3

Sábado, 23 de enero. Muy de mañana


Los temores de Ludwig Meisel se habían visto confirmados. La tormenta no había tardado en estallar, zarandeando el carruaje Concord y a sus pasajeros. El viento despiadado le rasgaba las ropas como un cuchillo helado.

El coche tirado por cuatro caballos del hacendado británico del siglo XVIII se había convertido en medio de transporte público en Estados Unidos. Con un asiento adicional, permitía que nueve pasajeros se apiñasen en el interior de la estructura de madera. Estos coches carecían de muelles porque los accidentados y abruptos caminos rompían las espirales. Y eran ligeros, por lo que resultaba más fácil vadear las corrientes. En aquel país los puentes eran tan raros como los huevos de rocho.

– Scheise… Ratte… Mierda -gruñó Meisel a los exhaustos caballos.

Los había forzado en un intento por adelantarse a la tormenta, el día anterior desde Filadelfia y ese día desde Princeton, donde solían proporcionarle caballos frescos. Desafortunadamente había tenido problemas con el segundo tiro, y uno había empezado a cojear.

Así pues, se veía obligado a avanzar más despacio y procurar que los animales no se desviaran del camino, que desaparecía rápidamente bajo los montones de nieve acumulada que el viento arrastraba de un lado a otro. Detrás de él, encaramado en el portaequipaje, el joven Tom luchaba con las distintas correas, tratando de impedir que las maletas salieran volando por los aires. El cochero, el aprendiz y el baúl de viaje ya estaban cubiertos de nieve.

El cielo encapotado no auguraba nada bueno cuando abandonaron Princeton al amanecer. Meisel sabía que nevaría y así lo dijo, pero ese tal Longworth era un tacaño y despreciable teufel.

– No te pago para que te sientes junto a la lumbre -replicó Longworth, sin hacer caso de la preocupación de Meisel.

Maldiciendo a los ingleses, Meisel ordenó al muchacho que afianzara el equipaje y enganchara los caballos mientras él examinaba los ejes de las ruedas para comprobar si estaban engrasadas y equilibradas, y se cercioraba de que el saco de arena que guardaba a los pies del asiento estaba seco.

Longworth se mostró tan insultante con los pasajeros como con el cochero.

– Moveos -vociferó-. Va a nevar. Si salimos ahora, podremos llegar a tiempo a Nueva York.

Como corderos, los tres adultos y los dos niños que se dirigían a Nueva York subieron al coche y se envolvieron en las mantas.

Meisel hizo una última objeción, señalando hacia el este.

– No veo el sol. Es un mal augurio.

Longworth no estaba para tonterías.

– Vamos, vamos -ordenó, dando una palmada en la grupa de uno de los caballos.

– Si el tiempo empeora -exclamó Meisel en medio de los rugidos del viento-, me detendré en Hoboken y esperaremos a que pase la tormenta.

¿Le había oído Longworth? Lo ignoraba, y le traía sin cuidado. Bueno, en realidad sí le importaba. Longworth pagaba dinero extra por los trayectos en invierno, y él tenía esposa y seis bocas que alimentar.

En aquellos momentos, con la tormenta sobre ellos, la nieve le acuchillaba los ojos. No distinguía el camino y, que Dios le ayudara, dependía por completo de los caballos, sin duda las criaturas más necias del Señor. Le habría gustado detenerse a un lado del camino y esperar a que terminara esa calamidad, pero eso significaría una muerte lenta. Acabarían enterrados vivos, sin posibilidad de ser rescatados ni siquiera después de que cesara la tormenta. Avanzando a aquella velocidad, si los caballos se estrellaban contra un árbol o caían en una zanja, al menos la muerte sería rápida.

El coche se inclinaba y balanceaba precariamente de un lado a otro. En cualquier momento podrían über Arsh gehen.

– ¡Eh, cochero!

¿De dónde procedía aquel débil grito? En medio de aquel torbellino, ¿quién podía saberlo? Si se trataba de algún caminante, ya debía de estar tres metros atrás. De pronto oyó unos golpes secos a su espalda.

– Cochero. -Ludwig Meisel apenas lo oyó. ¿Era Applegate?-. Busque una posada donde sea. Estamos congelados y destrozados por las sacudidas.

– Estúpido loch, ¿qué cree que haría si viera lo bastante para divisar una posada?

En el interior del coche, el rostro normalmente subido de color del comerciante Carl Applegate palideció. Su rolliza esposa, sus dos hijos, Edward y Margaret, y la frágil joven de Filadelfia vestida de luto, estaban cada vez más aterrorizados con cada brusca sacudida del vehículo.

El caballo delantero exterior tropezó, derribando a su compañero, y los de detrás resbalaron y chocaron contra los que les precedían. Meisel tiró de las riendas.

Los espantados pasajeros contuvieron el aliento cuando el vehículo se detuvo de pronto y oyeron los rugidos del viento y los relinchos de los aterrorizados caballos que resbalaban. Entonces el carruaje se precipitó cuesta abajo, astillándose y arrojando a los pasajeros como un montón de muñecos de trapo al barranco cubierto de nieve.



RECIÉN LLEGADO DE WASHINGTON Y A LA VENTA POR MATTHIAS WARD, EN EL NÚM. 149 DE PEARL STREET, A 1 DÓLAR 50 CENTAVOS, EL VOL. I DEL JUICIO DEL CORONEL AARON BURR, ACUSADO DE TRAICIÓN ANTE EL TRIBUNAL DEL DISTRITO DE ESTADOS UNIDOS, CELEBRADO EN RICHMOND (VIRGINIA), EN MAYO DE 1807, Y QUE INCLUYE ALEGATOS Y FALLOS.

New-York Herald

Enero de 1808


Загрузка...