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Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde


Embutida en un vestido de damasco azul y con los pequeños pies enfundados en unas zapatillas y apoyados sobre un escabel, Abigail Willard leía la última novela de la señorita Owenson, The wild Irish girl. Dejando a un lado el libro, se levantó de la butaca Sheraton tapizada de seda dorada para ir al encuentro de Tonneman y besarlo en la mejilla. Un niño dormía plácidamente en una cuna cerca de la chimenea, cuyo gran fuego, junto con la tenue luz de muchas lámparas, hacían la habitación acogedora y agradable.

– Qué agradable sorpresa, John. -Se llevó el dedo índice a los labios.

Tonneman asintió. Hablaría en voz baja. Siempre se sorprendía al ver a Abigail. Su rostro se había redondeado, pero apenas si había envejecido; conservaba el mismo aspecto que unos años atrás: las mejillas con hoyuelos y los ojos de color aciano vivo, en contraste con la pálida tez y el cabello plateado. Ah, el cabello, ésa era la diferencia, el único perjuicio que la edad había causado en su belleza. Como Mariana nunca había simpatizado con los Willard, ni éstos con ella, Tonneman en solitario visitaba con asiduidad a Abigail desde que había enviudado, doce años atrás.

La mujer se acercó a la puerta y tiró tres veces de la cinta de encaje de la campana que colgaba junto a las jambas.

Tonneman se dejó caer en un sillón de orejas ancho, consciente de la sensación de serenidad que se apoderaba de él. Todo lo contrario de la disensión y el caos de su hogar. O de su matrimonio.

Tras una tímida llamada a la puerta, ésta se abrió, y la doncella entró e hizo una reverencia.

– Sí, señora -susurró.

– He llamado tres veces, lo que significa té -reprendió Abigail con amabilidad.

– Sí, señora.

Cuando la doncella se retiraba, el niño gorjeó.

– Es la hija menor de Elizabeth, Mary. -Abigail volvió a acomodarse en la butaca y meció la cuna suavemente con la punta de su zapatilla de terciopelo-. Ha venido de Albany para que las criaturas pasaran quince días con su abuela. Se ha llevado a los otros tres al circo.

– ¿Abuela? -John rió. Le costaba creer que Abigail fuera abuela.

– Lo que oyes, John. Ya tengo doce nietos, y pronto serán catorce. Y las esposas de Harold y Charles también… Pareces cansado, John.

– Lo estoy. Me hago viejo.

– No eres el único, querido.

Conversaron un rato con tono afable hasta que la doncella regresó portando una bandeja con una tetera de porcelana de Wedwood bajo una cubierta, dos tazas, servilletas de hilo bordadas, cucharillas de plata y una fuente de pequeñas tortas.

– Muy bien, Nancy, gracias. -Abigail sirvió el té y ofreció una taza a Tonneman, quien la aceptó con un hondo suspiro.

Desde que ella le había plantado, hacía tantos años, para casarse con Richard Willard, Tonneman no estaba seguro de qué sentía exactamente por Abigail. De pronto decidió que ya lo sabía: envidia. Todo parecía tan sencillo para Abigail…

– ¿Sabías que con el tiempo tu casa se ha convertido en un refugio para mí?

– Lo sé, John. Para mí también lo es a veces, cuando sólo estamos George y yo, lo que ocurre en contadas ocasiones. -Sonrió-. Y George puede mostrarse muy violento. En fin, ha salido a su padre. Gracias a Dios que cuento con Jamie.

Tonneman bebió un sorbo de té.

– Sí, gracias a Dios que tenemos a Jamie. Peter también es un motivo constante de preocupación.

– ¿Cómo están las niñas?

– Gretel está hecha toda una dama. Y Lee… -Sonrió-. Si Lee fuera un chico, sería médico y me sucedería. A mí y a mi padre.

– ¿Se encuentra bien Mariana? -Abigail tendió a su huésped la fuente de tortas y observó cómo escogía una y le daba un mordisco.

– Delicioso. -Ella esperaba su respuesta-. Mariana está espléndida. -Rehuyó la mirada escrutadora de Abigail.

– ¿Ocurre algo, John? ¿Está enferma?

– Nunca se ha recuperado de la muerte de David. Se culpa de ella. Demonios, yo también me culpo… -Dejó la taza en una mesilla auxiliar-. Consiente demasiado a Peter, y ese muchacho es ingobernable. Quien bien te quiere te hará llorar.

– Es una madre, querido… -Abigail cogió una torta.

– Se pasea por la casa todo el día y siempre está furiosa conmigo.

Abigail masticó la torta con expresión reflexiva, escuchando con atención. Alterado, Tonneman negó con la cabeza.

– Soy médico, Abigail, pero no sé qué le sucede.

– Pues está muy claro. ¿No lo sabes? Son problemas propios de la mujer. -Abigail se ruborizó-. Ha alcanzado cierta edad que yo superé hace tiempo.

Sobre la mesa descansaba un abanico francés verde y negro. Lo tomó, lo desplegó con estilo y se abanicó con deliberada altanería. Daba la impresión de que las palabras que acababa de pronunciar nunca habían salido de sus labios. Tonneman la miró fijamente. Se levantó y apoyó el codo sobre la repisa de la chimenea.

– ¿Cómo he podido ser tan necio? -Se palpó los bolsillos en busca de un cigarro-. ¿Te importa si fumo?

– Adelante.

Torció el gesto, sorprendido. Había algo más en el bolsillo. Sacó el camafeo en lugar del cigarro. Había olvidado que era el principal motivo de su visita.

– ¿Qué tienes ahí?

Lo depositó en la palma de la mano de Abigail sin decir palabra, y se vio recompensado con un grito proferido por la mujer.

– Lo conoces.

Abigail recorrió con el dedo el perfil de ónice y a continuación la cadena rota.

– Pertenecía a mi sobrina, Emma Greenaway. ¿Dónde lo has encontrado?

Se puso muy nerviosa al recordar la cólera de su marido cuando su sobrina desapareció. Dejó el camafeo cerca de la bandeja del té y se levantó. Pálida, se apresuró a abanicarse, humedeciéndose los labios.

– ¿Ha vuelto Emma?

– En cierto sentido. -Tonneman tomó las suaves manos de Abigail entre las suyas-. Encontramos este camafeo junto con lo que creemos los restos de Emma al desenterrar el cadáver de Joseph Thaddeus Brown en el Collect el lunes por la mañana.

Horrorizada, Abigail dejó caer el abanico.

– Oh, no. ¿De modo que Emma nunca salió de Nueva York?

Él asintió.

– Era pelirroja, Abigail. Murió del mismo modo que las otras víctimas de Hickey.

– Dios mío. Cuando creía que Emma seguía viva, aceptaba la situación, su fuga. Pero ahora que me he enterado de que murió de esta forma tan espantosa… Necesito saber quién lo hizo.

– Yo diría que Thomas Hickey.

– Pero ¿estás seguro?

– No.

– Entonces debes averiguarlo. Hazlo por mí.

Abigail se dejó caer en el sofá y desplazó la novela, que cayó al suelo con estrépito. La pequeña Mary despertó y empezó a llorar.

Aturdida por la terrible noticia, Abigail corrió a la cuna y cogió en brazos a la pequeña envuelta en pañales.

John Tonneman se inclinó para recoger el libro y lo hojeó distraído.

– ¿Recuerdas a aquella criada tuya que prestaba su ropa a Emma? ¿Betsie…, Bessie…, Betty?

– Vamos, vamos, cariño -canturreó Abigail a la sonrosada niña-. Betty.

– La enviaste con sus padres después de que Richard y Grace…

Tonneman se interrumpió. No era preciso añadir más. Ambos recordaban demasiado bien cómo los dos hermanos, Richard Willard y la madre de Emma, Grace Greenaway, habían estado a punto de matar a palos a la criada.

– Debemos encontrar a Betty, si sigue viva.

– Lo está, John. -Abigail besó a su nieta, meciéndola en sus brazos y jugueteando con su diminuto gorro bordado de encaje-. Ésta es mi pequeña Mary…

A Tonneman se le aceleró el pulso.

– ¿Y dónde está? -preguntó, excitado.

– Le pedí que volviera después de la muerte de Richard. Betty es quien ha preparado estas tortas.



SE NECESITA BUEN COCINERO,

QUE SERÁ BIEN REMUNERADO.

PREGUNTAD EN ESTA OFICINA.

New-York Herald

Febrero de 1808

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