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Miércoles, 3 de febrero. Por la mañana


Después de pasar una noche en una fría, húmeda e incómoda celda, Pockets se sentía ansioso por hablar. Se acercó a Jake.

– Odio las ratas -confesó.

Apestaba a orina y ajo.

– Apuesto a que tú tampoco le gustas a ellas -replicó Jake.

Se encontraban en una habitación poco mayor que la celda. El único mueble era un taburete bajo.

– Excepto como desayuno. Por cierto… -Pockets fingió que le llegaba el olor a comida procedente del pasillo-, mis tripas me dicen que ya es hora de ingerir algo. Pan caliente y té mezclado con un poco de sidra estaría muy bien, gracias.

– Siéntate.

– Oh, no, señor. Sólo hay un taburete. Siéntese usted.

– Siéntate.

Pockets obedeció.

– Primero hablaremos, y luego comerás.

– Lo suponía.

– No me hagas perder más tiempo, Garrit. ¿Qué sabes?

El cortador de bolsillos abrió mucho los ojos.

– ¿Garrit? Nadie me ha llamado así desde que murió mi madre.

– Bueno, pues no soy tu madre, te lo aseguro. ¿Qué sabes?

Pockets miró a Jake de soslayo.

– ¿Qué desea saber?

– El viernes 22 de enero, por la noche, Joseph Thaddeus Brown, delegado de vías públicas, fue golpeado en la cabeza por uno o varios hombres y enterrado vivo en las tierras pantanosas del Collect. Quiero averiguar quién lo hizo.

– Mierda. Si lo supiera, podría esperar un banquete y unas monedas de oro.

– Si tienes suerte, te ganarás un mendrugo de pan duro y una buena patada que te saque de aquí. ¿Qué sabes?

– Poca cosa -gimoteó-. ¿Puedo tomar té con sidra ahora?

Jake lo derribó del taburete de un puntapié.

– Habla.

El ladrón se levantó y trató de sacudirse el polvo.

– No sé si tiene algo que ver con lo que pregunta; el caso es que nuestro Ned se ha metido ahora en el negocio de las excavaciones y la construcción. ¿Por qué cree que tardan tanto en terminar el edificio del ayuntamiento? ¿Piensa que usted o el alcalde, el antiguo o el nuevo, gobiernan esta ciudad? -Pockets meneó la cabeza-. Es el gran Ned. Y a él le gustan el canal y las excavaciones. Roba suministros del ayuntamiento para venderlos a los bobos que dirigen esta ciudad. Amenaza a todo aquel que se cruza en su camino y les obliga a pagar si quieren permanecer en el juego. «Páganos o no podrás trabajar.» O bien: «No puedes vender comida aquí.» Así es Ned. Da una orden, y la gente se apresura a cumplirla. Si alguien pretende cavar hoyos, rellenarlos, transportar algo en carro o poner ladrillos…

El sargento Albert Alsop entró con un tazón de té negro y un folio de papel que entregó al alguacil mayor. Pockets se rebulló al instante, frotándose el rostro y rascándose la cabeza.

Ignorándolo, Alsop se volvió hacia el alguacil mayor y dijo:

– Acabamos de recibir esta nota para usted.

Jake la leyó y asintió. Pockets tosió, y el sargento lo miró. Jake advirtió la mirada venenosa de éste. ¿Se trataba de simple odio hacia los criminales o había algo más? Finalmente Alsop salió de la habitación.

Jake quería oír lo que Pockets tenía que decirle. En tiempos de la ocupación británica, gran parte de la ciudad había sido destruida por los incendios del año 76 y 78, que dejaron a miles de personas sin techo. En el 83, al terminar la guerra, más de la mitad de Nueva York había sido reconstruida. Y desde entonces, la gente como Ned se había dedicado a explotar la ciudad.

– Sigue -instó Jake.

Pockets se encogió de hombros.

– Las excavaciones, el transporte en carro y todas esas actividades… Tienes que obtener el visto bueno de Ned el Carnicero para evitar una reprimenda de Charlie Wright.

– ¿Cómo?

– ¡Agárrame! Lo sabe tan bien como yo. Usted no es de Nueva Jersey.

Jake lo apuntó con un dedo.

– Lo siento, pero ya sabe a qué me refiero. -Pockets se sonó la nariz con la mano, arrojó los mocos al suelo y se la limpió en el pantalon.

– No. Explícamelo.

– Pues depende. Un puñetazo en la nariz, una patada en los huevos o un navajazo en las tripas. Lo mismo le da a Charlie Wright, quien, como todos sabemos, nunca hace nada malo.


Tras releer la nota que Alsop le había entregado, Jake echó a andar hacia el ayuntamiento. Se hallaba a una docena de manzanas del número 26 de Wall Street, en Nassau, donde desde 1747 se levantaba el ayuntamiento. Se trataba del antiguo ayuntamiento federal donde el presidente Washington había prestado juramento el 30 de abril de 1789, cuando Nueva York seguía siendo la capital del país. Y se convertiría en el antiguo ayuntamiento en cuanto terminaran el nuevo en Chambers, cuando quiera que eso fuera.

El antiguo ayuntamiento era un imponente edificio de ladrillo con tres plantas y un sótano. En lo alto de una breve escalinata se alzaban columnas y tres arcos. En el tejado había dos grandes chimeneas y en el centro una sofisticada cúpula sobre la cual una veleta en forma de gallo contemplaba sus dominios.

Una de las grandes salas albergaba la Historical Society de Nueva York, fundada cuatro años antes y exenta de alquiler. Tanto Jake como el hombre con quien iba a reunirse eran miembros. Mientras Jake se acercaba, un hombre corpulento y de asombrosa estatura abandonó la Historical Society y se encaminó hacia la sala de pintura. Jake aceleró el paso para no hacerlo esperar.

Tenía un cráneo bien moldeado, la frente amplia, la nariz de corte griego, el cabello castaño y rizado, los ojos castaños claros y la tez tan tersa como la de una mujer. Superaba a Jake Hays unos veinte centímetros en estatura.

– Buenos días, señor.

El hombre se aproximó a la puerta, la abrió y, tras mirar a ambos lados del pasillo, la cerró y regresó junto a Jake, quien contemplaba al presidente Washington.

– Ya hace tres días que encontraron el cadáver.

Jake asintió.

– Lamento decir que continuamente encontramos cadáveres en esta ciudad.

– Pero éste es un caso político; se trata del delegado de vías públicas, Brown. No puedo tardar tres días en enterarme de esta clase de noticias.

Jake suspiró. Era un hombre práctico, pero, al igual que a John Tonneman, le traía sin cuidado el juego de la política.

– Sí, señor.

– Asuntos de esta clase deben serme comunicados de inmediato. El período entre hoy y el 22 es extremadamente delicado. Quiero a uno de mis hombres en esta investigación.

– Sí, señor.

– Y le agradecería enormemente que el imbécil federalista de Willett no se enterara.

– No se lo diré, pero la noticia está extendiéndose por toda la ciudad, señor.

El corpulento hombre se tiró del lóbulo derecho.

– Ya lo sé. Es inútil que me preocupe. El día 22 encargué a John Hunn este asunto. En cualquier caso, quiero que me mantenga informado de sus progresos. Gracias por venir.

Jake asintió y abandonó la sala de pintura. Witt Clinton era un buen hombre y un buen alcalde. Y probablemente algún día sería un buen gobernador y, en el mejor de los casos, un buen presidente. Sin embargo, aquel día no era más que otro político que le incordiaba.

Repentinamente malhumorado, el por lo general alegre alguacil mayor hizo una insólita excepción y fue a comer a casa.



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New-York Herald

Febrero de 1808

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