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Lunes, 25 de enero. A media mañana


Maurice Jamison abrió sus ojos legañosos. La fulana se había marchado, dejando atrás un olor almizclado. Stevens le había llevado chocolate recién preparado y brandy francés, junto con el agua y los utensilios de afeitado. También había atizado el fuego.

Después de un lucrativo viernes, Jamie -como lo llamaban sus amigos- se había dedicado únicamente a disfrutar del sábado y el domingo. Y, por supuesto, había hecho acto de presencia en Saint Paul's Chapel, pero sin la fulana.

Nada le satisfacía más que las ganancias y los placeres. Apuró el brandy de un trago y tomó un sorbo de chocolate, que paladeó antes de tragar.

– Excelente.

El gato gris que dormía a sus pies entornó los ojos, le lanzó una mirada lánguida y volvió a cerrarlos.

Jamie vertió el agua caliente de la jarra en la palangana, afiló la navaja en la tira de cuero que colgaba de la mesa y bebió otro sorbo de chocolate antes de empezar a afeitarse.

El espejo le devolvió la imagen de un hombre maduro cuya sonrisa revelaba una dentadura amarillenta, pero completa, algo de lo que podían jactarse pocos hombres, incluso más jóvenes que él. Como en su juventud, Jamie tenía la naturaleza apasionada y los hombros redondeados de un erudito consagrado. Su nariz escocesa conservaba su fuerza aguileña, y la palidez de su piel le confería un aspecto frágil. A pesar de sus sesenta y nueve años, era decididamente fornido. Su abundante melena, antaño de color cobrizo, raleaba, y se la teñía de rojo.

Y su virilidad era la de un muchacho. De pronto recordó cuando John Tonneman y él habían llegado a Nueva York muchos años atrás en el… ¿cómo se llamaba el barco? Ajá, el Conde de Halifax, de Faulmouth.

La ciudad de Nueva York poseía entonces un encanto puro y sin refinar, así como un aire de frescura, incluso en la comunidad de prostitutas próxima a King's College, ahora la Universidad de Columbia. Jamie había osado llevar una fulana a la casa de Tonneman de Rutgers Hill, riéndose en la cara de la vieja Gretel, la piadosa y necia ama de llaves de su amigo.

¿Qué le había llevado a pensar en Gretel y su mirada censuradora? Se hallaba en su casa de Richmond Hill y podía tirarse a tantas fulanas como quisiera. Y a veces casi lo hacía.

Le encantaba aquella casa, desde sus majestuosas columnas y elegantes balcones hasta las alfombras turcas, los sofás tapizados de terciopelo o la estatua de Venus del dormitorio. Sólo la fábrica que manufacturaba cola a partir de pezuñas de cerdos estropeaba la perfección de su existencia. La ley establecía que tales instalaciones, a causa de los nocivos olores que emanaban, se levantaran más allá de los límites de la ciudad. El hedor era muy fuerte en Richmond Hill, pero como se trataba de una de las numerosas empresas rentables de Jamie, éste prefería no prestarle atención.

Había comprado a precio de saldo esa espléndida finca de Richmond Hill al coronel Aarón Burr, que se había distinguido en la guerra. Burr era uno de los fundadores de la Tammany Society, organización de que formaban parte los miembros más influyentes de la ciudad de Nueva York, fundada con el propósito de realizar obras sociales. Jamie también había sido uno de los miembros fundadores.

Aunque Burr había obtenido los mismos votos que Thomas Jefferson en las elecciones de 1800, perdió el voto de la Cámara y tuvo que conformarse con la vice- presidencia. Su enemistad heredada con Alexander Hamilton lo había llevado a batirse en duelo con él cuatro años más tarde, en Weehawken, Nueva Jersey. Aquel día puso fin a la vida de Hamilton y a su carrera política.

El año anterior, después de haber sido absuelto de la acusación de traición por haber conspirado para separar el territorio de Luisiana de Estados Unidos y convertirse en su presidente, Burr se había marchado a Francia.

Para Jamie, que se había establecido en Estados Unidos siendo un leal y vociferantetory, constituía un enorme placer ser el propietario de la casa de Burr. Prácticamente se la había robado a ese necio que había tenido tantas prisas por vivir en Paree.

Jamie rió satisfecho de sí mismo; un hombre de sesenta y nueve años que copulaba como un toro. Y vivía en Estados Unidos, en aquella casa, mientras que al antiguo e intrigante propietario le eran negados los placeres del gran país. Rió con tantas ganas que tuvo que beber el chocolate de un largo trago para calmarse. Esta vez el gato no abrió siquiera los ojos.

Gretel. Jamie sonrió. No había pensado en esa vieja entrometida en treinta años. ¿Por qué la recordaba ahora? Se encogió de hombros y siguió afeitándose. Últimamente los recuerdos del pasado empezaban a salir a la superficie con mayor claridad.

Un recuerdo más reciente era su negocio con Burr. La Collect Company era una filial de la Manhattan Company de Burr, y ésta había sido el sueño de toda la vida de Jamie.

En 1789 Aarón Burr, con el firme apoyo de Alexander Hamilton, el hombre a quien más tarde mataría en un duelo, había convencido a la asamblea legislativa de que participara en la fundación de la Manhattan Company, una central depuradora municipal privada. Bajo toda la palabrería legal de ese proyecto de ley había una cláusula especial. La cláusula bancaria.


Y que más adelante se promulgue que es y puede ser legal que dicha compañía emplee el capital sobrante que le pertenece o ha acumulado en la compra de títulos públicos o de otra clase, y en cualquier otra transacción monetaria u operación que no se oponga a la constitución y las leyes estatales de Estados Unidos, en provecho único de la compañía.


Debido a esta cláusula, la Manhattan Company tenía autorización para invertir sus ganancias en la fundación de un banco, una compañía de seguros o comercial y una inmobiliaria.

Ése había sido el objeto de Burr desde el principio; un banco controlado por él y sus secuaces, los antifederalistas. El 2 de abril de 1799 el gobernador John Jay firmó el proyecto de ley Manhattan, y Aarón Burr tuvo su kineo, que constituía la base financiera del nuevo imperio.

Burr no había logrado hacer realidad sus sueños de poder a través del banco, pero Jamie estaba seguro de que no cometería los mismos errores. Primero terminaría la construcción del canal que drenaba el embalse Collect y con las ganancias abriría su propio banco. Mientras tanto continuaría comprando tierras. Algún día sería dueño de un buen pedazo de Nueva York y el resto de Estados Unidos estaría esperándolo.

Se acarició el rostro en busca de zonas ásperas y volvió a afeitárselas. Le complacía su rostro. Y se vanagloriaba de que, salvo un ligero aumento en la zona del vientre, estaba físicamente igual que tres décadas atrás, cuando había llegado por primera vez a Nueva York.

Una vez afeitado, se roció generosamente el rostro, el cuerpo y el pañuelo con el agua de colonia que había encargado en Newport, y delante del hogar se puso la muda limpia, la camisa blanca y los pantalones azul marino que Stevens le había preparado. Sólo entonces hizo sonar el timbre de plata.

Stevens apareció casi de inmediato con otro brandy y otra taza de humeante chocolate.

– Buenos días, señor.

Abrió en silencio las persianas venecianas para dejar entrar el sol invernal. Retiró rápidamente los utensilios del afeitado, así como la taza y el vaso sucios, porque sabía que su señor era un hombre meticuloso que castigaba el desorden con el dorso de la mano.

Tras apurar el segundo brandy de la mañana, Jamie bebió el chocolate recién servido. Stevens regresó, esta vez sin ser llamado. Se trataba de un joven delgado que poseía el porte y los modales de alguien entrenado para atender a un heredero de la familia real. Arregló rápidamente el cabello de Jamie, luego le ayudó a ponerse sus botas de cuero de serpiente gris, el chaleco amarillo bordado y la americana escarlata sin cruzar de cuello alzado. La última prenda fue el aromático pañuelo amarillo en la manga izquierda.

Satisfecho, Jamie se miró en el espejo del alto tocador francés. Sí, todavía podía pasar por un hombre mucho más joven.

Joan, la fulana, había hecho un buen papel. Volvería a solicitar sus servicios. A pesar de sus sesenta y nueve años, su apetito sexual seguía siendo considerable. Pero ya estaba bien de regodearse en los placeres de la carne. Un asunto urgente reclamaba su atención, y había llegado el momento de atenderlo.



NÚMEROS DE LOTERÍA.

SE VENDEN ALGUNOS A SEIS DÓLARES Y MEDIO EN EL NÚM. 10 DE WALL STREET.

PREGUNTAD POR PETER BURTSELL.

New-York Herald

Enero de 1808


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