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Lunes, 1 de febrero. Por la mañana


Duffy, levantado desde antes del amanecer, salió con un pico y una pala, un cubo de carbón caliente y una carreta cargada de madera. Hacía tanto frío que los mocos se le helaban.

No encontró ningún guardia nocturno velando la mano. ¡Menudos tipos! Por fortuna tampoco había perros, y la mano presentaba tan buen aspecto como la última vez que la había visto, si podía calificarse de «bueno». Los dedos grises y mordisqueados emergían del barro congelado. Hacia el este, por encima de Brooklyn, un tímido sol salía sigiloso.

Siguiendo las instrucciones del viejo Hays, el día anterior, después de la copiosa comida, había acordonado la zona con la lana amarilla. La lana seguía allí, rodeando la mano, que parecía suplicar. Duffy se santiguó dos veces.

Los trozos de carbón que había portado consigo no bastaban para la tarea. Tendría que procurarse más.

Tardó un buen rato en encender un fuego cerca de la mano. Y transcurrió aún más tiempo hasta obtener suficientes rescoldos que colocar alrededor de la mano a fin de ablandar la tierra. Entonces se vio obligado a alejarlos, porque si bien la emblandecían, también amenazaban con asar los congelados dedos, lo que suponía no complacería al viejo Hays.

Como era su costumbre, el alguacil mayor había echado a andar seguido por su cochero, Noah, que ese día iba en un trineo rojo oscuro cuyas campanillas de latón anunciaban alegremente su paso.

– Buenos días, Duffy -saludó Hays, entregando al marinero un par de guantes gastados, pero en buen estado.

Duffy no cabía en sí de alegría. Parecían de piel de conejo. Se los puso. Tenían tacto de conejo.

– Gracias, señor…

El alguacil mayor agitó el bastón. Bajó la vista hacia la tierra ablandada y la mano suplicante, luego examinó el terreno acordonado y lo recorrió trazando un círculo cada vez más amplio.

Apartó de su mente pensamientos extraños. No había nada evidente a la vista, pero sabía por experiencia que no debía suponer nada.

Duffy esperó, satisfecho con el descanso pero triste por el frío que sentía cuando no trabajaba, sin dejar de observar el extraño comportamiento del alguacil mayor. Finalmente éste se acercó de nuevo a la mano.

– Está bien, Duffy, puedes empezar a cavar.


El día había amanecido despejado y frío como la nieve que crujía bajo las botas de John Tonneman. Este ató su bayo castrado a un triste abedul.

Los alrededores del Collect casi habían desaparecido al ser rellenados, confundiéndose con los Lispenard Meadows. Las zonas más conocidas de su ciudad comenzaban a desaparecer con alarmante regularidad. Sus nietos vivirían en una monstruosa y espléndida metrópolis; Gotham, como la había apodado Washington Irving, la tierra de los sabios necios.

El terreno descendía con suavidad. Al verlo acercarse, Jake Hays, que supervisaba la excavación, salió a su encuentro. Tonneman sentía un gran respeto por él, como la mayoría de ciudadanos honrados de Nueva York, y muchos de los menos honrados.

– ¿Qué tenemos aquí?

– Un cadáver, según todos los indicios -respondió Hays con un cigarro apagado entre los dientes-. Este tipo está cavando para nosotros.

Tonneman vio detrás de Hays una zona acordonada con lana atada a unas estacas de unos treinta centímetros de altura. En el centro sobresalía algo. Una mano. Bueno, ya sabía el motivo de su presencia allí.

Alrededor de la mano la tierra era un barro espeso y cubierto de cenizas que amenazaba con congelarse de nuevo. El trabajador tenía que cavar deprisa.

Los dedos desgarrados parecían salir de la tierra. En los años que llevaba ejerciendo de cirujano y juez de instrucción, así como durante la guerra, Tonneman había visto cientos de cadáveres, enteros o por partes. Sin embargo, su amplia experiencia no impidió que en aquellos momentos el pánico se apoderara de él.

Hacía más de treinta años, el mismo día que llegó a Nueva York procedente de Inglaterra, le habían pedido que echara un vistazo a otro cadáver descubierto no muy lejos de aquel lugar. Y poco después Gretel, la mujer que lo había cuidado en la infancia, había sido brutalmente asesinada por un demente.

Él y Mariana habían llamado a su primera hija Gretel en su memoria, cumpliendo un voto.

– ¿Qué tal está tu hijo? -preguntó Jake Hays en voz baja.

Tonneman no respondió. Se limitó a asentir con la vista clavada en la tierra.

– Los negros enterraban a veces a sus muertos alrededor del Collect.

Hays se cambió el cigarro al otro lado de la boca.

– Éste es tan blanco como tú y yo.

Duffy jadeaba mientras cavaba, gruñendo y arrojando la nieve al aire. De vez en cuando se detenía para colocar más trozos de carbón y avivar el fuego. Por fortuna, el cadáver no era muy voluminoso. A juzgar por la ropa -el abrigo gris, los pantalones holgados y los zapatos anchos- había sido cuáquero. Y, lo que era extraño tratándose de un cadáver enterrado, seguía teniendo el sombrero de ala ancha y copa baja bien encajado en la cabeza.

– ¡Dios mío, esta vez los mansos han heredado la tierra! -exclamó Hays.

Atado al árbol, el caballo de Tonneman relinchó asustado. Asombroso, pensó éste a pesar de haber visto antes semejante fenómeno. El cuerpo no despedía ningún hedor, pues hacía demasiado frío, pero por alguna razón el animal había percibido la muerte, y no le gustaba la idea de permanecer cerca. A Duffy tampoco. El viejo rocín que éste había tomado prestado de la Collect Company mordisqueaba plácidamente la crujiente capa de nieve que cubría el suelo.

Tras haber terminado de cavar, Duffy extendió una lona en el suelo y, cogiendo el cadáver por debajo de los brazos, lo sacó del hoyo con un fuerte tirón y lo dejó caer sobre la lona.

Tonneman se acercó a la zona acordonada. Primero echó un vistazo al hoyo poco profundo y después al cadáver al que pertenecía la mano. Jake Hays se reunió con él. El cadáver estaba rígido. Agachándose, Tonneman estudió la mordida mano derecha.

– Perros -musitó Duffy.

Tonneman tocó la otra mano. Estaba medio cerrada y contenía un puñado de tierra congelada. Temeroso de quebrar los rígidos dedos, decidió que la abriría en su consulta; en cualquier caso, lo que la mano mordisqueada parecía indicar, la entera lo confirmaba, al igual que el puñado de tierra y las uñas rotas.

– Mi maletín. Está en la silla -ordenó el médico.

– Sí, señor -respondió el excavador, apresurándose a buscarlo.

– ¿Irlandés?

Hays asintió.

– Duffy. Pero es buen hombre. Marinero.

Duffy regresó con el maletín y lo entregó a Tonneman, quien sacó unas tiras de tela y limpió con delicadeza el cadáver de barro, inspeccionando la tela tras cada pasada.

Duffy se ajustó aún más los guantes nuevos.

– Déjeme que le ayude -se ofreció, disponiéndose a enderezar el cadáver.

– Espera -ordenó Tonneman, moviendo ligeramente el cuerpo.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Duffy, cerrando los ojos y santiguándose.

Hays se inclinó para verlo mejor. Adherido a la parte posterior del cadáver, con los dientes hincados en el abrigo del muerto como si le mordiera las nalgas, había un cráneo humano.



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New-York Examiner

Febrero de 1808


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