Prólogo

Viernes, 22 de enero


El halcón se posó sobre uno de los abruptos montículos de barro y escombros que rodeaban el embalse, ladeó la cabeza y observó la actividad que se desarrollaba abajo. Tenía hambre y en su nido aguardaban cuatro bocas. No quitaba el ojo de encima al cerdito que correteaba a los pies de los carreteros y jornaleros cinco metros más abajo, deteniéndose sólo para mordisquear las raíces que sobresalían del suelo helado. Por encima del halcón unas nubes gris pizarra cruzaban raudas el cielo impulsadas por el recio viento del norte.

El halcón, una sombra marrón oscura, llevaba todo el día acechando a su presa, elevándose en el cielo para a continuación descender en picado. Los hombres le habían gritado y arrojado piedras. Era su comida y no iban a permitir que un pajarraco escuálido la tocara. Lo habían ahuyentado de un extremo del montículo, pero los sobrevoló en círculo y se posó en el otro extremo, clavando sus garras amarillas una vez más en el duro suelo. Al cabo de un rato se habían cansado de perseguirlo. El halcón sólo tenía que esperar. Sabía que la oscuridad pondría fin a la actividad de los hombres, porque sin fuego no veían. La noche le pertenecía a él.

El halcón extendió las alas y las dobló contra los costados, encrespando las plumas color crema del cuello. La paciencia era su punto fuerte. Se apoyó en la otra garra, arrojando tierra helada hacia abajo.

Los jornaleros iban y venían, sacando barro del agua fría y cargándolo en carros para llevarlo lejos. Estos carros regresarían rebosantes de tierra que verterían en lo que quedaba del embalse, donde tan bien había comido el halcón en otro tiempo.

Cayó la noche. Cuando los carreteros empezaron a echarse la pala al hombro, el halcón encaramado en su promontorio se preparó, aferrándose con las garras al inestable montículo y estirando el cuello. El azulado garfio de su pico apenas se distinguía contra el azul cada vez más oscuro del cielo. Extendió las alas y alzó el vuelo. En ese preciso instante un águila cayó en picado por su lado y atrapó con sus afiladas garras al cerdito. La aterrorizada criatura chilló; ofendido por tan arrogante piratería, el furioso halcón emitió un largo y escalofriante grito.

La sangre del cerdito llovió sobre los indignados hombres, salpicándolos, mientras agitaban en vano sus puños hacia el cielo.

Esa noche el águila cenaría bien, a diferencia del halcón y de los hombres que trabajaban en el Collect.



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