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Domingo, 7de febrero. A primera hora de la tarde


El hermoso contorno de una exquisita flor brillaba ante los ojos de Charity Boenning, apareciendo y desapareciendo cada vez que asentía con la cabeza sobre el bordado. Ropa para su bebé.

Casi como en respuesta sintió un débil temblor en su hinchado vientre, como el aleteo de un pájaro. Entonces el rostro de su difunto marido flotó ante ella, un busto de mármol que podría haber esculpido él mismo. Pero no, la obra de Philip era apasionada, y aquel busto aparecía frío, con los ojos hundidos, sin vida; su larga y brillante melena negra se había helado en la muerte, y el fular de seda que se anudaba al cuello parecía tallado en piedra helada.

La había cortejado y conquistado con sus dramas y poemas, sus esbozos y cartas de amor. La llamaba su «niña mujer». Y aunque Philip era mayor que el padrede Charity, que rondaba los cincuenta, la muchacha se había escapado de casa y casado con él, confiando en que Dios los bendijera, ya que no lo habían hecho sus escandalizados padres.

¿Por qué no se le aparecía el alma ardiente y vibrante de ese hombre? Suspiró. Con la gracia de Dios tal vez aparecería en su hijo, porque estaba segura de que sería un varón.

Se sentía muy confusa. Desde la tragedia de la diligencia, todos los recuerdos de su marido se habían petrificado. Horrorizada, no podía dejar de evocar los hermosos rasgos y cabello del impetuoso joven que la había rescatado: Peter Tonneman.

Su prima Katherine le había comentado que procedía de buena familia, lo que Charity ya había adivinado por sus modales impecables. Peter la había visitado varias veces y le había hablado de sus hermanas y sus padres, demostrando cuánto los quería.

También le había confesado que no le interesaba la medicina, algo que a su padre le había costado aceptar. Al hablar de ese tema, alrededor de sus ojos se formaban unas pequeñas arrugas. Ella deseaba acariciarlas hasta hacerlas desaparecer, apartarle el rebelde mechón rubio que le caía sobre la frente y abrazarlo. Un tierno deseo, semejante y, sin embargo, muy diferente al que había sentido por su difunto marido se apoderó de la joven.

Peter Tonneman se interesaba por ella, la necesitaba.

¿Como lo había calificado su primo Jacob? ¿«Arcilla inmoldeable»? Sin embargo, Charity sabía que apreciaba al muchacho por el modo en que le sonreían los ojos, desmintiendo la brusquedad de sus palabras. Claro que lo apreciaba. ¿Por qué, si no, iba a ofrecerle un puesto?

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el sonido del aldabón de la puerta principal. Oyó a Anna murmurar su discurso favorito sobre la gente que no utilizaba la puerta trasera mientras acudía a abrir arrastrando los pies. Charity sonrió y cambió de postura para aliviar el dolor de espalda y de sus pechos hinchados. Cogió una vez más el bordado. Al cabo de un rato entró en el salón Anna, seguida de Peter Tonneman.

Deseaba dar un paseo con la señora Boenning, si a ésta le apetecía. Y había llevado un regalo.

– El primer viernes de cada mes preparan jabón en casa. ¿Puedo ofrecerle una pastilla del Espléndido Jabón Duro Tonneman? Como a mi padre le gusta decir: «Úselo a diario por higiene y salud.» -Peter le dedicó una amplia sonrisa.

Ella se la devolvió. Le había atraído desde el primer momento que lo había visto, un enviado de Dios de pie en lo alto del precipicio cubierto de nieve. Y últimamente le atraía aún más. Desde que el primo de Jake lo había nombrado alguacil, Peter rebosaba de buen humor. La infelicidad que había percibido en él había desaparecido. Y hablaba sin cesar de su familia, lo que gustaba a Charity, pues creía en la familia y echaba mucho de menos a la suya de Filadelfia. Su prima Katherine también le había informado de que Peter procedía de una antigua familia judía, descendiente del primer sheriff de Nueva York. Ojalá…

Delante de la casa se hallaba el gracioso tílburi de un solo tiro que Peter había pedido prestado a su padre. Ophelia relinchó al ver que la pareja se acercaba. Como montura de silla, no solía realizar esa clase de trabajos, a pesar de lo cual lo asumió con su habitual serenidad.

Charity acarició la yegua negra y contuvo el aliento cuando Peter casi la levantó en brazos para sentarla en el coche. Ambos se sintieron avergonzados, ella por necesitar ayuda, él por haberla cogido con semejante familiaridad. ¿Habían olvidado que él la había rescatado, y cómo la había abrazado con ternura, como si fuera una niña, en el trayecto hasta la posada Rawl?

Permanecieron en silencio mientras bajaban Broadway hasta el ayuntamiento. El aire invernal era tibio, casi primaveral.

Unas damas, con elegantes sombreros y manguitos, paseaban despacio con sus acompañantes masculinos. Charity creyó percibir en sus pasos una energía subyacente, una forma de andar característica de Nueva York. Al parecer ni siquiera el frío extremo de las últimas semanas había logrado disuadir a la gente de dar su paseo.

Al llegar al ayuntamiento de Wall Street, Charity exclamó:

– Oh, me encantaría caminar.

Cada vez más encariñada con esa ciudad, deseaba formar parte de ella. Filadelfia era tan formal y estirada… Y allá todo el mundo se inmiscuía en los asuntos ajenos.

– ¿Está segura de que puede? -Peter se mostraba preocupado.

– No soy una inválida, alguacil Tonneman -respondió con los ojos brillantes. Luego ruborizándose, añadió-: Tendrás que acostumbrarte a mi temperamento. Resulta difícil impedir que me salga con la mía y consiga lo que quiero una vez he decidido qué quiero.

Así fue como Charity dio a entender a Peter Tonneman que aprobaba su cortejo. Sacando su pequeña mano del manguito de piel de conejo, se asió del brazo de Peter. Se apearon del coche y se reunieron con los demás paseantes. Había salido tanta gente para disfrutar del buen tiempo que resultaba difícil avanzar por las concurridas aceras. Todos parecían querer detenerse para hablar con amigos.

Otras mujeres sin acompañante, obviamente de clase inferior, caminaban con mayor determinación, acarreando cestas y fardos. Los hijos de la alta burguesía, respetuosos con las normas de comportamiento de sus mayores, ardían en deseos de imitar a sus primos más pobres, que corrían y gritaban, patinando en la nieve semiderretida y lanzándose bolas de barro más que de nieve.

El alguacil Gurdon Packer, uno de los dos responsables del primer distrito, paseaba por Broadway, saludando a sus superiores con indiferencia. Al ver a Peter Tonneman, le guiñó el ojo y siguió su camino silbando. Los perros ladraban y se perseguían entre sí, y las ruedas de los carros y carruajes que pasaban lograban milagrosamente no atropellados. Los vendedores ofrecían patatas asadas. Una joven les vendió pan caliente de jengibre con especias.

Caminaban despacio, y la mirada de Charity se desplazaba en todas direcciones, admirando la hermosa avenida, mientras Peter le señalaba los edificios de interés. ¡Había tanto que ver! A diferencia de las otras vías públicas de Nueva York, más estrechas y a menudo tortuosas, Broadway era una avenida amplia y recia, bordeada de álamos, que ascendía airosamente a medida que viraba hacia el norte.

Al llegar a los límites de la ciudad se detuvieron para contemplar la estructura de lo que algún día sería el nuevo ayuntamiento. Peter compró bollos calientes, dos por un centavo, y los comieron en silencio, sonrientes. Las vacas mugían, vagando por los campos abiertos y embarrados en busca de hierba. Los cerdos, más agresivos que las vacas, encontraban más interesante la basura de las calles. Un macho cabrío negro siguió un rato. Los cerdos y se alejó cuando dos harapientos vecinos comenzaron a acecharlo.

Dos carros de reparto provocaron un gran estruendo al avanzar a toda velocidad sobre los adoquines, compitiendo entre sí. Recibirían una buena reprimenda si sus jefes se enteraban de que salían en domingo. Una muchacha andrajosa vendía peras hervidas que guardaba en una destartalada cesta.

Las imágenes, los ruidos y los olores de esa ciudad le resultaban tan exóticos que Charity se sintió como transportada al extranjero. La excitación le infundió fuerzas, de modo que no estaba en absoluto cansada cuando regresaron al vehículo.

Más adelante, en la esquina de Wall y Broad Street, un grupo de gente se había apiñado frente a lo que muchos denominaban ya el «viejo ayuntamiento». Sobre un estrado improvisado, una banda emitía pitidos y trompetazos irregulares, animada por los congregados.

– Debería llevarte a casa -dijo Peter.

– No, por favor. Me encanta todo esto. Quiero ver, oír.

El joven sonrió ante su entusiasmo infantil, y se unieron al alegre grupo dominical.

El director de la banda musical tenía las manazas embutidas en guantes blancos y unos pies gigantescos. Se llamaba Kasper y era conocido por su trabajo en el circo. La banda tocaba canciones alegres y simples, al tiempo que sus miembros producían ruidos extraños y hacían muecas. Las tonterías eran bien recibidas y provocaban la hilaridad de los espectadores.

Luego entonaron con voz ronca una canción de los viejos tiempos coloniales. La melodía se acompañaba de más silbidos y redobles de tambor, mientras los músicos se golpeaban mutuamente con vejigas de cerdo. La letra aludía a tres granujas -un molinero, un tejedor y un sastre-, que se metían en líos por no saber cantar. El público prorrumpió en carcajadas.

A medida que avanzaba la canción, el molinero se ahogaba, y el tejedor era ahorcado. El terrible final de cada uno se remarcaba con pitidos, trompetazos y azotes con las vejigas de cerdo.

Cuando se descubrió la muerte del tejedor, Kasper señaló las horcas de la plaza, frente a los postes de flagelación y las picotas, y con mímica representó que tenía una cuerda alrededor del cuello y otra encima de la cabeza. Se agachó poco a poco hasta que pareció que se ahogaba, y todo el mundo rió. A esas alturas la banda había dejado de tocar, y todos señalaban a Kasper, desternillándose de risa.

Charity palideció y se aferró al brazo de Peter, quien le acarició la mano asintiendo hacia el estrado, donde en el último momento la cuerda imaginaria del director se rompió y el hombre cayó al suelo despatarrado. Hubo más risas entre los espectadores. Los niños gritaban y saltaban entusiasmados.

El director se levantó de un salto e hizo una reverencia, mientras el público lo aclamaba. Entonces el payaso se cruzó los labios con un dedo para pedir silencio, señaló a la banda y, al bajar bruscamente el brazo, los músicos empezaron a tocar y cantar.

En la última estrofa, el sastre caía en las garras del diablo. Todos aplaudieron.

El director giró delicadamente sobre sus alargados pies hacia la entusiasmada multitud congregada frente al ayuntamiento y al hacer una profunda reverencia recibió una nueva ovación.

Aún no había acabado la diversión. Kasper alzó una mano y comenzó a estirarse el rostro, que se alargaba en una y otra dirección como si fuera una masa. Cada vez que cambiaba de mueca, se acercaba a una esquina del pequeño escenario para exhibirla ante los recién llegados, andando de forma extraña, como un pato o un caballo. Los reunidos reían entusiasmados sin dejar de aplaudir. El director escogió ese momento para desplomarse de espaldas, y la multitud prorrumpió en carcajadas.

Entonces la banda empezó a tocar, y los platillos amortiguaron el estruendo de un carro de dos ruedas que pasó a toda velocidad.

Peter volvió la cabeza de forma instintiva. Los dos carros de reparto descendían fuera de control por Broad Street, directos hacia la desprevenida multitud. Por un instante quedó petrificado; luego exclamó:

– ¡Cuidado con los carros!

Cogiendo a Charity en brazos, la apartó del peligro.

La muchedumbre, que ahora gritaba de terror, se dispersó, mientras los carros sin conductor se estrellaban contra el estrado.

Peter dejó a Charity en el tílburi y corrió hacia el estrado. Los caballos, uno gris y el otro bayo, parecían más desconcertados que heridos y deambulaban arrastrando las riendas.

– ¡Maisie!

Un repartidor vestido de blanco corrió hacia los caballos y, al ver que su animal había resultado ileso, sonrió y lo abrazó.

El director, que giraba como una peonza desde el comienzo del desafortunado incidente, se desplomó. Levantándose trabajosamente, pataleó sobre el estrado para demostrar su resistencia y asintió; luego se golpeó la cabeza y negó. Algunas personas que todavía se sacudían el polvo, rieron débilmente.

Kasper meneó la cabeza ante las vicisitudes de la vida y una vez más se encaró a su pequeño grupo de músicos, que para entonces se mostraban tan tranquilos, como si el choque de los carros fuera un incidente cotidiano. Cuando el director movió sus grandes manos enguantadas en blanco, la banda comenzó a tocar de nuevo.

El repartidor se alejó con su rucio, pero no demasiado. El alguacil Harry Lannuier, compañero de Gurdon Packer, había oído el tumulto y se acercó corriendo.

– ¿Qué ha pasado?

Peter se lo explicó sin apartar la vista de Charity, que había perdido el color. Finalmente los dos hombres se saludaron, y Peter se reunió con Charity mientras el alguacil Lannuier se rascaba la cabeza e indicaba al repartidor que se alejara.

– Gracias por un espléndido día, Peter -dijo Charity, ya ante la puerta de la casa de Jacob Hays.

La joven le estrechó la mano y, poniéndose de puntillas, lo obsequió con un delicado beso para desaparecer antes de que él tuviera tiempo de reaccionar.

Jake lo encontró sentado en el carruaje frente a la casa, con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Alguna novedad, Tonneman?

– Sí, señor. Digo, no señor.

– Entonces te sugiero que vuelvas a casa.

– Sí, señor.

El joven Peter Tonneman casi flotaba mientras avanzaba sobre la nieve derretida hacia John Street y su casa de Rutgers Hill. Cumpliría veinte años en septiembre, había encontrado su vocación y se casaría con Charity Boenning. Sin embargo, en aquellos momentos ardía en deseos de comer una de las galletas azucaradas de su madre y beber un vaso de suero de manteca.

Los pensamientos de Jacob Hays eran de carácter más serio. Esperaba sinceramente que su instinto no se equivocara y que Peter Tonneman no fuera el asesino de Thaddeus Brown.



FALLECIÓ

AYER NOCHE EL CAP. ISAAC BERRYMAN,

A LA EDAD DE TREINTA Y CINCO AÑOS.

SE COMUNICA A SUS AMIGOS Y CONOCIDOS

QUE EL FUNERAL TENDRÁ LUGAR EL DOMINGO EN SU CASA,

EN EL NÚM. 303 DE WATER STREET, A LAS CUATRO DE LA TARDE.

SUS HERMANOS MASÓNICOS ESTÁN INVITADOS AL FUNERAL DE SU HERMANO DIFUNTO, QUE SE CELEBRARÁ

MAÑANA A LAS TRES DE LA TARDE EN SAINT JOHN HALL.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


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