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Viernes, 5 de febrero


El piso superior de la casa de Daniel Goldsmith en Garden Street se hallaba dividido en dos. Alquilaban una mitad a Joseph Lancaster, el maestro de escuela, y la otra mitad era el refugio de Goldsmith.

Aunque dicho «refugio» era un espacio bastante grande, resultaba casi imposible caminar, sentarse o permanecer de pie, debido a los montones de correspondencia, papeles y documentos, libros y periódicos de que a lo largo de los años se había rodeado el ex alguacil.

– ¡Mierda!

Exasperado, Daniel arrojó sobre el escritorio el fajo de papeles de la Collect Company que John Tonneman le había entregado; las hojas ocultaban los libros de cuentas del negocio de Molly.

Como alguacil retirado, llevaba años observando a Jacob Hays, y si algo había aprendido era que los criminales solían dejar un rastro. Por desgracia no había descubierto el ensalmo que permitía encontrar siempre el rastro.

Le moqueaba la nariz, y la habitación estaba fría y húmeda. La chimenea resultaba demasiado pequeña, y el fuego necesitaba combustible, que, con su habitual distracción, siempre olvidaba portar consigo. Se envolvió bien con la bufanda de lana marrón que Molly había tejido, se sonó la nariz con un pañuelo de hilo y tomó un sorbo de chocolate frío.

Otro callejón sin salida. Al enterarse del asesinato de Brown y la posible participación de Peter, le había intrigado comprobar si como ex alguacil era capaz de resolver el misterio. Al desentrañarlo limpiaría el nombre de Tonneman hijo y saldaría su deuda con John Tonneman, quien hacía años había creído en él.

Sin embargo, empezaba a albergar ciertas dudas. Sólo era un anciano, y su cerebro ya no funcionaba con la misma agilidad que en su juventud. ¿Qué podía descubrir él que Jake Hays no supiera? Mientras bebía el chocolate reflexionó sobre el funeral de Brown. Por lo visto, Peter tenía amistad con la gruesa prostituta Simone. Averiguara lo que averiguara a ese respecto, tendría que actuar con delicadeza para no preocupar a John. En cualquier caso, éste no era estúpido y también había sido joven. Ambos lo habían sido.

Llamaron a la puerta. Antes de que pudiera responder, John Tonneman irrumpió en el interior, chocando contra una pila de Evening Posts y Heralds, además de Examiners, la cual se inclinó peligrosamente sin llegar a caer.

– Buenos días, John -saludó Daniel.

Apartó varios papeles de un rincón para dejar al descubierto un estante lleno de botellas de jerez seco. Seleccionó una cubierta de polvo y la limpió con la manga de la gastada americana negra que siempre llevaba cuando se encerraba en su habitación privada. Apuró el chocolate y limpió el tazón con un trozo de encaje que había ido a parar al piso superior. Descorchó la botella de jerez con facilidad.

– ¿Te apetece probarlo?

Tonneman frunció el entrecejo antes de asentir. Sin pronunciar palabra se quitó el gabán gris y buscó un lugar donde dejarlo. Al no encontrar ninguno lo dobló y colocó sobre un tambaleante montón de papeles. Los innumerables fajos que, atados con cintas de colores o cuerdas, atestaban la habitación eran de varios tamaños. El polvo se había instalado en todas partes y se levantaba en pequeñas nubes cuando se rozaba una superficie.

Goldsmith encontró un vaso lleno de lápices y portaplumas. Vació el contenido en el escritorio y lo limpió con el trozo de encaje. Alzando el vaso y el tazón, preguntó:

– ¿Qué prefieres, chocolate o lápices?

– Lápices.

Daniel sirvió el jerez, y ambos bebieron con gran ceremonia un sorbo de vino español y asintieron con aprobación.

– Sorprendentemente bueno -reconoció Tonneman-. Teniendo en cuenta cómo está servicio. ¿Por qué lo guardas aquí? Debería estar en la bodega.

– Imposible -exclamó Goldsmith-. Molly guarda todo el material de sombreros allí.

Tonneman meneó la cabeza.

– Deberías almacenar aquí los tejidos; en la bodega se pudrirán.

– ¿Y dónde quieres que guarde mis papeles? Me gustan las cosas tal como están, gracias. Resérvate tus opiniones científicas, por favor. -Goldsmith encendió un cigarro con la lámpara que había en la mesa. Al tender la mano para ofrecer otro a su visitante, casi derribó la pila de correspondencia-. ¿Fumas?

– No, gracias. Me temo que ha empezado la conflagración. -Se acercó a la chimenea y atizó las moribundas ascuas-. ¿Qué has averiguado?

– Del señor Brown y sus amigos, nada. Del pasado, tal vez. -Daniel se sonó la nariz-. Si lo que he averiguado es importante, es otra historia. La cuestión esencial es por qué asesinaron a Emma.

– En mi opinión tiene prioridad quién lo hizo.

– Hummm. Una mente científica. -Goldsmith sacudió el polvo de varios papeles, haciendo estornudar a Tonneman-. Salud. El móvil podría conducirnos al autor. Centrémonos en dos hechos de aquella época: la guerra y Hickey.

– ¿Crees que la muerte de Emma estuvo relacionada de algún modo con el complot para asesinar al general Washington?

– No tengo ni idea, pero creo que vale la pena investigarlo. Tengo el presentimiento de que si Emma Greenaway no murió a manos de Hickey, el asesino debió de ser alguien a quien ella conocía. Te diré más, alguien a quien probablemente tú también conoces. Por supuesto, no podemos descartar a gente que no conocemos.

– Así pues, ¿has reducido los sospechosos a las veinte mil almas que vivían en Nueva York por aquel entonces?

Goldsmith sonrió.

– Espero que podamos hacer algo mejor. -De pronto se puso serio-. Partimos de la hipótesis de que quien mató a Emma también asesinó a Gretel. Han transcurrido veintidós años desde que encontramos cerca de tu casa la espada dentada, sin que lográramos descubrir a quién pertenecía la sangre que la cubría. Entonces no sabíamos que la sangre era de Emma.

– Tampoco lo sabemos ahora -repuso John Tonneman.

– Estoy seguro de que lo era. Hood y yo perdimos esa maldita espada, que luego fue utilizada para decapitar a Gretel. Si no la hubiéramos extraviado, ¿habría muerto Gretel? Llevo años preguntándomelo.

– Deja de torturarte. El asesino habría empleado otra arma.

– ¿Y el asesino era Hickey u otra persona?

Tonneman se impacientó. Goldsmith ponía tanto empeño que le resultaba molesto. Suspiró hondo.

– Otra persona… -De pronto recordó algo. La espada había aparecido envuelta en una fina seda blanca, también ensangrentada.

Goldsmith también estaba absorto evocando el día que reapareció la espada. La había encontrado en el almacén de brea de Quintin, junto a la cabeza de Gretel. A diferencia de los demás asesinatos de Hickey, en aquella ocasión habían dejado la cabeza a la intemperie, como un desafío, en lugar de esconderla como las demás. Se estremeció, apuró el jerez del tazón y volvió a llenarlo.

– Pido humildemente perdón al alma de la pobre Emma Greenaway, pero llevo tanto tiempo tratando de descubrir al asesino de Gretel que parece una eternidad. Tal vez su muerte guardaba alguna relación con la de Emma. -Carraspeó, cogió un fajo de papeles del escritorio y, desatando la cuerda que los sujetaba, procedió a enumerar los nombres de su lista-. Primer sospechoso, Maurice Jamison.

– ¿Por qué demonios Jamie?

– ¿Por qué no? ¿Por qué no tú y yo?

– ¿Por qué no George Washington?

– No nos dejemos llevar por la imaginación -replicó Goldsmith un poco enojado-. El doctor Jamison se casó con la madre de Emma, con lo que obtuvo una considerable fortuna. -Se enfadó al observar que Tonneman no valoraba el esfuerzo que había realizado para recopilar esa información- Segundo, David Matthews.

Lo encerraron en Connecticut e iban a ahorcarlo por traidor, pero logró escapar disfrazado de mujer. Como recordarás, regresó cuando los monárquicos se hicieron cargo de Nueva York y lo nombraron delegado de chimeneas. -Consultó su lista-. Matthews murió el 26 de julio de 1800, en Sydney, Cabo Bretón, Nueva Escocia, donde había vivido desde el 85 y ejercido como abogado.

Tonneman puso los ojos en blanco.

– Me apuesto el cuello a que Matthews nunca tuvo ningún contacto con Emma o Gretel.

Goldsmith pasó por alto sus palabras.

– Tercero, James Rivington. El pobre diablo terminó sus días alquilando instrumentos musicales. Murió un domingo, el 4 de julio de 1802, pocos días antes de cumplir setenta y ocho años. Una ironía.

– Rivington tampoco conoció nunca a ninguna de las dos mujeres. ¿Cuál podría ser el móvil?

– Cuarto, Sam Fraunces. La espada dentada era suya. Falleció en Filadelfia el 12 de octubre de 1795.

– Basta, Daniel.

– Quinto, David Bushnell. -Goldsmith buscó en el fajo de papeles y sacó una carta escrita con letra pequeña e indescifrable-. Cambió su nombre por Bush a secas y se hizo médico. Vive en Georgia. Tengo entendido que escribe cartas a todo el mundo para quejarse de que Robert Fulton está tratando de atribuirse la invención del submarino. -Le tendió la carta.

Tonneman no la cogió y contuvo un bostezo.

– Bueno, supongo que lo que haces tiene algún sentido. Nombrar a esa gente forma parte de nuestro cometido. Eliminando a quienes no son pertinentes, tal vez los que queden nos ayuden a resolver este enigma ocurrido hace treinta y dos años. -Arqueó las cejas y añadió con cierta ironía-: Has olvidado a mi primo, Oso Bikker.

– Será el número seis -murmuró Goldsmith, anotan do el nombre- ¿Oso es su verdadero nombre?

– No; William.

– ¿Qué fue de él?

Tonneman meneó la cabeza con tristeza.

– Después de sobrevivir a la guerra sin un rasguño, murió en Yorktown dos días antes de que Cornwallis se rindiera ante Washington. En su última carta, Oso explicaba que en un asalto había estado a apenas tres metros de Washington. Probablemente la escribió el mismo día que falleció. Justo antes de ese asalto, Washington dijo: «Esto es una bonita cacería de zorros, muchachos.»

Goldsmith asintió.

– Un hermoso pensamiento, si crees en la guerra. -Volvió a su lista-. Séptimo, el alcalde Whitehead Hicks. Fue…

– ¡Sube una visita! -exclamó Molly desde el piso inferior.

– ¿Quién es? No estoy…

Tonneman le puso la mano en el brazo.

– Me he tomado la libertad de enviar una nota a ese hombre para pedirle que se reúna aquí con nosotros. No deseaba recibirlo en mi casa. A decir verdad, no quería que Mariana se entrometiera.

Goldsmith asintió. Todas las mujeres eran iguales. Se oyeron unos pasos pesados por las escaleras, seguidos de una llamada a la puerta.

– Adelante.

Un hombre robusto y de baja estatura apareció en el umbral. Vestía un elegante sombrero de castor marrón y un gabán del mismo color sobre una americana de terciopelo verde oscuro. El alto cuello de su camisa de seda blanca quedaba a la vista, al igual que el chaleco blanco ribeteado de verde. Llevaba en la mano una cartera de cuero amarilla. Parecía un elegante caballero, salvo por el color de su piel; era negro.

– ¿Pierre Toussaint? -preguntó Tonneman.

El negro asintió.

– John Tonneman. Fui yo quien le pidió que viniera. Le presento a mi amigo Daniel Goldsmith. No he tenido ocasión de decírselo.

– ¿Decirme qué?

– Daniel, esta mañana, a primera hora, varios hombres asaltaron a Quintin y lo asesinaron.

– ¡Dios nos proteja! -exclamó Daniel con lágrimas en los ojos.

– Que así sea -respondió el señor Toussaint, santiguándose.

Tonneman quedó sorprendido. No había esperado que Daniel reaccionara así. Había sido un necio al olvidar la camaradería que se había establecido entre Daniel y Quintin cuando ambos resultaron heridos al estallar la bomba que Hickey había colocado en los hoyos de brea a comienzos de la guerra.

– Quintin trabajaba para el señor Toussaint. Pensé que podría arrojar alguna luz sobre por qué querría alguien asesinar a Quintin.

Daniel apuró el jerez y tendió la mano hacia la botella.

– ¿Señor Toussaint?

– No, gracias -respondió el recién llegado con acento isleño.

Daniel se enjugó las lágrimas con la punta de los dedos, luego apartó unos fajos de papeles del escritorio y dejó a la vista un par de sillas, que ofreció con un gesto. Se sentaron. Sin quitarse ni el sombrero ni el abrigo, Toussaint se puso la cartera amarilla en el regazo.

Los tres hombres hablaron largo rato, pero Toussaint no quiso o no pudo ayudarlos.

– Así pues, ¿no tiene nada que añadir, señor Toussaint? -preguntó finalmente Daniel, poniendo fin a la infructuosa conversación.

– Nada, señor Goldsmith -respondió el peluquero con su melodica voz- Quintin poseía un terreno, y cierta gente andaba detrás de él para que se lo vendiera. Si lo hizo fue sin mi conocimiento, pero tampoco habría necesitado mi autorización. Era su casa, su tierra. Yo me gano la vida peinando mujeres, y Quintin era mi ayudante, además de mi amigo. Sus dos hijos son hombres libres que se han abierto camino. A Louise, su viuda, nunca le faltará nada mientras yo viva. -Sacó un reloj de plata del bolsillo del chaleco- Si me disculpan, señores. Una clienta me espera.

– Por supuesto -respondió Goldsmith distraído-. Gracias por su tiempo.

El negro se detuvo en el umbral.

– Sólo una cosa, señor Goldsmith, señor Tonneman. Si bien visto con elegancia, y confío en tener los modales de un caballero, aunque de color, dudo de que mi declaración tuviera mucho peso legalmente.

– ¿Por qué? -preguntó Tonneman.

– Por si lo ignora, caballero, le diré que soy propiedad del señor John Berard. Sigo siendo un esclavo. -Pierre Toussaint esbozó una sonrisa sombría y, llevándose la mano al bonito sombrero de castor marrón, salió.

Goldsmith dio una calada al cigarro y se encogió de hombros. Otro callejón sin salida. Se frotó las manos.

– ¿Alguna otra idea?

– Me temo que no -respondió Tonneman levantándose.

Seis sospechosos de las muertes de Emma y Gretel, la mayoría muertos. Y todos ellos absurdos. Goldsmith estaba embotado, o tal vez senil.

– Bueno, quizá no consigamos desentrañar el presente, pero tal vez logremos esclarecer el pasado. -Daniel retiró otro montón de papeles de una estantería, levantando más polvo-. Séptimo -añadió, levantando la vista.

Tonneman ya bajaba por las escaleras.



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PREGUNTAD POR JAMES CUMMING & CO.

EN EL NÚM. 28 DE WALL STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


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