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Sábado, 30 de enero. Por la mañana


La habitación se hallaba helada. Debajo de la pesada colcha, Mariana Tonneman supo que estaba muriendo. Mientras yacía rígida junto a su marido dormido, el corazón le daba brincos como un cervatillo asustado.

De pronto tuvo calor. Un terrible fuego parecía brotarle de las entrañas, y se puso frenética; sudaba profusamente por debajo del mentón y en la nuca.

La primera vez que había experimentado esa oleada de calor, Mariana creyó estar en estado, pero la hemorragia mensual no se había interrumpido.

Para empeorar las cosas, últimamente perdía los estribos sin motivo aparente y regañaba a las niñas, a John, y ahora al pobre Peter.

Su querido hijo había desaparecido toda una semana. Cuando a primera hora de la mañana lo habían devuelto a casa en un estado terrible, la mujer se alegró profundamente de que su marido siguiera con Da Ponte. Lo había metido en cama y regresado a la suya. John había vuelto mientras ella dormía agitadamente.

Se estremeció. Como siempre, tras la oleada de calor experimentaba un frío que le penetraba en los huesos. El viento azotaba los postigos, logrando que el intenso frío traspasara las paredes de la vieja casa y agudizara el dolor de su espalda. Era preciso reparar el tejado, porque había goteras cuando llovía, pero su esposo siempre parecía tener algo más importante que hacer, aunque había reducido las horas de consulta y sólo visitaba a unos pocos viejos pacientes. Sin embargo, como delegado de sanidad, siempre andaba ocupado en otra parte.

El cochero del alguacil mayor, Noah, había llevado casi a rastras al pobre Peter del Tontine a casa. Lo que faltaba. Y ella había perdido la cabeza; primero había chillado para luego romper a llorar histérica, culpando a John por estar ausente una vez más cuando lo necesitaba.

El signore Da Ponte, que últimamente estaba muy preocupado por la inauguración de su compañía de ópera, había enviado el día anterior a un criado en busca de su marido, quien había acudido para atenderlo. El signore no estaba enfermo en realidad; desde 1805, año en que el escritor y ex tendero había llegado a Nueva York procedente de Italia, era uno de los mejores clientes y amigos de John y no quería otro médico.

De hecho, si John no hubiera conocido a Da Ponte, las niñas nunca habrían tenido la oportunidad de aprender italiano. Una vez a la semana, Gretel y Leah asistían a la clase que el obispo Moore había organizado en la casa parroquial de Saint Paul para que Da Ponte enseñara a los jóvenes de buena cuna de Nueva York. Estudiar italiano con el signore Da Ponte constituía el nuevo toque de distinción.

Mariana estaba muy impresionada. Y como entre los alumnos de Da Ponte se contaban los hijos de los Livingston, Hamilton, Schuler, Duer, Duane y Beekman, sus hijas se codeaban con ellos.

John había regresado finalmente a casa y se había desplomado en la cama sin dirigirle una palabra de cortesía. Miró al hombre con quien estaba casada desde hacía tres décadas y lo odió con toda su alma. El corazón volvió a palpitarle con violencia.

Apartó la ropa de cama, tendió la mano para coger el chal y se puso las zapatillas en sus pies fríos e hinchados. De haber sido ciega, habría sabido moverse por aquella habitación sin problemas. Descorrió las cortinas con la intención de que los rayos de luz invernal que se colaban por los viejos postigos cerrados despertaran a John. Era inútil. Todo estaba viejo y gastado, incluida ella. Movió los leños, pero John no despertó. Gruñó y, dando media vuelta, se tendió en la cama.

Al sentir el calor del fuego comenzó a sudar de nuevo. Se dirigió presurosa a la cómoda donde descansaban la jarra y la palangana y sumergió las manos en el agua helada para refrescarse y lavarse el rostro y el cuello febriles. Debería haber supuesto que cometía un error, porque de pronto empezó a tiritar de frío. Asqueada de su estado y su marido, abrió la puerta del dormitorio.

Todos dormían; Peter, en la habitación que había ocupado John de niño, y las crías, Gretel y Leah, en el piso superior. Oyó a Micah, la sirvienta, trajinar en la cocina.

La vieja casa de Rutgers Hill había sido el hogar del padre y el abuelo de John. La ciudad se desplazaba hacia el norte, y Mariana se preguntaba si, cuando John y ella hubieran muerto, sus hijos la mantendrían o la abandonarían.

Las escaleras crujieron, y la casa vibró azotada por el viento. Con un suspiro se ciñó aún más el chal sobre el camisón de lana y se encaminó hacia la biblioteca de John. Volvería a leer los libros de medicina, como tantas veces había hecho en el pasado, cuando ella y su esposo trabajaban codo con codo… Con John durmiendo a pierna suelta, podría hacerlo sin interrupciones.

Fiebre reumática. ¿Era ésa su enfermedad? Su madre la había padecido.

Al abrir la puerta de la biblioteca encontró a Micah arrodillada, con el vestido de algodón de rayas marrones y el delantal de muselina sin blanquear enrollados por encima de las rodillas, exhibiendo unas gastadas enaguas de bombasí blanco lleno de remiendos. Mariana las reconoció como unas de las de Gretel, demasiado deshilachadas para que Leah las llevara.

La joven recogía la nieve que había entrado por el marco de la ventana. Ya había atizado el fuego. Al verla, la flacucha quinceañera se levantó de un salto y se estiró la ropa.

– Oh, señora, no sabía que estaba levantada.

Mariana asintió distraída. Cogió un libro encuadernado en cuero del estante y se sentó en la butaca de John para abrir el tomo por la descripción de «fiebre reumática». Se suponía que esa enfermedad era más grave en la infancia, como la fiebre amarilla, que le había arrebatado a David en la epidemia del 98. Fiebre fuerte, garganta siempre dolorida… Sin embargo, David no había tenido las articulaciones hinchadas y doloridas, y ella tampoco.

Tan absorta estaba que apenas si advirtió que Micah había abandonado la habitación y regresado con una tetera y una taza.

Mariana se examinó las articulaciones. No sentía dolor ni molestias. Entonces ¿qué provocaba aquellas repentinas fiebres? ¿Qué enfermedad padecía?

Cerró el libro, sirvió el té negro en la taza y, sosteniéndola con ambas manos, inhaló el vapor. El señor Ellis, el tendero, le había advertido que pronto escasearía el té debido al embargo del señor Jefferson, de modo que se había provisto bien. Aunque los temores del hombre habían resultado infundados, pues había llegado una generosa remesa de Canadá, los precios subieron, de modo que se alegraba de haberlo comprado antes y más barato. Meneó la cabeza. Sería terrible sufrir de nuevo las provocaciones del año 75 y los años de guerra. Inexplicablemente le invadió otra oleada de calor. ¿Acaso se debía al té?

Ese verano cumpliría cuarenta y siete. Una anciana. John cumpliría en marzo sesenta y dos. Llevaban juntos treinta y dos años. Su primer hijo, un hermoso varón, había nacido muerto, y el segundo, David, que en paz descansara, llevaba diez años enterrado. Lo habían llamado así por el padre de Mariana. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas al recordar. David había sido un niño encantador, y John lo había llevado a todas partes. Habría sido médico como su padre.

John se había culpado de la muerte de David. Aquel horrible año habían fallecido mil quinientas personas, y una de ellas había sido su gozo, su David. Muchos neoyorquinos se habían marchado apresuradamente al campo, desesperados por escapar del azote de la fiebre. Los Tonneman se habían quedado. John trabajaba noche y día para salvar las vidas de amigos y desconocidos y, cuando por fin dormía, luchaba contra las Furias que le reprochaban que había dejado morir a su hijo.

Después, durante un tiempo, John quiso alejarse de la maldita ciudad de Nueva York y su agua ponzoñosa, convencido de que la causa de la fiebre era la contaminación del Collect. Mariana se habría marchado de buen grado. Su hermano Ben le había pedido que se reunieran con él en Princeton, Nueva Jersey, donde dirigía un periódico. Sin embargo, John cambió de pronto de parecer. Se había prometido que no cejaría hasta encontrar agua potable para la ciudad, de ahí que se hubiera presentado para el cargo de delegado de sanidad y se hubiera involucrado con la Collect Company.

Mostró tal entusiasmo y buena voluntad que incluso cuando los federalistas recuperaron el control de Nueva York tras las elecciones de Chartes de 1806, John Tonneman conservó el cargo. Y continuó desempeñándolo después de que el consejo municipal de Albany expulsara a De Witt Clinton, y Marinus Willett reemplazara al señor Clinton en la alcaldía.

Mariana no era caritativa. También había culpado a John de la muerte de David. Y nunca lo había perdonado. Desde aquella tragedia ya no eran los mismos.

Su único consuelo era que Leah había nacido diez meses después de que David fuera enterrado en el viejo cementerio judío de Saint James Street; una nueva vida que querer, aunque no para John, ya que Leah sólo era una niña.

Aquel fatídico año Peter cumplió nueve años, y Gretel cuatro. Dos hijos perdidos. Todavía le quedaba Peter, pero por desgracia no era David.

David siempre había enternecido a su padre sólo por ser David. John Tonneman saltaba de alegría cada vez que el solemne niño anunciaba con gravedad que él también sería médico. El aprensivo Peter se mareaba al ver sangre y, a causa de la insistencia de su padre en que se dedicara a la medicina, se había dado a la bebida. Ese muchacho representaba la gran desilusión de la vida de Tonneman.

A Mariana nunca le había gustado el amigo de John, el doctor Maurice Jamison, un despreciable monárquico que se había casado con Grace Greenaway -una viuda con simpatías monárquicas-, por su considerable fortuna. Grace y Jamie se habían congratulado de pertenecer al singular círculo de los que conocían al rey. Habían repartido su tiempo entre Nueva York y Londres. Por desgracia para Grace, una de las temporadas que pasó en Nueva York fue en el año 98, por lo que se convirtió en miembro de otro grupo singular: el de las mil quinientas víctimas que se había cobrado la fiebre amarilla.

Tras la muerte de Grace, Jamie se había instalado en Nueva York, llevando la vida de un terrateniente acaudalado. El dinero de Grace le había permitido abandonar la profesión y dedicarse de lleno a la especulación de tierra. Además, Jamie era un directivo de la Collect Company.

En honor a la verdad se había brindado a rescatar a Peter de la colera de John, proporcionándole el cargo de secretario de Thaddeus Brown, el delegado de vías públicas que se encargaba del proyecto Collect.

– Vamos, John, no todo el mundo tiene vocación de médico -lo había tranquilizado Jamie.

Cierto, pensó Mariana. No todos la tenían. Pero la veía arder en los ojos de su hija menor, Leah, como había ardido en los suyos cuando no era mucho mayor. Algún día se permitiría a las mujeres asistir a las clases del Columbia, estaba segura. Se enjugó las lágrimas y se levantó para dejar el libro en su sitio. De pronto se detuvo. Las mujeres. Mariana volvió a sentir náuseas y fiebre. Dejó caer el chal y se abanicó con la mano. Se sentó y volvió a abrir el libro, hojeándolo en busca de las referencias a las mujeres. Ah, reproducción femenina. Cesación de la menstruación… Empezó a leer.

«Climaterio. Período de reducción de la capacidad reproductiva.»«Hystericus (histeria). Explosión incontrolable de emoción, temor, risa, llanto, característico de las mujeres y causados por trastornos en el útero.»

Así pues, su enfermedad era ser mujer.



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New-York Spectator

Enero de 1808


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