle, porque no tenían pruebas. Pero supongo que cuando se hizo mayor, después de ir a la universidad, aprender y todo eso, debió de preguntarse lo mismo que habría pensado el hombre más idiota del mundo: De dónde diablos habría sacado el juez las enaguas de la niña.

Mike se le acercó más.

– ¿Le preguntaste esto?

– No, creo que no. Y si lo hice, no recuerdo la respuesta. Lo que sí recuerdo es que dijo algo sobre marcharse del pueblo antes de que el Juez y los otros supiesen que ya no estaba con ellos.

– ¿Con quiénes? -preguntó Mike.

– ¿Cómo diablos puedo saberlo, chico? -gruñó Mink Harper. Se inclinó y arrojó vahos de alcohol a la cara de Mike-. De esto hace más de cuarenta años, ¿sabes? ¿Qué te imaginas que soy? ¿Un pozo de recuerdos?

Mike miró por encima del hombro hacia la entrada de aquel lugar de debajo del quiosco de música. Un pequeño rectángulo que parecía muy lejano. El ruido de los niños pequeños que jugaban en el parque se había extinguido hacía rato; no había tráfico.

– ¿Puedes recordar algo más sobre Old Central o la campana? -preguntó Mike, sin rehuir la mirada de Mink.

Con la cara a pocos centímetros de la de Mike, Mink mostró de nuevo sus tres dientes.

– Nunca volví a ver ni a oír la campana…, hasta el mes pasado, cuando me desperté de un profundo sueño en mi casita… Pero sé una cosa…

– ¿Qué cosa?

A Mike le costó mucho no echarse atrás para ponerse fuera del alcance del aliento y de la mirada de Mink.

– Sé que cuando el viejo Ashley se metió la escopeta Boss de dos cañones en la boca y apretó el gatillo, aproximadamente un año después de que terminase la guerra…, quiero decir la Primera Guerra…, nos hizo a todos un favor. También quemó su maldita casa. Su hijo vino de Peoria, donde acababa de nacer el nieto del viejo, y encontró a su papaíto…, es decir, al juez…, que se había volado la tapa de los sesos. Todo el mundo cree que fue un accidente o que el viejo juez quemó la casa, pero no fue así… Yo estaba en el cobertizo del jardín con uno de los criados cuando vi llegar el carruaje del joven señor Ashley, que se hacía llamar Ashley-Montague después de casarse con una mujer muy distinguida de Venecia… Sí, yo estaba en el cobertizo del jardín cuando oímos el disparo, y vi que el señor Ashley-Montague entraba en la casa y salía después vociferando y gritando al cielo, y esparcía petróleo por toda la gran mansión. Un criado trató de detenerle…, había habido más criados en la casa pero habían sido despedidos durante la recesión de después de la guerra…, pero no hubo manera de impedírselo. Vertió petróleo por todas partes, lo encendió y se echó atrás para observar cómo ardía. Después de aquello, ni él ni su mujer ni el pequeño volvieron a la casa. Sólo para el maldito cine gratuito y esto es todo.

Mike asintió con la cabeza, dio las gracias a Mink y se arrastró hacia la abertura, ansioso de volver a la luz del sol. Ya en la salida, con el cuerpo al aire libre, hizo una pregunta más:

– Mink, ¿qué fue lo que gritó?

– ¿Qué quieres decir, muchacho?

El viejo parecía haber olvidado de qué estaban hablando.

– El hijo del juez. Cuando incendió la casa. ¿Qué fue lo que gritó?

Los tres dientes de Mink resplandecieron amarillos en la penumbra

– Bueno, gritaba que no iban a pillarle, que nadie iba a pillarle.

Mike suspiró.

– Supongo que no diría quiénes no iban a pillarle.

Mink arrugó el entrecejo, frunció los labios en una parodia de profunda reflexión y sonrió de nuevo.

– Sí, ahora que lo recuerdo, lo dijo. Llamó al hombre por su nombre.

– ¿Al hombre?

– Sí…, dijo Cyrus, aunque lo pronunció como esa nube plana… cirro. No paraba de decir: «No, O'Cyrus, no vas a pillarme.» Tal como lo pronunció, pensé que tal vez era un nombre irlandés. O'Cirro.

– Gracias, Mink.

Mike se levantó, con la camisa pegada al cuerpo, enjugándose una gota de sudor de la nariz. Tenía los cabellos húmedos y le flaqueaban las piernas. Encontró la bicicleta, cruzó Hard Road, advirtió lo largas que se estaban haciendo las sombras y pedaleó lentamente por Broad, bajo el dosel de ramas arqueadas. Recordaba las libretas de Duane y la lenta traducción que Dale y él habían hecho de la letra de Gregg. La parte del diario de su tío, de la que Duane había copiado fragmentos era especialmente difícil. Una palabra les hizo comprobar los garabatos y las claves una y otra vez. Dale la había reconocido de algún libro que había leído sobre Egipto: «Osiris.»

Загрузка...