10

Sábado, 30 de enero. Por la mañana


¿Cambiaba eso algo?, se preguntó Mariana. Había regresado a su dormitorio y se vestía mientras John seguía dormido. Lo miró con resentimiento. Yacía de espaldas, emitiendo breves ronquidos.

Se abrochó el corsé, preguntándose qué había sido de la joven de antaño. «¿Dónde estás, Mariana, joven patriota, que, vestida con la ropa de tu hermano, enloquecías con la libertad de un muchacho, decidida a conquistar todo el ejército británico y el mundo entero?»Como era sábado, se puso su vestido más nuevo, de algodón morado con tiras de punto. El corpiño era muy recatado, con un volante de muselina blanca alrededor del cuello y mangas ampulosas a la altura de los hombros y largas y estrechas hasta las muñecas. La falda, suave y brillante, se recogía por detrás con una borla y le cubría los tobillos.

Aunque su cabello oscuro no había perdido el brillo, exhibía mechones blancos a lo largo de la raya y en el moño de la nuca, pero no en los rizos que le enmarcaban el rostro.

Unos gritos ahogados y el sonido de pasos le anunciaron que las niñas estaban levantadas. Sonrió. Sin duda habían descubierto que su hermano había regresado.

Salió al pasillo. Oyó risitas agudas y un desagradable gruñido procedentes de la habitación de Peter. Abrió la puerta y encontró a Leah y Gretel zarandeando a su hermano, que yacía boca abajo, con la cabeza tapada con una almohada. Mientras que Peter era rubio -un Tonneman casi puro con aspecto de cristiano-, las niñas tenían la tez oscura y el cabello de su familia, los Mendoza de Judea y España.

– ¡Mira, Lee! -exclamó Gretel-. El hijo pródigo ha vuelto y está durmiendo. Debe de haber ingerido otra vez la pócima mágica.

Peter emitió otro gruñido ahogado.

– No molestéis, niñas. Vuestro padre llegó tarde y está dormido.

Las niñas no se detuvieron.

– Si no dejáis de torturar a vuestro hermano y armar jaleo, llamaré al viejo Hays.

Ésa era la señal de que la paciencia de su madre se había agotado.

– Sí, mamá -respondieron al unísono.

Mariana agitó un dedo aleccionador antes de volverse hacia su hijo.

– Largo; dejadme en paz. -Peter sentía la cabeza tan grande como un mojón del camino, y dos veces más pesada.

– Bajad, niñas. Micah ya ha preparado vuestras gachas de avena.

Gretel puso los brazos en jarras. Sus ojos, oscuros como los de Mariana, centelleaban.

– ¿Podemos ir al circo, mamá?

– Pregúntaselo a tu padre.

– Pero si tú…

– Vamos, obedeced.

Sumisas, y conteniendo a duras penas la risa, las niñas salieron de la habitación de su hermano en medio de un revuelo de tafetán de brillantes colores y bajaron con gran estruendo por las escaleras.

Peter se volvió y apartó la almohada de sus ojos inyectados en sangre.

– ¿Se han ido? -gruñó.

La ropa con que se había acostado estaba arrugada. Sin responder, Mariana le apartó los mechones rubios que le caían en la frente.

– ¿Dónde te habías metido? Tu madre ha pasado toda la semana suspirando por su pequeño héroe.

– «Villanos» sería un término más apropiado.

John Tonneman, el patriarca, se hallaba en el umbral, envuelto en su bata, con el cabello cano enmarañado, la frente surcada de arrugas y una expresión de enojo.

– Señor. -Sobresaltado, Peter trató de incorporarse, para volver a caer sobre la almohada con un gemido.

Mariana le acarició la mejilla y lo arropó.

– Descansa.

Exhausto, el joven volvió a quedarse dormido.

Tonneman padre bufó. Sostenía un cigarro en una mano.

– ¿Tienes que tratarle así? -preguntó Mariana.

John Tonneman se llevó a la boca el cigarro sin encender. Mariana posó la vista en el rostro macilento de Peter.

– Es tan joven aún…

Tonneman miró furioso a su hijo dormido.

– Es un adulto de diecinueve años, y tú lo malcrías. Debería dejarse de chiquilladas y actuar de acuerdo con su edad.

– Oh, John.

– No empieces con tus «oh, John». Lo has malcriado toda su vida y, cada vez que trato de enderezarlo, sueltas un «oh, John».

Peter gimió y volvió a cubrirse la cabeza con la almohada.

Tonneman necesitaba golpear algo. Su hijo le habría servido muy bien, pero se conformó con el guardafuego, que levantó del suelo después de haberlo volcado con gran estruendo. Peter se movió.

– Esta vez ha estado toda una semana fuera. ¿Te parece una bobada?

– Oh, John.

Deslizando el dedo índice por la cicatriz irregular de su ceja izquierda, John Tonneman miró a su esposa por encima de las gafas. Después de treinta y dos años de matrimonio seguía amándola. Por desgracia Mariana tenía una debilidad: Peter. Era la niña de sus ojos, y lo mimaba en exceso. Se había convertido en el centro de su mundo tras la muerte de David. Bueno, Peter ya no era un crío. Debía estar a la altura de su apellido. Su padre era un médico respetado, delegado de sanidad y responsable del proyecto Collect junto con Thaddeus Brown, delegado de vías públicas.

Después de que Jamie hubiera encontrado a Peter empleo como secretario de Brown, John Tonneman confiaba en que su hijo no tardaría en convertirse en directivo de la compañía y labrarse un porvenir. Sin embargo, si no abandonaba aquella vida disipada y continuaba comportándose como un tunante, desapareciendo cada dos por tres Dios sabía dónde, terminaría sus ideas alcoholizado.

En aquellos momentos a John Tonneman le preocupaba además el paradero de Thaddeus Brown, cuya desaparición con la caja fuerte de la Collect Company había coincidido con la de Peter. Ahora que éste había regresado, ¿dónde demonios estaba Brown?

Tonneman se acercó a la cama y sacudió a su hijo agarrándolo por los hombros.

– ¡Peter!

El muchacho tenía la sensación de que la cabeza iba a estallarle de dolor.

– Déjame -gimió.

El viejo Tonneman insistió.

– Si vuelves a hacerlo, te mataré, Tedioso -gruñó su hijo.

Horrorizado, John retiró la almohada y pellizcó la nariz de su hijo.

– ¡Ay! -chilló Peter, despertando por completo-. ¿Qué haces?

– ¿Dónde diablos has estado? -Le temblaban las manos. ¿Era la cólera, o volvía a sufrir esos malditos temblores?

– No digas palabrotas, John -susurró Mariana.

John sintió deseos de sacudir a su esposa. En lugar de ello, sacudió a su hijo.

– Explícate, joven.

El muchacho se inclinó sobre la cama. Su madre se apresuró a sacar de debajo de la cama el bacín, y Peter vomitó en él.

– Mira qué has logrado -exclamó Mariana.

Asqueado, John Tonneman salió de la habitación de su hijo.

A lo largo de los años había mantenido la consulta abierta. Al casarse con Mariana Mendoza, había estudiado y aprendido lo elemental del judaísmo. Aunque admiraba la filosofía de esa religión, no era muy practicante. Al morir su suegro, David Mendoza, siguió asistiendo a los servicios del viernes por la noche en la sinagoga de Mili Street, pero se negó a acudir a los del sábado. Aunque ya no pisaba la sinagoga aquel día, la consulta permanecía abierta sólo para urgencias. Con los años sus viejos pacientes habían ido muriendo, y prácticamente ya no ejercía la profesión.

El viejo Tonneman terminó su aseo personal y bajó. Todavía se oía un murmullo de voces en la habitación de su hijo. En la cocina Micah pelaba patatas mientras las niñas hablaban atropelladamente, eternizándose con las gachas de avena. Al verlo entrar, se les iluminó el rostro.

Micah dejó el cuchillo y se acercó al fogón en busca de la cafetera. El fogón de Ben Franklin hacía tres años que lo habían instalado; por lo demás, la espaciosa cocina de amplias vigas se conservaba como en tiempos del padre de John. La casa había sobrevivido milagrosamente al incendio del 76, y en el 78 el fuego no la había alcanzado.

Habían cambiado el suelo de ladrillo hacía quince años, pero la chimenea y el horno eran los mismos. John Tonneman había echado su primer incisivo sobre la gran mesa de roble. Más tarde colocaron dos mesas más y crearon un espacio para la despensa. La familia solía reunirse en aquella agradable estancia.

– Buenos días, hijas.

– Buenos días, papá.

– Buenos días, Micah.

– ¿Desea desayunar, doctor Tonneman?

– Sólo café.

Al entrar en el salón, oyó a sus hijas discutir sobre quién le llevaría el café.

– Lo haré yo.

– No, me toca a mí.

Se sintió complacido. Se volvió cuando Leah se presentó ante él con la resistente taza Delf azul que había pertenecido a su familia desde que tenía memoria.

– Gracias, Leah.

Su hija menor hizo una reverencia y sonrió.

– De nada, papá.

Detrás de ella, Gretel hizo un mohín.

Tonneman dejó la taza en la mesa del desayuno y alargó los brazos.

– Venid aquí, mis queridas niñas.

Después de abrazarlas, acarició la cara de Gretel.

– ¿Te gustaría hacer algo por mí?

– Sí, papá. ¿Nos dejarás ir al circo?

– No intentes comprarme. Debes hacer lo que te pido sin poner condiciones.

– Sí, papá.

– Se está acabando el agua ferruginosa. ¿Sabéis cómo preparar más?

– Yo le enseñaré -respondió Leah.

– Ya sé hacerlo -replicó Gretel, fulminando con la mirada a su hermana menor.

– Es fácil -explicó Leah. Y se apresuró a añadir-: Sólo tienes que sumergir unos clavos en el agua…

Entonces las dos recitaron, alto y fuerte:

– Los clavos se oxidan, y el óxido se diluye en el agua…

Gretel pisó a su hermana menor y, mientras ésta gritaba, continuó:

– Y papá tiene un estíptico para detener las hemorragias.

– Eso es todo, chicas.

John tenía poca paciencia con sus hijos ese día. Le preocupaba el futuro del proyecto Collect. El delegado de vías públicas, Brown, había desaparecido al mismo tiempo que Peter y la caja fuerte. Cualquiera podía llegar a la conclusión lógica de que Brown y Peter, o uno de los dos, habían robado la caja fuerte y el dinero que contenía. También estaban los libros de contabilidad y esa maldita nota. Peter tenía muchas explicaciones que dar. Si algún día Jake Hays hincaba su dentadura de terrier en ese asunto, se verían en un aprieto. Peter quedaría desacreditado, y el proyecto se resentiría.

Las hermanas retrocedieron hasta la puerta de la cocina. Observaron con los ojos como platos cómo su padre se acercaba a la repisa de la chimenea. Sobre ella descansaba una caja de madera con la leyenda «Encendedor instantáneo» grabada en cursiva y pintada de escarlata. John Tonneman cogió una de las varillas de madera que contenía otra caja sobre la repisa; no eran sino fósforos tratados con una composición de clorato potásico, azúcar y cola arábiga. La introdujo en la caja en que había una botella de ácido sulfúrico, y al retirarla prendió.

– ¡Oh! -se maravillaron sus hijas.

Sonriendo satisfecho, John Tonneman encendió el cigarro. Las niñas siempre lo observaban con gran curiosidad. Aunque aquella caja del encendedor llevaba más de un año en la casa, su funcionamiento nunca había dejado de ser un misterio. Después de todo, los demás utilizaban un yesquero corriente que constaba de pedernal y eslabón. Como el encendedor instantáneo era peligroso en manos inexpertas, su padre era el único que lo empleaba.

Tonneman agitó el cigarro a fin de que el olor acre de las hojas al arder perfumara la casa y disimulara el hedor del estómago revuelto de su hijo.

Oyó los ligeros pasos de Mariana, que bajaba por las escaleras, seguidos de un estrépito en el piso superior.

– Oh, cielos. -Los pasos de Mariana se interrumpieron.

– Déjalo -ordenó Tonneman-. Seguramente ha roto el bacín.

Era lo que el propio John Tonneman solía hacer en su juventud, cuando vivía en Londres y llevaba una vida disoluta, bebiendo y yendo con rameras por la noche y estudiando medicina por el día. Tonneman dio una calada al cigarro, pensativo. Jamie lo había sacado de esas costumbres infernales, razón por la cual le confiaba la vida de su hijo.

– Micah -llamó Mariana-. Averigua si mi hijo necesita ayuda. -Se volvió hacia sus hijas-. Vamos, niñas, ayudadme a preparar el desayuno a vuestro padre y vuestro hermano.

Momentos más tarde, Peter apareció en el salón, avergonzado.

– He roto el bacín.

– ¡Agárrame! -exclamaron las hijas de Tonneman al unísono.

– Repugnante -añadió Gretel.

– Dignidad -pidió Mariana entrando en la cocina.

Micah asintió y fue a buscar el cubo y los trapos.

John Tonneman lanzó una mirada furibunda a su hijo.

– ¿Dónde demonios has estado, muchacho?

– No es asunto tuyo.

– Soy tu padre, y sigues bajo mi techo -replicó Tonneman exasperado-. ¿Y dónde está Brown?

Peter, en mangas de camisa, se secó la frente con el brazo. Estaba sudando.

– ¿A qué te refieres?

– Nadie lo ha visto desde el pasado viernes. Los dos desaparecisteis al mismo tiempo. Al principio pensé que os habíais fugado juntos.

Peter rió con disimulo.

– ¡Y un carajo!

– Esa boca -reprendió Mariana al regresar de la cocina.

– Sí, madre. -El joven sonrió.

Su padre continuó observándole con expresión sombría.

– Luego deseché la idea.

Peter aplaudió a su padre.

– Te lo agradezco.

Mariana había portado un frasco de esencia de hierbabuena y un plato de loza que depositó sobre la repisa de la chimenea. Vertió parte de la hierbabuena en él y dejó el frasco cerca. La habitación olía a menta y tabaco de Virginia.

Tonneman señaló el plato.

– ¿Lo has puesto por el cigarro de tu marido o por el vómito de tu hijo?

– ¡Agárrame! -exclamaron las niñas a coro.

Mariana y Tonneman se miraron con hostilidad. Éste se volvió hacia su hijo.

– El asunto es grave, muchacho. He pasado por la oficina de Brown y he visto el estado en que se halla, pero no logro imaginar qué ocurrió. Ya me he acostumbrado a tus escapadas, pero esto pasa de la raya.

– Es asunto mío. -Peter mantuvo la cabeza alta, desafiando nuevos comentarios.

– El caso de Brown es otro cantar. Por su cargo, es responsable del dinero de la Collect Company.

– Cargo que debería haber desempeñado yo. -El joven hizo una mueca y cerró los puños para disimular sus temblores- Necesito beber algo, papá.

– ¿No podría tomar una copa? -intervino su madre.

Indignado con su hijo y su esposa, pero incapaz de discutir, Tonneman se encogió de hombros.

Mariana sirvió medio vaso de brandy. El muchacho la observó ansioso. Antes de tendérselo, su madre eligió con toda parsimonia una nuez de la fuente del aparador de madera de cerezo. Con la misma parsimonia, cogió el cascanueces George Washington rojo, blanco y azul, colocó la nuez entre las enormes fauces del general y la partió. Una vez pelada, se la ofreció a su hijo.

– Primero se come y después se bebe.

– Oh, mamá -exclamó Peter.

Obedeció. Masticó rápidamente la nuez, luego cogió el vaso de cristal y bebió el contenido con avidez. Irritado por la expresión de desdén mal disimulado de su padre, deseó vengarse.

El viejo Tonneman se sentía tan irritado como su hijo. Era demasiado pronto para beber, pero en vista de lo que estaba haciéndole pasar el muchacho, decidió que también merecía una copa. Se sirvió una generosa dosis de brandy.

– He revisado los libros.

Sonriendo, Peter miró a su padre por encima del canto del vaso.

– ¿Qué ocurre, padre? ¿Ya no confías en Tedioso?

– Han sido magistralmente falsificados.

La arrogante sonrisa de Tonneman hijo se hizo aún más amplia.

– Te lo advertí. Siempre he dicho que yo era la persona adecuada para ese trabajo.

John Tonneman metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó un folio doblado. Lo desdobló despacio y se lo tendió a su hijo con brusquedad.

– Por desgracia, también ha dejado una nota para explicar que eres tú quien se ha dedicado a robar dinero y falsificar las cuentas.

La sonrisa de Peter se desvaneció.

– Oh, no, papá. Maldita sea.

– Esa boca…

Los dos Tonneman miraron a Mariana. Ninguno sabía cómo explicarle la gravedad del asunto. Peter estaba a punto de llorar.

– ¿Qué voy a hacer, papá? ¿Qué voy a hacer?

Mariana corrió hacia su hijo y, estrechándolo entre sus brazos, dijo lo único que se le ocurrió:

– Dignidad, Peter. Siempre dignidad.



SIDRA SELECTA PARA EMBOTELLAR

SE VENDE A BORDO DEL BALANDRO EXPERIMENT, ATRACADO EN ORILLA ESTE DE BURLING SLIP. EXCELENTE SIDRA EN BARRIL, PREPARADA PARA SER EMBOTELLADA. PREGUNTAD A BORDO POR CAP. JONATHON GRISWOLD.

New-York Herald

Enero de 1808


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