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Sábado, 30 de enero. Por la mañana


John Tonneman fulminó a su hijo con la mirada.

– ¿Dónde demonios has estado? Peter negó con la cabeza. Todo danzaba alrededor, y los pensamientos se le arremolinaban. ¿Dónde?

Exactamente una semana atrás, en medio de una repentina tormenta de nieve, mientras cabalgaba por el camino prácticamente inexistente del sur hacia Princeton, Peter Tonneman creyó oír el ulular de una lechuza por encima del susurro del viento.

– ¿Con este temporal? -había murmurado, borracho, por debajo de la bufanda- ¡Buenos días, lechuza de las nieves! No te veo. ¿Me ves tú? ¿Cómo voy a verte? Con tu plumaje blanco moteado de marrón te confundes con el follaje. Hoo, hoo, hoo.

Al instante el ululato del embriagado joven se convirtió en un temible grito. Su caballo resbaló y se tambaleó.

– ¿Qué diablos…?

Sólo el hecho de avanzar despacio salvó a Peter de precipitarse por el barranco que había a los pies de la yegua, además de la fuerza bruta del animal, que relinchó frenético y clavó los cascos en la nieve, que le cubría hasta los estribos. Peter se inclinó para acariciar el cuello de su montura y buscó la cantimplora en las alforjas.

La nieve se arremolinaba en torno a él, y los helados y afilados fragmentos le cortaban el rostro. Sujetándose con fuerza el sombrero de castor, bebió un largo trago de la pequeña cantimplora de cuero; demasiado largo para la pequeña cantimplora, porque la vació. Últimamente le ocurría con mucha frecuencia.

Una señal. Su madre le había enseñado que el mundo era un lugar místico. Escapar de la muerte de ese modo era sin duda un augurio. Había convertido su vida en un fracaso, pero la providencia lo había salvado. ¿Con qué objeto?

Después de la disputa con Tedioso y las amenazas que equivalían a su perdición, Peter había comprendido que no tenía nada que hacer en Nueva York. Su tío Ben, de Princeton, tal vez podría ayudarlo ofreciéndole un puesto en su periódico. La única certeza que tenía era que había vuelto a deshonrar a su familia.

De nuevo oyó el grito; esta vez supo que no era de lechuza u otra ave. Peter guardó la cantimplora en la alforja. Ophelia relinchó, exhalando vaho que se confundió con la nieve. Echó hacia atrás las orejas y golpeó el suelo con los cascos hasta abrirse un espacio delante de ella.

En alguna parte más abajo sonó otro grito. No provenía de una lechuza. El joven Tonneman se cubrió los ojos con la mano derecha y se asomó al barranco.

Volvió a oír el chillido y creyó ver movimiento unos diez metros más abajo. ¿Se movía algo contra el fondo blanco?

– ¿Hay alguien ahí abajo? -exclamó, haciendo bocina con las manos.

El viento rugió, y sus palabras se perdieron. Tal vez se había equivocado.

– ¡Socorro! -replicó una débil voz.

De nuevo percibió movimiento en el mismo lugar. Distinguió una pequeña figura negra, muy difuminada tras la nieve que se arremolinaba. Una mujer, pensó. Trataba de encontrar algo donde aferrarse en la resbaladiza pendiente del barranco. Frenética, tendía las manos en busca de un punto de apoyo. Finalmente alcanzó una rama y se asió de ella.

Peter desmontó y tropezó con una roca oculta bajo la nieve. Profiriendo una maldición, ató las riendas de Ophelia a un escuálido abeto cercano. Sentía unos deseos irresistibles de beber, pero no era el momento. Además, la cantimplora estaba vacía. Recorrió con firmes pisadas el resbaladizo sendero hacia la oscura silueta. La mujer lo observó descender con el rostro tan blanco como la nieve.

– Deme la mano -indicó al acercarse a ella.

La mujer tenía el rostro pequeño y pálido, y los labios morados. Con la cabeza descubierta, los congelados mechones de su cabello oscuro le azotaban la cara. Peter se aferró a una rama.

– La mano -repitió, tendiéndole la suya.

Sus manos se rozaron brevemente. A continuación volvieron a tocarse, y esta vez él no la soltó, sujetándola con tal fuerza que la mujer gritó de dolor. La pequeña mano enguantada parecía esculpida en hielo. Peter tiró hacia sí.

– El coche -jadeó ella-. La nieve… resbaló… cayó… rodando… -Temblaba toda ella- Los niños.

Santo cielo, pensó Peter. La diligencia procedente de Filadelfia.

– No hable. No malgaste sus energías -aconsejó, percatándose de que era apenas una niña.

Cogidos de la mano ascendieron con dificultad por la empinada cuesta, resbalando y deteniéndose para recuperar el aliento. La furia de la tormenta convirtió el aire en un velo de nieve. De repente apareció ante ellos la noble cabeza de Ophelia, manchas blancas sobre fondo negro. Peter Tonneman la asió de las crines y las riendas y, arrastrando consigo a la joven, subió el último tramo del barranco.

Ophelia relinchó y azotó la nieve con la cola. Sólo entonces Peter examinó bien a la mujer. Menuda y pálida como un fantasma, tenía los ojos azules y el cabello oscuro. La ropa de luto que llevaba estaba rígida. Tiritando, se acurrucó contra el hombre, quien la estrechó entre sus brazos, sintiéndose por una vez fuerte y orgulloso, enternecido por el lamentable estado de la joven. ¿Para eso lo había salvado la Providencia?

– Mi hijo…

La mujer se desmayó en los brazos de Peter. Éste quedó perplejo. ¿Se había perdido el niño en la nieve? Paseó la mirada por el lugar. Era una locura demorarse allí. No lograría encontrar nada en toda aquella extensión blanca.

A pesar de haber prestado poca atención a las enseñanzas de su padre, Peter sabía que la joven había sufrido una conmoción. Además de la terrible palidez, tenía el rostro húmedo, y el olor agridulce que desprendía hendía el aire frío. Sudaba copiosamente, y los latidos de su corazón eran débiles.

Peter la envolvió en su capa azul y la levantó en brazos. Ophelia no se alteró cuando montó con su carga.

Pese a que cada minuto era crucial, se obligó a rodear el barranco con la esperanza de encontrar otra señal de vida; tal vez del niño desaparecido. Pero no había ninguna. Impaciente por guarecerse de la tormenta, Ophelia tiraba de las riendas. Finalmente, helado y cegado por la nieve, Tonneman cedió ante el sentido común de la yegua y regresó de mala gana por donde había venido, en dirección a Hoboken. Limpió la nieve y el sudor helado del rostro de la joven, se quitó el sombrero de castor y se lo puso. La posada de Rawls era la más cercana. La llevaría allí.

Peter Tonneman había olvidado que estaba huyendo.

Una hora después dejó a la joven al cuidado de la señora Rawls y se unió a la partida de búsqueda encabezada por Fred Rawls, el tabernero. El viento del norte no había amainado, y seguía nevando. El abeto donde había atado a Ophelia había quedado sepultado. Creyó poder reconocer el lugar donde había rescatado a la joven, pero no estaba seguro. No había rastro del coche de Filadelfia. El barranco era un valle blanco ininterrumpido. Intentar bajarlo antes de que pasara la tormenta habría sido tentar al destino. Así pues, la partida de búsqueda regresó a la posada.

La señora Rawls ansiaba explicarles la información que había sonsacado a la joven, llamada Charity Boenning. Una familia de cuatro miembros, el cochero y su aprendiz habían perecido sin duda en medio de la tormenta. Por la gracia de Dios Charity Boenning había salido despedida del coche, y sus faldas habían quedado enganchadas en una rama que le salvó la vida. La nieve había suavizado la caída. Era un milagro que la pobrecilla no hubiera perdido el niño que llevaba en las entrañas.

Exhausto, el joven Tonneman se desplomó en una silla junto al fuego y tomó varios sorbos del ponche caliente que la señora Rawls le había ofrecido. De la taza emanaba un fuerte olor a clavo. Aspiró el acre aroma y recordó el olor de Charity Boenning antes de entregarme a un sueño profundo.

El señor Rawls lo despertó poniéndole la mano en el hombro con suavidad.

– Pregunta por usted.

Tonneman se atusó el cabello y se colocó bien el chaleco y el cuello mientras subía por las escaleras precedido por la señora Rawls. La alegre mujer hablaba agitando las manos, y la vela proyectaba sombras titubeantes.

– Le hemos preparado una habitación, señor Tonneman. Sólo el diablo saldría con esta tormenta.

Lo condujo por un oscuro y estrecho pasillo. Peter casi rozaba el bajo techo con la cabeza. La posadera se detuvo y llamó a la puerta.

Una criada ataviada con un gastado vestido de calicó verde y un basto chal marrón alrededor de los flacos hombros les franqueó la entrada. La pequeña chimenea proporcionaba un poco de calor a la habitación.

– Oh, señor. Le espera.

– Gracias, Flora. La joven necesita descansar, señor Tonneman, de modo que no se entretenga. -Atizando con determinación el fuego, la señora Rawls añadió-: Y usted también lo necesita, a juzgar por su aspecto. Le subiremos la cena en una bandeja.

Asintió distraído al tiempo que se aproximaba a la cama, donde el menudo cuerpo de la joven apenas si abultaba bajo las mantas. Costaba creer que estuviera en estado. Sólo entonces, al acercarse, reparó en el anillo dorado que lucía. A pesar de los cardenales del rostro, era muy hermosa. Tenía los ojos muy grandes, de un azul oscuro. Llevaba la abundante y pelirroja cabellera recogida en trenzas. Desprendía aquel olor que él relacionaba con el incienso, aunque resultaba más dulce.

– Por favor, siéntese -invitó ella, dando unas palmaditas en el lecho-. ¿Es usted el señor…?

La señora Rawls carraspeó y colocó una butaca de pino detrás de Peter, quien sin embargo permaneció de pie.

– Tonneman. Peter Tonneman.

– Charity Boenning.

Le tendió una mano pequeña, de piel casi transparente y finas venas azules. Tras rozarla brevemente, Peter se sentó en la butaca. Se sentía incómodo.

– Es usted uno de los hombres más valientes que he conocido. Quiero darle las gracias por salvarme la vida. -Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas-. Esa pobre gente…

– Sólo hice lo que habría hecho cualquiera, señora -replicó él atropelladamente.

– Tengo entendido que es de Nueva York, señor Tonneman. -La señora Boenning, cuyas mejillas aparecían ligeramente sonrosadas, no apartaba la mirada del hombre.

– Sí, señora.

– Yo me dirijo allí para reunirme con un pariente. Confío en que nos haga una visita para que podamos darle las gracias debidamente.

Peter Tonneman asintió al tiempo que se levantaba. ¿Qué debía hacer?

– Si me disculpa.

Retrocedió hasta la puerta, turbado. Huía de un escándalo que avergonzaría a sus padres y arruinaría su vida, y en ese preciso momento conocía a la joven de sus sueños y estaba casada y en estado.

Se detuvo ante la puerta.

– ¿Se encontraba su marido en el coche?

A la joven se le empañaron los ojos, pero no derramó ni una lágrima.

– No, señor Tonneman -contestó-. Mi marido se ahorró esta catástrofe. Murió hace un par de meses en Filadelfia.



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New-York Herald

Enero de 1808


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