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Domingo, 31 de enero. Por la mañana


Jake Hays estrechó con energía la mano del reverendo Todd.

– Un gran sermón, reverendo.

A su derecha se hallaban su esposa, Katherine, con un bebé en brazos, y sus dos jóvenes hijos, junto con una pálida joven vestida de luto.

– Le presento a una pariente de Filadelfia -susurró Jake al reverendo-. Se ha quedado viuda y ha venido a vivir con nosotros. Charity Boenning.

– ¿Cuánto tiempo hace que enviudó, señora Boenning? -preguntó el sacerdote.

– Dos meses.

– ¿El nombre cristiano del difunto? -Philip.

– ¿Tiene hijos?

– El que espero.

– La tendré presente en mis oraciones.

– Gracias -respondió Charity, inclinando la cabeza.

– Un servicio muy bonito, reverendo.

– Señora Hays. Bienvenida a Nueva York, señora Boenning.

Katherine Hays asintió en dirección a su marido, luego reunió a sus hijos y Charity, y todos juntos se encaminaron hacia donde Noah y Copper los esperaban con el trineo para llevarlos a casa. Como era la costumbre, el día del Señor cerraban las calles que daban a la iglesia con unas gruesas cadenas de hierro, a fin de desviar el tráfico y mantener silenciosas y tranquilas las vías públicas adyacentes. Charity Boenning, Katherine Hays y su prole cruzaron al otro lado de las cadenas en Bowery Road y subieron a uno de los trineos y carruajes.

Jake Hays miró con afecto a su esposa y su familia antes de abandonar la iglesia Presbiteriana Escocesa y echó a andar por Grand Street, contemplando el mundo de Dios.

Había abierto su corazón y su hogar a su pobre prima Charity, una Etting de Filadelfia; en primer lugar porque se llamaba como su hermana menor, más importante aún, porque la madre de Jacob Hays, Esther, había sido una Etting.

Charity se había casado fuera de la fe judía. En realidad el padre de Jacob era judío de nacimiento, pero el Señor había conquistado su corazón, y se había convertido en un piadoso presbiteriano. Jake era el único de sus hermanos que había entrado en la iglesia presbiteriana siguiendo los pasos de su padre.

Cuando Charity se casó con el artista y cristiano Philip Boenning, su familia renegó de ella, como había hecho la de la madre de Jake cuando ésta abrazó el cristianismo.

Philip Boenning había muerto trágicamente, pisoteado por un caballo desbocado. Y Charity y el hijo que esperaba casi habían perdido la vida en un accidente camino de Princeton, apenas una semana atrás. Jake Hays no podía sino ofrecer su hogar a la joven y su futuro hijo.

Había dejado de nevar a primera hora de la mañana, pero no había comenzado el deshielo, de modo que el bosque de árboles de hoja perenne de detrás de la iglesia estaba cubierto de blanco y destellaba al sol como un millar de diamantes. Las calles presentaban casi un palmo de nieve. El corazón de la ciudad se hallaba hacia el sur de Grand Street; en las otras direcciones había bosques, campos abiertos y granjas.

La ciudad de Nueva York se había extendido un kilómetro y medio al norte de Wall Street, su primera frontera. Wall Street, así llamada por la muralla construida en tiempos de los holandeses para mantener alejados a los pieles rojas, era la avenida por donde la pequeña burguesía paseaba a diario. La ciudad era en muchos sentidos una gran urbe con numerosas zonas verdes. Muchas de las calles eran arboladas, y abundaban los jardines y terrenos sin construir, donde era posible coger frutas y bayas. Broadway, la principal vía pública, era impresionante. Ancha, hermosa, adoquinada y, salvo en invierno, muy verde a causa de los árboles, empezaba en Battery y llegaba hasta el mojón que señalaba las dos millas. A partir de allí se convertía en un camino vecinal sin pavimentar.

Sin embargo, era una ciudad mundana. Sus habitantes se enorgullecían del teatro Park, en Chatham Street, con sus hermosas arañas de cristal que colgaban del alto techo. El teatro congregaba a un elegante y sofisticado público, al menos en los palcos.

En los ríos -en realidad estuarios que se alimentaban del océano- los pescadores lanzaban sus redes en busca de toda clase de peces. En las aguas habitaban sábalos, caballas, cachos, percas, grandes lucios del norte y sollos pequeños. También era posible encontrar esturiones o salmones del Atlántico, en la estación apropiada, almejas y ostras.

Hacia el norte, por suerte y por desgracia, se hallaba la fábrica de cola, producto elaborado con pezuñas de cerdo. La ley la había confinado a las afueras de la ciudad, y gracias a dicha ley y a Dios los domingos no despedía su fétido olor. Más al norte se extendían terrenos no transitados, donde las rocas y el tupido bosque de robles, nogales y arces habían permanecido cientos de años.

Jake seguía reflexionando sobre la homilía del predicador. Cualquier hombre bien tratado por la vida y el Señor tenía el deber cristiano de hacer extensivo tan considerado trato a los menos afortunados. Y en aquellos momentos se le brindaba la oportunidad de hacerlo.

Jacob Hays vestía de negro cada día de la semana, excepto el domingo, cuando se ponía su levita azul oscuro y un chaleco de corte recto por delante, con el interior de color gris y el exterior blanco. Llevaba los pantalones remetidos en los borceguíes negros, altos hasta la rodilla y de suela gruesa con un gran pliegue gris.

Blandió el bastón al aire, se estiró el pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello y se colocó el sombrero alto de castor en el ángulo apropiado. Complacido con Dios, consigo mismo y con el mundo, echó a andar por la calzada de Grand Street, sepultada bajo la nieve. Se detuvo para dejar paso a la familia Anderson y saludó sonriente, aunque distraído, pendiente de un hombre enjuto con un tabardo verde, un poco más joven que él, que se hallaba de pie al otro lado de la puerta de la iglesia, sin hablar con el predicador ni con nadie. Jacob Hays lo había visto en el interior de la iglesia. Un forastero, no necesariamente un proscrito; aquel rostro no le resultaba familia.

Jake respiró el aire vigorizante. Tenía la costumbre de dar una vuelta rápida por la ciudad para ver si el domingo era respetado y tranquilo, y terminar con una taza de café en el Tontine.

– ¿Señor?

Hays se volvió y vio al hombre enjuto aproximarse a él.

– ¿Sí?

– Lamento molestarle en domingo, señor. Se trata de un cadáver.

Jake miró con los ojos entornados a aquel hombre de aproximadamente su misma estatura.

– ¿Un cadáver?

– Se supone que le espera un mensaje en su oficina, donde quiera que esté, pero no he pegado ojo en toda la noche angustiado por el alma de ese pobre diablo.

Jake frunció el entrecejo.

– Disculpe mi lenguaje, señor.

Jake agitó la mano derecha.

– No importa.

Grand Street estaba atestada de feligreses que volvían a sus trineos.

– Cenaremos juntos, Jake -dijo una mujer- No te retrases.

El alguacil mayor la despidió con la mano.

– Acompáñame -pidió al hombre del tabardo verde-. ¿Dónde se encuentra?

– ¿Cómo dice?

– El cadáver.

– Al otro lado del Collect. En Lispenard Meadows.

Los dos hombres se encaminaron hacia el Bowery. Jake iba delante. El domingo era el único día de la semana en que su ayudante, Noah, no le acompañaba. Tal cambio de rutina permitía a éste asistir a la reunión baptista africana de Stone Street después de dejar en casa al señor Hays y su familia.

A Jake le encantaban los domingos. Ese día advertía que todo marchaba bien en el mundo. Hasta que el primer problema se cruzaba en su camino. Y por desgracia ya parecía haberse cruzado, y aún no había transcurrido ni medio día.

– Hace un par de siglos todo era desierto, hasta que los holandeses empezaron a cultivar las tierras.

El hombre enjuto gruñó. Le costaba seguir el paso del alguacil mayor, sobre todo por los resbaladizos tramos de madera.

– Me gusta la vida urbana -prosiguió Jake meneando la cabeza-. Pero el domingo, el día del Señor, prefiero el campo. -Respiró hondo-. Soy un auténtico campesino, con mis árboles, manzanas y melocotones. Me asombra el modo en que la ciudad crece. ¿Te has fijado en que están construyendo el nuevo ayuntamiento en Chambers Street?

– Sí, señor.

– En las afueras de la ciudad. ¡Ja! En pocos años Nueva York será el doble de grande. Recuerda mis palabras. No habrá un solo rincón donde respirar. Cada día perdemos más bosques, pájaros y animales. -Se interrumpió-. ¿Eres marinero?

– Sí, señor. ¿Cómo lo sabe?

– El abrigo te delata. Y tu forma de andar. También las manos; los callos de los marineros son distintos a los de los hombres de tierra firme.

– Sí, señor.

– ¿De dónde eres? No me lo digas. Irlandés, ¿verdad?

Por simple que fuera, hasta Duffy sabía que no era una gran proeza adivinar su tierra natal. Sonrió y respondió con acento irlandés:

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Católico?

Duffy se ofendió. ¿Iba a tener problemas? A juzgar por el rostro del alguacil, no. Su religión tampoco era difícil de adivinar.

– Me ha pillado.

El alguacil mayor frunció el entrecejo.

– Te he visto en la iglesia.

Duffy asintió.

– ¿Qué opinas de nuestros servicios?

– Muy bonitos -respondió el marinero, educado-. Pero dejan cantar a cualquiera, y algunos no saben. -Adoptó una expresión de desagrado.

– Es posible, pero al menos entendemos qué decimos cuando rezamos -replicó Jake-. No como vosotros, con vuestros galimatías en latín.

El marinero optó por no responder. De nada servía discutir de religión, y menos siendo él el católico.

– Sí, señor.

El alguacil mayor le tendió la mano.

– Jake Hays.

Cohibido, Duffy se la estrechó.

– Bill Duffy.

– ¿No tienes unos buenos guantes?

– No, señor.

El alguacil mayor meneó la cabeza.

– ¿Qué hay de ese cadáver?

Paciente, Duffy se lo explicó.

– Trabajaba entre Church y Broadway, limpiando los alrededores del embalse, cuando vi que algo sobresalía de la tierra. ¡Que me maten si no era una mano humana! -Se santiguó-. Y estaba pegada a un brazo.

– ¿Estás seguro?

– Reconozco una mano cuando la veo. Señalé el lugar con una estaca de madera para que pueda usted encontrarlo.

Oyeron el feroz estruendo aun antes de girar a la derecha al salir del Bowery y adentrarse en Pump Street.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Duffy.

El lugar donde había colocado la señal era una rabiosa maraña de dientes y pelo; un grupo de perros salvajes aullaba y gruñía.



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New-York Herald

Enero de 1808


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