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Lunes, 1 de febrero. A media tarde


Algo amortiguado por la nieve, el ruido de las ruedas de los carruajes, trineos y carros pesados, así como el sonido de los cascos de los caballos contra los adoquines llenaron el aire. Y en medio del estruendo, los vendedores pregonaban sus mercancías.

– ¡Castañas aquí, señora!

– ¡Afile sus cuchillos!

– ¡Patatas asadas! ¡Al rojo vivo! ¡A sólo medio centavo!

Seguía nevando. Tal vez al día siguiente no habría nada que hacer, de modo que ese día se dedicaba a ganar dinero. Si lo había.

A causa de la nieve amontonada subieron primero hasta Broadway. Luego pasaron por delante de Saint Paul Chapel, cuya torre se erguía orgullosa por encima de los demás edificios, y al llegar a Chatham Street doblaron hacia la derecha.

El ruido de cascos de caballos y los gritos de los vendedores no contribuían a aliviar la jaqueca del viejo Tonneman, a quien no apetecía en absoluto asistir a la ópera esa noche.

Habría preferido quedarse en la consulta, con su hijo al lado, compartiendo con él sus conocimientos médicos. Deseaba dejar de preocuparse por Peter y lo que éste hacía o dejaba de hacer. Cielos, quería quedarse en casa con ese maldito cráneo. Algo pugnaba por salir a la luz. ¿El pasado? Se mordió la lengua ante su propio dolor. ¿Corporal, mental o espiritual?

Aun en ese estado de ánimo, era imposible que Tonneman no advirtiera que la ciudad estaba llena de mendigos hambrientos y sin hogar.

– Dame unas monedas para comprar un poco de pan.

A ambos lados de la calle había hogueras encendidas para dar calor a los vagabundos. El guardia nocturno los controlaba para evitar que una chispa errante prendiera fuego a la ciudad entera.

Ataviada con su mejor vestido de tafetán color albaricoque, ribeteado de seda, Mariana observaba a su esposo con una expresión cargada de reproche. No habían hablado desde que Duffy había dejado en casa el cadáver de Brown con el cráneo.

Las niñas, rígidas dentro de sus mejores trajes de noche, también permanecían calladas. Sabían que algo no marchaba bien en su hogar. Sólo Peter hablaba con nerviosismo. Se había sacado de la manga un nuevo tema, el matrimonio, y no cesaba de preguntar a su madre si estaba preparado para el matrimonio o con qué clase de joven debía casarse. Absorta en alimentar la cólera que se había apoderado de ella, Mariana sólo daba a su hijo respuestas lacónicas.

En Chatham Street, delante del teatro Park, se apearon de otros vehículos hombres elegantemente vestidos y mujeres con sombrero, chales y guantes, capas de terciopelo forradas de piel y manguitos, todas bien abrigadas para combatir el intenso frío.

La atracción de esa velada era la óperaDon Giovanni; música de Mozart. Sin embargo, lo más importante para los aficionados a la ópera de Nueva York era que el libreto era de Lorenzo da Ponte, residente en la ciudad desde 1805 y promotor, aunque débil, de la ópera italiana en el Nuevo Mundo.

Mariana Tonneman había planeado esa salida desde que vio el anuncio en el Evening Post. Su entusiasmo había aumentado cuando el signore Da Ponte había ofrecido a John entradas especiales. A pesar de los apuros de Peter y la cólera que le provocaba la actitud de su marido, no estaba dispuesta a perderse el acontecimiento.

Habían retirado la nieve de la acera y se aproximaban al teatro cuando ante ellos apareció un hombre de color, de cabello entrecano y vestido a la última moda.

– Disculpe, señor Tonneman. ¿Me recuerda?

– Me temo que no -respondió el doctor, entornando los ojos.

Era tan ancho como la viga de una casa y tan alto como el mismo Tonneman.

– ¡Por supuesto! -exclamó Mariana con una amplia sonrisa que contenía un nuevo reproche hacia su esposo-. Quintín.

– Así es, señora.

El africano vestía una capa negra sobre una chaqueta de terciopelo verde y un chaleco de cuello alto y forrado de verde, muy distinguido. Sostenía en la mano un sombrero de piel de castor. Una considerable cicatriz cruzaba su terso rostro por encima de la ceja derecha.

– Quintin Brock. Ahora trabajo de peluquero con Pierre Toussaint, y el signore Da Ponte nos ha contratado para ayudarle con las extravagantes pelucas.

– Oh, eso está muy bien -farfulló Tonneman.

Quintin ahuecó una mano en torno a su oreja derecha.

– ¿Cómo dice? Lo siento, no le he oído.

Tonneman asintió. El hombre de color había quedado medio sordo a consecuencia de la explosión de la maldita bomba colocada por Hickey muchos años atrás.

– Que eso está muy bien -repitió alzando la voz.

– Sí, señor. ¿Podría visitarle mañana, si no le molesta?

– Sí, sí -murmuró Tonneman, con las sienes palpitantes.

Ansiaba fumar un último cigarro antes de verse obligado a permanecer sentado durante toda una interminable ópera.

– Mañana en mi consulta. A las nueve. ¿Sabes dónde está?

– Sí, señor -respondió Quintin, complacido-. ¿Cómo iba a olvidarlo? La casa de Rutgers Hill.

Hizo una reverencia y retrocedió hasta desaparecer.

En los altos candelabros de la fachada del teatro ardían velas. En el vestíbulo, un hombre de edad que caminaba muy seguro de sí mismo acudió al encuentro de los Tonneman. Visto de cerca, se apreciaban venitas rotas en su rostro bien afeitado.

Su forma de vestir reflejaba aún más que se trataba de un hombre seguro de sí mismo y delataba su procedencia londinense; camisa almidonada de cuello alto, fular y chaleco con cuello, todo ello rematado con una capa de terciopelo azul celeste sin cruzar, con cuello y solapas, pantalones beige y unos escarpines negros y lisos con polainas.

Se trataba del mejor amigo de John Tonneman, Maurice Arthur Jamison, conocido por todos los de su clase como Jamie. Había sido cirujano en Londres y se había trasladado a Nueva York con Tonneman en 1775 para desempeñar el cargo de rector en la nueva Facultad de Medicina de King's College. Al estallar la guerra, Jamie se había casado con la hermana viuda y acaudalada del coronel Richard Willard.

Un delgado muchacho de color vestido como un colono entregó a cada uno una hoja de un centavo con la lista de actuaciones.

– Ah, un programa -exclamó Jamie lanzándole una moneda.

Los aficionados a la ópera, vestidos en todos los estilos, entraron a raudales en el vestíbulo. Algunos caballeros aún preferían los anticuados calzones hasta la rodilla, las medias y las pelucas a los pantalones de moda y las chisteras.

La planta baja albergaba el patio de butacas, con el escenario al fondo, y en el segundo piso había palcos dispuestos en un semicírculo, donde se sentaba la pequeña aristocracia de Nueva York.

El teatro Park, inaugurado en 1798 con una representación de As You Like It, era tan bonito como los más renombrados de Londres. Había costado la elevada suma de ciento treinta mil dólares, y tenía cabida para mil doscientas personas. La butacas del patio costaban cincuenta centavos; los asientos de los palcos, un dólar. El teatro contaba con un repertorio de Shakespeare, algunos autores ingleses contemporáneos como Richard Sheridan y, como aquella noche, la visita ocasional de una compañía de ópera.

El público del patio era en su mayoría masculino, artesanos y jornaleros de la ciudad. Y en opinión de quienes ocupaban los palcos, todos unos camorristas.

– Quiero hablar contigo, John -dijo Jamie a Tonneman.

– Y yo contigo.

Tonneman indicó con señas a Peter que condujera a la familia al palco.

– Tu hijo… -empezó Jamie.

– Ha habido… -empezó Tonneman.

Educados, ambos esperaron a que el otro continuara. La gente que entraba en tropel los zarandeó. Agitando su pañuelo de seda amarillo cargado de perfume, Jamie trató de entablar una conversación intrascendente.

– ¿Asististe a algún espectáculo la temporada de teatro italiano organizada por Da Ponte el año pasado? Manfredi y su compañía de bailarines sobre cuerda. -Le guiñó un ojo- Había un tableau romano con escenas que nunca se habían visto en Nueva York. ¿Viste Los rivales la semana pasada?

– No -respondió Tonneman.

El perfume que despedía el pañuelo de Jamie le agudizó el dolor de cabeza, y arrugó la nariz, consternado.

– Un olor divino, ¿no? -continuó Jamie-. Número 6 de Caswell-Masey. Es el favorito del marqués de Lafayette, ¿lo sabías?

A pesar de sí mismo y su dolorida cabeza, Tonneman se esforzó por sonreír.

– Eres único, Jamie.

– Y has tardo mucho tiempo en darte cuenta. -Jamie no cesaba de pasear su penetrante mirada en busca de la oportunidad de entablar conversación con algún personaje importante- ¡Ajá! -exclamó, ondeando el pañuelo amarillo como una bandera-. Nuestro antiguo y futuro alcalde.

A menos de seis metros de distancia se hallaba De Witt Clinton, el ex alcalde de Nueva York que no tardaría en recuperar el cargo. Hablaba con Washington Irving, Lorenzo da Ponte y el amigo de éste, el profesor Clement Moore. Era evidente que Jamie quería ver y ser visto por esos cuatro hombres de posición en Nueva York.

Tonneman se dijo que debería detenerse a la salida para felicitar al italiano, aun cuando no comprendía una palabra de italiano, odiaba la ópera y la cabeza estaba a punto de estallarle.

Los espectadores de butacas baratas pasaban por su lado buscando asientos y llamándose a voz en grito. Jamie hizo una mueca.

– Los pobres siempre están con nosotros.

El estrecho pasillo estaba bien alumbrado por numerosas velas estratégicamente colocadas. Para reforzar la iluminación había espejos en las paredes y recipientes con agua colocados en mesas y repisas.

Jamie y Tonneman, empujados y saludados sucesivamente, acabaron por renunciar a hablar en medio de aquel barullo de voces, pasos e instrumentos que eran afinados. Se retiraron a la dudosa tranquilidad de los palcos cercados con una barandilla. Detrás de la cortina de terciopelo rojo descubrieron al viejo compañero de Tonneman, Daniel Goldsmith, y a su esposa, Molly, hablando con Mariana.

Aunque sólo un año mayor que Tonneman, aquel hombre achaparrado aparentaba diez más. La calva en la coronilla constituía una adquisición bastante reciente. El ex alguacil tenía el rostro descolorido y la piel tirante a causa de antiguas cicatrices dentadas, recuerdos de aquella noche en que había estallado una bomba cerca de Bayard -la misma que había dejado sordo a Quintin-, rociándolo de alquitrán en llamas. Con los años se habían tornado aún más siniestras.

Molly, la ex ramera judía de Church Street y esposa de Goldsmith, ya no era tan rolliza como antaño. Sus tersos senos se habían arrugado, y el cabello sedoso y negro se había vuelto gris. Vestía a la última moda y era conocida por sus grandes sombreros, que ella misma confeccionaba y exhibía con orgullo. El de aquella noche, escarlata brillante con largas plumas de avestruz, estaba adornado como un pastel nupcial.

Jamie habló de nuevo, pero sus palabras se perdieron en el murmullo confuso de voces y el sonido más organizado procedente de la orquesta. Todos cuantos se hallaban de pie comenzaron a discutir por un asiento.

– Quédate, Molly -invitó Mariana-. Y tú también, Daniel. Aquí hay sitio de sobra. Peter, niñas, abajo. Podéis estar de pie durante el primer acto.

– ¡Agárrame! -exclamaron las niñas al unísono antes de abandonar alegremente el palco.

Peter las siguió igualmente encantado. De pronto, un bramido proveniente del patio hendió el aire. Detrás de las butacas baratas, dos espectadores empezaron a discutir a gritos.

– ¡Estás bebiendo mi cerveza, cara de mono!

Se oyó un sonoro eructo.

– Demasiado tarde. Se acabó.

– ¿Cómo convertirías a un yanqui en un holandés? -vociferó el otro.

– Rompiéndole la mandíbula y aplastándole el cerebro -fue la respuesta.

Y comenzó la pelea.

Mientras los vigilantes nocturnos irrumpían en el local para ayudar de mala gana y con torpeza a los empleados del teatro en su intento por sofocar la refriega, Tonneman decidió aprovechar la ocasión para hablar con su amigo.

– Jamie.

Éste salió del palco precedido por Tonneman. Junto al palco, tras otra cortina roja, había una pequeña galería que también daba al escenario. El doctor se apresuró a conducir a Jamie hacia allí.

– ¿Puedes venir mañana a primera hora a mi consulta?

– ¡Ja! Por fin has reconsiderado unirte a mi asociación de inversores inmobiliarios.

– Nada de eso. No he cambiado de parecer.

– ¿Entonces?

– Thaddeus Brown ha muerto.

– ¿Cómo?

– Han descubierto su cadáver enterrado cerca del Collect. Y eso no es todo. -Tonneman advirtió que la cortina de terciopelo rojo se movía ligeramente.

Jamie carraspeó.

– Amigo mío, me temo que he estado ocultándote algo. Traté de decírtelo antes.

Tonneman frunció el entrecejo. Antes de que pudiera hablar, se oyó un grito procedente de abajo; en lugar de zanjar la pelea, los guardias nocturnos y los empleados del teatro no habían hecho más que prolongarla.

– ¿Cómo convertirías a un holandés en un yanqui? -exclamó alguien.

– Imposible. No tiene suficiente linaje -fue la respuesta.

La pelea se había extendido por el patio de butacas, hasta el extremo de que resultaba imposible continuar la representación.

De pronto, en medio de la refriega, apareció Jake Hays, quitando sombreros y golpeando nalgas con el bastón.

– Es el viejo Hays.

– Es Jake.

La pelea terminó tan deprisa como había empezado.

– Al parecer se produjo una discusión -explicó Jamie a Tonneman. Se interrumpió para aclararse la voz- Y Peter y Thaddeus llegaron a las manos.

Tonneman sintió como un hachazo en su cabeza ya dolorida, a pesar de que Hays ya le había comentado el incidente. Tal vez en el fondo había albergado la esperanza de que fuera una exageración.

– ¿Cómo lo sabes, Jamie?

La orquesta empezó de nuevo la obertura; una música muy triste, en sintonía con el estado de ánimo de Tonneman. La cortina roja volvió a moverse.

– Me he informado -respondió Jamie.

La cortina se separó, y Goldsmith salió del palco. ¿Había estado escuchando?

– En tu consulta a las nueve -gruñó Jamie.

Pasó junto a Goldsmith y entró en el palco. Tonneman arqueó las cejas.

– Daniel.

Hizo ademán de seguir a Jamie, pero Goldsmith le puso una mano temblorosa en el brazo. Ya no era tan robusto como en su juventud.

Tonneman le dio unas palmaditas en los hombros hundidos.

– Los años se hacen notar, ¿verdad?

– No son los años, sino Gretel, su vieja sirvienta alemana -replicó ásperamente Goldsmith-. Ha vuelto a perseguirme en sueños. Cada vez que me duermo aparece su cabeza ensangrentada y machacada.

Desde el palco, Molly se asomó por encima de la barandilla y silbó a su marido, que se hallaba en la galería. El hombre no hizo caso. La música se tornó más ligera y alegre.

Terminó la obertura, y hubo una gran ovación. El director de orquesta hizo una reverencia y se abrió el telón.

– Gretel me atormenta -continuó Daniel Goldsmith, desesperado-. Viene por la noche y me susurra hasta que despierto bañado en sudor frío.

– Dios mío. ¿Y qué te dice?

La respuesta de Goldsmith se perdió cuando el criado de Don Giovanni, Leporello, entonó su bajo.



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The Spectator

Febrero de 1808


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