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Lunes, 25 de enero. Tarde


El deshielo de finales de enero había derretido la mayor parte de la nieve, y en el río flotaban trozos de hielo. Peter Tonneman había decidido no volver a casa. En lugar de ello se dirigió a Richmond Hill; necesitaba que su padrino Jamie lo asesorara. Sólo él podía resolver su conflicto con Tedioso y mediar en sus continuas disputas con su padre.

Era Jamie quien había convencido a John Tonneman de que su hijo Peter no tenía vocación de médico, y quien había proporcionado a éste el puesto de secretario de Thaddeus en la Collect Company. Ahora había demostrado que tampoco tenía inclinación para los negocios. ¿Qué iba a hacer para ganarse la vida y mantener a una esposa y una familia?

Jamie, que siempre lo había apoyado, sabría cómo proceder.

Broadway rebosaba de carruajes y carros pesados. Desde que la habían pavimentado, se formaba en ella poco barro, salvo por una ligera mezcla de polvo y nieve derretida. En las cunetas, los vendedores pregonaban sus mercancías. Un joven con pantalones sucios y el rostro tiznado había colocado un cubo sobre uno de los pozos de la ciudad. Peter detuvo a Ophelia y le compró por medio centavo una patata tostada y crujiente, sacada de un cubo de rescoldos.

– ¿Quiere agua para acompañarla?

– La bomba debe de estar congelada -respondió Peter con la boca llena.

– No si se ponen encima trozos de carbón calientes -repuso el muchacho entornando los ojos.

Vestía un harapiento frac gris cuyas colas arrastraba por el suelo.

Peter bebió un trago de la jarra de loza como pretexto para dar al muchacho otro medio centavo, aunque era casi el último que le quedaba.

– ¿Te sobra un poco para mi caballo?

– Sí, señor. -El muchacho vació un cubo de madera lleno de ramitas y levantó la tapa del pozo.

El agua estaba helada. Peter agradeció el calor de la patata a través del guante mientras masticaba la piel achicharrada y saboreaba la carne blanca. Ofreció el último bocado a Ophelia, la cual, ocupada en beber del balde y estirar la cabeza en busca de avena, lo desdeñó poniendo los ojos en blanco.

– Como quieras, amiga -dijo Peter.

Tras acabar la patata, reanudó el camino. Al llegar a los Lispenard Meadows el adoquinado terminaba; a partir de allí Broadway se convertía en un auténtico cenagal que hizo más lento el avance deOphelia. La nieve se amontonaba sobre los pantanosos prados como excremento blanco de vaca. Peter vio alrededor del embalse a los trabajadores, que exhalaban vaho al respirar. Condujo a Ophelia hacia Lispenard Street y se dirigió hacia el norte de Varick. El deshielo había dejado la calle llena de barro. En cuanto el sol bajó, tuvo I río; si no se equivocaba, pronto habría niebla.

Más allá de Lispenard Meadows se alzaba la imponente mansión de cuatro plantas de Maurice Arthur Jamison, Richmond Hill, una enorme estructura de madera con columnas y balcones que dominaban el río Hudson, pues así llamaban allí el North River.

Situada entre Varick y Charlton Street, Richmond Hill era una de las propiedades privadas más hermosas de Nueva York. Los jardines bien cuidados se extendían hasta el prístino río. La historia de Richmond Hill estaba vinculada a los orígenes del país, pues había sido el hogar de John Adams cuando Nueva York era la capital. Y antes de eso, durante la guerra, George Washington lo había utilizado como cuartel general.

Peter dejó aOphelia en manos de Bill, el mozo de cuadras de Jamie.

– Dale una manzana después de la avena.

El muchacho asintió agitando sus guedejas.

– El señor no está. -A continuación recitó con fría normalidad-: Informaré a Stevens de su presencia, señor.

– No es preciso, Bill. Lo haré yo mismo.

Stevens esperaba en la puerta. Parecía poseer un sexto sentido que le avisaba de la llegada de un visitante antes de oír el aldabón.

– El señor Jamison ha salido -dijo.

Tras ayudar a Peter a quitarse las botas embarradas, el gabán y los guantes de cuero, lo instaló en el salón, en un elegante sofá tapizado de terciopelo de un intenso color cerceta. Un hermoso fuego mantenía la habitación a una agradable temperatura. Stevens le sirvió chocolate y galletas. Decidido a esperar, Peter se sorprendió dando una cabezada. Al abrir los ojos vio sus botas junto a la puerta, limpias y brillantes. Al cabo de lo que le parecieron unos breves momentos, mientras Stevens echaba al fuego otro leño, la puerta se abrió de par en par, y un despeinado y enfurecido George Willard irrumpió en el salón, seguido de dos agitados sirvientes.

Tenía las botas cubiertas de barro y el cuello rasgado. Faltaban dos botones a su chaqueta cruzada, y la chistera abollada le daba aspecto de payaso. Stevens indicó a los criados que se retiraran y aguardó:

– ¿Qué diablos haces aquí? -preguntó George a Peter.

Se acercó a la chimenea, y Stevens le ayudó a despojarse de la capa salpicada de barro.

Apenas tres años mayor que Peter, George Willard siempre lo había tratado con desdén. Era sobrino y ahijado de Jamie, mientras que él sólo era ahijado. También trabajaba para la Collect Company.

Peter sabía que lo consideraba un palurdo por ser un secretario insignificante. George Willard era topografo. A pesar de los aires que éste se daba, Peter había oído a Tedioso quejarse con bastante frecuencia a Jamie de que su sobrino realizaba la mayor parte de la inspección de un extremo a otro de la plaza de toros de Ned el Carnicero.

George se derrumbó en un sillón de orejas de brocado azul y alzó las botas hacia Steven, que se apresuró a quitárselas.

– Trae un ron caliente y la botella. ¿Dónde está mi tío?

– El señor Jamison estará de regreso antes del anochecer. -Steven abandonó la habitación con el abrigo y las botas del recién llegado.

Peter miró a George procurando no reflejar su hostilidad. Medía una cabeza menos que él y era de constitución robusta. Tenía la barbilla frágil y, según había comprobado con los años, el carácter petulante de un bravucón.

La madre de George, Abigail Willard, había crecido en la vecina hacienda de Rutgers Hill, y Peter sabía que había mantenido amistad con su padre antes de que éste conociera a su madre, quien, por otra parte, solía montar en cólera ante la mera mención del nombre de Willard. Tal reacción inclinaba a Peter a pensar que entre su padre y Abigail Willard tal vez había existido cierto vínculo que iba más allá de la amistad. El porqué no dejaba de asombrarlo. Quizá Abigail Willard había sido bella en su juventud, jamás podría compararse con su madre, que era realmente hermosa.

Stevens regresó con el ron caliente de George y la botella. Cuando se hubo retirado del salón, Peter se preguntó si había meneado la cabeza. Y si así era, ¿se trataba de un temblor o un gesto censurador dirigido a George? Éste había apurado la copa de un trago y la llenaba de nuevo de la botella.

– ¿Dónde se ha escondido el viejo Tedioso?

– ¿Escondido?

George obsequió a Peter con una sonrisa astuta.

– Eres muy hábil. No lo esperaba de ti. -Bebió otro largo trago, y el líquido le goteó por la barbilla.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Peter con impaciencia.

Se levantó y se acercó al hogar. ¿Qué entretenía a Jamie? Empezaba a plantearse la posibilidad de regresar a casa, pero no podía hacerlo. Antes debía recuperar el empleo, y Jamie era el único capaz de conseguirlo. Impaciente, dio una patada a un tronco.

George echó a reír.

– ¿Dónde está el dinero?

– ¿Qué dinero?

– Ya sabes. El dinero.

Sin duda George estaba borracho. Peter lo observó con perplejidad. Para disimular su confusión se terminó el chocolate.

– ¿El dinero? -casi canturreó George.

– ¿El dinero?

George meneó la cabeza.

– ¿No sabes hacer otra cosa que repetir lo que digo estúpido? -Se levantó y dio varios pasos vacilantes ha eia Peter-. Mierda, todo el mundo sabe que tú y Tedioso robasteis el dinero.



EN SUBASTA

EL LUNES, A LAS 11 DE LA MAÑANA, DELANTE DE LA CAFETERIA TONTINE, C. MCEVERS, JUN. SUBASTARÁ 100 CAJAS DE PASAS FRESCAS.

New-York Evening Post

Enero 1808


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